Busco mi vida
Por Ada Miller
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Ada Miller
Bajo el seudónimo de Ada Miller, Corín Tellado publicó varias novelas eróticas. Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Corín hace de lo cotidiano una gran aventura en busca de la pasión, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Busco mi vida - Ada Miller
Índice
Portada
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Créditos
Ada Miller
BUSCO MI VIDA
La prueba, Se que la libertad es el ideal divino del hombre, es que ella es el primer sueño de la juventud, y no se desvanece en nuestro ánimo sino cuando el corazón se marchita y el espíritu se envilece o se acobarda. No hay alma con veinte años que no sea republicana.
A. De Lamartine
1
Lou Muni escuchaba con indiferencia las palabras que decía su padre.
Verdaderamente, Lou nunca tenía muy en cuenta lo que decía nadie, ni siquiera su padre.
Este —Louis Muni— se pasaba la vida borracho, durmiendo o trabajando a trompicones de barrendero en las calles de París. Verónica Muni fregaba portales, y los otros hijos, Mauricio, Naya y Marcelo ni se sabía cómo vivían.
Lou pensaba que Mauricio era algo así como un «quin-quin»; de Naya pensaba que se prostituía desde los dieciséis años y contaba veinte a la sazón. Y en cuanto a Marcelo, que podía muy bien oscilar entre los veintidós o veinticuatro por la pinta, era el gigoló de una vieja rica.
Lou Muni se decía todas las noches cuando se tiraba en el camastro paralelo al que nunca ocupaba su hermana: «Mañana me largo yo.»
Pero no se largaba.
Lou tenía un concepto de la vida bastante particular.
A fuerza de vivir en la miseria, de echar en falta casi todo, de ver discordia en su hogar, había decidido hacer el suyo propio (cuando lo tuviera), algo más decoroso.
A trancas y barrancas y a fuerza de soportar ironías, riñas y desplantes, había resuelto estudiar para enfermera.
La cosa se la metió en la cabeza el doctor Rubén, un médico que tenía la clínica instalada en el barrio y Lou, casi sin darse cuenta, se fue colando en ella. Primero fue la limpiadora del consultorio y a los pocos meses ponía inyecciones y vendaba heridas. Un buen día, el doctor Rubén le dijo:
—Tú tienes madera de enfermera. ¿Por qué no te matriculas en la escuela?
Lou ignoraba que existiese escuela, pero el doctor Rubén le explicó con más amplitud:
—Se trata de una escuela de enfermeras. Yo te daré los libros, haré todas las diligencias y no tendrás necesidad de dejar mi clínica.
Tal como lo dijo lo hizo, y Lou pensó que se sentía muy contenta de hacer dos cosas provechosas. Estudiar, trabajar y ganar algún dinero; dinero que para que callase su padre, le entregaba todas las semanas, pero aun así y pese a ello (poco, porque no ganaba más), su padre, los sábados por la noche, armaba aquellos escándalos, quejándose de que todos sus hijos no aportaban a la casa más que disgustos.
Lou pensaba que la única que aparecía por casa todos los días y cada hora de comer y de dormir, era ella, pues los otros, a veces, no aparecían en semanas o meses. Esto le hacía pensar que todo cuanto decía su padre se refería a ella exclusivamente.
No por ello se sentía deprimida o disgustada, aunque sí harta de aguantar los silencios de su madre y las voces destempladas de su padre, cuando estaba beodo. Y si bien esto ocurría un día sí y otro también, a fuerza de oírlo, Lou se había habituado y no le daba más importancia de la que realmente tenía, que para su modo de pensar no era tanta.
El doctor Rubén era un señor mayor de pelo blanco, manos temblorosas y sonrisa de niño grande algo idiotizado, pero la verdad es que Lou le tenía simpatía porque trabajaba mucho, cobraba poco y mal y ayudaba a la gente de aquel barrio perdido en los arrabales de París.
Lou era una muchacha sensible, muy bonita de presencia y a los dieciséis años seguía sin atisbo alguno de perder su virginidad.
Estaba matriculada en la escuela, y todas las tardes, después de dejar la consulta del doctor Rubén, se pasaba por allí, tomaba sus apuntes, hacía sus prácticas y regresaba a casa bien entrada la noche, desoía los gritos que estaba dando su padre en la cocina, se metía en su cuarto y estudiaba sin parar, de modo que al día siguiente siempre se sabía la lección.
Un día, como algo insólito, apareció Naya por casa. Miró a un lado y otro arrugando la nariz como si todo lo que le rodeaba fuera una porquería, y desdeñosa, para que su padre se callara, pues estaba dando unas voces que se oían en todo el barrio, puso sobre la mesa un buen puñado de francos que silenciaron a su padre como por ensalmo y le inclinaron a asir con ansiedad aquel dinero, que acercó a los ojos con avaricia y empezó a contar uno por uno, mientras su mujer intentaba arrebatarle unos cuantos billetes para las necesidades del hogar, sin lograr gran cosa: Louis Muni los había introducido en el bolsillo y se dispuso a gastarlo en la taberna.
Lou se preguntaba quién daría tanto dinero a Naya, la cual, dicho en verdad, vestía de maravilla, era hermosa y joven y se conducía como una gran dama de la alta sociedad parisiense.
—No debiste dárselo todo a tu padre —reprochó Verónica a punto de llorar—. Ya sabes en qué se lo gasta.
Naya, como haciendo una concesión, metió la mano en el bolso y sacó otro puñado de francos.
—Toma —dijo—. Esto es para ti y para las necesidades que tengas.
Dicho lo cual asió a Lou por un brazo y la levantó.
—Ven. He venido a hablar contigo.
Naya entró en el cuarto que ambas habían compartido y miró con asco en todas direcciones.
—No me explico cómo pude vivir algún día en este, antro —farfulló.
Sacudió el borde de su cama cubierta con una mugrienta colcha que un día debió ser roja, y se sentó.
—Siéntate enfrente, Lou.
La joven, que para entonces ya contaba sus buenos dieciocho años, lo hizo. Miraba a Naya con ansiedad. Olía a rosas, las ropas que vestía crujían en sus movimientos, destellaban pulcritud y elegancia y sobre todo, tenía un pelo sedoso, rubio y largo.
—Me han dicho que estás estudiando.
—Sí —afirmó Lou—. Seré muy pronto enfermera.
—¿Y eso qué es? —preguntó Naya, desdeñosa—. Curar heridas, limpiar supuraciones, restregar esponjas por los culos... ¡Puaff! Yo he venido a buscarte.
—¿A buscarme? —inquirió asombrada—. ¿Por qué? ¿Para ir adónde?
—Yo vivo divinamente. Estoy desenvolviéndome en el mismo centro de París y no tienes idea de lo que es mi piso —miró en torno de nuevo con desdén y asco—. Esto es una porquería. Los padres nacieron aquí y aquí viven, allá ellos. Realmente no he pensado jamás en sacarlos de aquí. Papá nunca dejará de ser un borracho y nuestra madre una víctima; por esa razón, estén aquí o en un palacio, siempre serán las mismas personas. Por eso no me he preocupado gran cosa de ellos y