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Erótica atracción
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Libro electrónico100 páginas1 hora

Erótica atracción

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Información de este libro electrónico

Ella, insatisfecha y frustrada, conocía de memoria las largas noches junto a un marido sexualmente abúlico, a mil años luz de la fértil imaginación de su joven compañera. Y... sucedió lo inevitable. Sólo que el azar introduciría una pieza insólita en el viejo eterno tablero de juego.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2017
ISBN9788491620068
Autor

Ada Miller

Bajo el seudónimo de Ada Miller, Corín Tellado publicó varias novelas eróticas. Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Corín hace de lo cotidiano una gran aventura en busca de la pasión, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.

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    Vista previa del libro

    Erótica atracción - Ada Miller

    Índice

    Portada

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Créditos

    Ada Miller

    ERÓTICA ATRACCIÓN

    1

    Marie andaba por el vestuario en bragas y sujetador. Sobre los altos tacones aún parecía más esbelta. Muchas otras jóvenes como ella iban de un lado a otro buscando sus ropas. Pero Marie se sentó al lado del teléfono y cruzando una pierna sobre otra, lanzó una mirada en torno diciendo:

    — No habléis todas a la vez. Voy a hacer una llamada telefónica.

    Apenas si le hicieron caso.

    Las modelos habían terminado la jornada y se vestían para salir cada una a su sitio elegido, bien su hogar, bien con un amigo, bien a una discoteca.

    Nicoletta se acercó sinuosa a Marie siseándole:

    — No te van a dejar. ¿Por qué no llamas desde el pasillo?

    Marie lanzó sobre ella una mirada entre compasiva y despectiva.

    — Desnuda estás poco atractiva, Nicoletta — dijo riendo —. ¿Por qué no me dejas en paz y te dedicas a lo tuyo y antes de nada te vistes?

    Nicoletta era rubia y frágil, de un cuerpo escultural, pero, al entender de Marie, demasiado delgada. Se le contaban los huesos y si bien vestida era la más elegante, desnuda parecía talmente el anuncio de un esqueleto.

    La mano de Nicoletta se extendió ansiosa y fue a tocar un seno de Marie, que levantó el auricular y se disponía a plantarlo en la rubia cabeza de su compañera.

    — Nicoletta — farfulló —, que sabemos del pie que cojeas. ¿Por qué no dedicas tu atención a otra? Ya sabes cómo pienso.

    — Si salieras conmigo esta noche...

    — No seas absurda.

    — Tengo un piso precioso.

    — Y yo.

    — Pero en el mío te ofrezco una velada deliciosa.

    — Pues yo en el mío no te ofrezco ni una sola copa, Nicoletta. ¿Está bien claro?

    Nicoletta parpadeó y volvió a estirar los dedos, pero Marie le dio con el auricular en ellos.

    — ¡Ay!

    — Así, para que aprendas. A mí que me toque un hombre me gusta, pero que me sobe una mujer me da grima. ¿No lo sabes ya por experiencia?

    — Nunca has probado.

    — Ni quiero, ¿queda claro? Déjame en paz, que voy a llamar a mi marido.

    — No estará en casa, seguro.

    — Bien — dijo Marie alzándose de hombros—, ya sé dónde hallarlo, de modo que déjame en paz y dispara tus atractivos hacia otro objetivo. El mío es privado.

    La empujó y Nicoletta se fue desnuda hacia el biombo donde, con rabia, procedió a vestirse.

    Entretanto Marie marcó el número de su casa y obtuvo el mayor silencio.

    Roland, por lo visto, seguía inmerso entre números en su despacho. ¿Por qué se habría casado con él?

    Ni siquiera lo sabía. Se había casado, eso era todo.

    Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas, hizo un gesto de fastidio y marcó otro número. Casi en seguida le contestaron.

    — Curtidos France.

    ¡Curtidos France! No había voz más inexpresiva que la de Roland cuando decía «Curtidos France».

    — Roland, soy yo.

    — ¿Yo?

    —Marie —se impacientó.

    — Oh —exclamó Roland—, me había olvidado de que existías. ¿Dónde estás? ¿En casa?

    — No. Aún estoy en la casa de modas.

    — Ah.

    — Y te pregunto si vas a ir a casa o te vas a quedar en el despacho de tus curtidos.

    — Pues, ejem... No me va a ser posible ir en seguida, Marie. Ya comprendes, ¿verdad? ¿Por qué no te das una vuelta por París? A esta hora está apetitoso... No podré llegar a casa por lo menos hasta las doce. Podrías comer en algún sitio con alguna amiga, y después irte a un cine. ¿Qué dices?

    — Que está bien, que bueno, que vale.

    — No te habrás enfadado, ¿verdad?

    Justo era como para tomarlo a gritos de alegría.

    Todos los días igual.

    Pensó automáticamente en Roger, en aceptar una vez más sus galanteos, pero Roger era algo pavo. Más soso que un cura de pueblo y tan Inepto para el amor como Roland.

    — Hasta luego, Roland. Te veré a las doce.

    Y colgó sin decir a dónde iría.

    Tenía el auto en el aparcamiento de la casa de modas. En el vestuario sólo quedaba ella con su impúdica indumentaria y Nicoletta mirándola con ansiedad.

    Le dio cien patadas en el estómago encontrarse con los cálidos ojos de la lesbiana.

    ¿Por qué se habría encaprichado de ella?

    Con precipitación se levantó y sobre los altos tacones se fue hacia el biombo dispuesta a ponerse el elegante modelo rojo vivo.

    Nicoletta estaba a dos pasos viendo ansiosa como se vestía.

    Marie se ahuecó el negro cabello y asiendo el bolso y el abrigo de pieles pasó por delante de Nicoletta sin mirarla siquiera.

    — Marie...

    — Vete al cuerno, Nicoletta —gritó Marie.

    Y se lanzó a la calle.

    * * *

    Sentada ante el volante pensaba que no sabía qué hacer.

    Irse a casa no le apetecía. Miró el reloj. En invierno anochecía ya, pero no dejaban de ser las siete aún Si hasta las doce no llegaba Roland, ¿ponerse a leer esperándole?

    Le parecía ridículo. No porque no le gustara leer, sino por tener paciencia para esperar a su marido.

    Se casó con él dos años antes y estaba más que harta, casi, casi dispuesta a solicitar el divorcio por «abandono». ¿No era abandono el amor que Roland le tenía a la fábrica de curtidos y el escaso entusiasmo que sentía por ella?

    Ella se conocía bien. Era una mujer fogosa, apasionada, erótica.

    Y resultaba que tenía un marido que con sus números, sus curtidos, sus despachos y sus libros de contabilidad amén de sus proveedores de pieles tenía más que suficiente.

    Roland no era un mal hombre

    Ella diría que se pasaba de bueno, pero de tan bueno era idiota.

    Podía suponer que estaba ciega cuando accedió a sus requerimientos. Roland no podía ser amante, no tenía madera de tal y cuando lo conoció dos años y medio antes, Roland pudo proponerle una aventura, pero lo que le propuso fue el matrimonio.

    Nada más casarse con él se dio cuenta de que Roland era un infeliz. Ni cuenta se dio de las veces que anduvo por sus intimidades vaginales.

    No guardaba Roland interés alguno, y a medida que pasó el tiempo, ella, que para casarse y en los primeros años de casada dejó la casa de modas, al cabo de seis meses como se aburría como una ostra y no tenía

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