El mundo de SIC
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Segundo Premio Alberto Magno 1997
En la estación de trasbordo de Vega al Espacio Exterior se hacinan ciento cincuenta mil operarios en poco más de seis kilómetros cuadrados. Ciento cincuenta mil personas con los bolsillos rebosantes de crédito y sin casi nada donde gastarlo. Ciento cincuenta mil personas que podrían acabar degollándose en los pasillos sin un desahogo lo bastante sangriento para liberar tensiones.
Para eso existen los juegos bélicos, simulaciones en realidad virtual que recrean algunas de las más famosas batallas del pasado. SICAR, la inteligencia artificial que las gobierna, garantiza las salvaguardas de los distintos juegos y el anonimato de los jugadores, de forma que nadie pueda conectar sus nombres de jugador con los reales. ¿O quizá el sistema no es tan a prueba de fallos como parece?
«El mundo de SIC» cierra el ciclo Cybersiones, en el que Santiago García Albás ha demostrado una y otra vez su maestría a la hora de crear mundos virtuales y sociedades futuras y de explorarlos con una mente aguda y despiadada.
Santiago García Albás
Barbastro, 1973 Aunque nació en Huesca, ha residido en Vitoria casi toda su vida. Compone sus historias con un talente que podríamos denominar «deportivo»: como un desafío que lo estimula y lo divierta a partes iguales. Ha sido ganador en tres ocasiones del Premio Alberto Magno de Ciencia Ficción, y ha cosechado también dos segundos premios y tres terceros en el mismo certamen, a lo que hay que sumar haber sido finalista del Premio Pablo Rido y ganador ex aequo del concurso de relato breve policiaco de la Semana Negra de Gijón. Ha publicado relatos en la revista Gigamesh y en el primer volumen de la antología Paura. Actualmente trabaja en una serie de novelas de aventuras basadas en el universo de los relatos «Una Larga Descendencia» (primer premio Alberto Magno 2007), «Dioramas (tercer premio AM 2011) y «Descargó el viento de sus velas» (finalista Pablo Rido, 2005).
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El mundo de SIC - Santiago García Albás
Simuladores de Guerra
Estatutos / Título I / sección 2ª / arts. 21-24, 3ª
Enmienda Inclusive
DE LOS SUPUESTOS QUE PERMITEN EL ABANDONO EN BATALLA
Art 21: El SICAR concederá el abandono siempre que el jugador resulte incapacitado para la acción (véase: Guía de Heridas y Mutilaciones Restrictivas).
Art 22: Aun ileso y en condiciones de combatir, el jugador podrá retirarse siempre que lo desee mientras el abandono no devengue en perjuicio de otros jugadores (supuestos tipo A), o persiga evitar situaciones susceptibles de acarrear tanteos adversos (supuestos tipo B).
Para una descripción más detallada de los supuestos tipo A se remite al estudio de los siguientes anexos:
22.a Cobertura.
22.b Vacío de Mando (sólo para oficiales a cargo de tropas o su equivalente integrado).
22.c Intimidación Numérica.
22.d Ordenes Asignadas y/o Misión Inconclusa.
22.e Acerca de la Inminencia en relación a las situaciones anteriores.
Para una descripción más detallada de los supuestos tipo B:
22.f Inferioridad Numérica.
22.g Cerco Enemigo y/o Aislamiento del Cuerpo Principal de Ejército.
22.h Posiciones Estratégicas Desventajosas.
22.i Combate en Curso.
22.j Acerca del concepto de Inminencia en relación a las situaciones anteriores, además de Captura, Capitulación o Muerte.
Nota: El SICAR interpretará todos los conceptos arriba mencionados en su más amplia acepción.
Art 23: El SICAR tramitará cada una de las solicitudes individualmente. Se valorarán todas las variables en concurso sobre una sección circular del campo de batalla, con centro en la posición del solicitante y con radio equivalente al alcance medio del arma de mayor alcance presente en la batalla. En caso de duda y/o ambigüedad, se aplicará automáticamente el principio «in dubio pro fisco».
Art 24: Siempre que la situación analizada pudiera englobarse en los supuestos que recoge el art 22, será denegado el abandono, sin posibilidad de apelación posterior ni de modificaciones en el tanteo.
3ª Enmienda (ver jurisprudencia => caso «Radeka contra SICAR») Únicamente en los casos en que, tras demorarse la resolución más de treinta segundos, el abandono sea finalmente concedido, se revisarán las puntuaciones cosechadas durante el periodo de deliberación.
6/11/2989
Jornada 16
Austerlitz / Diciembre de 1805
Mi primer pensamiento tras la reconexión fue el de que la Guerra había profanado las defensas de los sueños. Mi regimiento —la mejor infantería del mundo— había tomado la colina de las pesadillas y se hacía fuerte en la ciudadela del horror. Y yo, como buen fusilero de la guardia vieja, reclamaba a bayonetazos mi parte del botín.
Mi consciencia emergía al valle de Sokolnitz desde lugares más allá de toda descripción. Allí no regían las palabras: todo mensaje, toda emoción, todo pensamiento apenas esbozado se expresaba mediante el combate. Eriales silenciosos sin luz ni oscuridad tal como las conocemos; yermos patrullados por elementales antiguos que erraban en soledad, al acecho: a menudo simples entidades de energía que sólo adquirían sustancia mediante la lucha, cuando la furia electrificaba sus espíritus y prendía sus corazones en llamas.
Eran invisibles en los primeros compases de aquel sueño. Sólo percibía por doquier su proximidad ávida y letal, como el resuello de un depredador en la noche. No tenía miedo. Al contrario; era el conejo hipnotizado por la danza de la cobra. Sentía su inconmensurable poder de seducción y muerte enroscarse poco a poco, con la sensualidad de un amante, en la misma raíz de mi hipotálamo.
A veces, dos criaturas se encontraban, y del choque de sus auras nacía una canción. Era una canción de amor: amor a la ira, amor a la furia; un himno a la existencia nueva, al ente efímero pero perfecto, exuberante de vitalidad, que sólo germina en la fusión con el adversario, cuando el amor es un acto de guerra cuya misma belleza relega al deseo de prevalecer por combate.
Chocaban en mi sueño tales criaturas, elementales de la discordia, y con el supremo éxtasis de su acto engendraban un mundo, muchos mundos en el vacío. La oscuridad de sus almas se derramaba en crepúsculos sangrientos y bajo sus luces espectrales los mundos se revelaban como inmensos campos de batalla donde cada deidad adoptaba la forma de un ejército: sombras dantescas erizadas de acero, criaturas temibles de ojos encendidos criadas sólo por y para el combate. Los ejércitos se estudiaban bajo el cielo rojo, sobre el suelo negro, y la tensión de su apremio se materializaba en vientos de cólera, en nubes de tempestad henchidas de fuego y sangre. Y era siempre tal la violencia de su choque, la pasión comprimida en cada golpe, en cada herida, en cada muerte, que toda batalla conducía al cataclismo, que todo cataclismo devolvía de nuevo a las deidades a la soledad pregenésica.
Entonces desperté para reencontrarme con un mundo que parecía engendrado en mis pesadillas.
Me encontraba tendido, de bruces, junto al cráter abierto por la granada que me lanzó por las aires. Tenía media cara engastada en el terraplén, y mis ojos no enfocaban con claridad. Un dolor sordo pero constante martilleaba mis sienes y casi me paralizaba el costado derecho; sentía sabor a sangre y tierra en la boca, mezclados con el regusto dulzón de la pólvora que cosquilleaba mis fosas nasales. Las rodillas se negaron a obedecerme cuando intenté incorporarme flexionando las piernas.
Desorientado, hice acopio de energías para girarme y me incorporé sobre el brazo izquierdo. Casi podía sentir cómo, en aquel cuerpo espectral —que percibía en gran medida como mío—, los tejidos se retorcían y rasgaban contra los huesos astillados por el capricho de una voluntad ajena a ellos. Su fuente era la única que me pertenecía en el soldado francés —pueden llamarla alma o como más les cuadre—: la única que tuvo valor para mirar.
La guerrera, irreconocible bajo el barro y la sangre, se había convertido en jirones entre hebillas y correajes enredados; los desgarrones del tejido exponían mi carne cruelmente lacerada por la metralla. Y, lo que era aún peor: aquellos dos muñones a medio cauterizar que remataban mis piernas demasiado cerca de las caderas. Por supuesto que las rodillas no me respondían: ya no tenía rodillas.
Por afinar el diagnóstico añadiré que, además, sentía el rostro adormecido y sólo uno de mis ojos funcionaba correctamente. Me resisto a describir lo que palpó mi mano útil al pasármela sobre la cara; aunque supongo que la mayoría de ustedes se habrá visto más de una vez en trances similares.
Cuando, tras un concienzudo análisis de mis sensaciones, me convencí finalmente de que ya no soñaba, me invadió la perplejidad. Allí estaba ocurriendo algo sin precedentes, algo que no debería haber ocurrido. Parpadeé repetidamente en espera de una clausura definitiva que no parecía querer producirse de manera automática. Me gustara o no, el SICAR había resuelto que permaneciera en el cuerpo moribundo, grotescamente mutilado, del soldado francés.
La justificación inmediata de mi supervivencia tenía fácil explicación; supuse que la deflagración habría cauterizado lo bastante las arterias para evitar mi clausura por desangramiento. Una explicación razonable y con bases clínicas la mar de sólidas pero como excusa para retenerme en el campo —después de resultar alcanzado de manera tan inapelable— se me antojaba bastante pobre, amén de desagradable.
Entonces recordé la disponibilidad del comando de abandono. Nunca hasta entonces se me había pasado por la cabeza utilizarlo pero como todos los participantes me lo sabía de carretilla, junto a los supuestos en que los estatutos del juego autorizan su invocación.
No puede reprochárseme que lo pasara por alto al principio. Sus análisis de las situaciones en batalla son tan parciales y retorcidos que, descontando al desgraciado Radeka y su precedente, aún no sé de nadie que haya logrado retirarse. Además, en el único caso en que el reglamento juega a tu favor —aquel contemplado por el primer artículo—, la clausura de la conexión por derribo precede casi siempre al abandono.
«¡En Little Big Horn me clausuraron por un simple flechazo en los riñones!», pensé, indignado. «En Hattin, el SICAR me tumbó por deshidratación antes de rajar a un solo sarraceno… ¡Deshidratación, valiente chorrada! ¡Y ni siquiera vi venir el pedrusco que, según esa chatarra malnacida, se supone que me desnucó en Otumba!»
Sin embargo, allí estaba ahora: sin piernas, tuerto, con medio tronco paralizado e incapaz de comprender qué se esperaba de semejante guiñapo. Quizá fuera eso; la certeza de que difícilmente existiría un caso menos en conflicto con las restricciones de abandono la que me devolvió el temple necesario para analizar la situación.
Decidí esperar unos minutos antes de subvocalizar el comando. El dolor de las heridas era perfectamente tolerable y lo inusual de mis circunstancias me había despertado cierta curiosidad. Recosté lo que quedaba de mi cuerpo sobre la mochila y escruté el campo de batalla.
A mi alrededor, entre boquetes todavía humeantes, sólo veía cuerpos tendidos con casacas azules, tan destrozadas y