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Delirios de grandeza
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Libro electrónico105 páginas1 hora

Delirios de grandeza

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Segundo Premio Alberto Magno 2007.

Marcos Solarza es, quizá, el mejor vendedor de paquetes de realidad aumentada de Sensolux. Ambicioso, carente de escrúpulos y de métodos expeditivos, sería capaz de venderles hielo a los esquimales. Privilegiado, casi en la cima de su mundo y su profesión, su futuro no puede ser más prometedor. Como todos los que le rodean, Marcos accede al mundo a través de múltiples filtros que realzan y amplifican sus percepciones sensoriales.

Pero un día los filtros se apagan y Marcos empieza a ver el mundo tal como es: gris, sucio y decrépito, a punto de desmoronarse. Luchará con garras y dientes por volver al paraíso del que ha sido expulsado, tratando de huir de una realidad en la que nadie en su sano juicio querría permanecer ni un minuto y encontrando por el camino varias respuestas a preguntas que habría preferido no hacerse.

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento16 may 2014
ISBN9788415988434
Delirios de grandeza
Autor

Santiago García Albás

Barbastro, 1973 Aunque nació en Huesca, ha residido en Vitoria casi toda su vida. Compone sus historias con un talente que podríamos denominar «deportivo»: como un desafío que lo estimula y lo divierta a partes iguales. Ha sido ganador en tres ocasiones del Premio Alberto Magno de Ciencia Ficción, y ha cosechado también dos segundos premios y tres terceros en el mismo certamen, a lo que hay que sumar haber sido finalista del Premio Pablo Rido y ganador ex aequo del concurso de relato breve policiaco de la Semana Negra de Gijón. Ha publicado relatos en la revista Gigamesh y en el primer volumen de la antología Paura. Actualmente trabaja en una serie de novelas de aventuras basadas en el universo de los relatos «Una Larga Descendencia» (primer premio Alberto Magno 2007), «Dioramas (tercer premio AM 2011) y «Descargó el viento de sus velas» (finalista Pablo Rido, 2005).

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    Como que le falta sujeto y predicado a tu libro

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Delirios de grandeza - Santiago García Albás

1

El color del cristal

La criatura cobraba vida segundo a segundo. Marcos Solarza la sintió suspirar en los silencios de su cliente, insuflar su aliento parasitario en cada tropiezo de la respiración de Andrade. Pronto adquirió cuerpo, relieve y vigor, y se adueño también de sus palabras. Estaba viva y era poderosa; las disculpas y evasivas al otro lado del enlace telepático eran su llanto de neonato y un grito de rebeldía.

Me duele que pierda el tiempo conmigo, señor Solarza, insistió Daniel Andrade en la mente del vendedor. No estoy interesado en frivolidades como la Lluvia Púrpura, el Taconeo Melodioso o los Guiños Lunares. Es más, me sorprendería mucho que enredara usted a algún pardillo para tirar su dinero en algo así.

Solarza sonrió en la intimidad de su despacho. En un lapsus la mar de revelador, Andrade había pasado por alto la Desnudez Aleatoria de Terceros, el auténtico señuelo del combinado a la venta. Así funcionaba la ilusión, así medraba su criatura: el alimento adecuado en el comedero preciso.

—No considero nuestra charla una pérdida de tiempo. Al contrario. Usted lo sabe, al igual que yo: ¿quién necesita el Taconeo Melodioso o la… —Solarza enfatizó el tono— o la Desnudez Aleatoria disfrutando ya de un Satisfacciones Básicas? Soy un pillo redomado, señor Andrade, pero me ha calado a la primera y me descubro ante usted.

Jajá, ¡bueno soy yo con estas cosas!

Se lo aseguro. Profesionalmente hablando, me resulta mucho más rentable anotar los reparos de un caballero cabal y simpático que los regateos de cualquier imbécil babeando por una promoción o una «demo» gratuita. ¡Jesús, le sorprendería hasta dónde llegarían algunos por ver a su jefa desnuda!

Solarza se lamió los labios. Nada de presiones; el nivel justo de adulación, con una leve sacudida del cebo y la sombra de una broma cómplice. La criatura estaba viva; respiraba por sí misma. Ahora, sólo era cuestión de tiempo y una pizca de paciencia.

Era su estilo. Marcos Solarza no se las daba de manipulador ni presumía de buen psicólogo como el comercial ordinario. ¿Para qué molestarse en diseccionar la personalidad de nadie? El don de gentes estaba sobrevalorado. La materia prima del vendedor es la ilusión, y la ilusión posee un pulso y un aliento que le son propios: es una semilla que crece por sí sola, evoluciona y se amolda a su receptor casi con independencia del objeto, la persona o el fetiche que la engendró.

Las personas, bueno… Para Marcos Solarza, las personas no estaban mal como abono.

Yo también aprecio la charla con un joven sincero y bien educado. La mayoría de sus colegas suelen ser tan agresivos… ¡Ni abrir la boca le dejan a uno! ¿Y dice usted que esa Desnudez Aleatoria de Terceros…?

Ahí estaba: casi se podía escuchar la eclosión de la semilla en la voz de Daniel Andrade. Las palabras resonaban en sus respectivos cerebros una octava por encima del pensamiento. Pero no era estrictamente telepatía: eso habría complicado demasiado el asunto. El filtro estaba «capado» para proteger la intimidad del usuario, de manera que sólo los impulsos nerviosos dirigidos a la voz —es decir, los que procesaba el aparato fonador— acababan digitalizados y pasaban a los repetidores.

Por otro lado, la misma naturaleza del filtro exigía una retroalimentación inmediata. A menudo, las vacilaciones, rectificaciones y pensamientos censurados in extremis burlaban el filtrado y acababan emitiéndose como ecos o molestos tartamudeos de fondo. Solarza se había adiestrado para prestar atención a dichos gazapos. Incluso se las arreglaba para modular con solvencia el tono mental de su interlocutor. En ocasiones escogidas con tino, escuetas consignas como «un joven simpático», «parece interesante» o «joder, culos y tetas», se imbricaban en el parloteo de Andrade sin que éste pudiera distinguirlas de sus propios pensamientos.

Calcule conmigo, joven. Mi pensión mensual ronda los mil créditos. Reste a eso los seiscientos que me clavan en impuestos por el Satisfacciones Básicas 1.0 que tengo adjudicado desde el año de la nana. Conseguir que todo lo que me tapiño sepa a acelgas y pollo hervido se hace un poco tedioso, de acuerdo… Pero, no sé, si alguna vez ha experimentado el sabor auténtico de las gachas del gobierno, sabrá que tampoco es moco de pavo.

—Por supuesto que he saboreado las gachas así, a pelo —mintió Solarza—, y debo disentir enérgicamente con el último de sus juicios.

Jajajá. Muy gracioso, joven. ¡Moco de pavo! Jajajá, no le va de mucho, es verdad… En fin, sume a todo eso la tarifa plana alimenticia, el mantenimiento del filtro y algún paquete adicional de estímulo culinario en las fiestas señaladas…

«Por no mencionar los atracones de pornografía que te das todos los sábados, viejo verde.»

Como ve, me resultaría del todo imposible afrontar el pago de ese combinado suyo… Suponiendo que realmente me interesara. Apuesto a que ese tal Javier Andrada con el que usted me confundió será un pijazo con muchos créditos que dilapidar en tonterías. Sintiéndolo mucho, no es mi caso.

No existía ningún Javier Andrada, por supuesto. Solarza había accedido al nombre y código de Daniel Andrade por mediación de Víctor Glodín, un viejo compañero que estaba en deuda con él desde su sonado despido de Sensolux, y que ahora trabajaba para una compañía proveedora de servicios pornográficos. En teoría, los reglamentos de intimidad deberían haber impedido a Solarza acceder a sus listas de clientes; incluso podría haberle acarreado serios problemas de no ser por su estratagema de las identidades confundidas. La desplegaba desde sus comienzos como vendedor; mucho antes de contar con la complicidad de Glodín. El azoramiento, la turbación de un comercial bisoño y desorientado, las excusas y aclaraciones subsecuentes, unidas al encanto natural de Solarza, inspiraban mucha más confianza en sus «víctimas» que el alambicado carisma de sus colegas.

Con personas de cierta edad como Daniel Andrade —carcamales nacidos en los tiempos del teléfono— la cosa era un juego de niños. El filtro sensorial se había desarrollado espectacularmente durante las décadas de posguerra, pero aún distaba de ser perfecto. Los errores y bugs todavía eran muchos y muy frecuentes, y Solarza los conocía casi todos por su pasada experiencia como asistente técnico de Sensolux.

La sinestesia severa era uno de los más comunes: muchos clientes llamaban angustiados para alertar de un intenso sabor a silla, un olor a melancolía o un tacto dulzón. En ocasiones, y más aún en el área de conflicto de dos repetidores, menudeaban los cruces de frecuencia, de manera que los usuarios podían experimentar atisbos episódicos de la percepción ajena y asomarse a otras combinaciones de servicios.

Algunas de esas anomalías, como la inducida por la presencia de los mortecinos, iban más allá de lo anecdótico y entrañaban cierto riesgo. Todo agente gubernamental equipaba un inhibidor para inmunizarlo frente a los retoques estéticos generados por los filtros. Se evitaba así que, por ejemplo, un usuario Luxus desacatara la autoridad del unicornio dorado, elefante rosa, dragón patizambo o cualquier cosa que un Luxus veía al mirarte a la cara. Ahora bien, podía darse el caso —y Solarza tuvo que atender no pocas crisis de pánico relacionadas con ello— de que ese mismo inhibidor imprimiera una huella en los filtros; una especie de persistencia retiniana que abría por unos instantes una ventana a la realidad: una ventana antropomorfa que enmarcaría un recorte de... Bueno, mejor no planteárselo siquiera.

Pero lo peor de todo, con diferencia, eran las caídas accidentales de señal. Solarza tenía un filtro implantado en su cerebro desde los tres años, edad en que los recuerdos comienzan a imprimirse en la memoria. Sus padres —ambos funcionarios asignados a la oficina de racionamientos— se habían sacrificado para que Marcos jamás

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