La diferencia prohibida: Sexualidad, educación y violencia. La herencia de mayo de 1968
Por Tony Anatrella
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Nunca, sin embargo, el acceso a una verdadera diferencia ha sido tan difícil.
Vivimos en la estela de las aspiraciones fusionales de mayo del 68. Rechazo de la función del padre, insuficiencia de la relación educativa, interioridad en crisis, retorno de los miedos primitivos, son muchos los síntomas de lo que elabora poco a poco una sociedad indiferenciada en la que los roles y los espacios se confunden. El adulto juega a ser niño, la figura paterna desaparece tras la materna, la violencia se banaliza, la intimidad está a la vista de todos, el imaginario sustituye a la realidad, y la sexualidad se dispersa en múltiples orientaciones.
¿De dónde viene el que nuestra sociedad valore tendencias sexuales parciales hasta querer inscribirlas en la ley? ¿Por qué deplora la falta de puntos de referencia que ella misma ha contribuido a hacer desaparecer? Reconocer la diferencia implica aceptar la diferencia de sexos, de generaciones y de roles en el seno de la familia. Reconocer al otro no es aceptar todo lo suyo ni animarlo en sus conflictos psíquicos, es permitirle efectuar una paciente elaboración personal al final de la cual pueda experimentar una cierta libertad.
Mayo del 68 no ha liberado a nadie. No es tiempo de nostalgia.
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La diferencia prohibida - Tony Anatrella
1998).
Capítulo 1
PADRE ESCAMOTEADO, FAMILIA DESESTABILIZADA
Desmembración de la familia, ausencia del padre: he aquí las palabras que, sin ninguna duda, emplearía más a menudo cualquiera de nuestros contemporáneos si se le preguntase cuáles son los rasgos más característicos de la familia actual. Dos problemas que, porque implican a la familia, implican al mismo tiempo al hijo, ya que, cuando se trata de la famosa «pérdida de referencias», es al primero que conciernen. La educación en general, y la vida familiar más en particular, determina, muy claramente, el comportamiento futuro de todo individuo. No es extraño por consiguiente que el psicoanalista oiga a menudo a sus pacientes hablar de sus relaciones familiares. Ellos evocan sobre todo la experiencia subjetiva que han tenido de su padre y de su madre, así como de sus hermanos y hermanas, a partir de cuyas personalidades han ido creciendo. En efecto, para un hijo, la vida familiar entre padre y madre es el fundamento de lo real y el lugar en el que surge la forma en la que él iniciará más tarde su vinculación social. Es por tanto necesario volver sobre este momento fundador en cuanto un individuo tiene dificultades para vivir.
Muchos se quejan de la ausencia del padre y los periódicos, en sus titulares, se hacen a menudo eco de esta ausencia, incluso de esta desaparición. Los padres podrán entonces interrogarse con razón sobre este miedo expresado en la sociedad a verlos desaparecer cuando en realidad están físicamente bien presentes y se manejan más o menos bien con la realidad. Veremos que el problema no se plantea en estos términos. Los padres siguen efectivamente estando presentes, pero es sobre todo la función paterna la que ha sido devaluada, al no aceptar ya la sociedad hacer que siga funcionando esta dimensión simbólica.
La ausencia de la función paterna, cuya constatación venimos haciendo desde hace varios años, tiene consecuencias sobre la estructuración psíquica y social de los individuos: debilitamiento de la imagen masculina que no puede formarse fuera de la simbología paterna, trastornos de la filiación, aumento de las conductas adictivas, pérdida del sentido de los límites (toxicomanías, bulimia/anorexia, prácticas sexuales reaccionales), pero sobre todo dificultades para actuar en la realidad y para socializarse, es decir, institucionalizarse, para adquirir una conciencia histórica y, por último, para desarrollar un vínculo social. La simbología paterna está en efecto del lado de la historia mientras que la simbología materna está del lado del instante infinito.
¿Cuál es, pues, el estado de la familia? ¿Está el padre definitivamente excluido de la escena familiar y social o debe intentar todavía asumir el papel que ha sido siempre el suyo, en una sociedad invadida por lo femenino? He aquí las cuestiones a las que vamos a intentar responder en nuestro estudio sobre las condiciones actuales de la vida familiar, intentando mantener siempre en el centro de nuestras reflexiones al niño, para quien la vida de familia será determinante.
La queja familiar
La primera constatación que se puede hacer, al observar el estado de la familia en nuestras sociedades, es la retirada de los adultos de la relación educativa. En nuestras sociedades predomina un discurso de no asunción de responsabilidades tal que sus efectos se notan en todos los ámbitos de la vida familiar contemporánea, al asumir los adultos cada vez con mayor dificultad el papel que les corresponde, que es educar y transmitir. Pero la familia es también un lugar de experiencia en el que se despiertan la vida psíquica y la manera que tiene cada uno de percibir a los demás. Por supuesto, hay situaciones que son objetivamente perturbadoras para los niños. Pero yo quisiera insistir sobre todo en la forma en que cada uno puede vivir y representarse su experiencia familiar.
El discurso y la vivencia
De la experiencia familiar nacen conflictos psíquicos y representaciones que forjan a la vez una determinada concepción de uno mismo y de la existencia. Pero las representaciones que el individuo ha elaborado son, la mayoría de las veces, la expresión de lo que ha vivido en su experiencia familiar más que la sola traducción de hechos objetivos. Hay así un desequilibrio entre lo que ha pasado realmente (en la historia del individuo) y la forma en que el niño o adolescente ha podido interpretar un hecho en función de sus expectativas y de sus frustraciones afectivas. Esta misma distancia se observará en el adulto del que se percibe que ha reconstruido imágenes parentales, relaciones familiares y acontecimientos en función de sus propias intrigas subjetivas. Un acontecimiento, una palabra, un gesto podrían alcanzar importancia y adquirir una coloración singular a los ojos del individuo mientras que, tomados en sí mismos, por los demás miembros de la familia, revelan una situación banal. Cuántos adolescentes y adultos reprochan a sus padres o a sus educadores actitudes y carencias que son, de hecho, el indicador de sus conflictos internos... La proyección de estos conflictos en la escena familiar o social provoca incomprensiones, malentendidos y fracturas relacionales, a veces irreparables. Así, muchos adultos toman conciencia tarde, entre treinta y cinco y cuarenta años, de su desorientación durante la adolescencia (toxicomanía, delincuencia, robo y marginalidad) y acaban acusando a sus educadores, incluso a sus padres, como si no llegasen a asumir y a integrar su propio fracaso y se negasen a considerar la causa de sus tormentos en el interior de sí mismos.
Estos adultos, cuando sean padres, tendrán tendencia a adoptar actitudes rígidas respecto a sus hijos, como para intentar «recuperarse». Pero el hijo percibe inconscientemente el contenido psicológico de la relación, a través de la cual recibe sobre todo un mensaje reaccional, destinado a resolver una incertidumbre. El funcionamiento de estos padres se traduce en comportamientos bien conocidos: las relaciones con los hijos son estrictas mientras que el resto de la vida de familia está relativamente desorganizado; así, la relación con el tiempo no está controlada. El hijo es remitido sin cesar a sí mismo en nombre de la demasiado famosa frase «¡Es tu problema!». Semejantes personalidades seguirán siendo conflictivas y se enfrentarán a todo el mundo mientras no logren liberarse de sus problemas infantiles.
Si escuchamos sus quejas, lo que se representa es la obra de la víctima y del perseguidor, síndrome que se encuentra a veces detrás de la representación imaginaria que se hace el hijo de los «malos padres». Pero si, en el marco de la psicoterapia, el especialista trabaja con el sentimiento de su paciente, sin tener que intervenir sobre la realidad de los acontecimientos relatados, no debe dejarse engañar por las ambigüedades del discurso. Al recibir a padres de adolescentes o de adultos toxicómanos, se mide regularmente la distancia que existe entre la forma en que cada uno presenta y vive la situación.
Otro ejemplo de esta «reinterpretación» del pasado: la valoración de ciertos recuerdos, que siguen estando presentes en la conciencia de manera insistente, descansa en el mecanismo del recuerdo-pantalla. Se trata muy a menudo de un recuerdo al que el sujeto da una importancia desmesurada cuando, al mismo tiempo, es capaz de «olvidar» otros recuerdos, sin duda más significativos, para comprender lo que ha llegado a ser y lo que expresa en el presente. Intenta de esta manera ocultar acontecimientos en los que se ha implicado, con riesgo de reprochárselos a los demás. El recuerdo-pantalla tiene por tanto una función de soporte que enmascara experiencias reprimidas o deseos irrealizables que el individuo cree haber vivido. Por esto, cuando el sujeto habla de sí mismo, de sus padres, de sus hermanos y hermanas, de su infancia y de su educación, conviene saber de qué habla: ¿de su imaginario, de sus reconstrucciones mentales o de acontecimientos reales? El sentimiento individual es la expresión de la verdad subjetiva de cada uno, que debe ser confrontada con la realidad.
¿Quién hace qué?
El pasado familiar puede estar cargado de sufrimientos y de carencias graves. Pero, incluso cuando se consideran situaciones «normales», existen problemas, surgidos en gran parte de la falta de coherencia de los padres que no ejercen como adultos, adoptando conductas reaccionales a las que pueden arrastrar a sus hijos.
Muchos jóvenes adultos se quejan así, actualmente, de sus padres de la generación del 68. Tienden a desvalorizarlos, recordando las veladas entre amigos en las que sus padres fumaban cannabis, discutían como «chiquillos» o se enrollaban en conversaciones interminables sobre sus estados de ánimo. Estos jóvenes adultos tienen hoy el sentimiento de que sus padres no eran finalmente diferentes de la mayoría de los adolescentes; por eso se quejan de ellos, de la sociedad, del tedio existencial, lo mismo que se quejan de sus padres, porque no son capaces de integrarse en la realidad. Es lo que expresa Virginia, veinticuatro años: «Mis padres no me aventajan aunque sean mayores. Descubren las realidades y los problemas al mismo tiempo que nosotros. Debemos hacer el camino para ellos».
Esta falta de diferencia entre los adultos y sus hijos, característica de la época actual, puede dar la impresión de una mejor comunicación entre generaciones, pero no representa sin embargo una relación estructurante para el hijo. Bajo la influencia de la equiparación mediática, confundimos en efecto comunicación y relación; sin embargo, la una no favorece necesariamente a la otra. Establecer una comunicación para transmitir un mensaje es una cosa, otra es construir diariamente una relación que tenga en cuenta las necesidades del niño y las necesidades del adulto, así como también las reglas y las leyes de la vida. No hay igualdad psíquica entre adulto y niño. Los niños de hoy están además obligados a recordárselo a los adultos cuando subrayan que son todavía demasiado pequeños para hacer frente a ciertas situaciones o decisiones.
Esta inmadurez de los adultos es una de las razones que explican las dificultades a las que se enfrenta la familia contemporánea. La familia aparece todavía en efecto en los sondeos como el valor citado en primer lugar, prueba de las múltiples expectativas que suscita. Sin embargo, parece bastante maltratada en nuestra época, y sufre problemas que lejos de ser abordados siempre, son negados a veces, lo mismo que las consecuencias que pueden tener sobre el desarrollo del niño.
La familia debilitada
Las rupturas
¿Ofrecerá la familia en el futuro suficiente seguridad para ser un lugar privilegiado en el que se edifique la vida conyugal y parental y favorezca la educación del niño? Ésta es la cuestión que podemos plantearnos al constatar el aumento de algunas cifras que son el signo de una gran inestabilidad. En Francia, uno de cada tres matrimonios acaba en divorcio, un 30 por ciento de niños nace fuera del matrimonio, hay cerca de 730.000 nacimientos al año y se cuentan más de 180.000 abortos. Estos comportamientos, que tienen mucho peso en una sociedad, pueden dar lugar a un sentimiento de inseguridad hasta el punto de hacer dudar al individuo no sólo del futuro de la familia, sino también de su futuro personal.
¡Sin embargo, al considerar estas nuevas prácticas que se han manifestado sobre todo a lo largo de cuarenta años, no hay que olvidar que la mayoría de parejas se casan, que el 70 por ciento de los niños nace en el seno de parejas casadas y que frente a 1.700.000 parejas concubinas, 1.490.000 relaciones monoparentales, 1.512.000 familias reestructuradas, cerca de 11 millones de parejas están casadas! Estas cifras son impresionantes pero estamos en una época que tiende a negar los fenómenos mayoritarios para valorar las prácticas minoritarias en todos los ámbitos de la vida social. Acabamos modelando las representaciones colectivas y considerando estas situaciones, más bien problemáticas, como una perspectiva de futuro.
Sigue pendiente la cuestión: ¿Por qué las rupturas?
La inestabilidad creciente de los vínculos familiares manifiesta ante todo las dificultades para insertarse en la existencia: sólo se sabe abordar las crisis mediante comportamientos de ruptura. El más mínimo problema o la acumulación de experiencias y de cuestiones que han quedado en la incertidumbre parecen resolverse únicamente mediante una separación. La ley francesa de 1974 sobre el divorcio por consentimiento mutuo tiene efectos perversos. Esta ley influye en los comportamientos en la medida en que, ahora, deja entender que en caso de dificultades basta con divorciarse sin que los individuos tengan la posibilidad o los medios de comprender lo que pasa en su vida. El aumento constante de los divorcios plantea en primer lugar un problema de sociedad y no es únicamente el reflejo de un error de elección de los miembros de la pareja o de una evolución divergente de las personalidades. La ley, los modos de vida y la representación de la pareja sentimental que tenemos actualmente crean las condiciones objetivas para acelerar las rupturas. Es lo que explica el atasco de los tribunales, y el problema no se arreglará mediante un divorcio civil decidido con precipitación. Problemas que no se han percibido en el momento de la separación corren el riesgo de aparecer más tarde y de complicar más las relaciones entre los miembros de la pareja. Las psicologías superficiales y la afectividad a flor de piel y no elaborada hacen que los individuos no sepan la mayoría de las veces abordar las dificultades con las que se encuentran. A un buen número de nuestros contemporáneos les falta en efecto una reflexión psicológica que les haga capaces de superar las diferentes crisis de la vida conyugal y familiar que naturalmente se les van a presentar. Algunos se encierran en el tedio existencial mientras que otros se lanzan a estrategias de ruptura. Se puede llegar a decir que esta necesidad de separación manifiesta una dominante psicótica de la psicología contemporánea. Expliquemos esto. Oímos hablar a menudo de fractura social para designar diferencias sociológicas dentro de la misma población. Esta noción puede ser pertinente pero yo prefiero la de desvinculación social, que ya he utilizado, y que da cuenta mejor del clima de ruptura del vínculo social que reina en la actualidad. No se trata de que el individuo, cuando se encuentra frente a un conflicto, una dificultad o una crisis, intente abordar el problema en cuestión; es mejor romper, agredir a los demás cada vez más íntimamente, imponerse de manera muy primaria. La fractura social, de la que se habla tanto, hasta el punto por lo demás de hacerle encubrir una de las realidades menos claras, aparece más como una consecuencia de este estado de espíritu de «rompedor de vínculo» que como una causa. En otros términos, la pulsión de muerte sería más activa en las psicologías que la pulsión de vida, la de Eros que intenta hacer alianzas de vida y que encuentra su placer en construir más que en destruir. Asentir a esta morbidez significa encerrarse en la propia impotencia para actuar sobre las realidades y no ver los problemas que se plantean. El hombre realista y confiado es el que acepta afrontar los interrogantes de la vida para examinarlos y, por ello, vivir mejor.
Hay que tener cuidado sin embargo con no caer en la trampa consistente en creer, ingenuamente, que los problemas y las crisis de la vida conyugal y familiar pueden solucionarse gracias únicamente al sentimiento amoroso. El amor —en el sentido objetal del término— no es en primer lugar un sentimiento, es ante todo el deseo de construir una relación común que se inscribe en el tiempo. Los sentimientos, por muy nobles que sean, son uno de los elementos de la relación amorosa, pero ellos solos no la definen. Con la relación amorosa se confunden igualmente la relación de apego, la relación sentimental, la seducción sexual. Los sentimientos no tienen su sentido en ellos mismos, son relativos a la naturaleza de la relación y dependen también de un proyecto de vida en cuyo interior alcanzan sentido.
La inmadurez de la pareja amorosa es otra de las grandes razones de ruptura. Las exigencias afectivas son tales que exigen en efecto una capacidad para reflexionar sobre la propia personalidad y sobre la historia personal, para identificar los sentimientos y los deseos, para discernir los signos que hacen auténtica una relación amorosa. Semejante actitud exige tener recursos interiores que la mayoría no siempre tienen, lo que les deja indefensos ante estas expectativas legítimas. Ahora bien, la educación contemporánea tiene poca preocupación por este aprendizaje: la interioridad. Además, los modelos afectivos actuales, que valoran la necesidad de estar constantemente recomenzando porque es difícil inscribirse en una historia, alimentan la inmadurez. El modelo de referencia de la pareja contemporánea, el que aparece en las revistas y en la publicidad, es la pareja juvenil, que es, por definición, inseguro y transitorio. La necesidad de identificarse para mantenerse —inconscientemente— en esta afectividad juvenil presenta además otro problema, el del envejecimiento. Se observa que hay hombres o mujeres que se enamoran de personas mucho más jóvenes que ellos, a veces de la edad de sus propios hijos adolescentes, y tienen tanta ilusión por comenzar una vida nueva que no saben hacer frente a los años que pasan y que marcan su historia. Esta trasgresión de generaciones hace decir a numerosos jóvenes que no saben por dónde andan los adultos. Muchas son las parejas que encuentran dificultades en el momento en que sus hijos se hacen adolescentes y reavivan su propia adolescencia y cuestiones que nunca han sido abordadas. A menudo, en lugar de tomar conciencia de ellas, intentan despejarlas en la acción hasta el punto de «recaer en la adolescencia». A veces trasferirán agresivamente estas cuestiones a otros, sus padres en particular, a quienes reprocharán su propia inmadurez, sus deseos ocultos, sus fracasos y su impotencia.
Si muchos adultos llegan, felizmente, a realizarse en su vida de pareja, otros, como consecuencia de los fracasos, pierden el gusto por hacer proyectos a largo plazo. Se contentan con vivir día a día, sin poder confiar en relación afectiva alguna. En cuanto a los hijos, viven las separaciones como amenazas que minan su personalidad. Algunos están así marcados por desórdenes de la filiación y, por esto, tienen muchas dificultades para aceptar su identidad sexual y para socializarse. Los hijos sufren siempre el divorcio de sus padres. No basta explicar la situación para que el hijo acepte decir adiós a una relación familiar que necesita para construir su personalidad y descubrir la realidad. Es ingenuo creer que basta explicar a un niño que papá y mamá se separan pero que, si ya no se aman, continúan amándolo a él para que acepte esta situación. Estas palabras simplistas no quieren decir gran cosa para el hijo y constituyen un callejón sin salida para su irracionalidad afectiva. En efecto, para el hijo, el amor de sus padres pasa esencialmente por su relación conyugal, que es la que manifiesta la relación parental. En caso de separación, y a pesar de un discurso tranquilizador, el hijo no podrá decir más que: «¡Si ya no os amáis, entonces no podéis amarme!». El hijo se siente amado porque los padres se aman dentro de su relación conyugal; y a partir de esta relación parental él construye su identidad. El hijo debe finalmente organizar su relación entre el riesgo de un amor de simbología incestuosa y un amor conyugal que no existe. En caso de divorcio, no sabe lo que es el amor parental, que, en este caso, no tiene base y corre el peligro de ser vivido como un amor de seducción. Es pues preferible, en una separación, decir al hijo que podrá siempre y en todas las circunstancias contar con su padre y con su madre, y que van a continuar ayudándole y viviendo con él muchos momentos, antes que subrayar una dimensión «amorosa» que no tiene