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Irradiados
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Libro electrónico214 páginas2 horas

Irradiados

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Un hombre arrojó un bebé tembloroso en los brazos de Jade. El hombre tenía un mensaje: que escapara de los túneles y no regresara nunca más, sus padres ya estaban muertos. Jade tenía una hermana. Ella era irradiada.

Trece años más tarde, su hermana, Pearl, se está convirtiendo en adulta. Hileras de ventosas cubren sus brazos y sus manos. Su piel es de color rosa coral. Cada noche sus sueños se llenan de visiones de violencia, depresión y miedo.

En la superficie la gente se ha vuelto salvaje y peligrosa. Rebuscan, pelean y roban. Debajo, en los túneles, están controlados por una líder despiadada y un ejército de seres conocidos solo como las Sombras. Cuando ambos grupos vienen en busca de Pearl, al percibir el poder que sus sueños encierran, solo Jade puede interponerse en su camino.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento11 mar 2015
ISBN9781633398252
Irradiados

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    Irradiados - S. Elliot Brandis

    Nacimiento

    El hombre arrojó el bebé en las manos de Jade. Estaba tibio y húmedo y su llanto sonaba amortiguado. Una tela gruesa le cubría el rostro y el cuerpo. Temblaba en sus brazos.

    −Tienes que irte −le dijo el hombre. Había urgencia en su voz y se movía con rapidez. Su respiración era caliente y trabajosa.

    −No entiendo. ¿Dónde está mamá?, ¿dónde está papá? −preguntó Jade.

    El túnel era oscuro pero ella podía ubicar al hombre por el sonido, por el calor, por el aire. El pánico de él la envolvió. Con manos pesadas él la agarró y le dio la vuelta.

    −No hay tiempo −dijo–. No hay tiempo, niña. Ya vienen. Ya vienen las Sombras. Tienes que salir de aquí.

    −Pe-pero, ¿y mis padres? −tartamudeó ella.

    El hombre le apretó los hombros con firmeza, clavándole los dedos en los músculos y entre los huesos.

    −Lo siento −dijo él−. Están  muertos. Tienes que confiar en nosotros. Esta es tu única oportunidad. Esta es la única oportunidad de tu hermana. Tienes que seguir y nunca volver atrás.

    La empujó hacia adelante y otras manos la sujetaron y luego la pasaron al siguiente par. Todos sabían lo que estaba pasando, todos sabían hacia dónde se dirigía, todos excepto ella. Apretó al bebé que chillaba en sus brazos largos y delgados y se dejó guiar por ellos.

    Jade tenía una hermana; ella era irradiada.

    Aire

    Trece años más tarde

    Jade se envolvió la mano en un pedazo de tela y golpeó la ventana rompiendo el vidrio de un solo puñetazo. La ventana era pequeña, medio metro de ancho a lo sumo, pero eso era todo lo que necesitaba. Empujó los fragmentos de vidrio, apretó los dientes y la atravesó.

    La habitación estaba destruida. Alguna vez había sido una tienda, pero eso había sido en otro tiempo. El techo se había hundido y las paredes estaban manchadas con  marcas de cientos de inundaciones. El olor a moho y podredumbre inundaba sus fosas nasales, y el parloteo de ratas e insectos resonaba a través de la habitación. Una sinfonía de goteos parecía sonar en todas partes.

    Jade cruzó la habitación con cuidado, pisando sobre vigas podridas y paneles de paredes rotas. Sacudió el pedazo de tela con energía, para remover cualquier fragmento de vidrio extraviado, y se lo envolvió alrededor de la boca y la nariz. Había historias de gente que moría por respirar el aire en esos lugares. Algunos decían que era el moho, otros los insectos. Algunos culpaban a las mismas paredes destruidas.

    Además del techo, una pared había colapsado, bloqueando el acceso a la habitación del fondo. Si esta había sido saqueada o asaltada debía haber sucedido hacía mucho. Jade evaluó los daños a vuelo de pájaro. Sus rodillas hicieron un chasquido al agacharse. Recorrió con sus dedos largos un hueco en los escombros antes de meter un brazo. Movió la mano como el que tantea en la oscuridad, vacilante y sin rumbo, buscando algo familiar a lo que agarrarse. Encontró una fría barra de metal.

    Jade envolvió sus dedos alrededor de esta y tiró con fuerza, y una vez más. Los escombros no se movieron. Se llevó las manos a la parte de atrás de la cabeza y haló los extremos de la tela, apretándola fuertemente alrededor de su rostro. Los oídos le punzaron de dolor. Pero apretó aún más.

    Jade bajó la cabeza y se movió hacia lo desconocido. Sujetó la barra de metal con una mano y se empujó hacia adentro. Pedazos de escombros afilados le rasgaron la ropa y la piel. Se impulsaba con fuerza, ganando terreno con cada empujón.

    Cuando su cara emergió, se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración. La tela mojada se le pegaba a la boca cuando inhalaba. Forcejeó y luchó como una serpiente herida y eventualmente se liberó lo suficiente como para sacar la otra mano de las ruinas. Luego de sujetar firmemente con ambas manos la barra, que era un pedazo dentado de acero reforzado, extrajo el resto del cuerpo. El óxido del metal se mezclaba con la sangre en sus manos. La sal de su sudor lo oxidaría aún más.

    Jade examinó la habitación. La luz se filtraba a través de las grietas. Sorprendentemente, la habitación no había sido tocada por ningún humano. La mercancía se alineaba en hileras de estantes. Pequeñas figuras de plástico la miraban con ojos caricaturescos.

    Con pasos largos y lentos Jade se movió a través de la habitación, cuidando de no alterar el piso saturado y podrido. Una pila de camisetas atrajo su atención. La ropa era siempre valiosa, si no para usarla ella misma, por lo que podría conseguir al intercambiarla. Revisó las camisetas y se rio. Cada pieza estaba bien envuelta en un plástico transparente, que todavía protegía la suave tela. Su risa reverberó a través de la habitación y regresó a sus oídos extrañamente distorsionada. Las camisetas tenían expresiones y logotipos estampados, frivolidades de otros tiempos, cuando la función de la ropa era una olvidada reliquia.

    Se sacó la camiseta que llevaba puesta por encima de la cabeza, revelando el cuerpo alargado y huesudo de alguien a quien se le han quedado pequeñas la piel y la reserva de comida. Sacó una de las camisetas de la pila y se la puso, la tela era la más suave que jamás había tocado. Se deslizó sobre ella como una nueva piel. Era la camiseta más pequeña de la pila y aun así le quedaba ancha en la cintura. Los brazos salían de las mangas como ramas sinuosas. Pasó las manos sobre el texto en el frente. Zombi amigable: no comer exclamaba en letra blanca y gruesa. No tenía ni idea de lo que significaba aquello.

    Buscó una camiseta más grande y ató las mangas. Después de sacar otras del estante, la fue llenando como un saco hasta que todas estaban adentro. Las envolturas de plástico se arrugaron y se rajaron. Amarró los bordes de la camisa repleta y la lanzó a través de la habitación, hacia el hueco en los escombros. El paquete rebotó con suavidad en el suelo, derramando tela por su enorme boca.

    Lo que había en el resto de la habitación era de poco uso, figuritas y baratijas metálicas que colgaban de aros. Filas de libros podridos y de revistas llenas de fotos de héroes llenaban una pared. Todo sometido al paso del tiempo y al deterioro.

    El destello de un cristal capturó la mirada de Jade. El cristal siempre lo hacía. Era una señal, una garantía de cosas que habían permanecido intactas. Su corazón se aceleró cuando miró adentro. Cilindros metálicos de colores ocupaban una vitrina, organizados según el espectro. Había colores que ya no existían en su ciudad moribunda, un paisaje de marrones y grises. Estaba tan distraída con los colores, los morados y amarillos y naranjas, que por poco no vio las máscaras. Había dos colocadas en el estante, esperando ser encontradas. Las reconoció al instante. Eran respiradores.

    Jade golpeó el vidrio con los nudillos. Este mostró su espesor con un ruido sordo y  repiqueteó en su marco. Pasó los dedos alrededor del ojo de la cerradura. Era de metal y estaba oxidada. Se sentó y dobló la pierna derecha para examinar la base de su bota. Las suelas eran gruesas y acanaladas, pero muy gastadas por el uso. Con una uña larga extrajo un alfiler de entre las ranuras, luego otro, y un tercero, colocándolos a su lado sobre la empapada alfombra. Los recolectó en la palma de la mano y se levantó para examinar la cerradura. Introdujo dos de los alfileres profundamente. Su cabeza descansaba contra el vidrio y tenía los ojos cerrados mientras sentía la vibración de la cerradura y de la vitrina. La cerradura estaba oxidada y rígida. Apretó la mandíbula y giró, clavando los alfileres con fuerza en su piel callosa. La cerradura rechinó y finalmente abrió con un chasquido. Dio un paso atrás y deslizó el vidrio hacia un lado.

    Jade se quitó la tela de la cara y aguantó la respiración mientras se ponía la máscara, que resbaló sobre su nariz y sus mejillas, pero el plástico moldeado era demasiado grande para adherirse alrededor de su rostro angosto. La devolvió y probó con la otra. La máscara se deslizó como una bola en un agujero. Le cubrió la boca y la nariz, pero no los ojos. Deslizó las tiras sobre su cabeza y las apretó, una sobre las orejas y la otra debajo. Las hebillas de metal oxidado sujetaron firmemente la tela.

    El aire fluyó a través de los filtros cuando aspiró profundamente. Estos estaban ubicados uno en cada mejilla, como raras branquias externas, zumbando suavemente mientras sus entrañas le daban paso a esa primera profunda y laboriosa aspiración. Los filtros se fueron calmando con cada respiración, entrando en uso después de tanto tiempo inactivos. El aire exhalado era expulsado a través de un orificio en el medio de los dos filtros, como un tubo de escape redondo sobre su mentón. El aire se sentía más fresco. Jade sonrió y la máscara escondió su sonrisa.

    Una segunda inspección de la tienda no reveló nuevos secretos. Jade se halló una vez más frente a la vitrina de cristal, haciendo rodar un cilindro de acero en sus dedos de araña. La tapa de plástico estaba resquebrajada. Cayó en el piso con un repiqueteo, revelando una boquilla blanca. Jade alejó la lata de su cuerpo y la apretó con los ojos cerrados. Esta burbujeó con entusiasmo y llenó el aire de una fina bruma, manchando el vidrio con puntitos azul oscuro. Lo mismo ocurrió al jugar con las otras latas; cada una rociaba un color diferente que coincidía con el de la tapa.

    Pronto el vidrio era un lienzo de colores, una extraña pintura abstracta de tonos de otro mundo. Jade atravesó la habitación y agarró una camiseta de la improvisada bolsa que apresuradamente había hecho. Ató las mangas y la llenó con las latas, tomando nota de los colores y de la cantidad. Evaluó sus hallazgos a través de la máscara. Los ojos le brillaban. Mañana comerían.

    El trayecto de salida de la habitación fue más difícil. Jade forcejeó de cabeza a través de las ruinas usando cualquier asidero a su alcance. Al abrirse paso, pedazos de escombros se le clavaron, arañándola, como manos desesperadas.

    Una vez que atravesó los escombros, metió un brazo larguirucho para agarrar las bolsas, sacándolas una por una. Primero sacó la bolsa de camisetas, que se contorsionó para adaptarse a la forma del pasadizo, rasgándose en los lados pero abriéndose paso de todas formas. La bolsa de latas no resultó tan fácil, tintineó y se atascó varias veces hasta que finalmente salió desgarrándose.

    Jade sacó dos camisetas, amarró la bolsa y la lanzó a través de la ventana. Al girarse, sus botas aplastaron el vidrio roto. La segunda bolsa siguió a continuación con un estrépito. Se envolvió las camisetas alrededor de las manos y los antebrazos y se agarró al marco de la ventana. Las esquirlas se le hundieron en el cuerpo como dientes rotos, desesperados por una última comida. Se subió y atravesó la ventana.

    El salón de afuera era grande pero estaba despejado. Cada pisada hacía eco, anunciando su paso solo a los ratones. Con una bolsa en cada mano, Jade se abrió paso a través del salón vacío y hacia una escalera angosta, que daba más vueltas de lo necesario. La escalera conducía a una puerta enrollable de un rojo oxidado, que chirrió cuando la hizo subir. Desde el otro lado, un par de manos sostuvieron la puerta mientras ella se agachaba para atravesarla.

    Jade se puso de pie y se detuvo aturdida por un momento, el resplandor de la luz y el calor del día embotaron sus sentidos. Incluso a través de la máscara, cada respiro se sentía espeso y pesado en el aire húmedo y caliente que se pegaba a sus pulmones como melaza, haciendo de cada respiración un gran esfuerzo. En frente de ella, Simon estaba parado en silencio, asimilando la apariencia de su rostro mitad enmascarado, como un científico evaluando una nueva especie, una abominación salida de las profundidades del océano.

    −Mierda, ¿encontraste una máscara? −dijo Simon. El tono de su voz era agudo y jadeante en poca consonancia con los rasgos regordetes de su cara golpeada por el clima.

    −Dos −respondió Jade con la voz apagada por la máscara. Estudió la expresión del rostro de Simon–. Lo siento, las cosas están detrás de la puerta. Súbelas.

    Simon lo hizo y Jade agarró cada bolsa, sacándolas al calor del mundo. Luego revisó entre las camisetas hasta encontrar la segunda máscara.

    −De hecho, esta tal vez sea lo bastante grande para esa cabeza de perro mestizo tuya.

    Simon agarró el respirador y se lo ajustó con firmeza. Dejó escapar una risa aguda, que la máscara amortiguó e hizo más grave.

    Por encima de ellos el sol perforaba con furia total, calentando el gris mate de sus máscaras y reflejándose en el barniz y en las molduras. La calle enfrente de ellos estaba agrietada y rota, averiada desde hacía mucho, ya sin el peso del tráfico, erosionándose y desmoronándose de a poco. Edificios altos se alineaban en la calle, la mayoría con las ventanas rotas y todos con las puertas destruidas.

    −¿Algún problema ahí afuera? −preguntó Jade. Su voz sonaba baja y grave.

    −El mismo viejo Brisbane de siempre −contestó Simón, haciendo un gesto con el brazo para demostrarlo–. No tenía nada qué hacer excepto contar las marcas de las inundaciones.

    Cada edificio tenía marcas del nivel del agua como cicatrices, señalando el punto más alto de cada inundación ocurrida año tras año. Las paredes tenían capas negras y marrones, delgadas películas de sedimento y aguas residuales que habían sido cocidas por el sol después de que las aguas volvieron al río.

    −Bueno, vamos a casa –dijo Jade.

    Simon asintió y caminaron calle abajo en la ciudad callada. El cuerpo corpulento de Simon arrojaba una larga sombra detrás de ellos. La delgada silueta de Jade cortaba la luz como una hojilla.

    Agua

    Pearl miró alrededor de la habitación con grandes ojos vidriosos, su suave piel rosada lucía cálida a la luz que se colaba por los huecos de la vivienda de madera. Estaba casi anocheciendo, pero el sol todavía golpeaba de manera opresiva, abriéndose camino a través de cada delgada grieta o recodo. A Pearl no le gustaba quedarse dormida durante el día, el calor le producía sueños extraños y siempre se despertaba sudorosa y desorientada. Tenía la boca seca y el estómago vacío.

    −¿Josh? −llamó con voz suave −. ¿Estás ahí?

    La puerta golpeteó cuando un muchacho pequeño entró. Sus ojos descansaban a cada lado de la cabeza, fuera de lugar como un dibujo infantil mal esbozado, grandes y tristes. Su piel era plateada oscura, del color del acero opaco. Una sonrisa amplia reveló unos dientes amarillos brillantes.

    −Lo siento −contestó retorciendo los dedos regordetes−. Estaba viendo el atardecer. −Miró a Pearl. Se veía pequeña, incluso en el espacio limitado de la choza de

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