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La Nave Néfele
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Libro electrónico143 páginas2 horas

La Nave Néfele

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La colección completa de la serie La Nave Néfele — ¡actualizada!

Esta colección incluye los tres tomos. Sigue las aventuras de la tripulación de la Néfele:

Tomo I: El Taller Congelado

Luego de una catástrofe que cubrió la mitad del mundo en inhóspitos desiertos de hielo, un equipo de cazadores de tesoros encuentra una pista sobre un misterioso taller del que se dice que contiene milagrosos y maravillosos inventos que podrían valer una fortuna.

Cuando un gremio rival de arqueólogos, conocido como Los Ojos de Antimonio, centra su atención en el mismo taller, dispuesto a hacer lo que sea con tal de llegar primero, el capitán Austin Strallahan y su tripulación tendrán que pensar rápido y actuar todavía más rápido para asegurarse de llegar al taller antes que Los Ojos, quienes parecen saber más sobre este tesoro de lo que sabe Strallahan…

¿Alcanzará la Néfele el tesoro a tiempo?

Tomo II: Las Bestias de Fuego

El capitán Strallahan y la tripulación de la Néfele han llegado al mítico taller, pero al entrar, encontrarán mucho más que sólo maniquís… Autómatas a vapor, muñecos de tamaño humano… incluso algo que podría no pertenecer a este mundo… todo esto les espera en el interior de este santuario de un inventor loco.

¿Lograrán escapar con el tesoro más valioso de todos: sus vidas? ¿Sobrevivirán la Néfele y su tripulación?

Tomo III: Nueva Capitolia

En circunstancias normales, el capitán Austin Strallahan, de la nave Néfele, no es un héroe. Sin embargo, confrontado con un desastre que podría acabar con la vida en el planeta, no tiene más opción que reunir a su tripulación y enfrentar el cataclismo de frente. En el taller congelado donde conocieron las bestias de fuego, que son las causantes de todo el problema. Con un poco de ayuda de un enemigo y la aparición de un inesperado aliado, quizás tengan la posibilidad de salvar al mundo.

¿Pero sobrevivirán para contarlo? ¡Descúbrelo en la entrega final de la trilogía La Nave Néfele!

Elogios para La Nave Néfele:

“Creo que el libro está bien escrito, es preciso… La historia se mueve a un buen ritmo, con escenas de acción bien orquestadas. Amé el mundo creado con esa mezcla de lo viejo y lo nuevo… Espero con ansias la siguiente edición.”

“La historia es diferente, el estilo de la prosa es grandioso y realmente disfruté leyéndola… Leeré el siguiente y el que siga después tan pronto estén disponibles. Además, me interesé por el trabajo previo del autor. Definitivamente es una lectura que vale lo que cuesta.”

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 jun 2017
ISBN9781507129265
La Nave Néfele

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    La Nave Néfele - Luke Shephard

    Contenido

    Tomo I: El Taller Congelado

    Tomo II: Las Bestias de Fuego

    Tomo III: Nueva Capitolia

    Tomo I: El Taller Congelado

    Cuando un hueso se rompe, la sensación es nauseabunda. El dolor es casi inmediato, pero existe una fracción de segundo antes de que llegue, en la que notas que te han hecho daño. Tu mente se inunda con una especie de reacción instintiva básica y, justo cuando estás por decir ¡Mierda!, comienza el dolor. No es nada divertido.

    El gigantón jaló el puño y apuntó: buscaba, supuse, romperme más costillas. Apreté los dientes y me agaché para esquivar el golpe; sentí el aire rasgado detrás de su puño y me coloqué detrás de él. Trató de encararme, pero una patada, lanzada estratégicamente a la parte posterior de la rodilla, detuvo su giro. Se tambaleó y yo aproveché ese titubeo momentáneo para que su mandíbula inferior conociera los nudillos de mi mano izquierda. Retrocedí un paso, haciendo una mueca.

    —Mire, señor, sólo quiero recuperar mis cosas. No voy a—

    Se recuperó de mi gancho al mentón demasiado rápido. Bajó los hombros, como preparándose para embestir y tumbarme. Su cuello crujió.

    —¿No vas a qué? —gruñó—. ¡No vas a salir vivo de aquí!

    Empezó a avanzar, pero yo me moví al mismo tiempo, y justo cuando su primer paso tocó piso, lo barrí a un lado y él trastabilló entre la bola de mirones que de repente se había reunido. Genial. Justo lo que quería: que me apalearan frente a un público.

    Se apoyó en una mesa y recuperó el equilibrio. Cuando se volvió a verme, noté para mi decepción que había encontrado a su amiga, Botella Rota. Embistió y lanzó tajos a trochemoche, tan cerca de cortarse a sí mismo o a alguien más, que a mí.

    —¡Cuidado, cuidado! —grité. Un tipo con esta corpulencia se hace más torpe a medida que enfurece, pero quizás yo me estaba arriesgando de más—. ¡Sólo es un pedazo de mapa! ¿Para qué lo querría un papanatas como tú?

    Me respondió con un pisotón que me cortó la escapatoria, justo cuando lanzaba otra cuchillada con la botella rota.

    Piensa rápido. Giré el torso y sujeté su muñeca con una mano, lanzándola por encima de mi cabeza, mientras aprovechaba el movimiento para estampar mi otra mano, cerrada en un apretado puño, contra su diafragma. Soltó un tosido y se congeló por un segundo.

    Un tipo de ese tamaño cayendo al suelo de un bar hace mucho ruido. El suficiente para que, cuando su cabeza golpee la madera del piso y quede inmóvil, todos callen de repente. Me acomodé el cuello de la camisa, alisé las mangas y me agaché sobre el combatiente derribado. Metí la mano en su bolsillo y extraje un pequeño cilindro de aluminio, que guardé en mi chaqueta. Todavía agachado, le susurré:

    —Por favor, no quieras volver robarte mis cosas. Te lo pido educadamente, de caballero a caballero. Tuve que buscar en ocho almacenes para encontrar esto.

    Me incorporé y con un carraspeo me aclaré la garganta. El dueño del bar, pasmado, me miraba como si me hubiera vuelto loco.

    —Acabas de noquear a Jason Gregor— dijo—. ¡Vaya cojones!

    Dejé un par de liras en la barra.

    —Una por mi trago, la otra por el suyo —dije mientras tomaba mi sombrero—. Me voy.

    Empujé la puerta y me deslicé hacia la calle empedrada. En cuanto la puerta se cerró detrás de mí, tosí y escupí algo de sangre, recargándome pesadamente en la pared. El cielo estaba algo brumoso, y una neblina gris comenzaba a derramarse por encima de las colinas cercanas.

    —Todo un boxeador grande y rudo, ¿eh? —dijo una voz sedosa, al tiempo que una mano de guante azul se posó sobre mi hombro—. Sigue así, y serás el pendenciero más respetado en todo el pueblo, Strallahan.

    Solté una risita y me arrepentí de inmediato. Victoria, la doctora de nuestra tripulación, no perdía oportunidad para hacerme la vida difícil. Siguió, acomodándose los anteojos. Un destello brilló en la esquina de uno de los lentes:

    —Dos costillas rotas, una fisurada. Equimosis menor en los tejidos, algunas laceraciones. Y te mordiste la lengua —añadió. El destello se apagó y ella negó con la cabeza.

    —Recuperé la pieza del mapa. Al menos, dame crédito por eso —le dije mientras nos subíamos al carro que nos esperaba.

    La noche anterior, mi tripulación y yo habíamos bajado al puerto para aprovisionarnos y, pues, sentir tierra firme bajo los pies. La ciudad portuaria más próxima abierta para navíos privados era Vieja Capitolia Toreny que, aunque se llamara Vieja Capitolia, era de hecho una de las ciudades más grandes y avanzadas, económica y tecnológicamente, del continente. Yo tenía una cita con un traficante de antigüedades en el puerto, para sacar algún dinero vendiendo unos retratos que habíamos acumulado, mientras que Victoria tenía un contacto para conseguir suministros médicos. Así que fue con la buena fortuna de nuestro lado que atracamos la Néfele en el puerto y desembarcamos.

    Esa noche, en la hostería, Liza (nuestra ingeniera en jefe) y yo tomábamos unas copas. El aire rancio y húmedo, imbuido con el tufillo de aceite y metal caliente, era normal para ella, pero yo estaba terriblemente incómodo. Me aflojé el cuello de la camisa.

    Liza se inclinó hacia mí, su copa ladeándose peligrosamente en su mano, y soltó una risilla.

    —¿Mucho c’lor, mi capi? —dijo, codeándome en las costillas. Era una ingeniera formidable, brillante como doblón, pero no tenía mucha resistencia para el alcohol—. Siempre pued’s salir al airecín, si la’tmósfera no te va. ¡Más chupe pa’mí! —rio—. Te guardo’l lugar, a menos que lleg’uno más guapetón...

    De todas maneras, tenía que hacer cuentas y las miradas curiosas desde un taburete de bar no eran precisamente bienvenidas. Pensé que Liza, borracha y todo, podría cuidarse sola y asentí.

    —De acuerdo, pero les encargo a mi ingeniera, ¿escucharon? —dije, alzando la voz sobre mi hombro, hacia los demás huéspedes. Algunos respondieron con un barrito grave. Me puse de pie, alisé mi ropa y me colgué el morral al hombro—. De vuelta en casa a las once y nada de—

    Me corté cuando giré y choqué con un grandulón que estaba detrás. Di un traspié y él me sujeto por hombro y manga para evitar que cayera.

    —Lo siento mucho, amigo —le dije y él se encogió de hombros mientras guardaba las manos en los bolsillos.

    —No pasó nada.

    Siguió su camino, más allá de una mesa al fondo donde siete u ocho individuos, demasiado bien vestidos para un lugar como éste, discutían aparentemente sobre viejos libros desperdigados aquí y allá...

    No fue sino hasta hace unas horas que me di cuenta de que fue en ese momento cuando me robó el maldito fragmento del mapa; no fue sino hasta hace unos minutos que pude recuperarlo de sus dedazos de salchichón. Era un ladrón hábil, pero... ¿inteligente? No. Si hubiera sabido lo que contenía el tubito que me robó, hubiera ido directamente con (ahora sé quiénes eran) los Ojos de Antimonio en esa mesa del fondo, para salir del bar con una cantidad de dinero tan grande que hubiera necesitado comprarse otros pantalones para rellenar los bolsillos.

    Liza, atendiendo una jaqueca, nos esperaba a Victoria y a mí en la proa de la Néfele.

    —¡Mi capi! ¿Cons’guiste el m—

    —Sí, Liza, lo conseguí.

    —¿Y le p’rtiste la jeta’l t—

    —Sí, Liza, se la partí.

    —¡S’es mi capi! —dijo, sonriente, y se masajeó la frente con las yemas de los dedos—. Ora... si m’pudieran dar algo pa’l dolor...

    *****

    Extendí el mapa completo bajo la plancha de vidrio en la mesa de mi camarote. Originalmente, lo habíamos encontrado, doblado, en un diario recuperado en un viejo museo, abandonado hace mucho por el avance del glaciar.

    Lamento haber dejado mis adoradas creaciones al frío; lamento mi pasividad. Más que eso, sin embargo, lamento las acciones que tomé y que provocaron todo esto. Lo que me queda ahora es la memoria de mis adoradas creaciones: congeladas, allá en los páramos... Y yo, sin nada más que este mapa de mis instalaciones.

    El diario había sido escrito por una mano demasiado elegante como para pertenecer a un obrero, pero demasiado vieja como para ser de un artista. Luego de explorar varias locaciones que todavía pudimos descifrar en el mapa raído (como si unas manos apresuradas lo hubieran arrancado de la pared en la que estaba sujeto con alfileres, queriendo llevárselo en una huida) nos revelaron que el autor era inventor: un tal Copernicus Wrightworth, renombrado fabricante de muñecos antes del Congelamiento Súbito. También descubrimos que las locaciones marcadas en el mapa correspondían con las ubicaciones de sus almacenes. Al mapa, sin embargo, le faltaba la pieza que nos mostraría la ubicación del taller en sí; nosotros teníamos la certeza de que las creaciones del viejo inventor aún estaban ahí, esperando a ser descubiertas.

    Dale, nuestro navegador, logró conseguir otros mapas que correspondían con el nuestro y, siguiendo un proceso de eliminación, visitamos los almacenes y depósitos recién descongelados que estaban señalados en el papel hasta que dimos con aquél del cual el inventor había huido. Ahí, todavía sujeto por un alfiler a una pared de corcho, estaba, amarillento y quebradizo, el fragmento faltante de nuestro mapa. Así que: henos aquí, con el mapa completo.

    Lo que quedaba por hacer era ir al taller y recolectar el tesoro. Liza podría aplicar el proceso de ingeniería inversa para aislar las invenciones y patentarlas, o bien podríamos vender los objetos tal cual, o hacer cualquier número de otras cosas con ellos. Ésa sería la parte fácil.

    La difícil, por supuesto, iba a ser llegar al taller. El edificio principal de Wrightworth estaba mucho más al oeste que sus almacenes, en terrenos que alguna vez fueron una gran ciudad pero que ahora yacían cubiertos por el traicionero hielo que invadió repentinamente la mitad del mundo, hace unos doscientos y tantos años. Dicen que el hielo empieza a retroceder, a derretirse, pero por lo pronto hay que lidiar con un extenso desierto congelado.

    Afortunadamente, teníamos la Néfele. Escandalosa, consumía carbón como Liza gollerías, pero hacía su trabajo bien (siempre y cuando se le cuidara adecuadamente, por supuesto). Era una de las pocas embarcaciones aéreas que podían moverse libremente (las regulaciones de tráfico aéreo restringían el movimiento de embarcaciones mayores, pero la Néfele era, técnicamente, una tartana, ni siquiera un barco) y, gracias a su buena disposición, podíamos

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