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Una carta de amor
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Libro electrónico195 páginas2 horas

Una carta de amor

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¡Nunca es demasiado tarde para amar!

La carta llegó a ella por error, de modo que Phoebe Jennings decidió cruzar la ciudad en coche para entregársela a su legítimo destinatario. Pero, ¿alguien podría explicarle cómo era posible que Tate Williams, un atractivo soltero, fuera el destinatario de una carta de amor escrita cuarenta años atrás?
No todos los días se presentaba en la puerta de su casa una mujer tan bella con una niña en brazos. Una pintora de corazón generoso que ya había cautivado a gran parte de los habitantes de Ohio. Además, Phoebe también tenía muchos planes para reunir a aquel exitoso arquitecto con su padre, a quien en realidad iba dirigida la carta, un hombre que nunca había conseguido olvidar a su primer amor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2011
ISBN9788490100769
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    Una carta de amor - Laura Bradford

    CAPÍTULO 1

    PHOEBE Jennings desvió la mirada hacia el sobre que descansaba sobre el asiento de pasajeros. Se entretuvo contemplando la florida caligrafía que lo adornaba y el matasellos, descolorido por el paso de casi cuatro décadas. El retraso de aquella carta lo explicaba una nota educada y formal sujeta al sobre mediante una goma.

    El problema era que aquella carta no era para Phoebe, aunque llevara escrita su dirección.

    Un estridente claxon le hizo alzar la mirada del sobre y fijarla en la carretera y en la fila de coches que habían obedecido al semáforo en cuanto había cambiado a verde. ¿Sería una locura conducir hasta el otro extremo de Cedarville para entregar una carta a un desconocido?, se preguntó. Sobre todo cuando lo más fácil habría sido enviarla por correo.

    Probablemente.

    Pero si no hubiera entregado personalmente la carta, la curiosidad la habría devorado noche y día y le habría resultado imposible terminar el retrato de los Dolanger para el viernes. Y si quería pagar el alquiler del mes siguiente, no podía saltarse aquel plazo.

    Además, tenía que dar de comer a Kayla.

    Miró por el espejo retrovisor y sonrió al ver a la niña que dormía en la sillita, con el rostro apoyado en una almohada diminuta. Terminar aquel retrato le permitiría pasar más tiempo con Kayla sin interrupciones. Marcaría la diferencia entre las noches sin descanso y las noches de pacífico sueño. Además, representaba un primer paso en el proceso de enseñar a su hija la satisfacción que podía encontrar en luchar por un sueño.

    Aunque, siendo realistas, la satisfacción por el trabajo probablemente no ocupaba un lugar particularmente importante en la lista de prioridades de Kayla. Los primeros puestos de su lista estaban ocupados por cosas tan especiales como Elmo o los cereales azucarados del desayuno.

    Pendiente de nuevo de la carretera, Phoebe redujo la velocidad al acercarse a Twilight Drive. Las casas comenzaban a ser de mayor tamaño y más lujosas a medida que iba adentrándose en West Cedarville. El paisaje urbano que se le ofrecía a través del parabrisas no era una sorpresa. Sabía lo que se iba a encontrar. Pero, de alguna manera, el verse repentinamente rodeada de tanta riqueza provocó en ella sentimientos inesperado.

    Aquel trayecto era un viaje no buscado por los senderos de la memoria, un viaje salpicado de lecciones aprendidas a lo largo de la vida, baches de un tamaño monumental y algún que otro arrepentimiento ocasional.

    Phoebe sacudió la cabeza e intentó a obligarse a pensar en el presente y dejar el pasado allí donde debía estar. Por lo menos su pasado.

    El pasado de Tate Williams era algo completamente diferente.

    Desde el momento en el que había sacado la carta del buzón aquella mañana, sus pensamientos habían viajado hasta lugares insondables en la búsqueda de una historia que pudiera justificar tan antigua correspondencia. La única pista que tenía sobre la posible naturaleza de la carta procedía del hecho de que había sido enviada desde una base militar. El matasellos sugería que podía ser una carta de un soldado en Vietnam.

    ¿Sería una carta que enviaba Tate Williams a un amigo? ¿Estaría intentando recibir noticias sobre su hogar? ¿O algún colegio de Estados Unidos habría mantenido contacto epistolar con un soldado como parte de la asignatura de lengua? Phoebe sólo podía contar con su imaginación. E imaginación nunca le había faltado.

    Pero ya no.

    Se apartó un mechón rebelde de la cara y se detuvo en el número 14 de la carretera de Starry Night con el estómago ligeramente revuelto. A juzgar por la hora del día, las doce, y por el aspecto de la casa, apostaría cualquier cosa a que le abriría la puerta una cocinera o un ama de llaves. Quizá incluso un mayordomo.

    Y ninguna de las tres opciones habría sido la elegida por ella.

    Por su puesto, la descripción que había hecho la señora Applewhite de Tate Williams no había sido particularmente halagadora, pero entregar una misiva de casi cuarenta años a su legítimo destinatario bien merecía la pena enfrentarse hasta con un león. Además, Phoebe sabía que debía fiarse al cien por cien de su vecina cuando se trataba de juzgar a los demás.

    «Un hombre muy pagado de sí mismo, así era Tate Williams. Se consideraba demasiado bueno como para tratar con ninguno de nosotros. ¡Yo no tengo el menor interés en saber nada de él! Y acuérdate de lo que te digo, Phoebe Jennings: harías bien en mantenerte fuera de su camino».

    Phoebe miró el matasellos por última vez, agarró el sobre y salió del coche. Para cuando abrió la puerta de atrás y levantó en brazos a Kayla, que todavía dormía, ya había olvidado el consejo de su vecina.

    –Una aventura emocionante para mamá, ¿eh? –le susurró a su hija al oído mientras la acurrucaba contra su hombro y avanzaba hacia la puerta.

    Todo en aquella casa exudaba la frialdad de la riqueza. Lámparas de cobre y cristal se intercalaban con los arbustos perfectamente podados y alineados a lo largo del camino de piedras. La monotonía del jardín era el entorno perfecto para la fachada de ladrillo de un edificio de dos pisos cuyo único adorno eran los pilares de color blanco de la entrada.

    Phoebe palmeó suavemente el trasero de su hija y tomó aire. Llevaba toda la mañana imaginando aquel momento, visualizando la sonrisa emocionada de Tate Williams en el instante en el que se reencontrara con aquella pieza del pasado. Y cuando por fin ya estaba allí, apenas podía esperar a ver hasta qué punto se había ajustado su imaginación a la realidad.

    –Allá vamos, Kayla.

    Vio un interruptor blanco a la izquierda de la puerta, lo presionó y esperó en silencio. El melódico sonido de un timbre resonó al otro lado de la puerta en una nítida llamada… para la que no hubo respuesta.

    Phoebe había considerado la posibilidad de que no fuera el propio Tate el que la recibiera, incluso había pensado en retener la carta hasta que pudiera ver a su destinatario. ¿Pero que no le abrieran? Su mente no se había aventurado a tal posibilidad.

    Afortunadamente, no importó. Porque estaba revisando mentalmente los contenidos de la guantera con la esperanza de encontrar allí papel y bolígrafo para dejar una nota, cuando la puerta se abrió.

    –¿Sí?

    Phoebe alzó la mirada y se olvidó del bolígrafo, del papel y de la carta en cuanto la clavó en el hombre que tenía frente a ella. Un hombre rubio y de ojos verdes que tuvo un efecto en su cuerpo como jamás lo había tenido nadie. Intentó recordar por qué estaba allí, obligarse a articular alguna palabra, coherente o incoherente, a través de su boca entreabierta. Pero sólo podía concentrarse en el hombre tan maravilloso que tenía delante, vestido con unos pantalones caquis y una camisa blanca con el cuello desabrochado.

    –¿Puedo ayudarla en algo?

    Hablaba en un tono amable mientras deslizaba la mirada por la niña para, después, muy lentamente, continuar descendiendo por el cuerpo de Phoebe, haciendo que ésta deseara haber hecho algo más antes de salir de casa que recogerse el pelo en una cola de caballo y aplicarse el brillo de labios. El hombre pareció vacilar ligeramente al estudiar su aspecto y arqueó ligeramente una ceja al fijarse en las manchas de pintura de su camisa.

    Cambió rápidamente de actitud. Su expresión de curiosidad dio paso a una expresión de alerta.

    –Mire, no necesito ningún pintor. Pintamos la parte interior de la casa hace solo seis meses y…

    La propia Phoebe arqueó una ceja mientras iban ocurriéndosele posibles respuestas. Pero se reprimió. La ignorancia no tenía la culpa de nada, como solía decir su abuela. Y la ignorancia no conocía fronteras, ni monetarias ni de ninguna otra clase. Y si haber estado enamorada durante dos años de una persona no había sido suficiente como para llegar a conocerla, no podía pedir mucho a una conversación de dos minutos con un desconocido. Además, Kayla no necesitaba despertarse en medio de palabras desagradables y miradas gélidas.

    –No he venido a pintarle la casa. He venido a entregarle esto… –le mostró el sobre. Su voz carecía de su habitual alegría–, a Tate Williams. ¿Está en casa?

    Su interlocutor curvó los labios en una sonrisa mientras se apoyaba en el marco de la puerta. El sol del mediodía arrancaba chispas ambarinas de sus ojos.

    –A lo mejor.

    Si a Phoebe le quedaba alguna duda de que el dinero y la prepotencia iban de la mano, en aquel momento desapareció. Kayla comenzó a tensarse contra su hombro y Phoebe miró rápidamente el reloj.

    –No pretendo ser maleducada, pero tengo muy poco tiempo. Tengo trabajo y…

    –A mí me parece que ahora mismo su trabajo está durmiendo –sonrió al mirar a Kayla, haciendo aparecer pequeñas arrugas alrededor de sus ojos.

    Phoebe se lo quedó mirando de hito en hito, con la mano en la espalda de Kayla.

    –Esto no es trabajo. Es mi hija. Hay una gran diferencia…

    El hombre se irguió en la puerta y cruzó los brazos sobre su musculoso pecho, tensando en el proceso la tela de la camisa. Phoebe tragó saliva y desvió la mirada.

    Sabía que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con un hombre, pero el deseo que experimentó al ver aquellos brazos sólo podía describirse como impactante. Y ridículo. Los hombres como Tate Williams no tenían el menor interés en mujeres como ella. Y había podido sufrirlo en sus propias carnes. Aun así. Era maravilloso…

    –Mire, ¿podría hablar con Tate Williams o es preferible que venga en otro momento?

    –¿Quién pregunta por él?

    Kayla alzó la mirada y miró a su alrededor, agarrando con su manita la barbilla de su madre mientras fijaba la mirada en aquel desconocido.

    Phoebe tragó saliva.

    –Yo.

    El hombre mantuvo la mirada fija en Kayla, pero sus palabras fueron dirigidas a Phoebe.

    –Ya sé que es usted la que pregunta por él, estoy aquí. Lo que estoy intentando averiguar es su nombre. Porque supongo que tendrá un nombre, ¿verdad?

    Phoebe notó un intenso calor en las mejillas y sudor en las palmas de las manos. Se lo merecía por estar pensando como una adolescente calenturienta.

    –Oh, lo siento. Soy Phoebe. Phoebe Jennings –cambió la carta de mano–. ¿Podría…?

    –¿Y? –señaló a Kayla.

    –¿Y qué?

    Aquel hombre la estaba volviendo loca.

    –¿Quién es esta belleza?

    Phoebe miró hacia su hija. Durante unos instantes, pareció ceder la tensión.

    –Lo siento. Es Kayla. ¿Pero podría hablar ahora con el señor Williams?

    –Por supuesto.

    El hombre no se movió. Se limitó a permanecer donde estaba, haciendo muecas a Kayla y sonriendo a Phoebe. ¿Trataría así a todo el mundo?

    –¿Me he perdido algo? –preguntó Phoebe entre dientes.

    –Sólo la parte del sobre –alargó la mano con la palma hacia arriba–. Es una suerte que sea pintora y no cartera, porque no sé si habría conservado durante mucho tiempo el trabajo.

    Phoebe comprendió por fin lo que pretendía decirle.

    –¿Es usted Tate Williams?

    Tate asintió. Una sonrisa traviesa iluminó su rostro.

    –Pero… es imposible –Phoebe bajó la mirada hacia el sobre que tenía en la mano–. Es usted demasiado joven.

    –¿Perdón?

    Phoebe era consciente de que debía de parecer estúpida, pero no le importaba. Incluso en el caso de que Tate Williams fuera un niño cuando habían enviado aquella carta, tendría más de cuarenta años. Y el hombre que tenía frente a ella tendría, como mucho, unos treinta y tres.

    Phoebe intentó farfullar una explicación que sonara medianamente inteligente, aunque sólo fuera a sus propios oídos.

    –Esta carta fue enviada hace cuarenta años. Es imposible… –le señaló con la mano–. No puede ser para usted.

    –Déjeme ver.

    Tate dio un paso adelante y le tomó la mano con un gesto decidido. Phoebe se estremeció al sentir su aliento en la mejilla. Sus pensamientos comenzaron a correr a una velocidad vertiginosa, hasta que un gruñido los frenó en seco.

    –Ah, ahora lo entiendo. Es para Tate Williams, es cierto, pero ese Tate Williams no soy yo –le soltó la mano y retrocedió. El buen humor parecía haber desaparecido–. El Tate Williams al que está buscando no vive aquí, lo siento.

    –¿Pero… le conoce?

    Tate agarró la puerta como si estuviera a punto de cerrarla.

    –Sí, le conozco.

    Phoebe bajó la mirada hacia el sobre.

    –¿Y sabe dónde podría encontrarle? O mejor aún, ¿podría ayudarme a encontrarle?

    Una sombra oscureció el rostro de Tate. Sus palabras sonaron mucho más cortantes.

    –No, no puedo.

    ¿No podía o no quería? Phoebe sospechaba que era más bien lo segundo.

    –Me siento obligada a asegurarme de que la reciba. Podría ser algo importante.

    Tate la miró con los ojos entrecerrados.

    –Si no ha echado de menos esa carta durante cuarenta años, dudo que sea importante.

    –Pero aun así…

    –Mire, señora Jen…

    –Señorita. Señorita Jennings. Quiero decir, Phoebe.

    Tate suavizó ligeramente su expresión, pero sus palabras continuaron siendo frías y cortantes.

    –Muy bien, Phoebe, ¿y se puede saber por qué te importa tanto? Además, ¿cómo ha llegado esa carta hasta ti?

    Normalmente, a Phoebe le habría molestado que le hiciera preguntas un hombre que se negaba a contestar las suyas. Pero si eso podía servirle para encontrar la información que buscaba…

    –Vivo aquí –señaló la etiqueta que habían puesto al lado de la dirección original–, y la carta ha aparecido en mi buzón.

    –¿Vives en el número 2564 de Quinton Lane?

    Phoebe asintió y se cambió a Kayla de brazo.

    –Me mudé hace seis meses. Hasta esta mañana, no he recibido nada de los antiguos propietarios –alzó el sobre–. Le he preguntado a mi vecina, la señora Applewhite y… ¡oh! Un momento. ¡Eso es lo que ha pasado! Sólo le he dicho el nombre. No le he enseñado la carta porque odia que la interrumpan cuando está en el porche…

    –Haciendo punto –terminó Tate por ella–. Odia que la interrumpan cuando está haciendo punto. A no ser, por supuesto, que vayan a contarle un buen cotilleo, ¿no es cierto?

    Phoebe curvó los labios con

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