Bitácora de la hoja: Ensayo biográfico sobre Mariano Azuela
Por Emiliano Álvarez
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Emiliano Álvarez
Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente estudia la maestría en Letras Mexicanas en la misma institución. Ha sido becario, en el área de Poesía, de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca). Asimismo, forma parte del equipo de filología del Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (Cordiam) de la Academia Mexicana de la Lengua (AML). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino en 2017 por su libro Sólo esto.
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Bitácora de la hoja - Emiliano Álvarez
Primera edición: 2019
Primera edición digital: 2020
D. R. © 2018. El Colegio Nacional
Luis González Obregón 23
Centro Histórico
06020, Ciudad de México
ISBN 978-607-724-371-7
Hecho en México / Made in Mexico
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Índice
01
El huracán y la hoja seca
Mariano Azuela y la Revolución
02
Primavera de la hoja
Juventud y primeros años
03
Resurgimiento de la hoja
1925/1952
Según podrá observarse, las numerosas citas textuales en este libro no están presentadas de acuerdo con el formato de citación tradicional: sin importar su extensión, están siempre integradas en el mismo flujo textual, y su naturaleza ajena al autor del libro está señalada tan sólo por las comillas. Ello no es una decisión editorial para esta colección, sino la voluntad del autor, con el fin de que el texto todo se perciba más como un solo tejido. Las referencias bibliográficas precisas están consignadas en las notas que se presentan a pie de página.
01
El huracán y la hoja seca
Mariano Azuela y la Revolución
La sociología en pantuflas, bata, radiador, etc., nos hacía reír. En la sierra no es fácil acordarse de que los sabios de gabinete poseen ricos juegos de lentes y tiempo sobrado para ajustar y afocar; de que son ellos los únicos que, con una buena digestión y un mejor dormir, pueden darse el lujo de la grandeza del alma y perspicacia mental necesarias para apartar del campo microscópico la maraña de crímenes, lágrimas, sangre, dolor y desolación, y contemplar en toda su pureza el mármol de la Revolución emergiendo triunfal del cieno donde lo hundieron los matricidas. Los que asistimos al final de la lucha —hermanos de espíritu arrojados unos contra otros en carnicería y desorientación vesánicas—, los que la vivimos, apurando todo el veneno que en ella vertieron los de arriba en sus ansias de apoderarse del botín, no. La imagen de la Revolución para muchos millares de revolucionarios, tenía que salir roja de dolor, negra de odio. Salíamos con los jirones del alma que nos dejaron los asesinos. ¿Y cómo habríamos de curar nuestro gran desencanto, ya viejos y mutilados del espíritu? Fuimos muchos millares y para estos millares Los de abajo, novela de la Revolución, será obra de verdad, puesto que ésa fue nuestra verdad.
Mariano Azuela¹
1 Este texto apareció el 16 de septiembre de 1927 en El Universal Ilustrado (tomo
X
, núm. 540).
1
Escalpelo, serrucho, torniquete, vapores alcoholados e invisibles que luchan por tapar otros hedores. El antagonista del médico de guerra no es el otro ejército: es la muerte misma, la muerte que formamos entre todos los que estamos vivos. La maldición de nuestra conciencia: sabemos que nos vamos a morir. Y, sin embargo, esa misma conciencia nos da un poder sobre los otros: sabemos que podemos destruirlos. El médico de guerra lucha por detener la destrucción. El médico de guerra arriesga la propia vida, pero no para acabar con ese Otro formado por los otros: la arriesga para alzar un dique ante la marea de la muerte. Así la historia: un bando trata de aniquilar al otro, trata de sacarle la muerte que lleva dentro, sin sucumbir ante la muerte que el otro bando trata de sacar desde su entraña. En esa narración hombruna, repetida hasta el cansancio, glorificada y despreciada hasta el cansancio, el médico de guerra es siempre la parte menos impulsiva, menos neurótica, menos incendiaria.
2
La historia se repite. Menudo lugar común. No obstante, la historia misma —ese autómata invencible que esconde un enano maestro— nos impone la triste necesidad de repetirnos ² La Historia, la Física, la Estrategia, las Estadísticas (todas invencibles, todas puestas al servicio de un ajedrez en el que nunca vencemos). . . Y allí la sombra del médico de guerra, en lucha por alterar, siquiera un poco, el final de ese relato, obsesivo y predecible.
3
Los cartuchos tiroteaban según los planes,
los dedos mantenían el rumbo de las cosas
de acuerdo con la excitación y las órdenes.
Los ojos sin herir estaban llenos de mortandad.
Las balas siguieron su curso
a través de trozos de piedra, tierra, y piel,
a través de intestinos, libros de bolsillo, cerebros, pelo, dientes,
conforme a las Leyes Universales,
y bocas gritaron Mamá
desde repentinas trampas de cálculo,
teoremas partían en dos a los hombres,
ojos arrancados a golpes miraban la sangre
brotando como desde una tubería
hasta los espacios entre las estrellas.
Caras aplastadas en el lodo
como para hacer una máscara de su vida
sabían que ni en la superficie del sol
podían estar aprendiendo más o más puntualmente.
La realidad estaba dando su clase,
su mezcla de escrituras y física,
acá, con cerebros entre manos, por ejemplo,
y allá, con piernas sobre un árbol.
No había escapatoria salvo hacia la muerte.
E incluso seguía más allá —sobrevivió
a muchas plegarias, a muchos centinelas fiables,
a muchos cuerpos en excelente forma,
hasta que los explosivos se acabaron
y sobrevino un puro cansancio
y lo que quedaba miró alrededor a lo que quedaba.³
Después de esos versos, se omite, en el poema, algo crucial para el tema que aquí se va dibujando: entre la polvareda que no quiere desaparecer, después del relinchido que vaga solo y sin jinete —el jinete yace muerto, según lo celebra el repetido Enemigo, como el de ese otro poema provenzal del siglo XIII—,⁴ cuando ya la sangre se está secando, comienza la lucha del médico de guerra, quien, con una fortaleza y un sentido de comunidad comparable al de una hormiga, pasa entre los heridos tratando de contradecir la lección inminente de la Realidad.
4
Tengo, ya se adivina, un médico de guerra en la cabeza: un jalisciense, nacido en Lagos de Moreno en 1873, que, poco después de cumplir cuarenta años de vida, fue integrante de las fuerzas revolucionarias del general villista, seis años más joven que él, Julián C. Medina. Me refiero a Mariano Azuela, más famoso como novelista, sobre todo por su obra magna: Los de abajo (1915).⁵ A su manera —si bien por muy poco tiempo—, Azuela encarna la misma dualidad que escritores del pasado, como Garcilaso de la Vega o Miguel de Cervantes, soldados que también se dedicaron a escribir, aunque la participación militar del laguense no fue la del volitivo y valiente agresor, sino la del cirujano, la del necio que se rehúsa a aceptar que la muerte se salga con la suya.
De izquierda a derecha: (dos personas desconocidas), el general Rodolfo Guadalupe Fierro, el general Francisco Villa, el general Toribio Ortega Ramírez y el coronel Julián C. Medina, ca. 1913
5
El soldado soldado y el médico soldado. La demanda física es igualmente brutal. ¿Ustedes se imaginan serruchando la pierna de un hombre despierto, porque se han acabado los anestésicos, gruñendo de dolor, medio borracho —el alcohol ayuda a amainar la brutalidad que recorre los nervios: atolondra el cerebro, un tanto confundido sobre lo que debe o no sentir—, con un trapo manchado de sangre entre los dientes? Si la violencia de la gangrena es bestial, no lo es menos la violencia —dirigida a la curación, pero violencia al fin y al cabo— que necesitan empuñar esas falanges que suben y bajan por la piel y el músculo y la osamenta. ¿Ustedes se imaginan cauterizando después esa herida? ¿Aguantar ese olor, esa visión, esa aspereza? ¿Se imaginan consolando al amputado, a sabiendas de que quizá se caiga definitivamente del tablero de cualquier manera?
6
¿Cuál oficio es más valioso, más útil, más urgente? El hidalgo loco, de espíritu bélico, parece no tener dudas: son casi de nobleza equiparable, pero el de las armas siempre pesa más en la balanza que el de las letras. El loco, así, participa de una locura social, generalizada en su época —y, por lo mismo, todos se admiran de su discreción al oírlo: la locura de todos se vuelve signo de inteligencia, tal parece—.⁶
Hoy nos atrevemos a cuestionarlo. No: a menudo sentimos que ése es nuestro deber: cuestionar la visión clásica de la violencia. La segunda Guerra Mundial, su exasperante exceso, su infame cercanía con la primera, la Gran Guerra, provocó más que nunca el surgimiento de voces disidentes, de voces que no se conformaban con la grandeza
de la guerra, y, aunque sigamos leyendo La Ilíada entre lágrimas, una sombra de duda ya nos sobrevuela: ¿es vigente, admirable, deseable ese heroísmo?
En México, el trauma vino antes. La guerra intestina de principios de siglo, la así llamada primera gran revolución social del siglo XX, ha sido, también, el conflicto más sanguinario de nuestra historia como nación independiente y dejó el rostro del país aplastado contra el lodo, y con la nariz rota. Y es que las cifras son para llenar de espanto: según las últimas estimaciones, el costo social de la Revolución mexicana asciende a los 2.1 millones de personas muertas, hombres y mujeres.⁷
Aunque Azuela no fue soldado, y aunque aquí he idealizado su figura de médico militar, su participación en la guerra, si bien modesta, lo hacía partícipe de la barbarie. Sin embargo, de entre sus dos profesiones, de entre las armas y las letras —aunque el arma que empuñara fuera la espada mínima del bisturí—, de su vivencia anfibia en ese mundo de pólvora y tinta, podemos extraer una respuesta, siquiera hipotética, ante la pregunta del principio de estos párrafos: en la balanza del valor, la utilidad y la urgencia, pesa más, nos diría Mariano Azuela, el oficio de las letras. Las letras, con su engañosa fijeza en el papel, nos permiten revivir eternamente ese trauma. Son a menudo nuestra memoria.
Si del conflicto armado en sí no hemos aprendido a escapar de la iteración obsesiva, quizá las grandes novelas bélicas (grandes por críticas), como Los de abajo, sean un bastión para nuestra posible esperanza.
7
Pero el tema de Los de abajo no es la guerra en sí. Es la desolación, la desolación que viene de observar la historia del país y cómo, desde el punto de vista del novelista, el movimiento que prometía darle la vuelta a su decurso se vio arrastrado por la misma corriente. Debajo de esta losa de siglos salen los hombres y mujeres de Azuela: son las víctimas de todos los suelos y todas las pesadillas del Nuevo Mundo. ¿Hemos de sorprendernos de que, al salir de debajo de la piedra, parezcan a veces insectos, alacranes ciegos, deslumbrados por el mundo, girando en redondo, perdido el sentido de la orientación por siglos y siglos de oscuridad y opresión bajo las rocas del poder azteca, ibérico y republicano? Emergen de esa oscuridad: no pueden ver con claridad el mundo, viajan, se mueven, emigran, combaten: se van a la revolución. Cumplen [. . .] los requisitos de la épica original. Pero también, significativamente, los degradan y los frustran
.⁸
8
La novela de la Revolución mexicana tiene un correlato plástico evidente: el muralismo, esa estética viril y descomunal, a menudo tosca, que avasalla las paredes de nuestros edificios públicos.
En una de sus obras más emblemáticas y deslumbrantes, los frescos de José Clemente Orozco en el Hospicio Cabañas, se ve a un hombre, en caída o en ascenso, envuelto en llamas. Dicen que el hombre es el mismo Orozco, y a su alrededor se ven los otros apóstoles
de la pintura mexicana del siglo XX: Rivera, Siqueiros y el Dr. Atl. De esos cuatro nombres fundamentales del arte mexicano, dos se dedicarían a ilustrar las páginas de Los de abajo: Orozco mismo, en la primera edición en inglés, publicada en 1929, con el título de The Under Dogs (¿no es notable la metáfora que nos sugiere el inglés para hablar de los revolucionarios azuelinos —dog: perro—?; ¿no es notable que sea justo esa edición la ilustrada por Orozco?); Rivera, en una edición de lujo, auspiciada por la SEP hacia el mismo año, pero que nunca llegó a publicarse. (Los dibujos, sin embargo, se conservan —y se reprodujeron recientemente [2012] en una edición del Fondo de Cultura Económica—.) ⁹
9
El retrato de los revolucionarios en Los de abajo es duro. Como los zapatistas según los dibuja Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente, los guerrilleros azuelinos son, en su mayoría, pobres, ignorantes, harapientos.
Luchan sin saber por qué ni contra qué. Todo idealismo, toda heroicidad incólume están siendo continuamente desechados.
Es interesante el ejercicio de écfrasis a la inversa —extraer del texto la imagen, y no de la imagen un texto— que los pintores hubieron de hacer para acompañar la novela de Mariano Azuela. Los dibujos de Diego Rivera son pulcros y directos. Reflejan un pulso certero, que no duda. Los rasgos de Demetrio Macías, severos, muy masculinos, transmiten cierta idealización heroica del personaje. Su ropa es sencilla y estereotípica. No hay ningún rasgo sucio, humillante. Parecen nacer de una óptica un poco paternalista, un poco idealista. Ello, quizá, logre un equilibrio, un balance entre la desolación y la belleza.
Por su parte, los dibujos de Orozco no se permiten esas concesiones: esperpénticos, difuminados, rudos, son, acaso, un mejor reflejo de esa brutalidad inherente a la novela.
O quizá, más bien, surjan ambos discursos plásticos de dos momentos distintos de Los de abajo: aunque su heroicidad está puesta en duda, los rasgos de Demetrio Macías son descritos, sobre todo al inicio de la novela, con notable pluma épica; algunas de sus proezas militares son narradas con evidente y epopéyico regodeo. De allí la representación de Rivera, fiel a esa firmeza racial de bronce. La de Orozco, en cambio —y más acorde con la tosquedad de sus trazos—, proviene, más bien, de los actos de ese protagonista, o de los hombres bajo su mando, en contradicción con su semblante que, por momentos, parece estar a la altura del arte
: a menudo, actos autómatas de violencia y rapacidad.
Dibujos de Diego Rivera en la edición de Los de abajo publicada en 2012 por el Fondo de Cultura Económica y la Universidad Autónoma Metropolitana
Dibujos de José Clemente Orozco en la edición en inglés de Los de abajo (The Under Dogs) publicada en Nueva York por Brentano’s en 1929
Pero la inversa écfrasis riveriana de Los de abajo tendría un segundo desarrollo, éste acaso más logrado y atrayente. Pasamos con frecuencia frente a él, atestados en la incómoda cercanía del transporte público. Si en 1929 Rivera había preparado los dibujos para una edición de la novela, en 1953 decidió incluir algunas escenas de la novela en el mural del Teatro de los Insurgentes. Aunque las del libro inédito de 1929 pueden resultar un tanto esquemáticas, la caricaturización colorida del mural —donde, por cierto, Demetrio Macías resalta por su delgadez, en contraste con su robusto retrato de antes en manos de Rivera— encarna una mirada irónica, casi burlesca, que rompe con la solemnidad azuelina, y ofrece, por lo mismo, un contrapunto plástico que le otorga otra dimensión a la realidad allí descrita.
10
"‘Todas las artes —dijo el joven revolucionario francés— han producido maravillas. El arte de gobernar sólo ha producido monstruos’. St. Just llega a esta conclusión pesimista una vez que ha distinguido el paso histórico de la