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Ebrietas: El poder de la belleza
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Ebrietas: El poder de la belleza
Libro electrónico127 páginas2 horas

Ebrietas: El poder de la belleza

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Cuando un filósofo escribe sobre estética, el resultado constituye en no pocos casos un ejercicio de admirable erudición que no consigue penetrar en la naturaleza de la creación poética. Y al revés; si un artista se lanza a la difícil tarea de describir unos procesos creativos con los que está realmente familiarizado, su fruto carece frecuentemente de profundidad especulativa.

La visión que el presente ensayo aporta sobre el arte y la belleza, se asienta sobre una concepción antropológica profundamente humana, anclada en la persuasión de la dignidad e irrepetibilidad de cada persona. El enfoque de la cuestión -que se podría describir como platónico o místico- invita al lector a una reflexión pausada y profunda, de la mano de algunos de los mejores artistas y teóricos del arte de todos los tiempos.

Ebrietas es el fruto de años de práctica musical, lectura, estudio, reflexión y conversación con creadores de los distintos campos artísticos. Hace referencia, por un lado, a los trascendentales de la filosofía clásica: Ens, Unum, Verum, Bonum y Pulchrum. Por otro, propone la ebriedad como clave de interpretación y vía de acceso a las cuestiones que más importan al ser humano: amor, belleza, sentido, moral, verdad, trascendencia. Decía Gustav Mahler que 'lo mejor de la música es lo que se encuentra detrás de las notas'. De eso que se encuentra detrás de las notas es de lo que trata este libro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2012
ISBN9788499207759
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    Un gran libro para entender, con terminología y referencias modernas, un trasfondo clásico de la belleza.

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Ebrietas - Íñigo Pirfano Laguna

(1983).

I. Huellas del absoluto

«Nah ist

und schwer zu fassen der Gott».

Cerca

y difícil de asir está el dios.

Friedrich Hölderlin, Patmos.

No hace falta ser un observador particularmente fino, ni poseer una sensibilidad especial para caer en la cuenta —utilizo esta expresión de intento, como trataré de mostrar— de que el mundo es eminentemente bello. No es preciso recurrir a lugares comunes ad nauseam como el cielo estrellado, un paisaje de montaña o el rostro de una mujer —de una mujer bella, se entiende—, ante los que el juicio resulta prácticamente unánime. Quisiera, por tanto, proponer otras realidades que habitualmente escapan a los cánones de belleza, y sin embargo pueden ser consideradas al menos tan bellas como las mencionadas. A los ojos de la mayoría de los mortales, un partido de fútbol, un martillo neumático o una ecuación diferencial no pueden ser consideradas realidades bellas. Yo pienso lo contrario.

Tal vez el problema se encuentre precisamente en esos «ojos de la mayoría de los mortales». A causa de la miopía causada por la lectura de las truculentas secciones de sucesos de los diarios de sus propias biografías; o, debido a que tienen la vista cansada de desparramarse por tenderetes de chamarileros y estraperlistas, no alcanzan a distinguir con nitidez formas, colores, proporciones y texturas. No consiguen caer en la cuenta de que todo, absolutamente todo está transido, penetrado de un fulgor especial. Platón lo veía con total claridad cuando, citando a Tales de Mileto, y ante el estupor que le producía la magnificencia y el brillo de todo lo que le rodeaba, aseguraba: «¿hay alguien que, aceptando esto, pueda sostener que todas las cosas no están llenas de dioses?»¹.

Todo hombre, por el hecho de serlo, está capacitado para acceder a ese algo que brilla escondido como el rescoldo entre las cenizas. En esto consiste el caer —en sentido casi físico— en la cuenta. Es ésta una caída que no se puede provocar, sino que, más bien, se tienen que dar unas condiciones que la faciliten. Paradójicamente, para caer tendrá que subir. Tendrá que someterse a duras pruebas de ascesis, de costoso ascenso por empinadas crestas que, sin embargo, lo conducirán a paisajes sobrecogedores, a experiencias de éxtasis. En esta salida de sí mismo, el hombre aprenderá a habitar el mundo de una manera diferente, luminosa, verdadera.

Como primer requisito indispensable para iniciar este camino, hay que señalar el siguiente: una cierta y sana distancia que es preciso tener respecto de las cosas y los acontecimientos. Esta distancia o separación nos permite habitar el mundo con un talante creativo. Sólo de esa manera se puede entrar en diálogo con él; un diálogo abierto, franco, amistoso, cercano y enormemente enriquecedor. El que se agita absorbido por las pequeñas y múltiples preocupaciones y fatigas diarias, se encuentra imposibilitado para reparar en la belleza de cuanto lo rodea.

Sin duda, alguien se podría plantear lo siguiente: ¿cómo se puede hablar de brillo y magnificencia, en medio de un mundo surcado por el dolor, el miedo, el sinsentido y la angustia?; ¿no es éste un planteamiento tan optimista, que resulta infantil e ingenuo?; ¿cómo se puede hablar de la belleza y del brillo de todo —de ese algo escondido—, cuando lo que vemos a nuestro alrededor es odio, violencia, intereses mezquinos y el deseo del hombre de imponerse a los demás y de explotar a sus iguales? ¿Acaso son compatibles lo uno con lo otro?

Lo son. Precisamente este nuevo modo de instalarse en el mundo es el que nos permite afrontar los sinsabores y trallazos de la vida —por lo demás, inevitables— con un talante creativo y fértil. Para ilustrar esta idea, traigo a colación algunos ejemplos musicales. El compositor francés Olivier Messiaen compuso y estrenó su Quator pour la fin du temps —maravillosa mise-en-musique del Apocalipsis de San Juan— en un campo de concentración en Görlitz, durante la Segunda Guerra Mundial. El contraste entre la transfigurada belleza de esas páginas y el horror de las circunstancias de su ejecución debió de ser sobrecogedor. ¿Cómo es posible que Messiaen compusiera su impresionante cuarteto en unas circunstancias en las que lo único que importaba era poder sobrevivir un día más?

Algo parecido sucede con Mozart: una buena parte de lo mejor de su producción —sus últimas sinfonías, su concierto para clarinete y orquesta, su Zauberflöte— vio la luz en sus años de mayor penuria económica y de dolor moral, como queda reflejado en la siguiente carta a su amigo y compañero de logia Michael von Puchberg:

«Tanto como mi salud había mejorado ayer, hoy ha empeorado. No he podido, por el dolor, dormir esta noche; debe de ser porque ayer me acaloré con tantas idas y venidas y sin duda me he enfriado. ¡Imaginaos mi estado! ¡Enfermo y lleno de preocupaciones y de inquietud! Una situación semejante en un gran impedimento para la curación. Dentro de ocho o quince días obtendré alguna ayuda (¡seguramente!), pero, por el momento, es la miseria. ¿No podríais asistirme con cualquier cosa? Todo me serviría de ayuda en estos momentos y tranquilizaríais al menos en esta hora a vuestro verdadero amigo y hermano»².

Y un tercer caso. En 1802, Beethoven aún no había compuesto ni la tercera parte de su producción musical. Sin embargo en esa fecha escribe su famoso «Testamento de Heiligenstadt», en el que da cuenta del terrible dolor moral que padece, fruto de su incipiente sordera y la incomprensión de que es objeto por parte de todos:

«Es el arte, y sólo él, el que me ha salvado. ¡Ah!, me parecía imposible dejar el mundo antes de haber dado todo lo que sentía germinar en mí, y así he prolongado esta vida miserable —verdaderamente miserable, con un cuerpo tan sensible al que todo cambio un poco brusco puede hacer pasar del mejor al peor estado de salud—. Paciencia, es todo lo que me debe guiar ahora, y así lo hago. Espero mantenerme en mi resolución de esperar hasta que le plazca a la Parca cruel romper el hielo. Quizá me fuese mejor; quizá no; pero soy valiente. A los veintiocho años, estar obligado a ser un filósofo no resulta cómodo; para un artista es todavía más duro que para otro hombre. Divinidad, tú que desde lo alto ves el fondo de mi ser, sabes que viven en mí el deseo de hacer el bien y el amor a la humanidad. Hombres, si leéis esto algún día, pensad que no habéis sido justos conmigo, y que el desgraciado se consuela encontrando alguien que se le parezca, y que, pese a todos los obstáculos de la Naturaleza, he hecho, sin embargo, todo lo posible para ser admitido en la categoría de los artistas y hombres de valía»³.

Vistos estos ejemplos, es preciso decir que no es necesario que se den unas condiciones como las descritas para que el artista produzca obras de relevancia. Una visión romántica y deformada de la creación artística nos ha hecho creer con frecuencia que el artista produce obras mejores en un medio hostil. Y no tiene por qué ser así. Es sabido que compositores como Mendelssohn, Wagner o Stravinsky —al menos antes y después de la guerra, este último— gozaban de una situación económica desahogada y de una vida bastante apacible. Por duras que puedan ser las circunstancias, la persona que vive su vida creativamente no se deja abatir por ellas. Para eso es preciso mantener la sana distancia de que hablábamos. Esta peculiar manera de mirar descubre —des-cubre— lo que se esconde allende la materialidad de las cosas y la facticidad de los hechos. Como veremos a lo largo de estas páginas, el arte nos muestra un camino —mejor, un atajo— para acceder a la verdad más íntima de las cosas.

«La naturaleza no ha elegido al hombre para un género de vida bajo e innoble, sino que introduciéndonos en la vida y en el universo entero como en un gran festival, para que seamos espectadores de todas sus pruebas y ardientes competidores, hizo nacer en nuestras almas desde un principio un amor invencible por lo que es siempre grande y, en relación con nosotros, sobrenatural»⁴.

Estas palabras del escritor clásico describen magníficamente la apertura que produce la fascinación por lo obvio, por lo prosaico, por lo cotidiano, cuyo carácter festivo estamos llamados a descubrir. Nada mejor que la reflexión estética como vía de penetración en esa nueva manera de contemplar el mundo.

El modo de habitar un mundo que está «lleno de dioses» —según la descripción platónica— es lo que entendemos por entusiasmo, palabra de origen griego que significa precisamente vivir en el dios o estar con el dios. El entusiasmo no acontece como fruto de lo que se mira, sino que constituye, más bien, una actitud del modo en que se mira. Lo contrario de vivir entusiasmado es vivir ensimismado. Esta doble polaridad nos trae a la mente la imagen de las dos ciudades que menciona Agustín de Hipona al comienzo mismo de su tratado De civitate Dei. El ensimismamiento es el fruto amargo que —junto con la decepción, el hastío, la duda y el cinismo— configura el bodegón que nos ha legado el racionalismo ilustrado. Éste se ha conservado intacto —con algunas significativas aportaciones, como el pesimismo existencial o el nihilismo— hasta nuestros días. Charles Baudelaire, quien a mi juicio configura con Nietzsche el más ferviente binomio de oficiantes de las liturgias de la nada, titula a uno de sus más célebres poemarios en prosa El Spleen de Paris. Y se entiende bien. Allí donde el sujeto, en su borrachera demiúrgica, se emancipa de prejuicios e imposiciones, y se autoproclama centro y razón última de la fundamentación, sólo queda el hastío. Sólo cabe el canto al sopor, al

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