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Woodstock Los caballeros
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Libro electrónico658 páginas17 horas

Woodstock Los caballeros

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Woodstock, o Los caballeros: una historia del año 1661 (Woodstock, or The Cavalier. A tale of the year sixteen hundred and fifty-one) es una novela del escritor escocés Walter Scott, publicada en 1826. La historia está inspirada, parcialmente, en la leyenda del Diablo de Woodstock, quien en 1649 habría atormentado a varios políticos que habían tomado posesión de una residencia real en la zona de Woodstock, Oxfordshire.
IdiomaEspañol
EditorialWalter Scott
Fecha de lanzamiento2 jul 2016
ISBN9786050471335
Woodstock Los caballeros
Autor

Sir Walter Scott

Sir Walter Scott (1771-1832) was a Scottish novelist, poet, playwright, and historian who also worked as a judge and legal administrator. Scott’s extensive knowledge of history and his exemplary literary technique earned him a role as a prominent author of the romantic movement and innovator of the historical fiction genre. After rising to fame as a poet, Scott started to venture into prose fiction as well, which solidified his place as a popular and widely-read literary figure, especially in the 19th century. Scott left behind a legacy of innovation, and is praised for his contributions to Scottish culture.

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    Woodstock Los caballeros - Sir Walter Scott

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    Woodstock, o Los caballeros: una historia del año 1661 (Woodstock, or The Cavalier. A tale of the year sixteen hundred and fifty-one) es una novela del escritor escocés Walter Scott, publicada en 1826. La historia está inspirada, parcialmente, en la leyenda del Diablo de Woodstock, quien en 1649 habría atormentado a varios políticos que habían tomado posesión de una residencia real en la zona de Woodstock, Oxfordshire.

    WOODSTOCK

    Woodstock, o Los caballeros: una historia del año 1661 (Woodstock, or The Cavalier. A tale of the year sixteen hundred and fifty-one) es una novela del escritor escocés Walter Scott, publicada en 1826.

    La historia está inspirada, parcialmente, en la leyenda del Diablo de Woodstock, quien en 1649 habría atormentado a varios políticos que habían tomado posesión de una residencia real en la zona de Woodstock, Oxfordshire.

    Título Original: Woodstock, or The Cavalier. A tale of the year sixteen hundred and fifty-one

    Traductor: de Horacio:

    ©1826, Walter Scott

    ©1975, Ramón Sopena

    ISBN: 9788430304417

    Generado con: QualityEPUB v0.23

    Corregido: Korella, 18/09/2011

    PREFACIO

    No me propongo revelar a los lectores cómo vinieron a mis manos los manuscritos del célebre anticuario J. A. Rochecliffe, doctor en Sagrada Teología, porque estas cosas ocurren de mil modos, limitándome a decirles que estuvieron a punto de sufrir una suerte funesta y que llegué a ser su poseedor por medios humanos y legales. Respecto a la autenticidad de las anécdotas que he encontrado en los escritos de este apreciable señor, y que he adornado lo mejor que me ha sido posible, el nombre del doctor Rochecliffe debe ser garantía suficiente para todos.

    Toda persona amante de la lectura, conoce perfectamente la historia de este sabio, a quien el honorable Anthony Wood considera como una de las principales y más firmes columnas de la Iglesia, y de quien hace un magnífico elogio en su obra La Atenas Oxienensis, a pesar de haber sido este doctor alumno de la universidad de Cambridge, segundo ojo literario de Inglaterra.

    El doctor Rochecliffe obtuvo grandes ascensos en su carrera eclesiástica, como recompensa a la parte activa que tomó en la controversia contra los puritanos, y su obra, intitulada Malleus Haeresis, fue considerada por todo el mundo como un golpe decisivo... excepto por los que lo recibieron. Esta obra le valió, a la edad de treinta años, la rectoría y curato de Woodstock, y y le otorgó más tarde un lugar distinguido en el catálogo del célebre Century White; pero sus opiniones le arrebataron el curato, cuando los presbiterianos obtuvieron el ascendiente y preponderancia que conservaron largo tiempo.

    Durante el período de la guerra civil fue capellán del Regimiento de sir Enrique Lee, al servicio del rey Carlos, y se cuenta que, en más de una ocasión, combatió como soldado, dando pruebas de extraordinario valor. Lo cierto es que el doctor Rochecliffe corrió grandes riesgos en varias batallas, como se verá en algunos pasajes de esta obra, en donde habla de sus hazañas, como César, en tercera persona. Sin embargo, hay motivos para sospechar que algún comentador presbiteriano se ha permitido interpolar dos o tres pasajes, pues su manuscrito permaneció mucho tiempo en poder de la célebre familia presbiteriana (No es necesario advertir al lector, que el doctor Rochecliffe y los manuscritos de referencia son apócrifos).

    En la época de la usurpación, el sabio Rochecliffe tomó parte activa en todas las tentativas que se hicieron para restaurar la monarquía, y fue tal su atrevimiento, su presencia de ánimo, su audacia y la profundidad de sus miras políticas, que en aquellos tiempos turbulentos y agitados era considerado como uno de los más ardientes y valerosos partidarios del rey; pero por desgracia, casi todas sus maquinaciones y complots eran descubiertos. Asegúrase que el mismo Cromwell le sugería algunas intrigas, medio de que se valía este astuto general y político para probar la fidelidad de las personas y amigos que no le inspiraban gran confianza, y que le servía para descubrir, en ocasiones, las conspiraciones que en contra suya tramaban sus enemigos, pues creía más humano prevenir y desconcertar que no castigar severamente.

    Cuando se restauró la monarquía, el doctor Rochecliffe recobró su beneficio de Woodstock, y fue más tarde promovido a nuevas dignidades en la Iglesia, abandonando entonces la política y las intrigas por la filosofía. Fue uno de los miembros constituyentes de la Real Sociedad de Londres, y por su mediación pidió el rey a esta docta asamblea la solución de su famoso problema, a saber: ¿Por qué, si en un vaso lleno de agua hasta los bordes, se sumerge un pez vivo, no se derrama una sola gota? El doctor Rochecliffe fue el autor de la más ingeniosa, la más sabia y la más científica de las cuatro soluciones que se presentaron al rey, y está fuera de duda que aquél hubiera vencido a sus colegas, sin la testarudez y obstinación de un hidalgo, hombre sencillo y de escasa inteligencia, que insistió en que las pruebas se hicieran en presencia de un público numeroso. Fue necesario acceder a sus reiteradas instancias, y la experiencia demostró que había sido aceptado como cierto y positivo con demasiada precipitación, a pesar de estar fundado en una autoridad tan respetable, pues, a pesar de las grandes e infinitas precauciones que se adoptaron para introducir el pez en su elemento natural, derramóse el agua por doquier, quedando la reputación de los cuatro académicos que tanto se habían desvelado por resolver el problema, tan mal parada, como el bello tapiz de Turquía que cubrió la mesa en que se realizó el experimento: mojado e inservible.

    El doctor Rochecliffe murió, según se cree, hacia el año 1685. Dejó muchos manuscritos y algunas colecciones de anécdotas secretas e interesantes. De estos recuerdos hemos entresacado las memorias siguientes, respecto a las cuales conviene ilustrar al lector para su mejor inteligencia.

    La existencia del laberinto de Rosemunda la atestigua Draylon, escritor del reinado de Isabel de Inglaterra.

    Todavía existen las ruinas del laberinto y la fuente, cuyo pavimento está revestido de piedras artísticamente labradas, y la torre, punto de partida y arranque del famoso edificio.

    El laberinto, como su nombre lo indica, reducíase a varios estrechos corredores subterráneos abovedados, con paredes de adobes y ladrillos que se cruzaban en todas direcciones, hechos con el propósito, de que si el asilo de la hermosa Rosemunda era descubierto por la reina, aquélla pudiera librarse fácilmente de su enojo. También se utilizaban para salir a tomar el aire, y llegar, en caso necesario, por varias puertas secretas, hasta los alrededores de Woodstock, pequeño pueblecillo situado en las inmediaciones de Oxford.

    Probablemente, los pasos secretos y los escondrijos inaccesibles que había en el laberinto de Rosemunda, en torno del cual muchos monarcas habíanse ocupado sucesivamente en hacer un hermoso parque para sus distracciones cinegéticas, sirvieron más tarde para preparar las escenas fantasmagóricas que se representaron ante los comisionados del Parlamento republicano, enviados, después de la muerte del rey Carlos I, para destruir la casa y parque real de Woodstock.

    El célebre doctor Plot, en su Historia natural del Condado de Oxford, inserta una relación muy detallada y curiosa de las tribulaciones que sufrieron los respetables comisionados; pero, como por desgracia, no poseo su libro, no puedo utilizar más que la obra del célebre Granville sobre Las Brujas, en la que se citan algunos pasajes de aquella relación, como testimonio irrecusable de las intervenciones sobrenaturales.

    «Las camas de los comisionados y las de sus criados eran levantadas de pronto en el aire a una altura prodigiosa y en situación de volverse lo de arriba abajo; de aquella altura caían tan precipitada y estruendosamente, que los que reposaban en ellas veíanse expuestos a romperse los huesos. Mil ruidos horribles y extraordinarios agitaban sin cesar a los comisionados invasores y sacrílegos que habían osado introducirse en la propiedad real. El diablo pretendió en una ocasión incendiar las camas con un calentador; en otra les acometió arrojándoles piedras y huesos de caballo; y, con frecuencia, las inundaba de agua cuando dormían. Tantas veces se repitieron y en tales términos los lances de la misma especie, que los comisionados decidiéronse a partir antes de haber concluido el despojo que habían proyectado.»

    El buen sentido y la ilustración del doctor Plot, le hizo sospechar que todas aquellas proezas fuesen el resultado de alguna trama secreta; pero Granville empleó toda su elocuencia en refutarle, pues no se puede esperar que quien encuentra una explicación tan cómoda, como es la de una intervención sobrenatural, y la cree, abandone fácilmente una llave que puede servirle para abrir todas las cerraduras del mundo, por complicadas que sean.

    Sin embargo, transcurrido algún tiempo, se demostró que el doctor Plot no iba descaminado al sospechar, pues, el demonio que realizaba todas aquellas maravillas era, sencillamente, un celoso servidor, partidario del rey Carlos, que había permanecido durante muchos años al servicio del intendente o administrador del real patrimonio, y que pasó luego a las órdenes de los comisionados para ejecutar más cómodamente sus designios. Creo haber leído una relación exacta y verídica de cuanto allí ocurrió, y de los medios y artificios que el citado personaje empleaba para realizar tales prodigios; ignoro cuándo ni dónde lo he leído. Sólo recuerdo un lance, que por lo gracioso merece ser consignado. Es el siguiente:

    «Puestos de acuerdo los comisionados, habían convenido en secreto dejar de incluir en la relación o inventario que debían presentar al Parlamento, algunos objetos artísticos de que ellos ansiaban apropiarse, a cuyo fin habían firmado un contrato para establecer la división y reparto de los objetos que se reservaban para sí. Este documento había sido guardado en el interior de un jarrón de porcelana, que, como adorno, figuraba en una de las salas del palacio, y, un día, en el momento en que los reverendos ministros se encontraban reunidos con los habitantes más notables de Woodstock para conjurar al supuesto demonio, un petardo, preparado de antemano por Joë Trusty, explotó en medio de la ceremonia del exorcismo, haciendo pedazos el jarrón de porcelana, y con gran confusión de los honrados comisarios, cayó el documento en el centro de la asustada asamblea, con lo que quedaron de manifiesto los proyectos de concusión.»

    Sería inútil referir de una manera vaga e imperfecta, único modo de que podría hacerlo, las escenas que ocurrieron entonces en Woodstock, pues los manuscritos del doctor Rochecliffe las refieren detallada y circunstancialmente. Además, aunque hubiese podido, sin trabajo ni molestia alguna, tratar más a fondo esta parte de mi historia, puesto que los materiales no escasean, me he abstenido de ello por ajustarme a la opinión de algunos amigos míos que han pensado que esto sería dar a la obra exageradas proporciones, y en virtud de ello he decidido compendiar, ya que la concisión es una cualidad plausible del lenguaje siempre que no afecte a la claridad.

    CAPÍTULO PRIMERO

    Quisieran un ministro belicoso; pero la turba, airada, protesta, por creer que el soldado es más hábil para el manejo de la pluma.

    (BUTLER, Hudibras.)

    La villa de Woodstock posee una bella iglesia parroquial, que jamás he visto, a pesar de haber visitado la población, pues siempre que he estado en ella, apenas si he tenido el tiempo necesario para admirar el magnífico castillo de Blenheim, sus artísticos salones, sus costosas pinturas y las ricas tapicerías que decoraban las habitaciones. Había prometido regresar a tiempo para concurrir a un banquete oficial de la Corporación, con mi docto amigo el preboste de ***, y esta circunstancia proporcionábame una de esas magníficas ocasiones que pierde quien no sea curioso y puntual. Hice que me describieran exactamente esta iglesia; pero, como tengo motivos fundados para dudar de que quien me procuró estos informes haya nunca visto el interior de ella, me limitaré a decir que es un bello edificio, la mayor parte del cual ha sido reconstruido recientemente. Sin embargo, aún se ven algunas arcadas de su antiguo presbiterio, fundado, según cuentan, por el rey Juan; y con la parte más antigua de su fábrica, se relaciona en cierto modo la historia que voy a referir.

    Una hermosa mañana de fin de septiembre o principio de octubre de 1652, día señalado para dar al Cielo solemnemente gracias por la decisiva victoria conseguida en Worcester, un auditorio bastante numeroso congregábase en la antigua capilla del rey Juan, que, reedificada en gran parte, es hoy la iglesia parroquial de Woodstock, villa que dista de Oxford unas ocho millas.

    El estado del templo y el aspecto de los fieles revelaban claramente los furores de la guerra civil y el espíritu de la época. El santo edificio ofrecía más de una señal de devastación. Las ventanas, cerradas en otro tiempo por artísticos vidrios pintados, habían desaparecido hechas pedazos a golpes de pica o a balazos, porque, según expresión de los sectarios fanáticos, habían servido y pertenecido a la idolatría. Las labores escultóricas que decoraban el púlpito estaban destrozadas por completo, lo mismo que las dos hermosas balaustradas. Del altar mayor no quedaba nada, como tampoco de la verja dorada que le circundaba en otro tiempo. Diseminados por la iglesia veíanse numerosos fragmentos de estatuas mutiladas y arrancadas violentamente de sus nichos y altares; eran de guerreros y de santos.

    Soplaba el viento frío del otoño a través de las columnas del santo lugar, donde los restos de objetos piadosos, travesaños de madera groseramente cortados, y la gran cantidad de paja esparcida y pisoteada, revelaban a las claras que el templo del Señor había servido, recientemente, de cuartel a un cuerpo de caballería.

    Lo mismo que la iglesia, el concurso de fieles había perdido también mucho de su antiguo esplendor. Ninguno ocupaba entonces los bancos llenos de esculturas, ni oraba en el mismo lugar en que sus padres habían orado, siguiendo las ceremonias del mismo culto. Las miradas curiosas del campesino y las del ciudadano, buscaban en vano la atlética figura del viejo sir Enrique Lee de Ditchley, que, en tiempos pasados, cubierto con su capa bordada, y con la barba y bigote rizados con esmero, atravesaba pausadamente las naves de la iglesia seguido por su perro favorito, que en cierta ocasión le había salvado la vida y que le acompañaba a todas las funciones religiosas. Verdad es que a Bevis —así se llamaba el can— podía aplicársele el proverbio que dice: «Es un buen perro, pues hasta va a la iglesia.» Nadie protestaba del animal, ni aun los ministros del culto, pues la conducta que observaba en el interior del templo era tan edificante, que hubiera podido servir de modelo a algunos feligreses. Las jóvenes de Woodstock buscaban también, pero también inútilmente, las capas bordadas, las espuelas ruidosas, las botas adornadas y los grandes penachos de plumas de los jóvenes caballeros de las familias nobles, que atravesaban las calles y los paseos con aquel aire de futilidad y desprecio, que si revela confianza en sí mismo, no carece de cierta gracia cuando va acompañado del buen humor y de la cortesía. Del mismo modo, las señoras de cierta edad, con sus tocas blancas y sus vestidos de terciopelo negro; y las jóvenes, astros radiantes que atraían todas las miradas, y que mientras permanecían en la iglesia robaban al Cielo la mitad de sus pensamientos para dedicarlos a los hombres, ¿dónde estaban? Y, sobre todo, ¿qué se había hecho de Alicia Lee, la cariñosa, sensible y amable joven, tan bella y virtuosa, que hubiera podido creerse que sólo en que le faltaban alas se diferenciaba de los ángeles del Cielo? ¿Por qué no he de remontarme a la época, en que al bajar de tu dócil palafrén, recibías tantas bendiciones, como si hubieras sido el mensajero celeste portador de las noticias más faustas? Tú no eres una criatura creada por la fantasía de un escritor; existías antes que ninguna pluma se ocupase en describir tus virtudes, y yo te veneraba. En cuanto a tus defectos, te hacían más amable a mis ojos.

    Juntamente con la casa de Lee habían desaparecido de la capilla del rey Juan muchas familias nobles y antiguas, pues el aire que se respiraba en Oxford favorecía poco los progresos del puritanismo. Sin embargo, había entre el concurso algunas personas, que por su indumentaria y modales parecían hidalgos campesinos de alguna consideración. También se veían algunos de los notables del pueblo, en su mayoría fabricantes de cuchillos o guanteros, a quienes su habilidad había procurado una honrada y tranquila existencia. Estos ostentaban largas capas negras, plegadas y sujetas alrededor del cuello, y, en vez de la espada o del ancho cuchillo de monte, llevaban pendiente de su cintura la Biblia y el libro de anotaciones.

    Esta parte respetable, aunque la menos numerosa del auditorio, componíase de vecinos honrados, que, para adoptar la profesión de fe presbiteriana, habían renunciado a la liturgia y a la jerarquía de la Iglesia anglicana y recibían las instrucciones del reverendo Nehemías Holdenough, predicador a quien habían dado fama la excesiva extensión de sus discursos y la extraordinaria fuerza de sus pulmones. Al lado de estos graves personajes, estaban sentadas sus esposas, mujeres de bello y agraciado rostro, adornadas con sus bucles rizados y sus mejillas pintadas de colorete; y sus hermosas hijas, que, como el médico de Chaucer, no hacían todo su estudio en la Biblia, y se distraían frecuentemente y de modo tal que, cuando sus respetables mamás no las miraban, quitaban la devoción a los demás feligreses. Además de estas personas respetables, constituidas en dignidad, había en la iglesia una reunión numerosa de fieles de las clases más humildes de la sociedad, algunos atraídos por la curiosidad, pero la mayor parte ineducados que discutían las cuestiones teológicas de aquel tiempo, e individuos de tantas sectas diferentes como colores tiene el arco iris. La presunción estúpida de éstos igualaba a su extremada ignorancia, y su conducta en la iglesia no era ni respetuosa ni edificante, pues casi todos despreciaban cínicamente lo que para otros hombres era sagrado. El templo no era para estos ciegos entusiastas otra cosa que una casa muy grande con un campanario; el ministro del altar, un hombre como los demás; sus instrucciones, un alimento grosero, indigno del paladar espiritual de los santos; y la oración una invocación al Cielo, a la que cada uno es libre de asociarse o despreciar, según tenga por conveniente.

    Los más ancianos, de pie o sentados, con sus amplios sombreros de forma piramidal, hundidos sobre sus rostros ceñudos, esperaban con paciencia que llegase el ministro presbiteriano. Los más jóvenes mostrábanse más desenvueltos y hacían gala de más libertad; miraban a todos los ángulos del templo para contemplar descaradamente a las mujeres, bostezaban, tosían, hablaban a media voz, comían manzanas o cascaban avellanas y nueces con los dientes, como si estuvieran en el patio del teatro más despreciable, antes de empezar la representación.

    Veíanse también entre el concurso soldados uniformados con sus cotas y cascos de acero, algunos con sus chaquetas de piel de búfalo y otros, en fin, con sus uniformes encarnados. Tenían la bandolera sobre la espalda y sus bolsillos llenos de municiones, y descansaban apoyados en sus largas picas o sobre sus mosquetes. También ellos profesaban doctrinas particulares respecto a los puntos más difíciles y confundían lamentablemente la extravagancia del entusiasmo con el valor y la resolución militar. Los vecinos de Woodstock los contemplaban con una especie de temor respetuoso, porque aunque los guerreros se abstuvieran generalmente de todo acto de pillaje y de crueldad, tenían poder absoluto para entregarse a una y otra cosa, y aquéllos veíanse obligados a someterse a cuanto les exigieran la imaginación calenturienta y el delirio de sus protectores armados.

    El ministro Holdenough atravesó al fin la crujía del templo, no con el paso lento y mesurado y el aire majestuoso del antiguo rector, sino con marcha rápida, y con la precipitación de quien llega tarde a una cita, y que se apresura para ganar el tiempo perdido. Era alto, flaco, moreno y con ojos vivos, que revelaban un carácter irascible. Su traje era obscuro, sin ser negro, encima del cual llevaba, en honor de Calvino, el manto de Ginebra, de color azul, que flotaba sobre sus espaldas. Sus cabellos grises estaban cortados militarmente, y cubiertos con un solideo tan pegado a la cabeza, que, mirándole por detrás, sus orejas sobresalían tanto, que podían tomarse por dos asas colocadas de propósito para levantar toda su persona. Su barba era larga, de color gris, y terminaba en punta. El digno predicador llevaba puestos sus anteojos, y tenía en la mano una pequeña Biblia de bolsillo con guarniciones y broches de plata. Al llegar al pie de la escalerilla del púlpito detúvose un instante como para tomar aliento, y en seguida comenzó a subir los escalones de dos en dos.

    Una mano vigorosa le detuvo asiéndole por la capa. Era la de un hombre de mediana estatura, robusto, de ojos vivos, y cuyas facciones no carecían de expresión, quien se había destacado de un grupo de soldados, que, como centinelas, se encontraban situados al costado del púlpito. Su vestido, sin ser rigurosamente militar, revelaba su profesión de soldado. Llevaba pantalones anchos, de becerro, y a un lado de su cintura veíase pendiente un largo puñal y al otro una espada de dimensiones extraordinarias, o un estoque, como se llamaba entonces; de su cinturón encarnado pendían dos pistolas.

    El ministro, interrumpido tan intempestivamente cuando iba a ejercer sus augustas funciones, volvióse hacia el que lo detenía, y le preguntó con tono desabrido, qué motivo o razón tenía para detenerle.

    —Amigo —contestóle el militar—, ¿tu ministerio te impone la obligación de predicar a esas pobres gentes?

    —Seguramente —repuso el interpelado—, y es lo que voy a hacer: ¡desgraciado de mí, si no predico el Evangelio! Déjame amigo, y no interrumpas ni dificultes el desempeño de mis funciones.

    —Tengo el propósito de predicarles yo —agregó el militar— y creo que harías bien en no oponerte. Si quieres seguir mi consejo, quédate entre estos pajarracos, y recoge las migajas del alimento espiritual que voy a darles.

    —Retírate, Satanás —replicó el ministro encolerizado—; respeta el hábito que me cubre y las órdenes que tengo.

    —No veo nada —objetó el soldado con calma— ni en el corte ni en la tela del vestido que te cubre, que me obligue a respetar tu persona más que tú respetas a un obispo. Los de éste son morados y blancos y los tuyos son obscuros y azules. Ambos sois unos perros perezosos, a quienes no agrada más que dormir; pastores descuidados, que tenéis en ayuna a vuestro rebaño, que no lo cuidáis y que sólo pensáis en vuestro provecho y satisfacciones.

    Tan frecuentes eran en aquellos tiempos estas escenas escandalosas, que nadie osó intervenir en la contienda. El auditorio contemplaba en silencio a los dos interlocutores: la clase superior y distinguida estaba escandalizada, y de los de la clase inferior, unos reían, y otros se inclinaban bien en favor del soldado o bien del ministro, según sus opiniones. La disputa subió luego de tono y el señor Holdenough pidió socorro, a grandes gritos:

    —Señor alcalde de Woodstock —exclamó—, ¿seréis un magistrado corrompido, que no sabe sostener dignamente en sus manos la vara de la justicia? Vecinos de Woodstock, ¿no socorreréis a vuestro pastor? Dignos magistrados de este ilustre pueblo, ¿permitiréis que me atropelle brutalmente en la misma escalera del púlpito este hombre vestido de búfalo, este hijo de Belial? Pero dominaré sus esfuerzos y arrojaré sobre él, sin que lo espere, el peso de la iniquidad con que me oprime.

    Mientras que el señor Holdenough se expresaba en esta forma, hacía desesperados esfuerzos por subir las escaleras del púlpito, asiéndose con fuerza a los hierros de la balaustrada. El soldado que lo tenía sujeto por la capa, tiraba tan fuertemente que el predicador estaba casi ahogado. En situación tan crítica, el ministro desató la cinta con que tenía prendida su capa, y dejándola caer de sus hombros, el soldado rodó por el pavimento de la iglesia. Al verse libre el señor Holdenough, llegó precipitadamente al púlpito y entonó un salmo de triunfo en celebración de la caída de su antagonista; pero el tumulto que reinaba en la iglesia interrumpió la armonía de su cántico de victoria, pues, aunque se esforzaba, acompañado por su fiel sacristán, las voces de ambos sólo se percibían a intervalos, como las notas de un pájaro en medio del estruendo de una tempestad.

    La causa del tumulto que reinaba en el templo era la siguiente: El alcalde era un presbiteriano celoso y muy acérrimo. y, aunque desde luego le pareció reprobable la conducta del soldado, no se atrevió a hacer valer su autoridad ante un hombre armado, mientras éste estuvo en pie y en estado de defenderse; pero, tan pronto como el campeón de la independencia cayó al suelo, se arrojó sobre él diciendo, a gritos, que semejante audacia era intolerable; y mandó a sus alguaciles que prendiesen al atrevido, añadiendo con toda la magnanimidad del celo religioso que le animaba:

    —Haré que prendan a todos estos uniformes encarnados y los enviaré a la cárcel, aunque entre ellos se encuentre el mismo Oliver Cromwell.

    La indignación del respetable alcalde había anublado sin duda su buen juicio y perturbado su razón, haciéndole proferir tal bravata. Tres soldados, que hasta entonces habían permanecido inmóviles como estatuas, dieron tres pasos al frente, colocándose entre el alcalde y los alguaciles, y su compañero que se debatía por levantarse. Descansaron luego sobre las armas, y las culatas de sus enormes mosquetes, resonaron sobre el pavimento de la iglesia, quedaron a pocas líneas de distancia de los pies gotosos del valiente magistrado. El funcionario enérgico, cuyas demostraciones y celo en favor de la justicia y del orden viéronse paralizados tan intempestivamente, dirigió una mirada suplicante a los que debían sostenerle, y los semblantes temerosos de sus alguaciles le revelaron que la fuerza no estaba de su parte. Todos habían retrocedido al oir el choque de las armas contra el pavimento; y, retirándose prudentemente, el alcalde dominó su cólera y trató de entrar en explicaciones.

    —¿Qué deseáis, honrados militares y amigos míos? —les preguntó—. ¿Está bien que unos defensores de la patria, temerosos de Dios, que han hecho en su país hazañas como jamás se han presenciado iguales, promuevan este alboroto en la casa del Señor, y defiendan a un profano, que en un día solemne de acción de gracias usa de la violencia para impedir a un ministro que suba al púlpito?

    —Tu iglesia, como tú le llamas, no nos importa nada —contestó uno de los soldados, que, por una larga pluma que adornaba su morrión, parecía ser el cabo encargado del pequeño destacamento—. Tampoco sabemos por qué unos hombres, a quienes el Cielo ha inspirado, no han de poder hablar, vistiendo tel honroso uniforme militar, desde el mismo paraje en que os hablan esos fanáticos, que con el traje ginebrino encubren sus imposturas. Nuestro camarada relevará a vuestro ministro presbiteriano, tomará posesión de su garita de madera, y no echaréis de menos la fuerza de sus pulmones.

    —Perfectamente, señores —respondió el alcalde—. Si tal es vuestro deseo, nosotros no estamos en estado de resistirnos, somos gente pacífica, y no intentamos oponernos; pero permitid, os lo suplico, que hable al respetable Nohemías Holdenough para recomendarle que ceda su lugar por hoy, y evitemos todo escándalo.

    El pacífico alcalde interrumpió entonces los temblorosos acentos del señor Holdenough y de su sacristán, rogándoles se retiraran en seguida para evitar un día de luto a Woodstock.

    —¡Un día de luto! —exclamó el predicador presbiteriano—. No llegaremos a las manos con gentes que no se oponen a la profanación del templo y a los principios de herejía que propalan tan audazmente.

    —Vamos, vamos, señor Holdenough —decía con voz suplicante el alcalde—, no provoquéis nuevos trastornos y no incitéis a nadie que tome vuestro partido. Somos personas pacíficas a quienes no agrada ver correr la sangre de sus hermanos, mis amados convecinos.

    —Sí —replicó el predicador despreciativamente—. ¡Sangre! no tanta como se puede sacar con la punta de una aguja. ¡Oh sastres de Woodstock! porque, en fin, ¿qué es un guantero sino un sastre que trabaja en piel y hace vestidos para las manos? Os abandono y desprecio la frialdad de vuestros cobardes corazones y la debilidad de vuestros brazos; buscaré otro rebaño más digno, que no abandone a su pastor, y al que no atemoricen los rebuznos del primer asno salvaje que salga del desierto.

    Dicho esto, el predicador descendió del púlpito, y, sacudiendo el polvo de sus zapatos, salió de la iglesia tan aprisa como había entrado. Los fieles vieron con pena que su pastor los abandonaba, y reconociendo que, en aquella ocasión, no habían probado poseer mucho valor ni energía. El alcalde y muchos oyentes abandonaron el templo tras el ministro, con ánimo de consolarle y aplacar el justo enojo de que estaba poseído.

    El improvisado orador, ya en pie y triunfante, instalóse sin ceremonia en la cátedra sagrada, y, sacando la Biblia de su bolsillo, leyó el salmo 45, que dice:

    «¡Oh, Todopoderoso! Ciñe tu espada sobre tu muslo, con tu gloria, y prospera en tu potesdad.»

    Tratando de desarrollar esta tesis, empezó una de aquellas peroraciones exageradas, tan comunes en aquella época, en las que caprichosamente se alteraba, o, mejor dicho, se destrozaba el verdadero sentido de la Sagrada Escritura, para acomodarlo a los acontecimientos más recientes. El citado versículo, que, literalmente se refiere al rey David, e interpretado en el sentido místico alude a la venida del Mesías, parecióle a nuestro orador militar muy aplicabe a Oliver Cromwell, general victorioso de una naciente república, que no debía llegar ni aun a su libertad.

    —Ciñe tu espada —exclamó el predicador enfáticamente—. ¿Y esta espada no tenía una hoja inmejorable? ¡Sí; abrid los oídos, cuchilleros de Woodstock, como si ignoraseis lo que es una espada de hoja bien templada! Pues vosotros no la habéis forjado. ¿Acaso el acero había sido templado en el agua de la fuente de Rosemunda o la hoja había sido beneficiada por el fanático ministro presbiteriano de Woodstow? En vano pretenderíais hacernos creer que vosotros la habéis forjado, templado, afilado y pulido, porque esa espada no estuvo nunca en ninguna fragua de Woodstock. Vosotros os ocupabais en fabricar cuchillos para los caballeros y curas holgazanes y presuntuosos de Oxford, cuyos ojos e inteligencias estaban tan cerrados, que no vieron la destrucción hasta que ésta les vino a sorprender. Y, sin embargo, la espada ha sido forjada, templada, afilada y pulida. Sí; mientras vosotros fabricabais cuchillos para los sacerdotes impostores y puñales para los caballeros blasfemos y disolutos, a fin de que pudieran asesinar al pueblo inglés, esta espada se forjaba en Long-Marston-Moor, donde los golpes eran más frecuentes que los de vuestros martillos en los yunques; fue templada en Naseby en la mejor sangre de los caballeros; fue afilada en Irlanda contra los muros de Drogheda, y más tarde en Escocia, en Dumbar. Recientemente ha sido pulida en Worcester, y brilla con tanto esplendor como el sol en medio del firmamento, no habiendo en toda Inglaterra luz que pueda eclipsarla ni aun comparársele.

    Los soldados, que formaban parte del auditorio, prorrumpieron en un murmullo de aprobación.

    —Y ahora —prosiguió el orador, cuya voz subía siempre de tono—, ¿qué dice el texto? Prospera en tu potesdad. No te detengas en tu carrera. No mandes hacer alto. No desensilles los caballos... Suenen los ecos del clarín, pero su toque sea el de botasilla, de montar a caballo, el de carga... el de persecución al joven Carlos. Nada tenemos de común con él. Mata, aprisiona, destruye, apresúrate a dividir los despojos. ¡Bendito seas tú, Cromwell! Tu causa es justa; y es indudable que tú eres el único y el llamado a sostenerla. Jamás has sido derrotado; jamás el desastre ha seguido a tus banderas. Marcha, pues, flor y gloria de los soldados ingleses; marcha, jefe predilecto y escogido de los campeones y defensores de la buena causa y de Dios. Ciñe resueltamente tu espada a tu cintura, y vuela presuroso, decidido, sin detenerte, hacia el término a que eres llamado por el Cielo.

    Oyóse un nuevo murmullo de aprobación, que se extendió por todos los ámbitos de la vieja iglesia, estimulando nuevamente la audacia del fogoso predicador, que se aprovechó de la circunstancia para tomar alientos; pero, al reanudar su interrumpida plática, los vecinos de Woodstock le oyeron, con gran sorpresa, emprender nuevos derroteros.

    —Pero, ¿por qué hablar en esta forma a vosotros, vecinos de Woodstock, que sin ningún derecho reclamáis parte de la herencia de nuestro gran David, y que no os interesáis por el hijo del Jessé de Inglaterra? ¿Vosotros, que combatíais con todas vuestras fuerzas, aunque no eran muy formidables? ¿Vosotros que combatíais por el joven Carlos bajo las órdenes del papista, sediento de sangre, sir Jacobo Aston, y conspirabais por restaurar la monarquía y colocar en el trono a ese hijo impuro del tirano que dejó de existir? ¿Por qué volvió vuestro jefe la espalda al vernos a nosotros? Diréis, que este habitaba en vuestros corazones, y que todos vuestros deseos eran volver a verle al frente de la monarquía. Ahora bien, vecinos de Woodstock, yo os lo pregunto, respondedme: ¿Deseáis hartaros con las ollas de carne de los monjes de Woodstow? Contestaréis que no. Pero, ¿por qué? Porque las ollas se han roto, y el fuego que las hacía hervir se ha extinguido. ¿Continuáis bebiendo aún el agua perniciosa de la fuente de la bella Rosemunda? Contestaréis que no... Pero, ¿por qué?

    Al llegar a este punto, antes que el orador pudiera responder satisfactoriamente a la pregunta que acababa de dirigirse él mismo, vióse interrumpido por uno de los miembros del concurso, que replicó resueltamente:

    —Porque tú y tus camaradas no nos habéis dejado una gota de aguardiente para mezclarla con el agua a que te refieres.

    Todos los ojos miraron al atrevido interruptor, que se apoyaba en uno de los pilares macizos de la iglesia, de arquitectura sajona, con el que guardaba alguna semejanza. Era hombre de pequeña estatura, vigoroso, de espaldas cuadradas, una especie de Little-John, con un grueso palo de encina en la mano, y cuyo traje, aunque descolorido y deteriorado por el uso, revelaba haber sido confeccionado con paño fino de Lincoln, que conservaba aún algunos restos de sus antiguos bordados. Su rostro reflejaba indiferencia, audacia y buen humor; y, al oirlo, a pesar del miedo y del respeto que les inspiraban los militares, algunos de los circunstantes no pudieron menos de exclamar: «¡Bien dicho, Jocelin Joliffe!»

    —¿Jocelin Joliffe se llama? —continuó el predicador sin desconcertarse por aquella interrupción—. Pues haré que lo lleven a la cárcel, si se atreve a interrumpirme otra vez. Este es, sin duda, alguno de vuestros antiguos guardas de campo que no pueden olvidar que han llevado grabadas en la placa de cobre de sus bandoleras y en sus gorras y trompas de caza las iniciales del rey Carlos, como perro que lleva en el collar el nombre de su dueño. ¡Hermosos emblemas para unos cristianos! Pero el bruto, en esto, supera al hombre, porque aquél lleva el vestido propio, y el miserable esclavo lleva el que le da su señor. Sin embargo, más de uno de estos graciosos hace piruetas en el aire colgado de una cuerda de dos metros... ¿Dónde íbamos?... ¡Ah!... Ya sé; os reprochaba vuestra apostasía, vecinos de Woodstock... Sí; vosotros me diréis que habéis abandonado el culto episcopal, y creéis, como los fariseos, pues no sois otra cosa, que nadie puede igualaros en pureza de religión. Pero os conozco, y puedo decir que sois como Jéhu, hijo de Nimsi, que destruyó el templo de Baal, sin separarse de los hijos de Jeroboán. No coméis pescado en viernes con los ciegos papistas, ni pasteles de uvas el 25 de diciembre con los insulsos episcopales; pero os emborracháis de vino y de cerveza todas las noches en compañía de vuestro infiel pastor presbiteriano; habláis mal de los hombres constituidos en dignidad, vomitáis injurias contra los republicanos y contra la república, y os glorificáis de vuestro parque de Woodstock diciendo: ¿no es éste el primero que ha sido rodeado de muros en Inglaterra por Enrique, hijo de Guillermo el Conquistador? ¿No están en él el aposento y la encina del rey? Robáis los gamos y toda la caza del parque y os la coméis, pues nosotros la rociaremos con buen vino, que beberemos a su salud; más vale que nosotros nos aprovechemos de ella que los republicanos. Escuchadme todavía atentamente, pues hemos de dilucidar todos estos asuntos. Nuestro nombre será una bala de cañón, que destruirá completamente vuestro regio aposento en medio del parque en que en la actualidad os divertís; derribaremos con un hacha la «Encina del Rey», y destinaremos su leña a la calefacción del horno de una tahona; derribaremos los muros que circundan el parque; mataremos los gamos y nos los comeremos solos, mientras que vosotros no tendréis una astilla para hacer el mango de un cuchillo, ni una piel para un par de calzones, aunque seáis todos guanteros y cuchilleros; no recibiréis ni socorros, ni apoyo del traidor Enrique Lee, que se llamaba gran maestre de la capitanía de Woodstock, porque vuestros bienes serán secuestrados; ni nadie en su nombre os socorrerá tampoco, pues el que viene aquí será llamado Maher-Shalal-Hash-Baz y ya se apresura a llegar y a posesionarse del botín.

    La última parte de este extravagante discurso consternó a los vecinos de Woodstock, porque confirmaba los siniestros e insistentes rumores que circulaban en el país desde hacía algún tiempo. Las comunicaciones con Londres eran lentas y difíciles en aquella época; las noticias que se recibían de la capital eran inexactas, pues todas llegaban exageradas por las esperanzas o los temores de los diferentes partidos que las ponían en circulación. Sin embargo, los rumores que corrían respecto a Woodstock eran unánimes y nadie los desmentía. Decíase a cada momento que el Parlamento había decretado la venta del parque de Woodstock, el derribo de los muros, la demolición del palacio y el olvido, si esto era posible, de su antiguo nombre.

    Esta medida perjudicaba extraordinariamente a una gran parte de los vecinos de la villa, que disfrutaban, más bien por condescendencia que por derecho, privilegios que les rendían grandes beneficios. Además, todos lamentaban que el ornamento y encanto de sus alrededores, quedara destruido, juntamente con el castillo de que se mostraban tan orgullosos. Este civismo tenía su fundamento en las antiguas distinciones y en los recuerdos, fielmente conservados de generación en generación, y de los cuales carecían las villas más próximas. El vecindario de Woodstock estaba consternado. La calamidad que preveía hacíale temblar; pero desde la llegada de aquellos soldados orgullosos, de figura austera, y sombría, uno de los cuales, constituido en predicador, se había complacido en proclamarla, la dieron por cierta e irremediable. Las disensiones que existían entre ellos, se olvidaron en aquel supremo instante; y los fieles despedidos sin bendición ni ninguna otra ceremonia del culto, se retiraron del templo con lentitud y tristes y pensativos.

    II

    Avanza, buen anciano, y que el cariñoso brazo de tu hija te sostenga. Cuando el tiempo demoledor abate el árbol añoso, el retoño, que le debe la vida, extiende su ramaje lozano y cubre con amante solicitud los estragos que en el carcomido tronco imprimió la decadencia, dándole un aspecto respetable.

    Concluido el sermón, enjugóse el predicador la frente, pues, a pesar del frío que reinaba, la vehemencia de su discurso y sus contorsiones exageradas, le habían hecho sudar. Luego, descendió del púlpito y dijo algunas palabras al cabo que mandaba el destacamento, quien, después de contestarle con una ligera inclinación de cabeza, no exenta de gravedad e importancia, reunió a sus soldados y los condujo en buen orden al cuartel.

    Seguidamente, el orador salió de la iglesia como si nada hubiera ocurrido, y paseóse por las calles de Woodstock con el aire de impertinente curiosidad de quien las recorre por primera vez, sin advertir que los vecinos lo contemplaban con marcada inquietud, como si temieran provocar su resentimiento. El, por lo contrario, no se dignaba mirarles y continuaba paseando con la afectación de los fanáticos de aquel tiempo, es decir, con lentitud y solemnidad, con aire grave y severo, y como hombre descontento de las cosas terrestres y mundanas que le distraen de sus reflexiones místicas.

    Aquellos fanáticos miraban despreciativamente, condenándolos, los placeres más inocentes y puros, cualesquiera que fuesen, y consideraban abominable hasta la más simple sonrisa.

    Sin embargo, este fanatismo y esta disposición de espíritu impulsaban a los hombres a realizar grandes empresas, pues, lejos de procurarse la satisfacción de sus deseos, adaptaban su conducta a los principios que profesaban. Sin duda, había entre ellos algunos hipócritas, que bajo el manto de la religión ocultaban proyectos ambiciosos; pero la mayoría estaban realmente dotados de verdadero carácter religioso y de severa virtud republicana. Un gran número adoptaban el término medio; y, mientras los unos aprovechaban la religión para lograr sus fines, los otros, por lo contrario, mostraban sus sentimientos con sinceridad.

    El sujeto cuyas infundadas pretensiones a la santidad han motivado la precedente digresión, llegó al extremo de la calle principal que conducía y daba acceso al parque de Woodstock, cuya entrada estaba defendida por una puerta monumental.

    La arquitectura gótica de ésta, aunque compuesta de estilos de diferentes épocas, según el tiempo en que se habían hecho las reparaciones, era imponente.

    La enorme verja de largas barras de hierro, decorada con gran número de adornos, y en cuya parte superior veíase la malhadada cifra C. R. (Carolus Rex), encontrábase en tal estado de abandono y degradación, que acusaba la mano destructora de los siglos y las violencias de la guerra, juntamente.

    El soldado se detuvo, como si temiera entrar sin pedir permiso. Al través de la verja descubrió una ancha alameda bordeada de encinas seculares y de ancha copa, que se alejaba serpenteando, hasta perderse en el centro de un vastísimo y antiguo bosque. El pequeño postigo, practicado en la puerta monumental había quedado abierto por descuido; penetró por el paseante pero con la timidez de quien se introduce en un paraje cuyo acceso ignora si le es permitido. Sus modales manifestaban más respeto a aquel lugar, que el que de un hombre de su carácter y de su profesión se tenía derecho a esperar. Acortó el paso, que se hizo más solemne aún, se detuvo, y miró en torno suyo.

    Dos antiguas y respetables torrecillas sobresalían por entre las copas de los centenarios árboles a no muy larga distancia de la verja. En las veletas de caprichosas y delicadas labores, reflejábanse los rayos del sol de otoño. Una y otra torre pertenecían a lo que a la sazón se llamaba el aposento, punto que desde el tiempo de Enrique II había servido de albergue a los monarcas ingleses cuando iban a cazar a los bosques de Oxford, que, según el viejo Fuller, eran el lugar predilecto de los cazadores y de los halconeros. El palacio estaba construido en un terreno llano, rodeado de sicómoros, a poca distancia de la entrada de aquel sitio magnífico, donde el espectador se detiene maquinalmente a contemplar a Blanheim, recuerdo magnífico de la victoria de Marlborough, y a admirar o censurar la pesada arquitectura de Vambourg.

    Allí se detuvo también el predicador militar, aunque no para admirar la hermosa fábrica. Algunos instantes después llegaron a aquel paraje dos personas, que caminaban con una lentitud y, al parecer, tan ocupadas con su conversación, que no levantaron la vista, ni vieron al extranjero que a corta distancia y delante de ellos se encontraba. El soldado, aprovechando esta distracción y deseando ver sin ser visto, se parapetó detrás del grueso tronco de una encina cuyas ramas que llegaban hasta el suelo, le ocultaban completamente.

    Entretanto los dos personajes continuaban avanzando hacia un banco, bañado por algunos rayos de sol, que estaba junto al árbol bajo el cual habíase escondido el militar.

    Los recién llegados eran un anciano y una joven lindísima.

    El primero parecía más abatido por el peso de las amarguras, que por el peso de los años. El traje que vestía, como la capa que pendía de sus hombros, eran negros; pero los llevaba con tanta negligencia, que daba a entender que su espíritu no se encontraba muy tranquilo. Sus facciones, aunque revelaban su edad, no carecían de cierta hermosura y distinción, como acreditaban su indumentaria y su porte. Lo que más llamaba la atención era su barba blanca, sumamente poblada, que le caía hasta más abajo del pecho, contrastando singularmente con el color obscuro de su traje.

    La joven, que daba el brazo a este respetable personaje, y que en cierto modo le sostenía, tenía las formas ligeras de una sílfide, y las facciones de una beldad tan perfecta, que la tierra por que caminaba, parecía ser indigna de sostener criatura tan hermosa; pero también las beldades pagan su tributo a las amarguras humanas, y en sus ojos advertíanse las huellas de las lágrimas. Escuchando a su viejo compañero, sus mejillas presentaban colores más vivos que los que, al parecer, derramó sobre ella la Naturaleza, y el aire contristado del anciano revelaba que la conversación que sostenían le desagradaba tanto como a su compañera. Cuando se sentaron sobre el banco de que hemos hablado, el soldado, oculto, no perdió una sola palabra de cuantas pronunció el anciano, pero no le ocurrió lo mismo con las de la joven, cuyas respuestas llegaron confusamente a su oído.

    —Esto es intolerable —dijo el viejo con vehemencia—; un lance de esta índole bastaría para que recobrara el uso de sus piernas un paralítico y volviera a empuñar las armas; sí, lo confieso; la guerra me ha privado de un gran número de los míos; otros me han abandonado en estos calamitosos tiempos. No los quiero mal, ni les guardo rencor por ello: ¿qué otra cosa podían hacer esos pobres diablos, cuando no había pan en mi cocina ni cerveza en mi bodega? Pero nos quedan aún algunos valientes guardabosques de la verdadera raza de Woodstock, la mayoría tan viejos como yo... ¿pero, qué importa? La madera vieja experimenta pocas veces los efectos de la humedad. Me parapetaré en el palacio y me haré fuerte en él, no será la vez primera que haya resistido a una fuerza diez veces más considerable que la de que hoy nos han hablado.

    —¡Ay, mi querido padre! — exclamó la joven con un tono de voz que parecía indicar que consideraba aquellos proyectos de resistencia, como un acto de imprudente desesperación.

    —¿Y a qué viene esa exclamación? —interrogó el anciano—. ¿Es acaso porque intento cerrar la puerta a treinta o cuarenta hipócritas sedientos de sangre?

    —Pero sus generales enviarán contra vos un regimiento, o un ejército si es necesario. Y, en este caso, ¿de qué servirá nuestra resistencia? Esto los exasperará más y la ruina será más completa.

    —Me importa poco, Alicia; ya he vivido bastante. He sobrevivido al mejor de los amos, al más noble de los príncipes. ¿Qué hago sobre la tierra después del desgraciado 30 de enero? El parricidio que se cometió en aquel funesto día fue para todos los fieles servidores de Carlos Estuardo la señal de vengar su muerte, o de perecer decorosamente en la contienda.

    —No digáis eso, padre mío —repuso Alicia Lee—; no conviene ni a vuestro juicio, ni a vuestro mérito el sacrificar una vida, que puede ser útil todavía a vuestro rey y a vuestra patria. Inglaterra no soportará durante mucho tiempo el dominio de los jefes que la gobiernan. Entretanto, tened paciencia y no empeoréis vuestra situación.

    —¡Empeorarla! —gritó el anciano colérico—. ¿Y qué cosa peor puede sucederme? ¿Todavía no han llegado las desgracias al último extremo? Estas gentes nos arrojarán de nuestro único abrigo; dilapidarán el resto de las propiedades reales confiadas a mi custodia; convertirán el palacio de nuestros queridos príncipes en una cueva de bandidos, y, después, se pasarán la mano por la cara, y darán gracias a Dios, como si hubieran realizado una obra meritoria a sus ojos.

    —No creo, padre mío, que debamos perder toda esperanza. Seguramente, el rey está, en este momento, fuera del alcance de las tropas revolucionarias; y tengo motivos fundados para creer que mi hermano Alberto se encuentra fuera de peligro.

    —¡Alberto! —exclamó sir Enrique en tono de reproche—. Siempre volvemos a lo mismo. Sin vuestras súplicas, yo mismo estaría en Worcester; pero fue preciso que permaneciera aquí como un viejo podenco inservible, al que se atrailla el último al partir la caza. ¿Y quién sabe lo útil que yo hubiera podido ser en aquella ocasión? La cabeza de un viejo no carece de valor, aun cuando sus trazos no valgan nada. Pero tú y Alberto insististeis de tal modo en que me quedase... ¿Y ahora, quién sabe qué ha sido de él?

    —Mi querido padre, todo nos induce a creer que salió libre de aquella jornada fatal. El joven Abney lo encontró a una milla del campo de batalla.

    —Supongo que el joven Abney no ha dicho verdad —replicó el anciano con el mismo tono de contradicción—. La lengua del joven Abney trabaja más que su brazo, y él corre con menos velocidad que las piernas de su caballo, cuando se trata de huir delante de los cabezas redondas. Preferiría que el cadáver de Alberto hubiese quedado tendido en el suelo entre Carlos y Cromwell, antes que mi hijo huyese con la misma precipitación que el joven Abney.

    —¡Ay, padre mío! ¡Mi querido padre! —exclamó Alicia llorosa—. ¿Qué podré deciros para consolaros?

    —¿Para consolarme, hija mía? Ya estoy cansado de consuelos. Una muerte honrosa, y las ruinas de Woodstock por tumba, es el consuelo que espera Enrique Lee. Sí; por la memoria de mi padre, juro defender el castillo contra esos bergantes rebeldes.

    —Escuchad vuestra razón, padre mío; someteos a lo inevitable. Mi tío Everard...

    El anciano, al oir estas últimas frases, interrumpió bruscamente a su hija, diciendo:

    —¡Tu tío Everard!... Perfectamente, sigue... ¿Qué es lo que tienes que decirme de tu afectuoso y amado tío Everard?

    —Nada, padre mío, si esta conversación os desagrada.

    —¿Desagradarme?... ¿Y por qué me había de desagradar? Pero, aunque así fuera, ¿por qué os habíais de incomodar tú ni nadie? ¿Ha ocurrido algo después de tantos años, que no sea de mi agrado? ¿Qué astrólogo podría predecirme para lo venidero ningún acontecimiento feliz?

    —Quizás el destino nos reserve el placer de ver a nuestro príncipe desterrado ocupando nuevamente su trono.

    —Ya es demasiado tarde para mí, Alicia; si tan bella página está escrita en los registros del Cielo, yo moriré mucho tiempo antes de que pueda verla. Pero advierto que tratas de eludir mi respuesta... En fin, ¿qué decías de tu tío Everard?

    —Dios sabe, padre mío, que más quisiera condenarme al silencio durante toda mi vida, que hablaros de cosas que acrecienten vuestro malestar.

    —¡Mi malestar! ¡Oh, eres un médico cuyos labios destilan miel en abundancia! Tú prodigarás el aceite, el vino y el bálsamo para curar mi enfermedad, si son una enfermedad los sufrimientos de un anciano, cuyo corazón se encuentra despechado... Pero, en fin, ¿qué querías decirme de tu amado tío?

    El anciano, al pronunciar estas palabras, alzó la voz, y el tono empleado fue más despectivo. Alicia contestó a su padre, sumisa y atemorizada.

    —Iba a decir solamente... que estoy segura... que mi tío Everard... cuando dejemos a Woodstock...

    —Di mejor, cuando esos miserables fanáticos, que se le asemejan, nos hayan arrojado de él. Muy bien: continúa. ¿Qué hará tu generoso tío? ¿Nos concederá las migajas de su mezquina mesa? ¿Nos arrojará dos veces por semana los restos del capón, que habrá figurado ya tres o cuatro veces en su mesa, y nos dejará morir

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