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Entre Dios y el pentagono. Como entender a las monarquias arabes.
Entre Dios y el pentagono. Como entender a las monarquias arabes.
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Libro electrónico161 páginas3 horas

Entre Dios y el pentagono. Como entender a las monarquias arabes.

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La llamada Primavera Árabe ha mostrado una realidad: millones de personas viven bajo regímenes autocráticos, sin libertad, con sus riquezas y ancestrales territorios enajenados, padeciendo las políticas de gobiernos ligados más a los intereses hegemónicos externos que a las necesidades de sus propios ciudadanos. Este libro nos deja entender la historia y naturaleza de esas naciones árabes, ni bárbaras ni extrañas, que volverán.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2014
ISBN9781943387090
Entre Dios y el pentagono. Como entender a las monarquias arabes.

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    Entre Dios y el pentagono. Como entender a las monarquias arabes. - Hugo Montero

    17 de diciembre de 2010, once y media de la mañana.

    Un joven de veintiséis años de edad, de nombre Mohamed Bouazizi, se arrodilla en las puertas del palacio del gobernador de Sidi Bou Zid, una ciudad de cuarenta mil habitantes. Toma una botella de alcohol y, sin decir una palabra, se rocía todo el cuerpo con el líquido. Levanta las manos al cielo, ahora habla, balbucea casi. Y enciende un fósforo para inmolarse a lo bonzo.

    En un segundo, se transforma en una llamarada.

    Ese gesto desesperado, esa decisión límite, fue la primera iniciativa de una ola de manifestaciones masivas y reclamos populares que se extendieron desde la periferia hacia todo el territorio tunecino en cuestión de horas. Para cuando el joven Bouazizi murió en el hospital por la gravedad de sus quemaduras, poco más de una semana más tarde, los días del hombre más poderoso de Túnez estaban contados. Diez días después, el mundo se sorprendía por la noticia de la huida de Ben Ali, el dictador magnánimo que gobernaba su país desde hacía veintitrés años con mano firme. La razón de su derrumbe fue una serie de manifestaciones que, literalmente, amenazó con incendiar el país.

    Y la chispa que había encendido ese infierno popular había sido el suicidio de un vendedor ambulante de verduras, a quien una hora antes de prenderse fuego, una mujer policía lo había humillado, al arrebatarle su carro por no poseer una licencia habilitante.

    Alá es el más grande, fueron sus últimas palabras, según contaron los testigos.

    Así nació la leyenda. Curiosa paradoja: lejos de la mitología árabe que siempre rescata los heroicos actos de sus antecesores, ahora el héroe en cuestión no era un vencedor, sino un vencido. Un suicida, no un guerrero.

    En cuestión de días, el mito del vendedor de verduras se expandió como la peste y traspasó las fronteras tunecinas. De Mauritania hasta Bahrein se escuchó la voz de aquel joven que, sin saberlo, encendió una mecha, desatando el proceso de movilizaciones antidespóticas y antiautocráticas más importante de la historia en Medio Oriente, el norte africano y el Golfo Pérsico, y abrió una profunda grieta en la cultura árabe que hoy deja un camino de incertidumbre sobre las perspectivas de toda su población.

    Lo curioso fue que Túnez era el país de la región con mayor arraigo de tradiciones occidentales y con un gobierno que de ningún modo se podía caracterizar como uno de los más restrictivos en materia de derechos civiles, al menos en comparación con sus más rígidos vecinos del Golfo Pérsico.

    Es verdad que allí, la activa central sindical, la UGTT (Unión General Tunecina del Trabajo), conduce, desde el año 2000, el proceso de movilización opositora, y se trata además del único caso en la región en que un movimiento opositor de trabajadores se encuentra a la vanguardia. Por eso, algunos analistas de izquierda han destacado que el caso tunecino se encuentra mucho más avanzado que el de otras experiencias reformistas en la región.

    A todo esto, la crisis económica generó 30% de desempleados (una cifra que se elevó hasta 60% en el sector de los jóvenes menores de treinta años) y se sumó a la ostentación obscena de las riquezas del dictador y su familia. Todo ello fue mucho para un pueblo ya hastiado.

    Ni siquiera fue suficiente el respaldo del gobierno francés, ni la alianza con Washington, ni la guardia personal oficial, armada hasta los dientes. Lo decisivo fue ese joven hecho llamas; ese joven y no otros. Porque de hecho, antes de Bouazizi, otros dos tunecinos eligieron el camino del suicidio para expresar su frustración por la falta de empleo, pero sus tragedias no llegaron a sacudir las conciencias dormidas.

    Lo extraordinario y peligroso fue que, después de la inmolación de Bouazizi y de la caída del tirano, nada menos que ciento siete tunecinos intentaron imitarlo, según informa el analista español Santiago Alba Rico:

    Como pensando quizá -ingenua desesperación, mágico mecanicismo- que Bouazizi había descubierto el botón o la tecla trágica cuya pulsación derriba los gobiernos y rehabilita los destinos.

    Tal vez, lo que no comprendió ese centenar de infortunados compatriotas, fue que el mundo árabe ya había comenzado a cambiar antes de la muerte de Bouazizi.

    Desde Arabia Saudita, alarmados los gobernantes por el efecto contagio y por el peso de la imagen mítica de Bouazizi en la región, se intentó expandir el rumor de que el joven tunecino tenía una fe débil y que por eso había sido incapaz de soportar las dificultades, además de subrayar que el suicidio es una práctica condenada por el Islam. Se trataba de un intento vano de desmitificar al verdulero incendiado, que en cuestión de horas se transformó en símbolo y bandera de los desobedientes de la región.

    Y si bien alrededor del joven se tejieron innumerables leyendas (una carta de despedida a su madre que jamás existió, una bofetada de un agente de seguridad que nunca recibió, etc.), el mito popular ya estaba arraigado en el imaginario colectivo de miles de personas. Y el fuego crecía, y consumía todo a su paso.

    Según graficaría Javier Valenzuela, corresponsal en Medio Oriente de El País de Madrid:

    El fuego encendido por Bouazizi prendió en una región reseca de despotismo, corrupción, escaso desarrollo económico y tremendas desigualdades.

    El color de las llamas también sería observado con inquietud desde el Golfo Pérsico, donde monarquías añejas presionaron el botón de alarma. La primavera había comenzado.

    Las páginas que siguen se proponen como un breve intento de aproximación a la realidad de estos gobiernos, como una exposición somera de sus diferencias y similitudes; apenas una suma de datos que nos permitirán acercarnos más a una zona del mundo en plena ebullición, y que los occidentales tenemos tanta dificultad para comprender. En un mundo tan mutuamente dependiente como el nuestro, debemos saber cuándo en un extremo del globo una primavera anuncia realmente el verano, y cuando, a contramano de toda lógica, es sólo una breve y tibia explosión, para que el frío del atraso o la inequidad vuelva a imponer su sequedad de siglos.

    Capítulo 1 Monarquías árabes

    "Los regímenes árabes y aquellos que los gobiernan son todos, sin excepción, sin duda alguna, ladrones vergonzantes. A esta pregunta que le quita el sueño no se le hallará respuesta en ninguno de los canales oficiales. ¿Por qué, por qué estos regímenes importan todo de Occidente, todo, menos el oficio de la ley, es decir, todo, excepto la libertad?"

    De Jazmín, poema del qatarí Mohamad Al-Ajami, condenado a quince años de prisión por estos versos

    Entre Arabia Saudita, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Kuwait, Omán y Qatar, socios en el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), se concentra 45% de las reservas probadas de petróleo de todo el mundo, y se produce casi la mitad del crudo consumido.

    Estos porcentajes no hacen otra cosa más que confirmar que esa es la región geopolítica y energética más importante del planeta, y a la vez una de las zonas con mayor atraso cultural, como dejan en evidencia unos datos publicados por el US News and Word Report, que revelan que en esta tierra de contrastes y desigualdades, 47% de los árabes son analfabetos; además, en la nómina de las mejores doscientas universidades del mundo, no figura ni una sola del ámbito árabe.

    En este contexto inicial debemos situar a las monarquías árabes, mejor conocidas como petromonarquías.

    Cabe acotar que sobre aproximadamente doscientos países miembros de Naciones Unidas, veintiocho son monarquías. Estos regímenes se ubican en Asia (seis), África (tres), Europa (diez) y en Medio Oriente (siete). Profundizando la mirada, hay que puntualizar que de los veintiún países de la Liga Árabe que se vieron afectados por la Primavera iniciada en Túnez, ocho son monarquías; o sea, 40% de ellos.

    De estas ocho, seis son países petroleros del Golfo Pérsico: Arabia Saudita, EAU, Kuwait, Qatar, Omán y Bahrein. Sin embargo, es preciso señalar que fueron las monarquías las que mejor lograron contener las protestas y consiguieron una estabilidad -aunque relativa en mitad del huracán reformista.

    Las razones de este equilibrio son diversas; pero, particularmente, ellas mostraron una capacidad de resistencia mayor que las repúblicas autocráticas de la región, que se vieron envueltas en disturbios sangrientos y cambios de fondo en el régimen político -llegando en ocasiones a la guerra civil-, como fue el caso de Egipto, Siria, Túnez, Libia y Yemen.

    Monarquías; enfermas con salud de hierro

    Quizá el mismo fantasma del desastre que hoy padecen otras naciones vecinas, y la amenaza de un caos de ese tipo en sus países, funcionó como freno a la hora de intentar profundizar los reclamos que comenzaron a ganar fuerza.

    Es decir, una vez pasada la oleada, han caído varios presidentes y jefes de Estado, pero ningún rey. A la hora de explicar esta diferencia, el analista español Francisco de Andrés destaca:

    Las monarquías árabes están soportando mucho mejor el rigor revolucionario que las dictaduras disfrazadas de repúblicas. Tienen un aura de legitimidad que impone respeto en la población, aunque el carácter teocrático de muchas monarquías les lleva a acentuar el absolutismo.

    En ese sentido, la particular relación del monarca con su pueblo parece ir más allá de la coyuntura económica y social, pues se trata de un vínculo marcado por lo religioso, lo sagrado, que también actúa como variable para desalentar protestas.

    Pese a ello, la introducción de recetas económicas dictadas por los organismos financieros internacionales, logró herir ese inasible vínculo entre el monarca y el pueblo en las últimas décadas, como señala el sociólogo estadounidense James Petras:

    Los lazos paternalistas que unen a la clase media y baja con la clase gobernante han quedado erosionados por las reformas neoliberales inducidas desde el exterior.

    De todos modos, siempre quedará este último recurso a mano de los monarcas árabes para evitar un cimbronazo en su país: convertirse en monarquía constitucional, opción que no manejaban los Mubarak, Ben Ali o Khadaffi. Un analista de la Brookings Institution, en 2011, sintetizó:

    Un monarca puede echar al gobierno sin echarse a sí mismo. La institución de la monarquía se respeta y puede desviar las críticas desde el rey hacia el gobierno.

    Otra variable, indudablemente importante para comprender las razones del mejor manejo del tormentoso clima político en los emiratos del Golfo, es el que exhiben los índices de desarrollo humano, superiores a la media de las repúblicas árabes.

    Por caso, en 2010, la ONU confirmó que los habitantes de Bahrein, Qatar y EAU contaban con mayores expectativas de vida, años de educación e ingresos que las repúblicas vecinas. Por ese motivo, cuando la crisis económica comenzó a expandirse en

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