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Nuestro Hombre en Argentina: Una Historia de la Guerra de Malvinas
Nuestro Hombre en Argentina: Una Historia de la Guerra de Malvinas
Nuestro Hombre en Argentina: Una Historia de la Guerra de Malvinas
Libro electrónico460 páginas7 horas

Nuestro Hombre en Argentina: Una Historia de la Guerra de Malvinas

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Información de este libro electrónico

Un inesperado informe conmueve los cimientos de la inteligencia británica a solo horas del desembarco argentino en Malvinas. Sin personal operando en la zona y con escaso margen de tiempo, el MI6 deberá corroborar con urgencia la veracidad de la información enviada desde Chile y que con el paso de las horas será confirmada por la mayoría de los servicios secretos aliados.
Diana Fletcher, una joven Agente que vivió su infancia en Argentina, se convertirá en una pieza clave para esta operación. Desplegada contra-reloj en territorio continental argentino con el apoyo de los servicios de espionaje chilenos, intentará desbaratar el plan destinado a infligir un golpe devastador a la fuerza de tareas enviada por Gran Bretaña.

Pero nada le será fácil, su inexperiencia y su propio pasado en el país conspirarán en su contra, atrapándola en una compleja telaraña de poder y ambición. Con el paso de los días su situación se tornará insostenible y se verá obligada a correr riesgos impensados, poniendo su propia vida en peligro.
Diana descubrirá más de lo que había ido a buscar; una información que pondrá a la fuerza de tareas británica al borde del fracaso. Convertida de esta manera en blanco de los servicios de inteligencia argentinos, arriesgará su integridad física para evitar que dicha información caiga en manos equivocadas.
Atrapada entre dos mundos, regresará al país que la vio nacer para cumplir con una tarea que quizás excede sus capacidades, y para enfrentarse con los fantasmas que comenzarán a emerger desde las sombras de su propio pasado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 ene 2015
ISBN9789871890262
Nuestro Hombre en Argentina: Una Historia de la Guerra de Malvinas

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    Nuestro Hombre en Argentina - Lefvarch Christensen

    Nuestro hombre en Argentina

    Copyright © 2013 - Lefvarch Christensen

    Diseño de portada impresa: Laura Megías

    Revisión: Paula Hassanie

    Los lectores que deseen intercambiar opiniones y experiencias o proporcionar información relevante pueden enviar sus mensajes a la dirección de correo electrónico del autor: lefvarch.christensen@gmail.com.

    © Digital Alejandría

    ISBN 978-987-1890-26-2

    Primera edición. Impreso en Argentina

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio, electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopiado, o de cualquier otro modo, sin el permiso previo del Autor.

    A Beba Rusiñol Christensen

    La creencia en algún tipo de maldad sobrenatural no es necesaria. Los hombres por sí solos ya son capaces de cualquier maldad.

    Joseph Conrad

    Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse a su vez en uno.

    Friedrich Nietzsche

    En 1982, durante el conflicto del Atlántico Sur, la inteligencia británica, en conjunto con elementos locales, realizó actividades encubiertas sobre territorio argentino. También se hicieron operaciones de comandos infiltrados y vuelos sobre su territorio; de estos hechos, solo algunos llegaron al conocimiento público.

    Estas operaciones violaban todos los acuerdos y tratados internacionales de índole continental de los que era miembro firmante la Argentina, además de involucrar a personas que aún se encuentran con vida al momento de escribirse esta novela.

    Muchas de estas acciones son desconocidas por la inteligencia argentina; la poca información que se posee sobre el conflicto fue exceptuada de hacerse pública por tiempo indeterminado. El gobierno británico, a su vez, conserva bajo secreto toda esta información que recién comenzará a ser desclasificada a partir del año 2072.

    Esta novela es un drama histórico basado en hechos reales. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o, si son reales, se utilizan de forma ficticia. Algunos de los nombres de los personajes principales se han cambiado para proteger la identidad y el honor de algunas personas. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

    En esta obra se describen insultos raciales, sexuales y de género en referencia estricta al marco histórico de los hechos relatados, los cuales no reflejan de ninguna manera las opiniones expresas del autor.

    Prólogo

    ¿En qué momento de la vida comenzamos a morir? ¿En qué momento uno deja de hacer o comienza a hacer las cosas que lo van a llevar a la muerte? ¿Qué banalidad desencadenará la terrible, pero imperceptible decisión que nos va a conducir definitivamente a nuestra tumba?

    No lo sabemos. ¿O quizás sí? Cada uno lo sabe y lo sabe muy bien en el momento justo en que nos encontramos cara a cara con ella.

    Cuánta oscura necedad, cuánta insignificante acción que repetimos hasta el hartazgo, incluso cuando ya es tarde; tan tarde que ni siquiera nos damos cuenta cuando dejamos atrás el punto de no retorno. Aquel donde la propia muerte comienza a tener plazo, sepultándonos en esa sempiterna e interminable agonía que nos reclamará continuar soñando esta vida, desde el mismo momento en que nuestro destino comenzara a tornarse cierto. Queda en cada uno saber o no saber cuánta de esa agonía estamos dispuestos a cargar y durante cuánto tiempo.

    Podemos sentarnos solo a esperar que la muerte llegue, sin siquiera sospechar todo lo que hemos hecho para que nos alcance.

    Cuántas veces ponemos rumbo a ella y algún hecho fortuito nos indica que no es nuestro tiempo. ¿Será tal vez la habilidad para escaparle? O simplemente la muerte no estaba en nuestro camino. Quizás lo hacemos innumerables veces sin saber cuál de todas estas acciones será la que nos conduzca definitivamente a ella.

    Colin Fletcher sabía todo esto mejor que nadie. Había peleado en la Segunda Guerra y salvado el pellejo más de una vez. Cuando todo a su alrededor se deshacía en mil pedazos envolviéndolo en una tormenta de fuego, y hombres más valiosos y valientes caían a su lado, él terminaría la guerra con unos cuantos magullones y una quemadura en la pierna que nunca curaría del todo.

    Su entrañable y querido amigo Andy Blackwell había sido el mentor de todo esto, principalmente de sus azarosos regresos a la base después de cada misión, desde la Batalla del Canal, hasta aquel frío invierno de 1944.

    Colin siempre aterrizaba con su de Havilland Mosquito agujereado y humeante, mientras Andy descendía con gallardía del suyo, el cual solía llegar en un estado impecable, como recién salido de fábrica. Y no era que esquivara el combate; Andy era un as, incluso montado en esas porquerías de madera.

    En 1943 hizo algo casi imposible para un piloto de bombardero, derribó a dos 109¹ y puso en fuga a otros dos, antes de volver a la base al norte de Lincolnshire, cerca del Humber. Todo esto a la hora de comer, por supuesto, ya que ese era su momento favorito del día. Por alguna razón que nunca se llegó a dilucidar, mágicamente hacía aparecer carne de primera calidad cortada de forma extraña, a la que él solía asar de una manera especial. Andy era un maldito y exquisito cocinero.

    No había nacido en Inglaterra, ni en ningún lugar de la Commonwealth, incluso su madre y su abuela no eran súbditos de la corona, ni nada parecido. Sin embargo, estaba allí, peleando por el honor y la gloria del Imperio Británico.

    Andy los salvó a todos aquella inclemente mañana de febrero del '44, cuando se llevó a los109 tras él, al ras del agua, permitiendo que los pocos sobrevivientes de su escuadrón se escondieran en la bruma.

    Ya lejos de la costa de Noruega, el retumbar de la artillería antiaérea los sorprendió, ya que no sabían de dónde les estaban disparando.

    Durante varios minutos, Andy desapareció de la radio, lo que hizo que sus compañeros se preocuparan por él. Ansiaban de alguna manera que comenzara con aquellas sartas de ocurrencias con que los divertía en los interminables, y a veces devastadores, regresos a la base.

    Cuando lo escucharon con una de sus tantas salidas, respiraron aliviados, pero no por mucho tiempo.

    –¿Alguien vio un acorazado? ¿Todo grande y lleno de torretas, por supuesto? –preguntó.

    Como si no lo conociera, el Mayor Stroud, líder de ala, contestó que no.

    –Bueno, porque lo tengo a las doce y con una docena de 109 persiguiéndome, creo que no voy a poder hundirlo. No me esperen a almorzar.

    Andy se topó con el buque gemelo del Bismarck, el Acorazado Tirpitz, en el que se había mejorado todo lo que había sido la causa del hundimiento del primero; no tuvo ninguna oportunidad contra el erizo de baterías antiaéreas montadas en su cubierta. Nunca más se volvió a saber nada de él.

    De allí en más, Colin siempre notaría su ausencia. Moses, como era su apodo, Moses Sarlanga² , como se hacía decir, tenía el don de simpatizar con todos. Cuando se emborrachaba y su reservorio de alcohol comenzaba a mermar, solía mirar con ensoñación al río Hull con una botella de whisky vacía en la mano, esperando que las aguas se abrieran en la boca del Humber, para poder llegar a un bar que se encontraba en la margen opuesta, cuyas luces se alcanzaban a divisar solo cuando la neblina se lo permitía. La broma se convirtió en mito cuando una mañana, la policía militar lo devolvió a la base ebrio como una cuba desde aquel bar, pero con sus ropas secas. Nunca dijo cómo llegó allí; más que todo, porque no lo recordaba.

    Su principal preocupación durante toda la guerra fue el fútbol. Nunca estaba ausente en los partidos que se disputaban en la base durante las interminables pausas entre misiones. Como era un excelente jugador, después de esquivar a todos antes de anotar, gritaba: Sarlanga, Sarlanga... y con la delicadeza de un caballero, depositaba la improvisada pelota al fondo de un aún más improvisado arco.

    Andy Blackwell siempre hablaba de su idílico país. Un paraíso en la tierra, donde volvería para gozar de las mujeres más bellas del mundo.

    –¿Saben una cosa? –comentó una vez–. En mi país, todas las chicas tienen dientes sanos.

    Y era cierto. Después de la guerra, Colin ingresó al mundo de la inteligencia. Y cuando el MI6³ lo asignó a Argentina, viajó con muy altas expectativas. Su esposa Megan no compartió dicho optimismo. En aquel lejano país, casi al borde del mundo, nació la menor de sus hijas y pasaron el resto de sus vidas.

    Recordando a su viejo amigo, se dio cuenta de que, por algún extraño motivo, Andy había tenido razón, las muchachas en Argentina tenían dientes preciosos.

    Según la teoría de Moses Sarlanga, era por el agua, que el agua de Argentina era rica en cosas buenas para los dientes y el agua de Europa carecía de todas ellas; por eso, las muchachas europeas solían tener dientes imperfectos.

    La tierra de Andy distaba mucho de ser un paraíso en los '60, y Colin dudó amargamente de que en algún momento lo hubiera sido. En aquellos años, era un ardiente y bullente infierno político. Logan Finch, su jefe, solo se preocupaba por una cuestión: los intentos desesperados de todo gobierno militar en retirada, por utilizar a las islas Falkland como tabla de salvación.

    Onganía, según sus informes, lo tenía como plan alternativo extremo. Sin embargo, o fue lo suficientemente prudente para no utilizarlo, o nunca estuvo tan desesperado. No obstante, había un plan que era ajeno al gobierno y que tenía a Colin muy preocupado. Un grupo de políticos y militares proponía al General Aramburu, un antiguo presidente golpista, como sucesor de Onganía, para de esta manera, evitar lo inevitable: el regreso de Perón, pieza central de la política argentina en el año 1970.

    El plan era sencillo, se levantaría el III Cuerpo de Ejército, se amotinaría la Marina y Onganía renunciaría. Para conseguir la adhesión del pueblo, entonces, invadirían las Falkland y así se harían de la popularidad que las Fuerzas Armadas nunca supieron conseguir.

    Los ideólogos eran el coronel Eduardo Mallea Gil y sobre todo el teniente coronel Juan Carlos Allende. Para preocupación de Colin, la operación estaba muy bien diseñada.

    Pero algo salió mal, endemoniadamente mal. Un grupo guerrillero urbano secuestró a Aramburu y echó a perder todo el plan.

    Durante semanas, Colin había recabado información sobre esa posibilidad en todas las fuentes de inteligencia que tenía a mano, hasta que por casualidad había dado con una muchacha, miembro del grupo que se hacía llamar Montoneros, que le dio la información necesaria. Pero ya era tarde, Aramburu era secuestrado el mismo día en que Colin lo informaba a Londres.

    Aunque sabía que estaba en las afueras de la ciudad de La Plata, donde lo tenían, solo recibió la orden de que se mantuviera como observador de los hechos. MI6 no debía intervenir.

    Una parte de la inteligencia del ejército estaba desesperada buscándolo, pero sobre todo era la CIA la que parecía estar más preocupada por aquel asunto. Colin Fletcher montó guardia durante tres días en la torre de un tanque de agua, el mismo que alimentaba al barrio donde se encontraba la casa en la que tenían secuestrado al general. Lo poco que podía percibir no indicaba nada en especial, ni que fuera a producirse algún acontecimiento dramático. Todo esto se mantuvo así, hasta que torpemente se hizo presente la CIA.

    El agente británico, a través de sus binoculares, pudo ver con sorpresa a un hombre conocido por él como miembro del ejército argentino, dando las órdenes.

    El operativo del grupo subversivo, que se llamaba Pyndapoy, era un desastre desde el punto de vista de inteligencia. El general se manejaba a sus anchas por la casa, incluso jugaba a las cartas a ese juego de truhanes tan común en aquellas tierras, con sus captores.

    Si el operativo de los insurgentes era un desastre estratégico, el que montó la CIA no desentonó demasiado.

    Cuando los francotiradores tomaron posición en la torre del tanque, no notaron la presencia del agente británico que se vio obligado a sumergirse en el agua durante varias horas. Casi en estado de hipotermia, presenció el intento de rescate. En forma simultanea todos los francotiradores abrieron fuego y un grupo entró con violencia dentro de la casa, de la manera como suelen hacerlo los americanos. Colin Fletcher pudo ver con claridad cómo un disparo perforaba la cabeza de una de las mujeres que estaba de guardia y se introducía en la nuca de Aramburu. De allí en más, todo fue un pandemónium.

    Aún con vida, el general fue retirado del lugar por un grupo del ejército vestido de civil.

    Empapado, Colin cruzó toda la ciudad de Buenos Aires en un viejo auto italiano hasta el Hospital Militar Central en el barrio de Belgrano. Con cautela, un poco de dinero e influencias logró enterarse de la muerte de Aramburu unos minutos después de sucedida.

    Aunque trágica, la situación para Gran Bretaña era inmejorable. Cualquier intento de toma de las islas Falkland quedaba descartado por el momento. Esa misma noche, Colin Fletcher se comunicó por una vía no segura con la gente de la embajada, para ponerlos en conocimiento de los hechos de los que había sido testigo aquel día. Informó sobre el militar argentino dando órdenes a agentes americanos, pero se cuidó de no dar nombres; le pareció la mejor manera. Muchas veces había abundado en su seguridad, pero esta vez pensó que si se hacía presente en la embajada que estaba bajo constante vigilancia, sería muy sospechoso. Sin embargo, no sabía que con esa acción había dado el primer paso hacia su propia muerte.

    Capítulo 1

    Vera Wild hacía más de 40 años que vivía en Londres; sin embargo, algunas personas que habían vivido allí menos tiempo que ella, la seguían viendo como a una campesina de Surrey. Vera no era muy afecta a la campiña. Hacía quince años que no salía de Londres, y en esa ocasión había sido para compartir unas breves vacaciones con su familia en las soleadas costas de España; nada más lejano a su húmedo y decimonónico Peper Harow natal.

    Para ir a Inteligencia Naval, solo tenía que caminar unas veinte cuadras hasta Whitehall desde su pequeña casa en Camdem. Pero desde que la Room 39⁴ había comenzado su interminable fusión con los departamentos de inteligencia de las dos armas restantes, algunos departamentos de segunda línea se habían mudado a los Docklands en Greenwich, por lo cual ahora Vera debía tomar el metro para llegar a su trabajo.

    Aquel día amaneció con una tenue llovizna y por alguna razón emotiva, decidió tomar un autobús que la dejaba en la misma puerta de su oficina, pero que demoraba en cruzar todo Westminster y la City.

    Subió al segundo piso como era su costumbre; cuando el autobús pasaba por Covent Garden, se detuvo en Queenstreet y Bow. Allí vino a su memoria su primer día de trabajo. No recordaba bien el lugar, pero parecía ser aquella misma esquina donde en agosto de 1940, había un enorme hoyo. Ella creyó que había sido una bomba, pero las bombas no eran tan limpias; por lo general desmoronaban las casas próximas. Este hoyo era un cono perfecto. Ese mismo día se enteró de que era un avión de la Luftwaffe, más precisamente un Heinkel que había sido derribado por los muchachos durante la noche.

    Había visto muchas cosas desde que ingresó a la marina. Recordaba cómo ella y algunas jovencitas durante la guerra, vestían aquellos andróginos y desproporcionados uniformes que, incluso, solía lucir la princesa heredera. Ahora veía a las jóvenes caminar despreocupadas por donde alguna vez se encontrara aquel cráter, el cual estuvo abierto un solo día; al siguiente ya no estaba: simplemente lo habían tapado. No sacaron el avión, ni al piloto. Se desintegraron, le dijeron los expertos en la oficina.

    Más de cuarenta años después, muy pocas personas sabían que aquel bombardero en picada, había sido derribado cuando solo faltaban segundos para que descargara sus bombas sobre el Palacio de Buckingham, donde se encontraban el rey y su familia aquella noche. Inteligencia había considerado que aquella noticia habría afectado la moral de la población en aquel momento. En su ya larga carrera, Vera había descubierto que los secretos tardaban mucho tiempo en dejar de serlo: una generación completa por lo menos.

    En aquellos aciagos días, Vera atendía un teléfono que se comunicaba con una estación de radar en Brighton, desde donde la RAF informaba a la Marina Real sobre los movimientos de la aviación alemana. Cuando comenzaba la acción, anotaba todo en una ficha de cartón y corría sin demoras hasta donde se procesaba la información, lugar donde se decidía mover o no algún buque en el canal. En aquellos terribles días, en cualquier momento, los nazis se abalanzarían sobre la solitaria y vulnerable Bretaña. Por eso tenían que estar alertas.

    Extrañamente, Vera llegó aquella mañana a la oficina un poco más tarde de lo habitual. Era una vieja casona victoriana que estaba siendo remodelada, por lo cual había polvo por doquier.

    Luego de colgar sus cosas en un perchero, saludó a su compañera Sandra que tomaba té mientras revisaba algunos papeles que tenía que cargar en la odiada computadora. Sandra Moody había ingresado a Inteligencia Naval después de la guerra, por lo que era una verdadera novata. Antes de que tomara asiento, le señaló la puerta principal.

    Vera la miró y exclamó al ver una puerta de vidrio que reemplazaba a la vieja y desvencijada de roble

    –Mi Dios, toda esta luz en este panteón.

    Aunque denotaba alegría, el bien calibrado oído de Sandra adivinó la ironía en su voz.

    –Y hay más todavía –continuó informándole–, creo que tenemos visitas ilustres.

    Desde su escritorio, Vera podía ver ahora la calle y a esos jóvenes ejecutivos vistiendo costosos trajes, que trabajaban en las modernas torres vidriadas estilo Chicago, construidas hacía poco en ese viejo puerto abandonado. Minutos después, vio llegar en su automóvil a su jefe: Duggan Munro, lo que era algo fuera de lo común. Además de haber llegado muy temprano, más extraño fue que no dejara su auto en el estacionamiento reservado para él en la puerta principal.

    Entró rápido, saludó cordialmente, pero solo como cumplido fáctico, sus pensamientos estaban en otro lado.

    Desapareció en su oficina, y el intercomunicador de Vera comenzó de inmediato a parpadear. Cuando lo atendió notó algo más extraño aun, la llamó por su apellido de casada:

    –Señora Higgins, necesito su ayuda por favor. Es urgente –remarcó.

    Duggan Munro desconocía en mucho el mundo de la inteligencia en América Latina. Su área había sido la Cortina de Hierro, desde Berlín hasta Estambul. La única misión que había tenido en ese continente, había sido en Belize, investigando una infiltración comunista que no era más que obra de la CIA, para desestabilizar al gobierno de Guatemala. Él había desbaratado la operación y ahorrado, a la vez, un fuerte dolor de cabeza al gobierno y a la inteligencia británica. Por esa acción lo premiaron veinte años después, con la jefatura de ese departamento que incluía aquella parte del mundo.

    La oficina del director de la Sección Sur, de la Room 39, la cual cubría toda Latinoamérica, era un desorden absoluto por la reciente mudanza. Vera pensó que su jefe la llamaba para que le ayudara a acomodar un poco aquel desquicio, pero lejos estaba de eso.

    –Señora Higgins, necesito los legajos de los postulantes del año pasado.

    –¿Los que estaban para destruir? –preguntó la secretaria.

    –Específicamente esos.

    –Sandra los separó para llevarlos a Whitehall, porque todavía no nos asignaron ninguna picadora.

    En menos de un minuto, dos pilas de aproximadamente dos pies de alto, estaban sobre el escritorio de Munro.

    –No se vaya, por favor, ayúdeme con esto –le solicitó mientras desechaba uno por uno los voluminosos legajos, algunos de ellos con cintas de video–. No pierda tiempo, busque solo los de mujeres –indicó.

    –¿Algún dato en particular?

    –Cinco pies y medio de altura, quizás un poco más. Interesante más que bonita, cabello más claro que oscuro.

    Luego destacó:

    –Sobre todo, que haya nacido o vivido en Argentina.

    Vera se detuvo un poco conmocionada. Por unos segundos parecía como si una eternidad la contuviera.

    No, se dijo a sí misma después de volver a la realidad y hacer un remilgo, por supuesto que no.

    Recordar su primer día de trabajo y Argentina aquella mañana solo debía ser una coincidencia.

    Revisando legajo tras legajo, no tardó mucho en aparecer esa cara que le parecía tan conocida, volviendo a generar en ella, las mismas emociones que acababa de experimentar.

    –¿Esta quizás? –preguntó mientras le mostraba la primera hoja.

    –Sí, gracias a Dios, esta es, pensé que se había extraviado. ¿Sabe?, la foto no la favorece en nada.

    –Tiene rasgos bonitos, señor.

    –A eso lo demos por seguro. Todas las jóvenes de la Armada son bonitas –dijo con aires de ironía– pero, en una de esas, nos sorprende –reflexionó Munro.

    En qué momento, se preguntó Vera, aparecieron todos esos recuerdos que parecían de otra vida, juntándose en aquella oficina cuarenta años después. ¿Por qué motivo? Luego de meditar lo que había dicho su jefe, dio su opinión:

    –Seguramente que sí, señor, seguramente nos va a sorprender a todos.

    Duggan Munro leyó una sola vez pero con detenimiento aquel informe. En la carátula había un enorme sellado rojo en el que se leía muy claro: Rechazado.

    Según el legajo, en todas las pruebas su efectividad había sido superlativa. Había descollado sobre todos los hombres en el curso de buzo táctico en aguas del canal; estable bajo presión; decisiones tomadas: correctas en un 99.9 por ciento; cinco blancos de cinco a 1100 yardas. El legajo lucía perfecto, salvo el informe psicológico que era terminante, incluso solicitaba que se la diera de baja del servicio activo.

    Duggan separó la portada y el informe psicológico, y dudó una vez más. Era lo único que tenía para mostrar, por lo que definitivamente lo sepultó en un cajón.

    Un viejo Bentley se detuvo en la puerta. Las ilustres visitas habían llegado. Vera reconoció aquel auto de inmediato, de él descendió una persona que llevaba muy adentro en sus recuerdos. Lo hizo por la puerta trasera sin esperar que el chofer la abriera. Con él llegaron dos hombres más; uno era Logan Finch, uno de los más altos miembros de la jerarquía del MI6; al otro, menos llamativo, solía verlo en la TV o en algún diario del domingo.

    Sir Henry Leach, por más que estaba casi retirado, era uno de los hombres más importantes del gobierno de la Sra. Thatcher. Extrañamente llevaba su uniforme de Almirante, y no cualquier uniforme: el anticuado y algo vetusto para aquellos tiempos, uniforme de Primer Lord del Mar.

    –Cuántas disculpas le debo, mi querida Sra. Higgins –dijo al entrar.

    –Yo sé que ha estado muy ocupado todos estos años.

    –No como en aquel sótano en Pall Mall, lleno de polvo.

    –Como verá, Sir Henry, el polvo me sigue a todas partes.

    El hombre rió con moderación y continuó con sus lisonjas.

    –Aunque yo me estoy poniendo cada día más viejo –comentó–, usted sigue tan encantadora como siempre.

    –Sus mentiras siempre son un halago para mí.

    Los acompañantes no fueron tan efusivos en los saludos y entraron sin demoras en la oficina de Munro.

    –Esta es mi compañera: Sandra Moody... Sir Henry Leach –los presentó solemnemente.

    Sandra improvisó una reverencia, la cual Sir Henry detuvo antes que procediera.

    –Si mi esposa se llega a enterar de todas las mujeres bonitas que hay aquí, me va retirar del servicio antes de tiempo.

    En aquel sótano polvoriento en East Pall Mall, algunas veces blanco de los ataques aéreos, Vera había conocido a Sir Henry. Primero lo había visto durante la batalla de Inglaterra y tres años después en Bletchley Park junto a Andy Blackwell y a Logan Finch, que eran dos jovencitos en aquellos años, cuando preparaban aquel ataque que salvó la vida de tantos.

    –¿Problemas con Argentina? –preguntó Vera antes de que entrara en la oficina detrás de los otros dos hombres.

    Un sentimiento que la había abandonado hacía muchos años la arrebató, mientras sus ojos se inundaban de a poco.

    –Así es, mi querida.

    –Espero que no sea nada grave –anheló mientras abría grandes los párpados para que el aire de la puerta aún abierta los secara, aunque una lágrima logró rebalsar a último momento y rodar por su mejilla. Luego miró a su viejo compañero esperando que no notara esta incomodidad atenta a su respuesta.

    –Todos lo esperamos, mi querida, todos esperamos que así sea.

    –Duggan, hombre, estamos metidos en un buen lío, y nos tienes que sacar de este atolladero. Conoces a Logan, ¿no es así? ¿Y a John Cameron?

    –Personalmente no –respondió estrechando la mano de este último.

    –Bueno, este hombre es un maldito alarmista y, como sabes, suelo ser muy considerado con los alarmistas; porque si llega a ser cierta la información que él dice tener, no solo vamos a necesitar tu ayuda, sino la de Dios.

    Sir Henry caminó hasta el aparador que se encontraba en la pared y preguntó:

    –¿Dónde guardas ese horrible Bourbon de Kentucky que tanto te gusta?

    Duggan se puso de pie y caminó hacia unas cajas de madera que habían dejado los de la mudanza; de una de ellas extrajo cuatro vasos y, de otra, la botella.

    –No creo que pueda conseguir hielo –aclaró.

    –Soy un hombre de mar, el hielo muchas veces es un lujo que no solíamos darnos.

    Solo Sir Henry se sirvió, los otros dos hombres tomaron distancia.

    John Cameron tenía la cautela de ser un hombre de clase humilde del partido Tory que había avanzado mucho desde que había iniciado su carrera en la política; por lo que era más que escueto en sus apreciaciones.

    –Vamos al punto –indicó–. Según la información recabada por distintas áreas de inteligencia, los militares de La Junta⁵ estarían desarrollando un completo y avanzado sistema de misiles tácticos.

    El cuello del Jefe de la Sección Sur de la Room 39 pareció hincharse dentro de su camisa, y mientras el sudor la manchaba un poco, tomó el intercomunicador para solicitarle algo a una de sus asistentes.

    –Obviamente esa información no viene de Argentina, por lo cual no estás en condiciones de saberla. La levantaron nuestros agentes en el este –aclaró Sir Henry, para tranquilidad de Munro, que miraba por la ventana hacia el enorme edificio vidriado que tapaba la vista del río, mientras con disimulo aflojaba su corbata.

    –Hay serias posibilidades de que sea un engaño, para que no intervengamos ante una invasión de las Falkland por La Junta. Los rusos facilitaron la información demasiado rápido.

    Cameron tomó su desproporcionado maletín y comenzó a extraer de él una cantidad de fotos satelitales.

    –Aquí vemos de cerca, en una instalación del polo industrial militar argentino, lo que parece ser un avión caza: un Super Etendard, presumo.

    –Una gentileza de nuestros amigos franceses –agregó Sir Henry–. Pero eso no sería problema, solo me pregunto: ¿qué hace un avión naval a más de 500 millas de la costa y pintado de verde?

    –En el mismo lugar se encuentra un Hércules C130, nuestros analistas afirman que las pequeñas figuras blancas que cuelgan de sus alas –dijo señalándolas– son misiles crucero, lo que sería toda una innovación. Pero nuestra mayor preocupación es lo siguiente. ¿Ven estos camiones? –continuó Cameron–. Necesitamos casi con urgencia saber qué es lo que están llevando, parecen ser cilindros muy pesados, similares a los que usamos en el Reino Unido para transportar sustancias altamente peligrosas. No tenemos información muy precisa, pero antes de llegar a Argentina, el navío que los transportó, se detuvo en el puerto de Trípoli.

    En ese momento, Sandra Moody ingresó con un papel garabateado que decía de forma escueta: Broadsword, maniobras, Mar del Norte.

    Munro lo leyó y luego lo hizo un pequeño rollo para meterlo en uno de los bolsillos de su traje. Luego dispensó a su secretaria, mientras Logan Finch se ponía de pie y explicaba:

    –Esas fotos nos las pasó un agente de la CIA, lo cual me parece muy sospechoso. La realidad es que nuestro agente en la zona no tiene idea de lo que está pasando, es más, se encuentra de vacaciones en el Caribe brasileño y no tenemos contacto con él desde hace dos días, y necesitamos comprobación de campo urgente.

    –Es aquí donde entras tú, Duggan; como me dijiste en nuestra conversación a la madrugada, tienes un hombre en el lugar.

    Munro tomó el último trago de Bourbon, vaciló por un momento y luego habló:

    –No precisamente un hombre.

    Un instante de silencio permitió a los sonidos de la calle penetrar en la habitación.

    –¡Una mujer! La señora Thatcher se va a poner más que contenta –comentó de manera socarrona.

    Munro dejó el legajo sobre su escritorio, se puso de pie, y caminó hacia la ventana para descomprimir la tensión de su cuello.

    Finch lo tomó en sus manos, lo leyó someramente y dio su opinión:

    –Nació en Argentina y en la zona de operaciones, eso ya es suficiente para mí.

    Cameron fue más cauto y devoró el legajo sin perder detalle. Por fin puso sus objeciones:

    –Realmente sobresaliente, pero si es tan efectiva, ¿por qué no está en servicio?

    –Razones presupuestarias –mintió Munro.

    –El principal obstáculo que veo, sin embargo, y pertinente de por sí, es la inexperiencia –continuó Cameron.

    –No hay problemas por eso –interrumpió el almirante Leach –. En los últimos años, la inteligencia británica ha estado manejada por inexpertos –agregó mirando de manera inquisitiva a Logan Finch.

    Este de inmediato se defendió:

    –De todos modos, estamos en un callejón sin salida. Es lo más serio que me han presentado en toda la mañana y no tenemos tiempo que perder; ya deberíamos estar operando en la zona.

    –¿Dónde está nuestro hombre en Argentina? –preguntó sarcásticamente el almirante Leach.

    –No está en Argentina.

    Un nuevo silencio se apoderó de la habitación.

    –¿Dónde demonios está? ¡Por Dios santo! –preguntó Finch en esta ocasión.

    –A bordo del Broadsword, de maniobras en el Mar del Norte.

    Capítulo 2

    La proa del HMS Broadsword desapareció bajo las olas atropellando la inmensa pared de agua que se interpuso en su camino.

    Navegar dentro de una tormenta no era una prueba exigente para aquella fragata, pero desde que había zarpado del puerto de Sunderland hacía dos días, la tormenta en la cual se había introducido, había perdido apenas su brío.

    En la sala de operaciones, los tripulantes estaban hastiados de tantas sacudidas, y por más que aquellas maniobras eran específicas para mares tormentosos, no veían la hora de volver a puerto.

    El primer oficial Ian Baldwin, aunque apenas superaba los 30 años, era un fiel representante de la vieja marina y no veía con buenos ojos los cambios de los cuales era testigo. Aunque fiel a su estilo, trataba de adaptarse a las reglas antes de que las reglas lo adaptaran a él. Desde que la invasión se hizo presente en su navío, solo se había limitado a poner a las invasoras, las únicas dos mujeres a bordo, en puntos opuestos de la sala de control. La finalidad secreta para ello era que no hablaran entre sí, ya que Lynn Brody, la radarista, en el poco tiempo que llevaba a bordo, había demostrado ser una charlatana imposible.

    Esta decisión era una tontería, en parte, porque Diana Fletcher, la otra tripulante femenina, apenas hablaba. Esto no fue motivo para que Lynn retrocediera en su cometido, ella jamás se rendía.

    Según el Capitán Earnshaw, era una infiltrada de los soviéticos y, si se lo proponía, podía hacer hablar hasta a un mudo. Con respecto a esto último, no se equivocaba, ya que al poco tiempo logró que la silenciosa y siempre distante Diana Fletcher, lograra un avance absoluto en su sociabilidad.

    El resto de la tripulación, un grupo de jóvenes en el esplendor de su vida y en la cúspide de su capacidad reproductiva, no veía con desagrado el intento de la Marina por sondear su comportamiento introduciendo dos mujeres en la tripulación. Sin mayor detenimiento, no tardaron en fijar sus miradas en una de ellas. Y la elegida fue Diana. Diana era mucho más bella que Lynn; sin embargo, ponía mucho empeño en no generar conflictos o crear algún mal entendido. Esta distancia que se encargó de interponer entre ella y el personal masculino, le valió que estos hicieran una apuesta en referencia a ella: la usual.

    De todos los tripulantes, Desmond Jones, el piloto del helicóptero, había logrado acercarse bastante y parecía ser el que más posibilidades tenía de embolsarse el premio. El motivo de este misterioso éxito era que Diana deseaba ser piloto de helicópteros y por esa razón había autorizado aquella cercanía.

    Pero no había muchos lugares en 1982 para una mujer en la Marina Real, y mucho menos para una mujer piloto de helicópteros; como no la había para las SBS⁶ , ni para Inteligencia Naval. Las mujeres pertenecían a una rama aparte en las fuerzas armadas, y por más que Diana se encontraba dentro del grupo que se estaba abriendo camino en aquel tradicional mundo de hombres, no dejó de sentirse frustrada en su carrera; la misma que había escogido por el idílico cariño que aún sentía por su difunto padre. Su sueño era ingresar a la RAF como lo había hecho él durante la Guerra, pero en su tiempo presente, era algo imposible. Esta se convirtió en su primera frustración. Gracias a contactos familiares, logró ingresar a la WRNS⁷ , casi por la puerta trasera. Desde el mismo día de su ingreso, Diana fue una molestia para sus superiores. Se presentó en cada uno de los esquicios que se le abrían. El primero fue postularse para operadora de sistemas computarizados para poder subir a bordo de algún navío. Cuando por fin lo logró, intentó ingresar a las SBS pero, por más que llegó más lejos de lo que nunca lo había hecho una mujer, no pudo cumplimentar con los requerimientos físicos, los cuales excedían las reales posibilidades de Diana. Además, para aquellos años, el Servicio era un estamento exclusivamente masculino. Pero la Inteligencia Naval solía necesitar mujeres para realizar diversas tareas; en tiempos de paz, por lo general eran muy pocas, pero Diana no desistió. El Servicio de Reconocimiento Naval, en forma esporádica, abría sus vacantes, por lo que realizó un curso de entrenamiento bastante exigente, el cual sorteó sin mayores problemas; y por más que había quedado en condiciones de solicitar cualquier puesto dentro de la inteligencia británica, todas sus postulaciones eran indefectiblemente rechazadas. Al poco tiempo llegó a creer que Wrens, tal cual se las conocía de manera coloquial, sería el nombre indicado para un grupo de mujeres excursionistas visitando iglesias de la Restauración, más que el de la rama femenina de la Marina Real.

    Oliver Earnshaw, Capitán del Broadsword, no era muy popular entre sus camaradas, sobre todo por algunas posiciones irreductibles que lo ubicaban como una persona muy terca. Sin embargo, esto no habría sido obstáculo, en tiempo de paz, para su ascenso dentro de la estructura. Quizás por esta impopularidad fue que lo escogieron para realizar una de las primeras experiencias con mujeres a bordo de buques de guerra.

    Por algún motivo extra curricular, no soportaba a Diana y no perdía oportunidad para hacerla reprender y así conseguir, de alguna manera, la excusa suficiente para bajarla de su barco. La última disputa había sido por el largo del cabello. Algo

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