Un hijo tuyo
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Anne Marie Winston
Anne Marie Winston is a Pennsylvania native and former educator. She sold her first book, Best Kept Secrets, to Silhouette Desire in 1991. She has received various awards from the romance writing industry, and several of her books have made USA TODAY’s bestseller list. Learn more on her web site at: www.annemariewinston.com or write to her at P.O. Box 302, Zullinger, PA 17272.
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Un hijo tuyo - Anne Marie Winston
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Anne Marie Rodgers
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un hijo tuyo, n.º 1140 - julio 2017
Título original: Billionaire Bachelors: Ryan
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-045-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
«El genio de las finanzas de Boston, Ryan Shaughnessy, queda en sexto lugar en nuestra lista de solteros más codiciados del Noreste. Shaughnessy, de treinta y dos años, multimillonario con intereses financieros en negocios diversos, ostenta la patente de Securi-Lock, una innovación tecnológica creada hace diez años que ha revolucionado el mundo de la seguridad en el hogar. Viudo desde hace dos años, y sin hijos, es un hombre que se ha hecho a sí mismo. Vive en el exclusivo barrio residencial de Brookline, en Back Bay, Boston, mide un metro noventa y dos y pesa noventa y tres kilos. Si quiere usted captar el interés de este eminente soltero de oro, no tiene más que ir a nadar, a remar, o a hacer jogging».
Ryan Shaughnessy escuchó a su acompañante en la mesa ocultando apenas el mal humor. La miró, y dijo:
–Aparta eso de mi vista.
–Estoy impresionada –respondió Jessie Reilly guardando la revista en el bolso con una sonrisa y un brillo en la mirada que Ryan conocía bien, después de haber crecido juntos–. ¿Quién habría pensado que el flacucho de mi vecino iba a convertirse en un «eminente soltero de oro»?
Pero el enfado de Ryan duró poco. Jessie estaba tan guapa como siempre, con su traje de chaqueta gris marengo y sus botas negras, de invierno. Ryan sintió una vez más la atracción sexual que había sentido siempre hacia ella, con solo sonreír.
–De haber sabido que ibas a traer esa basura, no habría venido.
Lo cierto era que Ryan jamás habría desperdiciado una oportunidad de ver a Jessie. Y él lo sabía. Jessie había sido su vecina durante la infancia, su primer amor, no correspondido, durante la adolescencia, y su mejor amiga durante toda la vida. Se veían todos los terceros miércoles de mes para comer. Jessie se sacudió la melena castaña lanzando destellos cobrizos. Ryan era perfectamente consciente de que más de un hombre la observaba, en el bar del hotel Ritz-Carlton.
–Pues me alegro de que hayas venido. He estado pensando en ti, preguntándome qué tal estarías –respondió Jessie contemplando el parque por la ventana, con sus ojos verdes grisáceos.
Ryan sabía que no se refería a qué tal le iba la vida en general. En realidad, lo que Jessie quería saber era qué tal estaba tras la muerte de Wendy. Ella le había hecho esa pregunta todos los meses, a lo largo de dos años, en medio de la conversación y de una forma completamente natural. Pero aquel día Ryan prefería no pensar en ello, de modo que contestó con un tópico:
–La vida me va bien. Los negocios marchan bien. Y tú, ¿qué tal?
–Bien –contestó ella con una breve expresión de reproche, dejándolo pasar–. Los negocios… son los negocios.
–¿Algo va mal en la galería?
–No, mal exactamente no –vaciló Jessie–. Esta mañana me he enterado de que mi mayor competidor se ha expandido. De momento no me ha afectado, pero con un local más grande, y más mercancía… estoy preocupada.
Jessie era propietaria de una galería de objetos artísticos a una manzana de allí, en Newbury Street, y proveía de artículos selectos a los ricos que aspiraban a un elegante estilo de vida. Ryan le había comprado regalos muchas veces, y siempre le había impresionado la calidad y la exclusividad de los objetos allí reunidos. Los precios, por supuesto, iban dirigidos directamente a las clases más poderosas.
–¿Y qué vas a hacer?
–No lo sé, apenas he tenido tiempo de pensarlo –contestó ella acariciando la copa de vino–. Esta mañana he estado muy ocupada, pero ya se me ocurrirá algo –añadió encogiéndose de hombros, sin darle importancia.
–Seguro –respondió Ryan alzando la copa en su honor–. Eres una mujer de recursos, la más imaginativa que he conocido nunca. Eso por no mencionar tu testarudez y tu tenacidad.
–¡Vaya!, gracias. Creo –añadió Jessie dando un sorbo de vino.
El camarero se acercó, y Ryan pidió dos emparedados de langosta. Mientras se los servían, charlaron sobre el tiempo, sobre un artista al que Jessie acababa de descubrir, que confeccionaba sábanas y pañuelos de seda a mano, y sobre una nueva idea financiera de Ryan. Minutos más tarde, una sombra alargada se proyectó sobre la mesa. Ryan levantó la vista, creyendo que sería el camarero, pero era una rubia de unos veinte años.
–¿Eres Ryan Shaughnessy? –preguntó la rubia en un tono calculadamente seductor.
–Sí, el mismo. Y ella es Jessie Reilly.
Jessie hizo ademán de estrecharle la mano, pero la rubia la miró breve y despectivamente y se volvió hacia Ryan, ofreciéndole la mano como si esperara que se la besara.
–Hola, yo soy Amalia Hunt, de los Hunt de Beacon Hill, ¿sabes? ¿Quieres cenar conmigo? Esta noche, si estás libre, o cualquier otra noche que te apetezca.
–Señorita Hunt, de los Hunt de Beacon Hill, muchas gracias por su oferta, pero me temo que tengo que declinarla –suspiró Ryan soltando la mano de la rubia, hastiado, incapaz de reprimir el sarcasmo, y mirando significativamente en dirección a Jessie.
–¡Lástima! –contestó la rubia mirando brevemente a Jessie y valorándola, probablemente, por su atuendo–. Aquí tienes mi tarjeta, por si cambias de opinión –añadió inclinándose sobre Ryan y guardándosela en el bolsillo superior de la chaqueta, mientras le ofrecía una tentadora vista de su escote–. Adiós.
Jessie tosió, reprimiendo una carcajada. Ryan la miró con el ceño fruncido. No iba a salir con aquella rubia, pero tampoco era de piedra.
–No digas ni una palabra. ¡Ni… una… palabra…! –repitió Ryan entre dientes, callando cuando el camarero se acercó con los emparedados.
–Bueno, teniendo en cuenta que me has utilizado como excusa para deshacerte de esa pobre chica…
–Sí, has sido muy útil. De camino aquí, otra mujer me ha hecho exactamente la misma proposición. Me habría venido muy bien que vinieras conmigo.
Ambos comenzaron a comer. Bueno, Ryan a devorar, y ella a picotear. Jessie tardaba tanto en comer como un sureño en recitar la Declaración de Independencia. Al terminar, Ryan miró el emparedado de Jessie.
–De ningún modo, querido –se adelantó ella, tapándolo.
–Tenía que intentarlo –respondió Ryan.
Jessie se mordía el labio inferior; parecía inquieta. Algo la preocupaba, sospechó Ryan. Habían crecido juntos en Charlestown, al norte de Boston, en el centro del distrito irlandés. El padre de Ryan había sido albañil, mientras Jessie vivía con sus abuelos y su madre, que toda la vida había sido una pluriempleada. Jessie tenía dos años menos que Ryan. Para él, ella había sido su primer amor. Bueno, en realidad solo había sido un capricho, aunque hubiera durado demasiado tiempo. Además, ella jamás le había correspondido. Ni siquiera lo sabía. Que Ryan supiera, Jessie jamás había descubierto lo que él había sentido de adolescente. Y probablemente fuera lo mejor, porque Ryan apreciaba mucho su amistad.
–Algo te ronda la cabeza –afirmó él.
–Sí –asintió ella–, quería hablar contigo sobre una decisión que he tomado.
–¿Conmigo?, ¿por qué conmigo?
–Porque tú eres mi amigo más antiguo, y probablemente me conoces mejor que nadie. Además, necesito una opinión sincera.
–Muy bien, ¿de qué se trata?
–Estoy pensando en tener un hijo.
Aquellas palabras rebotaron en el cerebro de Ryan como si se tratara de una pared. Sacudió la cabeza, tratando de darles sentido, pero fue inútil.
–No sabía que… que salieras con alguien –comentó Ryan sin mirarla a los ojos.
–No salgo con nadie.
Gracias a Dios, pensó Ryan de inmediato, involuntariamente, sintiendo un inmenso alivio que achacó simplemente a un instinto de protección hacia ella. Le tenía un gran afecto. La había amado loca, inútilmente, durante años, y había sufrido una inmensidad cuando Jessie comenzó a salir con otro. Pero había sabido dominar su obsesión y casarse con una mujer maravillosa, Wendy. Jessie y ella se habían hecho amigas nada más conocerse. Wendy solía asistir a las comidas mensuales, en los viejos tiempos. Era natural que sintiera afecto por Jessie, formaba parte de su pasado.
–¡Ryan!, ¿te encuentras bien? –preguntó Jessie al verlo callado–. No pretendía asustarte.
–Y si no sales con nadie, ¿cómo es que… piensas tener un hijo?
–Para eso sirven los bancos de esperma.
–¿Los bancos de esperma? –repitió Ryan incrédulo.
–Sí, guardan esperma congelado –explicó Jessie ruborizándose, sin mirarlo a los ojos–. De hecho, me he hecho ya una serie de test de fertilidad, y me han recomendado vitaminas y alguna otra cosa. Se supone que soy una candidata perfecta para el embarazo. Lo único que tengo que hacer es elegir un donante e iniciar el procedimiento.
–¿El procedimiento?
–De inseminación artificial. He seleccionado ya algunos candidatos, pero quería conocer tu opinión –añadió Jessie poniendo una carpeta encima de la mesa y alargándola hacia él.
–Dime que no estás hablando en serio –Jessie calló–. ¡Demonios! –exclamó Ryan pasándose la mano por los cabellos–. Hablas en serio, Jess… ¿por qué?, ¿por qué así?, ¿y por qué ahora, precisamente?
–Voy a cumplir treinta años en noviembre, Ryan –afirmó Jessie con calma–. Quiero tener familia. Hijos –se corrigió–. Quiero ser madre mientras sea joven aún, y tenga energía para criarlos y disfrutarlos.
Entre líneas, calladamente, surgió en ambos el recuerdo de la desgraciada y solitaria infancia de Jessie. Ryan recordaba a sus sofocantes abuelos, siempre reprochando, incapaces de perdonar a su hija por haberse quedado embarazada estando soltera. Y, en cuanto a la madre de Jessie… Bueno, lo mejor que había comentado acerca de ella la madre de Ryan, que nunca había hablado mal de nadie, era que «no habría estado de más que mostrara un poco de cariño por su hija».
–Treinta años no es tanto –argumentó Ryan–. Las mujeres ahora tienen hijos con cuarenta. ¿Por qué no esperas un poco más? Puede que cambies de opinión.
–No te pido tu opinión para que me critiques –contestó Jessie con dureza–. La decisión está tomada. Solo quería saber qué pensabas sobre la elección de donante, pero olvídalo –añadió retirando la carpeta, que él agarró inmediatamente.
–Espera, quiero echarle un vistazo –dijo Ryan buscando argumentos para convencerla de que era una locura, sintiendo repugnancia ante la idea de que Jessie,