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Los amores y vínculos íntimos
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Los amores y vínculos íntimos
Libro electrónico746 páginas15 horas

Los amores y vínculos íntimos

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Este primer tomo se dedica a las estructuras y dinámicas básicas que pone en juego el desafío de amar. Qué es ser amadores y su tridimensionalidad: el ser don, acogida y unión. La intimidad de cada persona y sus ámbitos o territorios: el nupcial y el conyugal entre varón y mujer, el paterno y materno, el filial, el fraterno, la genealogía entre abuelos y nietos, el de la amistad y el misterio del santuario más radical. La respuesta al ¿quién soy yo? desde los amores y vínculos íntimos. Somos co-identidades biográficas íntimas. Los apegos, adherencias, etiquetas, limitaciones, defectos y malicias. ¿Qué es el realismo del amor auténtico? La desnudez y la incondicionalidad en «lo bueno y en lo malo». La libertad y gratuidad del amar. La confianza y la compañía íntimas. La unidad de vida. La gran metamorfosis del amor propio: la transición desde la necesidad de ser amado a la capacidad de amar. Las grandes fuentes de los parentescos: los «míos» en la carne y en la sangre.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2020
ISBN9789972482182
Los amores y vínculos íntimos

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    Los amores y vínculos íntimos - PedroJuan Viladrich

    Capítulo I

    La intimidad del amador

    1. Para empezar basta una semilla

    ¿Amas? De la respuesta depende que la existencia tenga sentido y la vida nos valga la pena. Somos nuestros amores íntimos. Su estado es nuestro retrato más realista. El resto pueden ser galopes agotadores entre espejismos que disipa el viento del tiempo.

    ¿Cuál es el primer paso en el arte de vivir los amores íntimos? Sin duda, no padecer su ignorancia. ¿Por qué? Porque no es posible vivir lo que se desconoce. Lo que comprendemos acaba siendo parte de nuestra vida. No las ignorancias, sí los errores. Quien ignora nada sabe, pero quien yerra cree que sabe. Ese es el peligro: vivimos los errores como verdades, y esas «falsas verdades» se nos convierten en las lentes con las que miramos nuestros amores íntimos. Y también a nosotros mismos.

    Necesitamos saber una dosis acertada de lo que nos proponemos vivir, precisamente para poder vivirlo, sin perderse desde el principio en un error de partida. Basta una pequeña dosis para que la intencionalidad de nuestro querer sepa hacia donde dirigir las acciones y conductas, en vez de andar ciega o en pos de lo equivocado ¹. Pero, respecto de los amores –el romántico, los familiares, la amistad– ¿no suponemos que nos prepara la misma naturaleza? ¿Hemos ido a una facultad universitaria, como requisito de titulación indispensable, para enamorarnos, cortejar o casarse, o para ser padres o madres, hijos y hermanos? ¿Quién, cuándo y cómo, por ejemplo, nos ha enseñado la amistad profunda? Ortega y Gasset, con un pequeño sarcasmo que me aplico el primero, alertaba que sobre el amor «Todos se creen doctores en la materia. Como si el amor no fuera, a la postre, un tema teórico del mismo linaje que los demás... Y es el caso que no hay en toda la topografía humana paisaje menos explorado que el de los amores. Puede decirse –concluía el filósofo– que está todo por decir, mejor, está todo por pensar» ².

    Cuando Ortega y Gasset escribía esa queja, en 1926, todavía no se había producido la actual inundación de bibliografía sobre la sexualidad, los amores, las relaciones sentimentales entre la pareja o las afectivas entre la familia. También es ingente sobre inteligencia emocional, cultivo de las motivaciones, consejos para hacer amigos, tener éxito o ser feliz de inmediato. Sería mucho suponer que semejante exceso de literatura ha sido la respuesta al lamento del filósofo español. Parece más razonable atribuirlo, junto al astuto diseño editorial de best sellers, a la necesidad de ofrecer soluciones a cierta fragilidad de las relaciones de intimidad y aumento de los fracasos, que en las últimas décadas se han extendido con cifras de pandemia. La soledad, junto a los vacíos de sentido y la angustia existencial, es la estación término para muchos.

    ¿Sufrimos alguna maldición? Inquieta que nunca hubo, como en nuestros tiempos, tanta dedicación de energía –en la bibliografía, literatura, cine, televisión y medios de comunicación– a las cuestiones de la sexualidad, los sentimientos amorosos, los problemas de pareja o de las relaciones entre padres e hijos. A pesar de tamaña atención, quizás como nunca padecemos una inflación de fracturas, divisiones y decepciones. Cuando las teorías son derrotadas por la vida, algo principal falla en el diagnóstico y en el tratamiento.

    Quizás por esta extraña maldición, Josef Pieper comenzaba su estudio sobre el amor con esta tentación: «Hay razones más que suficientes que le sugieren a uno no ocuparse del tema del ‘amor’. A fin de cuentas, basta con ir pasando las hojas de una revista ilustrada, mientras nos llega el turno en la peluquería, para que le vengan a uno ganas de no volver a poner en sus labios la palabra ‘amor’ ni siquiera en un futuro lejano». Un lamento parecido expresa Fromm en el prefacio de su Arte de amar. Y otro autor bien distinto de los dos anteriores, Schopenhauer, tras afirmar que «no es lícito dudar de la realidad del amor y de su importancia», se asombra de que «un asunto que representa en la vida humana un papel tan importante haya sido hasta ahora abandonado por los filósofos y se nos presente como materia nueva» ³.

    ¿Fracasamos justo donde nos esforzamos? Sugerí hace años, sirviéndome de una fábula ⁴, que nos falla la antropología de base sobre la sexualidad y los amores humanos, es decir, necesitamos una mayor dosis de verdad sobre el modelo de varón y mujer, de padre y madre, de hijo y hermano, o de amigo, pues cualquier proyecto de mejora se derrumba si asienta sobre arenas movedizas, pues eso son los errores de base. Quien corre mucho pero en dirección equivocada, cuanto más rápido va más se aleja de la meta. Querer amar a nuestros diversos amados es, sin lugar a dudas, un propósito excelente, quizás el mejor, pero como el árbol, que busca ser grande, es imprescindible crecer sobre raíces hondas y sanas.

    Anticipo, así, la importancia que en estas páginas vamos a conceder a la perspectiva antropológica y, asentados en ella, a la exploración de los escenarios psicológicos y, cuando la ocasión lo requiera, poniendo de relieve sus bases orgánicas, en especial las cerebrales. Nos ayudaremos con el relato de algunos casos reales. Primando la explicación de lo que somos en cada amor de intimidad, no pretendemos dogmatizar, ni perdernos en erudiciones sobre los estados de la cuestión en las doctrinas de los autores. Mi propósito es enraizar el amar en las personas concretas y en las circunstancias que rodean el camino biográfico de los amadores, para que, conociendo mejor quienes y qué somos, qué nos pasa y por qué nos pasa, podamos prevenir los riesgos y aprender la sabiduría de amar. En cualquier edad de nuestra vida, dados sus cambios, somos siempre aprendices y, en este sentido, unos novicios. Por eso, nos es tan «natural» el errar, como lo es el levantarnos, corregir y aprender la lección. Levantarse una y otra vez, sin embargo, significa sostener pase lo que pase una resuelta decisión de amar de verdad. Y esa condición de soldado raso, que vuelve cada amanecer a la trinchera, es pura gloria humana.

    Me atrevo a sugerir, con cierto temblor y temor, que si supones saberlo ya todo, si en nada crees –y menos en alguien– porque creer es sentimiento y recurso de débiles ingenuos y estúpidos para, con esa venda en los ojos, evadirse del absurdo existencial, si estás convencido de que la culpa de tus decepciones, desengaños y fracasos en amor la tienen los demás, o si consideras que amar es una pérdida de tiempo y un mal negocio que no hace sino complicarte inútilmente la vida, entonces, quizás, es aconsejable que no prosigas leyendo. Algunos pasajes, probablemente bastantes, podrían incomodarte, hasta irritarte. Y no porque estas páginas tengan la petulante pretensión de poseer la verdad –y te acusen subliminarmente de estar privado de ella–, lo que sería una intolerable y ofensiva necedad de este autor, sino porque están escritas desde la fe en que amar de veras nos es posible, que la poda con que sus abnegaciones y sufrimientos nos recortan, en sorprendente paradoja, nos hacen crecer con mayor vigor y fecundidad, descubriéndonos lo mejor de nosotros mismos, y que progresar como amadores ayudándonos unos a otros, sin rendirse nunca, vale la pena, tal vez todas las penas, porque nos dan el sentido y las razones de vivir. Confieso mi optimismo realista. Esta mezcla no ha sido un a priori, sino la lenta conclusión del novicio aprendiz tras asistir, por debajo de muchos fracasos propios y ajenos, al poder de la esperanza y de la fe recíprocas entre quienes decidieron amarse y, pese a todo, no claudicaron.

    Por fortuna, basta una minúscula semilla de verdad –ni muy grande, ni su totalidad completa–, pues aprendemos a caminar caminando y a vivir viviendo. Lo mismo ocurre con el amor: aprendemos a amar amando. Cuando nos nace un hijo, por ejemplo, desconocemos cómo será y qué hará con su vida. Pero sabemos que ese pequeño es nuestro hijo. Nos es suficiente este embrión de conocimiento para quererle por entero, incluyendo la aceptación de su futuro desconocido. Cualquier madre o padre conoce esta experiencia. Cuando nos casamos –y es otro ejemplo– juntamos dos futuros en uno y nos comprometemos a vivirlo unidos, pese a que ignoramos qué nos deparará el porvenir. El amar no está inmóvil esperando, para surgir, al último eslabón de un conocimiento completo del amado, ni tampoco de nosotros mismos. Empieza desde el principio: en el mismo instante en que «queremos» querer al amado ya estamos amándole. Claro está que ese amor no es el libro completo, pero sí su primera página. Esa misteriosa, honda y viva intención de amar, que actúa como brújula de nuestra voluntad, solo necesita un «principio» –una semilla– de conocimiento del amado. Pero ese «principio» ha de ser «verdadero». No puede ser el iceberg de la fábula. Tampoco arenas movedizas. Ese principio es solo el comienzo de la historia posible, no su plenitud. Del principio equivocado no arranca la historia posible: los pies podrían andar hacia ninguna parte o al precipicio. ¿Por qué? Porque un principio, si de veras lo es, contiene la orientación certera hacia su meta.

    Adelanto un ejemplo, del que nos ocuparemos con mayor detenimiento en varios lugares, de ese concebir los amores sobre arenas movedizas, asentándolos sobre un sofisma contradictorio, cuyo resultado es provocar una mayor frustración en la vida práctica. Me refiero al propósito de explicar el amar como simple y entero fenómeno neuronal y bioquímico. El amor, según algunos predican, sería un cóctel de serotonina, oxitocina, dopamina, feromonas, endorfinas, acompañado de algunos estrógenos y testosterona, que nos causarían un estado de ceguera mental, de impulso irresistible, de alteración casi patológica en la percepción de la realidad del otro y de uno mismo. Las descargas neuronales nos explicarían el deseo, el placer, los apegos, la recompensa y hasta la fidelidad. Parece que los avances de la neurología, la endocrinología y la bioquímica en el conocimiento de los procesos bioquímicos del cerebro y resto del organismo humano hayan deslumbrado algunas mentes haciéndoles creer que en los componentes y efectos de semejantes descargas neuronales se esconde la completa fórmula mágica del misterioso amor.

    Una concepción del amor, como la descrita, manifiesta una errada y estrecha visión del ser humano. En realidad, una visión incapaz de explicar experiencias humanas constantes y elementales. Confunde los medios –el entero organismo psicosomático– con el sujeto protagonista de la acción y de la viva vivida. Nuestro cerebro no es lo mismo que nuestra mente, ni las redes neuronales y sus activaciones bioquímicas y eléctricas son lo mismo que la presencia personal y sus facultades superiores, como el entender con racionalidad lo inteligible y el querer con libertad la acción propia, en especial cuando lo que hay que entender y, en su caso, elegir y querer libremente es la información y tendencias que le presenta su organismo psicosomático. Si solo fuera nuestro amar un torrente bioquímico, que inunda y domina a su sujeto personal, sería imposible explicar lo más excelente del amor, aquello que nos demuestra su verdad, por ejemplo: el sacrificio y la abnegación, la paz y la alegría internas en medio de las dificultades y los muros, o la fidelidad perseverante. Esas «grandezas» las sostiene con esfuerzo la persona «en persona», las más de las veces contra el egoísmo hedonista y el corto plazo al que le inclinan los sentidos de su propio cuerpo y sus descargas neuronales. Nos es posible –y hermoso– abnegar el hambre y la sed prefiriendo dar comida y bebida a nuestros amados, cuando de veras les queremos. Hasta podemos ceder el mando-cetro del televisor, o incluso apagarlo, cuando uno de nuestro amados necesita conversar, ser acogido en sus cosas, pese a que, justo entonces, comenzaba nuestro programa favorito. Nos basta pensar, por ejemplo, en cualquier buen padre y, sobre todo, madre. También entre la pareja. Y ¡cómo explicar que, además, esa abnegación pueda hacerse, contra la tiranía del cuerpo, con alegría interior y buen humor, en vez de tristeza y amargura! Somos personas porque podemos cabalgar, como jinetes, a nuestro caballo que es el cuerpo; no al revés, no es ese caballo, a veces encabritado, caprichoso y muy voluble, el que está llamado a montar y dominar a su jinete, a su persona. Es más, cuando esa inversión de papeles ocurre, es diagnóstico cierto que estamos ante un ser humano inmaduro o que ha «perdido sus papeles». Teniendo en cuenta que el amar es, al menos hoy, una de las empresas con mayores y más frecuentes fracasos, sería deseable que quienes improvisan una explicación neuronal y bioquímica tuvieran una mayor contención intelectual y diagnóstica, porque por esa vía, en vez de iluminar soluciones, lo que hacen es justificar el desgobierno personal y sus precipicios. La sabiduría y arte de amar requieren una expresa y disciplinada educación interior de cada persona «en persona». Sin esa dimensión esencial de la libertad, que es el gobierno de sí mismo, es muy difícil amar, si no imposible, porque sin esa libertad señora no se rompe el egocentrismo al que nos empuja la dimensión material del cuerpo. Los flujos bioquímicos no son los maestros del amar, ni pueden serlo.

    Por de pronto, si somos una persona corpórea –un espíritu encarnando su materia en el espacio y tiempo–, entonces es elemental, y no una sorpresa inesperada, que amemos conmoviendo todo nuestro propio cuerpo, y por tanto su sistema neuroquímico. Amamos como somos, en y con todo lo que somos. También, al amar, respiramos y andamos y hasta –con suerte– bebemos champagne, sin que se nos ocurra decir que amar consiste entera y únicamente en la oxigenación pulmonar del torrente sanguíneo, en el movimiento de las articulaciones que componen nuestras rodillas y tobillos, o en el chispeante efecto de las burbujas. Un corredor de fondo lo hace, por de pronto, con sus piernas, pues sin ellas no se corre. Pero correr no es algo que, por su cuenta, hacen nuestras piernas y nos lo imponen. Cualquiera que haya acometido una carrera de fondo, sabe que hay un momento es que el cuerpo se rinde y te pide arrojarte a la cuneta. ¿Quién, de cuanto somos, le dice al cuerpo cansado ¡sigue!? La respuesta es nuestra persona, el quien espiritual que somos. No es necesario correr maratones para conocer esta experiencia. Cualquier hombre corriente –uno de nosotros– sabe muy bien que, en el trabajo profesional como en el amor, el cuerpo –nuestro organismo psicosomático y sus descargas neurológicas, pueden ser nuestro peor enemigo porque se cansa, es perezoso y, además, nace muy ignorante–. Conseguimos seguir trabajando, logramos proseguir dándonos y acogiendo –por ejemplo, a nuestros hijos o a nuestro cónyuge, o a nuestros padres ancianos– a base de paciencia, perseverancia, generosidad, buen humor... Y, honestamente, ¿esas «virtudes» –paciencia, templanza, generosidad, abnegación, buen humor...–, aunque el corredor usa sus piernas, como las virtudes emplean transmisores neurológicos–, esas «virtudes» son sola y exclusivamente descargas bioquímicas, que se le imponen a la persona, sin que ésta sea su autora, las cultive con su inteligencia y las quiera intencional y libremente y, en suma, las cree como actos y hábitos «suyos», es decir, como adquisiciones propias de la persona, «en persona», que las cosecha mediante todo su organismo psicosomático? Me temo que, en vez de humor, sea estupidez afirmar que la ternura amorosa, porque nos conmueve hasta las entrañas de nuestra bioquímica, emplea concretas áreas neurológicas y se expresa en la mirada de nuestros ojos, en la caricia de nuestras manos y en el beso de nuestros labios –pues cuerpo somos–, la crea en origen, naturaleza y destino una simple y fatal inundación neurológica y endocrina.

    Si el amar fuera solo y exclusivamente un torrente neuronal y hormonal, que padecemos como sujetos pasivos, entonces el amor sería una «dinámica orgánica impersonal» fruto de la necesidad y del azar. Es decir, amar no sería libertad ni, por tanto, actuación de la persona «en persona» que comparece en su cuerpo y mediante él se manifiesta. Si así fuera, no podríamos exigir responsabilidad ninguna al depredador sexual o al violador que, sumergido en sus impulsos bioquímicos, abusa de menores o aprovecha la fragilidad de otros para tiranizarles. Y si así fuera, las industrias farmacológicas podrían hacer su agosto produciendo píldoras a la carta para amar o para ser amados. Estaríamos de vuelta al «filtro mágico» de las celestinas y los alquimistas medievales. Sin libertad personal, sin presencia señora de la persona en su propio cuerpo y sobre su propio vivir íntimo ¿cómo explicaríamos la intencionalidad responsable de quien engaña, es infiel, manipula y abusa, maltrata, yerra, es egoísta, nunca se corrige, y otras malicias humanas? ¿Por qué deberíamos admirar los abnegados sacrificios y honrar la fidelidad en los amores humanos? La necesidad y el azar de lo puramente bioquímico, y sus impulsos ciegos, nos libraría de cualquier responsabilidad «personal» en el amor, en sus desamores, o en aquellas violencias machistas que, pretextando impulsos «amorosos», vejan o matan a las mujeres. La queja justa y auténtica del amante no bien correspondido, defraudado, traicionado o maltratado sería un lamento necio y sin fundamento. Pero esas irresponsabilidades, o esos vacíos de valoración donde cualquier conducta buena o mala sería indiferente, no son la experiencia humana universal y transcultural del amar auténtico. Cualquier persona sensata desea que sea la persona de su amador quien le ame de verdad y con bondad, no con mentiras y malicias. Nadie en su sano juicio cree que son amor los susurros del inundado hasta las cejas de alcohol, cocaína o anfetaminas. El natural y profundísimo anhelo de verdad y bondad, de libertad y gratuidad, solo tiene sentido si la persona «en persona», es decir con su entendimiento, voluntad y libertad, que completan el latido emocional de su corazón, puede hacerse presente como tal en su historia amorosa, ya como amante ya como amado, con todo su cuerpo y su bioquímica, pero siendo su actor protagonista y responsable, en vez de un guiñol movido por la tiranía de unos flujos bioquímicos.

    Por lo demás, la mera bioquímica humana se encuentra con una frontera infranqueable ante la persona: puede obnubilar la mente y los sentidos, pero le es imposible producir las obras exclusivas del espíritu. Se pude atiborrar a un sujeto de inyecciones de dopamina, serotonina, oxitocina, estrógenos, testosterona y resto de neurotransmisores y hormonas. Podemos añadirle unas gotas de adrenalina. Conseguiremos alterar su organismo psicosomático y, trastornado su cerebro, condicionar su mente. Como ocurre con la ingesta de alcohol o de cocaína, se causará al sujeto una sensación de euforia, desinhibición y placer de plazo corto. Pero con esas «sensaciones», por intensas que sean, no conseguiremos que ame de verdad, que done de veras la intimidad de su persona y acoja en ella no menos íntima y personalmente a un amado. Provocaremos una alteración, un simulacro, pero no el amor. Este, como veremos, es libertad y gratuidad de la persona «en persona» al darse y acogerse realmente entre intimidades reales.

    ¡Un fenómeno extraordinario y milagroso! Nuestro cuerpo y su bioquímica, en el amor, es conmovido e invadido, desde luego, pero porque el amar es presencia en ese cuerpo de su persona, que es la única que puede, en verdad, libertad y gratuidad, darse a sí misma. Pero somos un cuerpo personal o, si se prefiere, una persona corpórea masculina o femenina. Nuestra persona, el quien espiritual único e irrepetible que cada uno somos, no es una «parte» a la que se «añade» un cuerpo. Nuestra persona es espíritu encarnado. Somos nuestro cuerpo y, a su vez, por todo él y sin ubicarse en uno de sus órganos, sino informándolo entero con nuestro espíritu, nos manifestamos y comunicamos mediante nuestro cuerpo, que somos; mediante su cuerpo nuestra persona se entrega, acoge y se une con los amados. Porque nuestro cuerpo es personal y nuestra persona corpórea es por lo que somos amadores y con todo nuestro ser podemos darnos, acogernos y unirnos. En definitiva, esa dinámica unitiva del amor es una exclusiva del espíritu que, además, somos. El cuerpo, sin implicar a ese nuestro quien personal, no ama. Y sin entregarnos y acogernos y unirnos mediante nuestro cuerpo, la persona tampoco ama realmente y, quizás, lo único que está haciendo en pensar en el amor, sin caer en cuenta que el amor pensado, una idea o un concepto, no ama. No nos sorprenda, tampoco una hamburguesa pensada sacia el hambre ni llena el estómago. Por esta índole «personal» el amor es tan valioso y excelente. Por eso las plantas y animales no aman, ni pueden, pese a su fotosíntesis y flujos bioquímicos. Y por eso mismo, por su naturaleza personal, el amor ni es pura bioquímica corporal, ajena o impuesta al espíritu personal, ni hay equipo de neurólogos, ni hay industria farmacológica que puedan producirlo. Esas tendencias, aparentemente novedosas y modernas, que reducen todo el amor a fenómeno bioquímico y chisporroteo neuronal, revelan errores antropológicos severos y una percepción de la complejidad del ser humano, en cuanto cuerpo personal y amador, pasmosamente pobre.

    El aprender a amar, el lograrse amador, no podemos hacerlo en soledad. No me refiero solamente a aquel «aislamiento» del náufrago que, a pesar suyo, viviera en una «isla» desierta. Hablo de aquella otra soledad del vivir sumergido en el propio ego, gravitando de tal manera en torno sí mismo que no logra ver otra existencia y ni estimar otras ansias que las propias, ciego y sordo a las vidas de los demás. La podemos padecer rodeados de gente. Este tipo de soledad egocéntrica es peligrosa porque, encarcelados en nosotros mismos, nunca podremos amar por mucho que nos empecinemos.

    El «uno» no es su propio amado, ni la compañía de sí mismo, ni aquel alguien de cuya ausencia siente nuestra intimidad la nostalgia, porque el amor, de suyo, no es cosa solo de uno, ni siquiera de dos, sino de «tres»: el amante, el amado y el amor mismo o unión.

    En adelante, emplearemos el término amador englobando en él las tres posiciones de la estructura y de la dinámica del amar: la de amante, que se dona; la de amado, que acoge y corresponde; la de la unión, o el nosotros que entre sí ambos se engendran. En el amarse estas tres posiciones, aunque distintas, son inseparables y simultáneas. Cada amador es amante, amado y unión ⁵. Y estas tres posiciones, acentuando una u otra en la dinámica de su entrelazamiento, están presentes en todo acto amoroso.

    2. Amar es amar a alguien

    Amar es amar a alguien: a un amado concreto y singular, un «otro» distinto de nuestra persona y, sobre todo, de nuestro ego y sus proyecciones. Hacia este amado real y su vida dirigimos nuestra predilección, en vez de hacia nosotros mismos. No es seguro que «el amor al amor» sea amor; es más probable que, sin amado, el «amor al amor» sea un apego a uno mismo, una autocomplacencia, una fantasía solitaria, una emoción del amor propio. El amor, rotundamente, no es burbuja de uno consigo mismo.

    Una modalidad de esa burbuja, que a veces se disfraza de altruismo, la describe Fiódor Dostoievski poniéndola en boca de un médico: «Yo amo a la Humanidad; pero me asombro de mi mismo; cuanto más amo a la Humanidad en general tanto menos amo a los hombres en particular; es decir, aisladamente, como individuos separados. En mis sueños, no pocas veces, he llegado hasta ideas voluptuosas respecto al servicio a la Humanidad... y, no obstante, no soy capaz de convivir ni un par de días con nadie en el mismo cuarto... En veinticuatro horas puedo cobrarle aborrecimiento aún al hombre más bueno, solamente por la razón de que se esté mucho tiempo de sobremesa o porque sea mocoso, y esté siempre sonándose. Yo me vuelvo enemigo de la gente en cuanto la tengo cerca. En cambio siempre me ha ocurrido que, cuanto más odio a la gente en particular, tanto más ardientemente la amo en términos generales, como Humanidad» ⁶.

    Hay amor cuando es verdad que la vida de otro, singular y real –con sus mocos, toses e interminables sobremesas, como diría Dostoievski– nos importa tanto o más que la nuestra: «tu vida es mi vida», «mi vida eres tú», decimos en todos los idiomas. Sin esa predilecta y real implicación con su vida y sus vicisitudes, no hay propiamente vínculo de amor, sino otros nexos. Y semejante implicación es, de suyo, «íntima» porque es aquel adentro de la persona desde donde y hacia donde la persona misma es don, acogida y unión, donde somos nuestro íntimo ser donal con nosotros mismos y presidimos nuestra propia vida, y donde entronizamos la vida del amado, con la predilección y el cuidado por ella. ¿Por qué ahí? Porque, acogidos los amados en ese nuestro adentro –que es, en rigor, la intimidad–, les podemos dar aquel amor que nos tenemos a nosotros mismos, transformándolo en don y acogida hacia ellos, haciendo posible y real el «amar al otro como a uno mismo» y, aún más, prefiriendo su bien y vida por encima de nuestro propio provecho, bienestar e intereses ⁷. A su vez el amado, mediante su acogida y correspondencia, hace lo mismo con nosotros y nuestra vida, es decir, nos incorpora a su adentro, como parte de sí mismo –mientras él también se nos hace presente adentro de nuestra vida– y, al compartirnos recíprocamente ambas intimidades con cálida y tierna predilección, el amarse disipa la soledad y la sustituye por compañía. ¿Qué compañía? Aquella que adentro recibimos y damos por ser amante y amado y, entre ambos, unión. Es decir, con toda propiedad, la compañía íntima. Esta unión –el modo de ser «juntos», ambos como uno, unidad que trasciende a la dualidad de sus sujetos– a la vez es sede y es fuente de la confianza y de la compañía íntimas.

    Esta comunidad de intimidades –los adentros vinculados «como-unidad» por entrelazar su ser don y su ser acogida– es fácil de decir, pero difícil de convivir en la realidad. ¿Por qué? Porque el otro, el amado, es un otro: es un reto –y un proceso– comprometerse con él al modo como uno lo está consigo mismo. Lograr amar conlleva un proceso de maduración, en el sentido de que quien se propone de veras amar ha de romper su barrera subjetiva y abrirse al modo de ver, sentir y vivir propios del amado. Ese dejar de ver todo desde los propios ojos, para conseguir ver desde los del amado, no es fácil. Pide una abnegación del giro egocentrista con que, en gran medida, parece que venimos al mundo. En nuestros inicios, desde la primera infancia, incluso ya durante nuestra gestación en el seno materno, parece que nuestra posición básica es la necesidad de ser amados y tener amadores para que nos amen. Es arduo abandonar esa posición inicial, pues lograrlo exige conocimiento de ello y actos personales con los que ir adquiriendo los hábitos de entrega y predilección por los amados. Y si nos examinamos con honrada objetividad, quizás advirtamos hasta que punto nos anegan los hábitos contrarios, es decir: el esperar, incluso el exigir, que los demás, a los que llamamos amados, existan para nosotros en la misma medida que satisfacen nuestras necesidades. Cuando más que amar, necesitamos que nos amen, nos deslizamos hacia explícitas o implícitas formas de dominación del otro, al que pedimos que nos resuelva nuestras carencias, lagunas y aspiraciones. En suma, le exigimos que nos sirva. Tal vez, si bien lo meditamos, este estado de «necesitados de sirvientes» se conserva ya siendo adultos.

    Será difícil descubrir el auténtico amor, que es capacidad de darse y de acoger, si ambos candidatos son un par de necesitados que, con alguna consciencia o ninguna, lo que buscan son criados, mayordomos o amas de llave. La maduración hacia la capacidad, más que la necesidad, solicita descubrir y practicar la abnegación del egocentrismo. Esta abnegación de sí –en realidad, una consecuencia de la predilección hacia el amado– nace, vive y crece sobre la confianza: la fe o creencia íntima en la valía y bondad que hay en el amado. El amor surge y vive de esa fe confiada. Con otras palabras: el amor no es un producto del discurso racional cuyo último eslabón argumental causaría el amor. Se puede pensar toda un vida sobre el amor, escribiendo muchos libros, sin amar nunca a nadie, pero mucho a uno mismo. Amar es creer en el amado. Y esa «fe», que es la creencia en el amado y en «lo que nos vale», es un salto de libertad gratuita, una ruptura del amor propio, una apertura confiada del corazón, un plus ultra al discurso racional, un «me da la gana» ser don y acogida, un quiero que lo mío sea lo tuyo en la confianza de que también lo tuyo sea lo mío. Semejante apertura no se realiza, aunque uno quiera, en un solo acto cronológico, en un único aquí y ahora. Requiere una posición constante y perseverante, es decir, necesita la adquisición de «hábitos» en el don y en la acogida. Tiempo y proceso, porque somos edades y maduración, y nadie es cuanto puede ser en único minuto. Hay otra palabra para describir ese tiempo y proceso: la educación. Nos ocuparemos de esos «hábitos» y «educación» para amar en su momento.

    Uno de los males de la cultura moderna sobre los amores íntimos es la «palabrería»: frases estéticas, eslogans al estilo publicitario, con la belleza de la cosmética y la dulzura de la sacarina, pero sin acción constante ni implicación real. El otro gran mal, que hoy nos viene de Nietzsche y del existencialismo, es la afirmación del propio ego y de su suprema excelencia, como ideal de realización humana en la completa independencia subjetiva y en lograr imponer su voluntad de poder, que mira la entrega y la abnegación al otro como una pérdida de sí y una ilusoria necedad propia de los débiles. Superficialidad trivial y arrogancia soberbia condenan a los vacíos existenciales, a sus tristes soledades, y a aquella desesperanza –una actitud vital y biográfica– que es la fantasmagórica lucidez del relámpago entre tinieblas. Cualquiera, que se haya propuesto amar sin rendirse, sabe que hay mucho sacrificio y sufrimiento –mucho barro y sangre de trinchera– en la abnegación de sí mismo, en la predilección por el amado, en darse y acoger, y en la conservación de la unión. Más que el amor al amor, es el amor a un amado real y concreto, lo que nos hace conocer el amor auténtico y amarlo, nos regala la alegría interior de la entrega al amado y el milagro de trascender el giro egocéntrico, que nos encierra en la soledad vacía de ese tipo de ego que, de modo insaciable pero estéril, solo se busca a sí mismo.

    Toda clase de amor, si lo es y por serlo, surge de nuestra intimidad, desde allí va a la del amado y, desde su correspondencia, regresa a nuestra intimidad. Este alfa y omega es esencial: si la íntima persona no comparece con su presencia, dándose a sí mismo o acogiendo en sí, a lo largo y ancho de los actos y conductas de la comunicación –en las que se expresa mediante su entero sistema psicosomático–, no estamos ante el amor, sino ante otras cosas. Como veremos más adelante, hay una diferencia entre interioridad e intimidad. La interioridad tiende a manifestar la individualidad y, en este sentido, es unidimensional. La intimidad, en cambio, es el ámbito tridimensional en el que la persona misma es don-acogida-unión, es decir, amadora y con esa «intimidad donal» comparece comunicándose mediante todo su cuerpo. El amor comunica las intimidades personales de sus amadores. Y comunicarse, a fin de cuentas, es la dinámica del unirse. En este sentido, todos los amores, sea cual sea su contenido diferencial y específico, son íntimos. No solo «interiores».

    Desde luego, mientras nos amamos y por su causa, nos regalamos «cosas», nos compramos una casa y un coche, nos vamos de viaje a lugares románticos, le añadimos unas flores y unos cientos de llamadas telefónicas. Además, comemos y dormimos, respiramos y hasta bostezamos; es decir, incorporamos la vida corriente al amar. Depositamos nuestros amores sobre tantas y tantas «cosas», que son sus necesarios vehículos, los vivimos en tantos «espacios y tiempos», que son los medios, los recursos, los soportes de nuestros mensajes. La vida de nuestros amores, pues somos cuerpo en el espacio y el tiempo materiales, tiene sus necesidades, algunas muy prosaicas, que no se limitan solamente al «contigo pan y cebolla». Sin embargo, esas cosas, sus tiempos y espacios –que son los medios– carecen de intencionalidad y de intimidad, por si solos, salvo que se las infunda la persona.

    Esta es una cuestión clave en amor: la intencionalidad es una exclusiva personal del amador. ¿En qué sentido hablamos aquí de intencionalidad?

    Como examinaremos dentro de pocos epígrafes, en este mismo capítulo, el mundo intencional, a fortiori en amor, no es pequeña laguna sino ancho océano. Quizás sea oportuno un pequeño anticipo. La intencionalidad amorosa es aquella presencia íntima con la que, voluntaria y conscientemente, comparece cada persona amadora «en modo don de sí o acogida en sí», y lo encarna en el cuerpo –la voz, la caricia de la mano, el beso de los labios–, impregnando de esa «donalidad intencionada» cualquier cosa que nos damos y nos regalamos, es decir: poniendo en las cosas, en los medios, los espacios y los tiempos –que no lo tienen– el «adentro íntimo» de la persona. La intencionalidad, por tanto, es poder de la voluntad de comparecer e implicar al quien personal en la acción de amar y, por tanto, en los recursos materiales que dicha acción usa. Sin esa presencia íntima, hecha intencionalidad de darse y acogerse aquí y ahora, cualquier «cosa» –incluyendo todo el oro y la plata del mundo– es inerte por sí misma. Solamente el ser personal es intencional y la intención, que puede infundir en las cosas materiales, es por naturaleza una acción presencial y voluntaria del espíritu.

    ¿Por qué, si no, una modesta flor silvestre, ofrecida y acogida con «pasión» –como signo de amor–, le gana la partida al brillante de veinte quilates vacío de amor y lleno de otras intenciones? ¿Qué hace que un aro, de oro o de hierro, sea señal entre los novios de la promesa de futuro matrimonio, o signo del vínculo entre cónyuges, es decir, sea encarnación material del amor? La respuesta es tan sencilla como fascinante: el poder intencional del espíritu personal, que es capaz de manifestar su don y acogida mediante su cuerpo material, pero también puede encarnarse en las «cosas», dándoles «vida» o significado personal, transformándolas en símbolos de su don y de su acogida íntimas.

    La corriente amorosa surge y fluye entre las intimidades personales de sus amadores: hace ese viaje de correspondencia a caballo de la intencionalidad con que los amadores comparecen íntimos en los medios de su comunicación. ¿Qué clase de intencionalidad es la amorosa? La benevolente, la unitiva y la corresponsable. La primera quiere dar lo mejor de sí y de las cosas al amado. La segunda busca unirse más y más con él. La tercera, atiende las consecuencias y rectifica intenciones si, pese a las previsiones iniciales, causan daños a la unión y nos distancian. Las encarnamos –cada día a miles en cualquier lugar y tiempo– al decirnos: «quiero lo mejor para ti, el mejor de mi mismo te doy», «eres mi bien, vida mía, y no podría vivir sin ti», «quisiera ser los latidos de tu corazón», «siento celos del aire que respiras» o «no es ni tuya ni mía, sino nuestra: nuestra casa, nuestros hijos, nuestros tiempos y espacios, nuestra vida» ⁸. Las posiciones intencionales en el amar son tan decisivas, que las exploraremos con particular atención más adelante.

    Cuando lo que hay entre dos personas no implica sus intimidades, ni las entrelaza en un movimiento unitivo entre el don de sí y la acogida en sí, ni sostienen ambos la vida «nuestra» que surge del re-unir sus existencias íntimas, compartiéndose en medio del concreto acontecer del aquí y ahora, entonces su relación no es amorosa sino de otra naturaleza.

    Hay más espejismos. Algo esencial falta entre los amadores cuando, por ejemplo, zambullidos en el entusiasmo del aquí y ahora, se sienten incapaces de trascender el presente y garantizarse lo mismo en el futuro. Tal vez están aquejados de una intimidad «infantil», como el niño que no es capaz todavía de prever y proyectarse más allá del día en que vive; o como el adolescente, al que gusta la intensidad del presente, pero le agobia pensar que «haremos con esto nuestro» terminadas las vacaciones, el próximo año, al final de los estudios; o como quien no se siente con fuerzas, razones, ni ganas –y no quiere ponerlas– de ser don y acogida entero y definitivo de sí mismo.

    Una nota de la madurez interior para amar es su persistencia, es decir, la perseverante constancia en ser la identidad íntima que damos y en la que acogemos al amado. «Soy y seré tu hombre, o tu mujer, o tu padre, o tu madre, o tu hijo...» Y sin esa persistencia del ser en ser, cuya constancia vence el albur de los tiempos y los espacios, parece difícil entender y radicar la fidelidad en la misma identidad o ser del amador, y vivirla como modo de ser. Me refiero a la fidelidad auténtica, en su sentido íntegro, que va referida hacia el amado, aunque no puede depender por entero de éste, sino que reclama una raíz, un principio de subsistencia, en la persistencia del don de sí que define la posición de amante. Por eso no es fidelidad la pasajera, ni siquiera mientras dura, porque en ella prevalece, en todo momento, el escenario del retorno a la predilección por uno mismo, cuando el otro ya no «me» satisfaga lo suficiente. Este «me» es aquel ego que nunca se entrega sin reservarse en parte, que está agazapado juzgando la utilidad del otro, y regresa a sí mismo, disipando su transitoria identidad de amante en el olvido, cuando la satisfacción que del otro obtiene ya no le complace.

    Situémonos en la posición de amado. Creemos que alguien nos ama y nos preguntamos: ¿llamaríamos fidelidad a su «fidelidad a sí mismo», esto es: al sostenernos en tanto seamos instrumentos funcionales –según su juicio subjetivo– para su placer, bienestar y conveniencias? Nadie sensato, ni tan dependiente y necesitado, quiere ser «amado» de esa manera: durante el tiempo que seamos un medio útil. Por eso decíamos que la fidelidad auténtica lo es siempre al otro amado, por su valor incondicional y definitivo, y no a uno mismo. Pero hay que precisar esta afirmación. La fidelidad es una dimensión del don y acogida, en cuanto son incondicionales y definitivas para el amado, pero ese don y acogida puede alcanzar el nivel de identidad: al «¿quién soy yo para ti?» se responde «yo soy tu amador». Y esa identidad, a pesar de todos los pesares, puede ser persistentemente fiel, tanto como la misma identidad de la persona. Estos importantes matices son, sin mayor esfuerzo intelectual, cosa clara entre familiares que se aman y no solamente cuando la convivencia es una balsa de aceite. ¿Qué terapeuta o consultor –nosotros mismos– no recuerda, por ejemplo, a muchos padres y madres que sufren hijos con derivas, pérdidas y devastaciones de sus vidas; algunos incluso maltratados por tales hijos? Es extraordinario asistir a la persistente fidelidad de tales padres «amando con gran dolor» a esos hijos, conservando la vela encendida de la esperanza. Siempre son padres. En realidad, no existe la categoría de expadres. Tampoco la de exhijo.

    En el teatro de la vida también aparecen comediantes; éstos, por supuesto, menos abnegados. Recuerdo un paciente que, durante años y bastantes experiencias, se sorprendía de que «el otro» –el amado de turno– le aburriese al cabo de un tiempo y, tras mucho ocurrirle lo mismo, confesaba –convencido de su sinceridad– que no lograba interesarse realmente por nadie porque, ya de entrada, anticipaba su próximo cansancio y aburrimiento. Decía: «El amor no existe, sino como emoción efímera. Nadie posee el poder de atraerte para siempre». «Tal vez esperas –le respondí– que sean los otros los que te ‘forzarán a amarles’ por alguna milagrosa, exclusiva y, sobre todo, incesante cualidad atractiva que te genere un deseo sin fin de tenerles a tu disposición, es decir, que se te imponga a tu libertad y gratuidad y, sin un activo esfuerzo tuyo, te obligue a amarles».

    No son pocos los que esperan que un amado portentoso les arranque el amar. Les alimente sin fin la codicia de tenerles y no perderles. Por eso mismo, algunos creen en pócimas y filtros mágicos; y otros, dejándose vaciar los bolsillos, solicitan encantamientos a los astutos profesionales de la hechicería. Imaginan que el amor viene de «afuera», completo y entero, y que nos coloniza y domina el «adentro». El amor, suponen, es «algo» que «no puedo evitar», un algo de afuera que es irresistible a mi libertad y responsabilidad: una dictadura feliz. Los verdaderos amores, por el contrario, son construcciones desde los «adentros» que, con mucho arte y esfuerzo, los amantes –en ciertas dosis– logran imponer a los escenarios y circunstancias del «afuera», con frecuencia hostiles. Si ignoran esta creación y desafío, los que esperan ser amados, sin el propio esfuerzo de parirlo, los que se cansan y aburren al poco tiempo, porque no encuentran «quien les valga la pena», «les enamore fatalmente y sin esfuerzo» y les exima, con su irresistible atractivo, de la responsabilidad de construir, conservar, crecer y restaurar el amor..., esperan en vano. En este equivocado escenario, cualquier candidato decepcionará a estos pasivos egocéntricos que sueñan ser amados sin amar nunca a nadie.

    3. Una síntesis de la intimidad

    ¿Qué es nuestra intimidad? Anticipemos una síntesis, a modo de hoja de ruta, para una exploración posterior más detallada.

    Una ojeada sencilla nos dice que la intimidad es el «interior» de cada persona, su adentro. De acuerdo para empezar: lo de afuera no sería «el hombre interior» ⁹. Pero a poco que la reflexión se propone conocer claro y concreto qué sea esa intimidad –como el cirujano ve y toca el corazón que tiene en las manos–, se nos escurre como el agua entre los dedos. Por de pronto, no es cualquier interior. No es lo que hay dentro de las cosas, de los animales y plantas, ni siquiera lo que el cirujano pone al descubierto cuando abre un cuerpo humano. No es un adentro «físico». No tiene altura, anchura y profundidad. No es parte ubicable del cuerpo y separada de las demás: no está en la cabeza, ni entre el hígado y el corazón. Alguien podría suponer que se aloja en algún lugar del cerebro. Pero la mente, si ella es la hipótesis, no es el cerebro y, por lo demás, es significativo que al escuchar los himnos patrios, por ejemplo, las personas –conmovida su intimidad– se lleven la mano al corazón, en vez de cogerse con ambas la cabeza. ¿Tal vez sienten que el corazón es más «íntimo» que la masa encefálica? Pero ¿qué corazón? No es la bomba sanguínea, sino otra procedencia y significación del latido, es el interior por «espiritual». Sin duda alguna, sabemos que tenemos intimidad, la sentimos y experimentamos, hasta la comunicamos, aunque ni los ojos la ven, ni los dedos la tocan. Nuestra intimidad está adentro nuestro, pero no es materia corporal, aunque su presencia comparece en nuestro cuerpo y se comunica mediante él.

    La intimidad es espiritual, porque es un poder inmediato y directo de la persona de estar en sí, consigo misma. ¿A título de qué? Como dueña única, en exclusiva, con presencia directa e inmediata dentro de su singular naturaleza humana. Por ser esta presencia espiritual –y también el entorno que irradia–, es difícil encontrar las palabras para definirla. Pero como está encarnada en nuestro sistema psicosomático, y mediante cuerpo y alma la podemos sentir, experimentar y comunicar, hay algunas palabras que parecen describírnosla. Por ejemplo, la situamos adentro, como si fuera un «lugar» interno, y, por eso, nos vienen a la mente términos como sede, habitación, morada, estancia y otras semejantes. Pero, por ser espiritual, la intimidad no es, en rigor, un lugar ubicable en una «parte material» de nuestro cuerpo. En este sentido, parece conveniente evitar el error de suponer que la intimidad se «aloja» en el cerebro y su dinámica personal la protagonizan las descargas neuronales y hormonales. Todo el cuerpo es campo de la intimidad humana, porque siendo propiedad de su persona, ésta puede comparecer, como tal, en cualquier lugar. Cuando una mujer, tras solicitarle un concreto peinado a su peluquero, nos agita coqueta su melena, desde luego ella se hace intencionalmente presente en ese bello y sugerente movimiento capilar. ¡Claro que amamos con nuestros cabellos! Y cuando nuestro anciano abuelo, paralítico en su silla de ruedas, nos acaricia la mejilla con su mano artrítica, él –su persona íntima– con toda su ternura amorosa se ha puesto en sus dedos. ¡Claro que amamos pese al cuerpo desgastado y envejecido, estando dentro de la mano artrítica que acaricia!

    En cuanto manifestación primaria del señorío, la intimidad se asemeja –salvando las distancias y a modo de ejemplo– a la corte del monarca. Este símil nos ayuda a comprender que la intimidad es estancia privada y poder presencial, residencia personal del señor, donde conversa consigo a solas, pero también un salón del «trono» para recibir audiencias selectas, desde donde ejerce sus poderes y facultades y, entre ellos, uno muy característico y exclusivo, a saber, el poder de comparecer la persona «en desnuda persona» –el rey en vivo y en directo– en cualquier momento y lugar de su naturaleza humana o «reino». La intimidad es el círculo más próximo al quien personal y, a la vez, el acompañamiento de confianza del que se rodea al comparecer en cualquier parte de su naturaleza o, si se prefiere, por todo su sistema psicosomático; por ejemplo, en los labios para un beso amoroso, en la ternura de la mirada, en el susurro de la voz en una conversación confidencial, o en la irritación con que levanta el puño y frunce la boca.

    Si cupiese una síntesis, podría decirse que la intimidad es la estancia presencial del quien personal, por dueño, en toda su naturaleza. Una estancia en la que su dueño está y deambula desnudo por toda su alma y cuerpo, sin ropajes que lo oculten, sin disfraces cuyas apariencias engañen. Íntimos con nosotros mismos podemos estar «desnudos», sin máscaras. Y así, cuando queremos ser conocidos y amados solamente por ser quienes somos, decimos que abrimos nuestro «corazón» o intimidad, es decir, nos comunicamos «desnudos». De este modo, por ejemplo, nos ve nuestra madre y nos ponemos nosotros en el abrazo al hijo o en la caricia a la pareja amada. El quien que besa, acaricia o abraza, cuando se trata de comunicación íntima, no es el médico, el interior en punta, el abogado, la soprano, el oficinista, sino el amante, el marido o la esposa, el hijo o la madre, el hermano o la abuela... Es decir, nombres propios y en desnudo que nuestra persona tiene en su intimidad de amador.

    La intimidad es la manera de estar, tener y disponer el quien personal de su encarnadura masculina o femenina. Somos, tenemos y disponemos de esa estancia tan interior y de su poder presencial de comparecer. Las tres cosas a la vez. Lo somos porque en ese «adentro» está presente el quien personal que cada uno «somos». La tenemos porque esa estancia, la más interior, es propiedad nuestra y solo nuestra y, por ser nuestro reino o señorío, nos paseamos por ella «desnudos», porque allí nos basta ser el quien que solo nosotros somos, y guardamos en ella nuestros tesoros más reservados, incluyéndonos a nosotros mismos. Disponemos de semejante «adentro» con gran poder y libertad de comparecer presencialmente –hasta con caprichoso arbitrio– ya para encerrarnos en ella, a solas consigo, ya para abrirla y comunicarla a quien queremos, en la medida, momento y lugar que deseamos.

    La intimidad –concluyendo esta síntesis inicial– es una propiedad del ser persona. Autoconciencia y experiencia íntimas de ser coexistencia. Porque el quien personal es un quien-con: lo es en diálogo consigo mismo y con los demás. Diálogos ambos al que incorpora el «universo» en su sentido de «todas las cosas que existen y con las que comunica». Diálogo para el conocimiento y la realización de sí con los demás. En suma: la intimidad es el ámbito interior del diálogo de la persona «en persona» consigo misma y con los demás.

    Baste esta síntesis como primera hoja de ruta. Aquí y ahora nos interesa explorar la intimidad personal desde un ángulo muy concreto, que es el del amor. A esa mirada, de cuanto hemos adelantado de la intimidad, le deslumbran dos descubrimientos asombrosos. En cuanto ese «adentro» se nos aparece como la estancia real, exclusiva y reservada, donde reside el monarca –esto es: nuestro quien personal–, entonces la intimidad es autoposesión. En cuanto ese «adentro» es poder de disponer de un santuario y refugio donde estar a solas y reservado –incluso encerrarse–, pero también un poder de comunicarlo, participarlo y compartirlo, compareciendo en desnuda persona, entonces la intimidad es autodonación.

    Ambos fascinantes poderes nos han puesto ante el don de sí y la acogida en sí que, mediante alma y cuerpo –toda su naturaleza humana– la persona «en persona» –íntima y desnuda– puede ser, si quiere.

    Esta última perspectiva resulta clave, porque nos permite diferenciar la interioridad del intimidad. Ayudémonos de algunos ejemplos. Cuando voy al médico, a mi psicólogo, o incluso a mi confesor le informo de cosas de mi «interior», algunas muy confidenciales y secretas, incluso dicen relación a terceros, pero no por eso ambos nos hacemos «íntimos». Sería absurdo, además de terrible, que médicos, psicólogos o confesores tuviéramos que convertirnos en íntimos de y con nuestros pacientes. Voy por la calle –otro supuesto– y veo una agencia de apuestas y loterías. Una nube de sueños y necesidades me envuelve. Entro y hago una apuesta. Me paso el día, a la espera del resultado, soñado despierto: una compra, un viaje, unas deudas pagadas... Todo eso es interioridad subjetiva de la persona, en cuanto individual y, en cierto sentido, unidimensional: del «uno» consigo mismo. Pongámonos, ahora, en la escena de ciertos casos terribles: un menor sometido a abuso sexual, una desgraciada muchacha violada o sometida, contra su voluntad, al «trato de blancas», a la esclavitud de la prostitución. La experiencia clínica nos dice, en estos casos, que el sujeto paciente sobrevive refugiándose en su mundo interior, que puede crecer enormemente, y mediante el cual se disocia de aquella realidad forzosa que repudia y le hace tanto daño. ¿Qué le ha ocurrido? Nótese bien: su interioridad se ha hecho un amplio y secreto refugio, pero su intimidad ha sido arrasada, destruida, hasta el punto de serle arrancada de raíz la posibilidad de «confiarla», de «entregarla y acoger en ella», sustituida por una desconfianza, un temor y una tristeza «íntimas». Obviamente, la intimidad es un especial y específico adentro de la persona, y en cuanto adentro es «interior». Por eso la línea que distingue interioridad e intimidad se parece al filo de una navaja. Pero la intimidad no es solo interioridad individual. La intimidad es la cualidad radical de la persona corpórea masculina o femenina por la que es don de sí misma, acogida en sí y potencia de unión, mediante su alma y cuerpo, entre personas. Ruego tener en cuenta ese andar por el filo de una navaja, esa línea divisoria muy tenue que distingue interior e íntimo, en las páginas siguientes dedicadas a la intimidad.

    Somos íntimos en tanto y por cuanto somos amadores. Esa intimidad es comunicación donal. Y esa intimidad reside en nuestro mismo esse personal, porque la persona es radicalmente coexistencia amorosa: don, acogida y unión con la intimidad donal de otras personas. Bajo esta perspectiva, nos aparece la intimidad como aquel «reino» o ámbito donde están los contenidos del don y la acogida amorosos en los cuales, directa e inmediatamente, hay una específica comparecencia presencial e implicación biográfica del quien personal desnudo. Los contenidos donales son originarios y radicales. No hay un solo grupo, sino siete principales y cada uno con su propio contenido amoroso. En cuanto personales, son aperturas de comunión amorosa muy crecederas. Y si la intimidad, en cuanto autoposesión para la autodonación del amador, es estancia y comparecencia de la persona dándose a sí misma y acogiendo en sí, entonces parece razonable afirmar que la intimidad es estructura y dinámica personal del amor.

    Podemos decirlo con otras palabras: la intimidad es la sede desde la que la persona desnuda ejerce del don de sí y de la acogida en sí en modo amante, amado y unión de amor de los diversos contenidos donales que posee su naturaleza humana.

    Probablemente, estos conceptos nos suenan, ahora, demasiado abstractos. ¿Tenemos al alcance de cualquiera un ejemplo sencillo, una experiencia común y corriente, pero profunda y verdadera?

    Imaginemos una escena. Tal vez la hayamos vivido. Estamos desvelados, antes del amanecer, y nos sentamos a oscuras al borde de la cama. Todo está en silencio. De pronto viene a nuestra memoria un lejano recuerdo que nos enternece. Un día siendo niños, al despertarnos, lo primero que vimos fue una mirada y una sonrisa, la de nuestra madre, mientras su rostro se nos acercaba para darnos un beso. Ahora, en el silencio de la noche, parece resucitar muy adentro aquella cálida sensación con nueva luz. Ahora comprendo que mi madre no solo velaba mi sueño, sino que antes de cualquiera de mis despertares, antes incluso de nacer, ya estaba velándome, es decir, ya me quería. Un impulso interior me hace ir a la habitación de mis dos hijos. Mientras duermen plácidamente, les miro como me miró mi madre. Y mi mirada perfora sus apariencias. Ahonda más allá de la postura con la que duermen, de lo que capta una «fotografía», del peso y tamaño de sus cuerpo, de los rasgos de sus rostros que bien reconozco, de sus buenas o malas notas en el colegio, de sus habilidades y de sus limitaciones, de lo que me hicieron ayer que casi agotó mi paciencia... Mi mirada les «ve» mucho más adentro, hasta alcanzar su ser más profundo, allí donde desnudos de todo me lo valen todo. ¿De donde viene esta mirada mía? También de mi último interior: aquella estancia mía donde habita mi raíz –lo más radical de mi ser–, más allá de la cual ya no tengo ni siquiera soy.

    4. La radicalidad: el quien personal es intimidad esponsal

    Mi intimidad, por tanto, alude a una excepcional y única radicalidad de mi quien personal, de su existir adentro de toda su naturaleza humana, latiendo su presencia directamente o sin intermediarios –a modo de inmediato ámbito subjetivo– hacia cuanto es y tiene y hacia los demás. Por eso, en mi mirada de amor a mis amados, de mí les mira alguien más radical que mis personajes y roles. No les mira mi ojo de profesional, ni el de mi nacionalidad, ni el de derechas o izquierdas, ni el de rico o pobre, sino el ojo de «padre» o «madre», la cual es mirada de una identidad íntima. Esa tan especial mirada es amorosa. Por serlo, si es auténtica y limpia, proviene de un adentro mío que no está «vestido» de posiciones sociales y roles ideológicos, donde también estoy desnudo de todo ello, donde sola y desnudamente soy su padre o su madre y ellos son, cada uno de modo único, sola y desnudamente mi hijo. Tan es así su desnudo final que, si bien puede haber en mi mirada amorosa ciertas singularidades de la «lente u ojo» –a la manera de motas de polvo–, que arrastran características de mi personalidad, temperamentos y rasgos psicológicos, no obstante la mirada amorosa sigue viniendo del quién radical, que es quien «quiere amar y ama» por debajo y pese a sus características psicosomáticas. Hemos empleado el ejemplo de un padre o una madre sobre sus hijos, suponiendo que hace más fácil entender la mirada radical, por íntima, de quien ama. Como veremos, esa radicalidad está presente en los otros diversos amores, aunque tiene «un fondo de ojo» específico, dado que nuestra intimidad está repleta de «territorios» diferentes. Pero ahora no conviene adelantar esos acontecimientos. Mejor ir paso a paso.

    La intimidad, por tanto, es el adentro más profundo y más inmediato al quien personal, porque es el primer ámbito de presencia de nuestra identidad única e irrepetible, que la ocupa como innato titular, y desde la que comparece a todo el resto de su naturaleza humana, para manifestar y comunicar muchas cosas, desde luego, pero ante todo una característica constitutiva de su quien personal, que es su esponsalidad.

    ¿Qué entendemos por esponsalidad íntima? Es el poder de darse desde ella y acoger en ella a los amados. ¿Quién? La persona misma. ¿Qué da? No solo cosas. En amor es la misma persona, que somos, quien se da y quien acoge en y desde su intimidad. Lo hace mediante su «carne» –su entero organismo psicosomático–, la cual es capaz de manifestar a su persona. Esta esponsalidad es propiedad radical de la persona, ínsita en su mismo acto de existir o esse, por la que constitutivamente es apertura a la relación donal, al existir con o coexistir. Por amor y para amar, nuestra intimidad tiene las estructuras y dinámicas adecuadas. En realidad, son adecuadas porque son constitutivas del ser personal. Mediante ellas, es mi misma persona la que se da y la que acoge, y la que se une con sus amados. En este sentido, afirmamos que la estructura y dinámica más radical de quien es persona es esponsal. ¿Con qué se da, acoge y manifiesta esa intimidad personal? Mediante su cuerpo (en sentido de organismo psicosomático). Somos un cuerpo personal o, si se prefiere, una persona corpórea masculina o femenina. Nuestro cuerpo es nuestra palabra primera, el medio de comunicación primario y por excelencia, vía de acceso a la íntima persona. Mediante todo nuestro cuerpo la persona se da y acoge ella misma. Nuestra persona, que es poder de reflexión, siente que su cuerpo siente y, a su vez, los sentimientos más espirituales del quien espiritual conmueven y se manifiestan encarnándose en los sentidos internos y externos de nuestro cuerpo.

    Dado que, según quienes sean los amados y el bien específico que se comunican, existen varios tipos de amores, también la esponsalidad de nuestra intimidad se organiza según diferentes ámbitos en cada uno de los cuales el don y la cogida contiene específicos y distintos bienes «amables y comunicables», los cuales generan sus propias estructuras y dinámicas de comunión. Son el conyugal, el paterno y materno, el filial, el fraterno, el de la tradición genealógica, la amistad, y el templo sagrado. Exploraremos esos siete ámbitos en un próximo capítulo. Para evitar redundancias, los llamaron también territorios. Al fin y al cabo, lo son del mayor reino que poseemos, que es nuestra intimidad.

    La esponsalidad radical y sus «esponsalidades diversas» –el ser amador y serlo en amores distintos– se residencia en el esse o acto mismo de existir de cada singular persona. Es esta una afirmación audaz y nueva. Polo, en su antropología trascendental ¹⁰, lo denomina instancia o «sede» de la subsistencia del quien personal, en el sentido

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