El rechazo y otros cuentos
Por Andrea Benigni
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El rechazo y otros cuentos - Andrea Benigni
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El salto
Fui un loco dejarlos entrar en casa.
Desde entonces me maldije y me pregunté qué es lo que nos lleva a alterar nuestra tranquilidad cotidiana, nuestro equilibrio conquistado año tras año, con tanto esfuerzo. Miraba en el espejo mi rostro pálido, hundido. Una nueva desazón me volvía insoportable mi aspecto resignado y descuidado.
Era por culpa de esos dos.
La serenidad, recuperada a duras penas y sólo en parte después del abominable hecho, a esta altura se había perdido. Vagaba por la casa, a merced de la ansiedad y al final de cada día sentía sus voces:
«¡Dale!, ¡fuerza!, salta, es sólo un salto, un pequeño salto.»
Mis ojos se abrían de par en par y los miraba con horror y rabia. Yo los había llevado a casa. ¡Loco! Fui un loco.
Los miraba y temblaba. Estaban ahí, sin moverse, esperando. Sabía que serían capaces de esperarme durante años. Dos gemelos infernales.
Ningún estruendo aplacaba sus voces insistente y cautivadoras.
«¡Dale!, ¡salta! Dale, es un instante.»
Entonces me daba vuelta y pedía «¡déjenme en paz! ¡No salto, no! No puedo. No podré nunca.»
«Dale, de todos modos antes o después saltarás. Hazlo ahora.» Me exhortaban, querían que lo hiciera.
Me apretaba las orejas con las manos para no escucharlos. Estrujaba los ojos para no verlos. Y gritaba no.
Sus palabras debilitaban mis convicciones. Estaba confundido. ¿Qué instinto perverso destruye la estabilidad conquistada al precio de tantas renuncias?
El furor, por mucho tiempo reprimido, me cogió por el cuello y me hizo saltar. Los brazos recogieron todas las energías de mi cuerpo y como dos resortes me tiraron de la silla de ruedas. Caí brutalmente al piso.
Los dos zapatos estaban allí, a pocos pasos de mí. Los alcancé arrastrándome y me los puse en los pies.
El rechazo
– 1 –
Abro los ojos. Otra noche de desvelo y de horror. En la penumbra clavo la mirada en el techo, para estar seguro de que todavía existo. Que yo todavía existo: como todas las mañanas, mi primer pensamiento se remite al hecho de que aún estoy vivo. Con el dorso de la mano me saco de la frente algunas gotas de sudor. Me siento en el borde de la cama, los pies apretados contra el piso: busco puntos de apoyo.
Hoy no es día de compras: no tendré que manejar el furgón por las calles en mal estado, rogando no saltar por el aire por causa de una mina; no tendré, pesado por la chaqueta antibalas, cargar las bolsas de los víveres resguardando la cabeza entre los hombros para protegerla de los proyectiles vagantes de los francotiradores. Y no será el peso de los paquetes lo que me hinchará la rodilla aún débil después del atentado, sino estar de pie durante horas para operar: hoy me quedaré en el hospital todo el día y parte de la noche, dependiendo de la cantidad de carne destrozada que producirán las granadas del enemigo. Y volveré a casa más o menos impregnado del olor dulzón de cadáver, según la eficacia de las curas a los heridos en los días anteriores.
Casi un ritual religioso, mi mano se acerca al interruptor y prueba a encender la luz. Hay luz. Todavía hay corriente eléctrica: los instrumentos del hospital se podrá utilizar y las medicinas, las pocas que quedan, podrán ser conservadas.
– 2 –
Camino cojeando por la explanada del hospital. Me detengo un momento para descansar y veo a mi asistente agitado, hablando por el móvil. Lo alcanzo en la puerta, apoyándome en las muletas. Él termina la llamada y me mira haciendo un no con la cabeza.
«¿Qué otras buenas noticias hay?» le pregunto.
«Un desastre. Han hecho un desastre, han atacado desde tierra y desde el cielo, ¿viste la televisión? Han atacado también el hospital, están trayendo a todos los heridos acá. ¿Y ahora qué hacemos?. Si los recibimos a todos no lograremos evitar una epidemia.»
«Mantén la calma.» Observo desde la entrada la disparatada cantidad de tumbonas y de heridos amontonados desde el corredor para aprovechar todos los rincones. Me surgen las imágenes de los esclavos apiñados en los barcos unos sobre los otros. El hedor me repele como puños en el estómago. Es olor a pústulas putrescentes, de carne podrida, donde banquetean las moscas y las bacterias.
«¿Sabes algo de los muertos en las zonas donde han bombardeado?» pregunto, pensando a mis parientes que viven en la ciudad donde el día anterior había llegado el embate del fuego. El enemigo destruyó los repetidores de los móviles, de las líneas telefónicas y los de internet. Es imposible lograr contactarlos para saber cómo están.
«¿Hay alguna noticia? ¿En qué sentido noticias?»
«Los nombres de los muertos, la lista ¿ya la hicieron?»
«¿Los muertos? ¿La lista de