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En Las Calles De La Eternidad
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Libro electrónico298 páginas8 horas

En Las Calles De La Eternidad

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Cuarto libro de Andrés Ugueruaga. En las calles de la eternidad está fundada en varios capítulos que gradualmente van constituyendo un Todo, evidenciando el signo de nuestros tiempos: la falta de amor, las simulaciones y la soledad, el desarraigo y las posibles conexiones online con gentes de países que están “más lejos que la luna”. A continuación, nuestra obra trata dos tópicos a detallar:

El primero, se refiere a lo que puede ocurrir en cualquier ciudad del interior de cualquier país globalizado, en las experiencias de lo inmediato, y en las lejanas existencias que llegan a la ciudad. En su cambiante Terminal de ómnibus: la salida a otros lugares; en su bar y en su discoteca: espacios de diversión y pasatiempo. “El provincianismo –escribió Fernando Pessoa en 1928– consiste en pertenecer a una civilización sin tomar parte en el desenvolvimiento superior de ella, en seguirla, por lo tanto, miméticamente, con una subordinación inconsciente y feliz.” Este provincianismo, está justamente encarnado en la snob, Camila Paol, la autodenominada “Safo, la poetisa del Litoral”; en la desesperada y bulliciosa rebelión del demencial Ayurveda. Estos aspectos testifican en cómo la sobremodernidad, con su impetuosa abundancia, se inmiscuye en las fisuras de una realidad; en esta localidad en donde sus personajes son en verdad mundos diversos. En donde entre todos constituyen un coro de voces, incapaces, finalmente, de transgredir valores y barreras infranqueables, ya sea por sus destinos imperfectos o mera incapacidad. Sin embargo, confiesa resignado su narrador, Tony Santos: “a nosotros no nos competía eso, no éramos eso, y al menos yo, me alegraba de que así lo fuera, viviendo bajo el sol de este pueblo tan distinto a la gran metrópolis: más pequeño, simple, más como uno (...) a salvo de desperdicios de industrias multinacionales y bolsas de hipermercados, multinacionales.” Esto, para Tony dar rienda suelta a sus vueltas por la ciudad: el misterio, entre tantos otros, de un linyera llamado Ivo, quien al parecer ha venido desde el Caribe y todos desconocen el motivo.

En el segundo tema,en cambio,se acoplan la condición humana y la identidad. Esto mediante Barsut, una persecutoria y siniestra alegoría, extensiva del mito de Proteo; mediante la más excesiva locura; el deseado exilio a lugares inciertos; el pasado que reaparece en el presente del narrador; todos los deseos; la amistad; los amores; el camino del tiempo; el dinero. En esta ficción –y en un mundo expandido por la Internet pero complejizado por los medios de comunicación–, los límites convencionales se desmoronan por su mismo peso. Tony Santos se presta a rememorarnos la imprevista mutación de Javier Saravia (alias Ayurveda), su brillante y viejo amigo de la secundaria, quien cayó en una seria enfermedad mental. A través de los años, Javier Saravia se convirtió en Ayurveda, quien desea viajar a Nepal. Tal es así que se declaró habitante de Latika, una ciudad nepalí inexistente, cuyo nombre, según Google, se corresponde al de una bella actriz hindú. Ayurveda es un ávido viajero, y, a fin de cuentas, un revolucionario exiliado en su propia enajenación, quien planea además sitiar Reconquista, con el fin de instruir a sus habitantes que mediante el dolor y las carencias, se logra la civilización.

¿Cuáles son los límites en nuestro mundo más y más complejo? ¿Adónde llegaremos al ver que la locura, los sueños y la imaginación, encuentran un lugar concreto al emerger en nuestras realidades?

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento28 jun 2011
ISBN9789897140464
En Las Calles De La Eternidad
Autor

Andrés Ugueruaga

Andrés Ugueruaga nació en Reconquista, Santa Fe, Argentina, el 27 de octubre de 1972.Entre sus libros, ha escrito el libro de poemas El bronce de los días (2007), Ensayo y crítica (2007) y Torrencial. Ha colaborado en el suplemento de los sábados “Sábado Uno + Uno” de México (D.F.); Diario “El Litoral” de Santa Fe, y en varias páginas de Internet, como Critica.cl y Letralia.com. Entre sus lecturas predilectas están: Cesare Pavese, Daniil Kharms, William Faulkner, Juan José Saer, Paul Auster y Haruki Murakami. Se confiesa el más devoto alumno de Alicia Steimberg, la célebre autora de Músicos y relojeros y La loca 101.

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    En Las Calles De La Eternidad - Andrés Ugueruaga

    [12 de diciembre del 2010]

    Safo se anticipó: Saravia había desaparecido de su casa, del mundo sensible… Yo nunca supe más nada de él, porque desapareció en el sentido más literal, y lo comprobé recién hoy por la tarde, frente a mi vieja computadora de segunda mano: hasta su email se esfumó. Y sí, claro que lo sabía, pero moví mi cabeza negándolo, ¿qué otra cosa? Desde la cocina alguien habrá escuchado mi voz ronca diciendo: Chau sus largas caminatas por la ciudad al atardecer, también nuestros partidos de ajedrez, todo. Pero es imposible, yo vivo solo. Y cómo pasa el tiempo: era ya la una en punto de la madrugada.

    Atrás quedó ‘el proyecto’: sitiar la ciudad, ver a sus habitantes como pobres ratas de laboratorio buscando lo perdido, gritaba él, levantando sus brazos con nervio, "que todo arda, que todos despierten", y caminaba despacio yo, especulando por la calle iluminada y desierta rumbo a mi casa, como un bárbaro en Asia, el título de ese libro que la increíble Camila (alias Safo) retiró de su inmune y prolija biblioteca para obsequiármelo con esa sonrisa maliciosa, mostrándome su diente de oro y un hermoso ejemplar de un poeta belga llamado Henri Michaux. Camila colecciona libros usados, de hojas amarillentas. No le gustaron las letras de la portada: minúsculas y doradas sobre una tapa bordó de fino cuero. Yo había leído poco del tema… ¡Pero Javier nació y se crió en este pueblo!, le aseguré al abandonar su casa. ¡Él no es asiático! Y paso a paso me abrí camino en el césped húmedo de rocío de la plaza, reconociendo la loca historia de alguien que cambió un lugar por otro: uno triste y concreto por otro, de ensueño. Tal vez lo digo porque me cansé de despertar por la madrugada todo sudado gritando ¡Ayurveda!. Con una sonrisa nostálgica recordé los desprolijos retazos de una soleada y difícil tarde de enero, de cuando lo vi por última vez, con su acostumbrada bermuda verde, su musculosa negra, descolorida y estirada; su mano derecha en forma de gancho, hamacándose tensa a su costado, cada vez más escuálida; recordé haberle preguntado a Ayurveda (el alias de Javier Saravia) si era feliz. Como respuesta se impuso un silencio negro, con una mirada que no me decía nada, como si esa pregunta se tratase de una espera ¿Existía todavía algún horizonte en su vida? Esta interrogación y sus signos se perpetúan hasta hoy. ¡Y…! ¡No lo puedo saber! Pensé. Caminaba yo por una noche fresca y festiva. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina. Pero mi pregunta sobre ese incierto horizonte no cargaba nada triste, sin embargo, su respuesta sí… Y no culpemos al inquieto Mousladin, el espíritu o fantasma egipcio que vivió en el Medioevo, el eterno amigo de Ayurveda según Safo, Qué podría hacer ese pobre, pobre espíritu en estos tiempos.

    La vida continuaba y unas veinte horas más tarde, a la pregunta de Nicolás en la tan concurrida barra de Moe´s Villa y entre copas llenas, yo le respondí que sí: yo me sigo acostando con Safo… seguimos haciendo el amor a trocha y mocha: no me interesa dejarla. Le dije. Pues nos unía y mancomunaba el sexo, las conversaciones, los libros y alguna que otra pelea, le confirmé y aseguré subiendo mi voz. Ella sin embargo iba a perderse y malgastarse en los vaivenes de las caravanas de la diversión, de los papelitos picados, y de la música mala a todo volumen; y también en las desmejoradas, estériles y roncas peroratas políticas de hombres con trajes grises, en la blanca nada de la vida. Por supuesto, la política le subvencionaba los recursos para caminar su absurdo y amenizado sin sentido.

    Cruzo la ajada 9 de Julio: la plaza enfrente a la Terminal. Miro con descuido los remisses estacionados con orden y paciencia, a la espera de algún pasajero lleno de valijas y bolsos, de muy lejos; perros con el cuerpo frío durmiendo a pierna suelta; risotadas de hombres obscenamente chistosos; mujeres perfumadas que huelen a pescado, ofreciendo una verdadera noche de placer, y hasta amor eterno; chicos con la cara y el pelo sucios. Descalzos. Hambrientos. Pávidos. Pidiendo comida o monedas a los eventuales transeúntes. Echo una ojeada a los carros hamburgueseros aún abiertos. Transpirados hombres gordos de chaqueta blanca en su interior, su acostumbrado ventiladorcito, sus panes de hamburguesas envueltos en nylon, sus almanaques de mujeres en bikini. Allí casi no quedan comensales, me dije oliendo el aroma de viejas fritangas, porque sencillamente no es la noche propicia para saborear a la intemperie cualquier minuta acompañada con una cerveza fría. A pesar de ser diciembre, el calor aún se hace rogar... Esto es un poco como Nepal, me dije sólo para pensar en mi amigo ausente. Y marchaba. Poniendo mis ojos cansados en esos altos semáforos inútiles y amarillos, en ese lustroso Dodge rojo estacionado, en ese grupo de perros y humanos. Volví a pensar en un rato antes: en mis anormalidades oníricas que le confesé a Safo. No sé qué decirte, Tony. Desde hace años también tengo un sueño recurrente. Vas a pensar que estoy loca: siempre lo soñé a Ayurveda caminando a la deriva, dando vueltas por la calle, siempre persiguiendo a alguien. Vos lo perseguís en el sueño.

    ¿Pero cómo puede ser? me pregunté en voz alta.

    Perseguidor o perseguido, ella tuvo un sueño premonitorio ¿Y cómo se comporta? pregunté.

    "Mejor dicho: premonitorio mientras no pasó, me dijo con una risita turbada porque ahora ya es parte del pasado. Y se quedó reflexionando, en algo que quizás la preocupaba ¿Y cómo se comporta Ayurveda en mi sueño me preguntás…? Él mira para todos lados, las ventanas, los autos, la gente. Como si hubiera perdido la razón".

    ¿Como si estuviese demente, digamos? Comparé. ¡Y eso ocurrió!

    asintió (¿emocionada?) punteándome con su dedo y agregó: ¡Pero en el sueño no lo reconozco! Tiene barba, harapos, un perro cocker que lo acompaña. Pausa. ¿Podría ser Bernardo? Pero este sueño es anterior a que naciera este perro, antes incluso a que Javier se enloquezca. ¡Yo soñaba esto desde cuando era su novia! Confesó al borde del grito ¡De cuando teníamos quince años! Me asustaba verlo como un viejo, con una barba llegándole hasta la cintura. ¡Me asustaba! Lo soñé mil veces, lo vi muy parecido a ese linyera que hace mucho no veo, ¿Ivo? ¡Te lo juro! Concluyó con un suspiro. La besé ni bien terminó esa frase, muriéndome de risa: hablaba como si Ayurveda con el cocker aparecieran en cualquier momento, por allí, a la vuelta de la esquina. Y calculé la siguiente ecuación: Ivo=Ayurveda; Ayurveda = Ivo. Me embrollé ¡Pero hasta dónde eran equivalentes!… Yo no quería pensar mucho más.

    Sin embargo jamás vi a Ayurveda con semejante barba. El espectáculo de los persistentes carritos hamburgueseros, el colorido de los semáforos y las bicicletas trasnochadas me rodeaban. Bah, cosas locas. Le murmuré al dejar de besarla. En tanto él hacía casi diez meses que había viajado derecho a Santa Fe y después a Buenos Aires, y luego, el avión a Benarés, y después por tierra, directo a Lhasa. Digamos lo siguiente: Ayurveda escapó de la Ley (dato a tener en cuenta). Primero de la policía y más tarde de la policía aeroportuaria, y sin dar el brazo a torcer subió a un inmenso avión y todo pasó a ser historia. Su pasaporte falso, sus documentos falsos, su pistola de plástico negra dentro de su bolso con el cual se subió a ese imponente Boeing. ¡Los miles de dólares falsos! Que una boliviana llamada Reina Julia Euvino, que fingía ser una editora que trabajaba por la calle Corrientes al 7000, ahora que lo recuerdo, fallecida a sus treinta, al desangrarse mientras abortaba. Reina Julia Euvino. Esta reina que fingía ser una librera. Ella misma apuntaló a Ayurveda en su proyecto. Porque a pesar de ser una reina con pretendidos aires de empresaria, tenía también ella sus descontentos con la sociedad. Ella fue la amante incondicional de Ayurveda; y además del alquiler de algún departamentito en algún barrio de Buenos Aires, le escanció dinero y documentos falsos. En caso de haberse quedado Ayurveda en Buenos Aires, ella hubiera abandonado quizás su vida ligera, y ambos podrían haber sido una exitosa pareja de estafadores, de manipuladores de cualquier tipo, manejándose en el increíble paraíso porteño, con sus propios códigos, fuera de la sabia y omnisciente Ley.

    En su fuga, él me comunicó que un agente haitiano de la Interpol lo perseguía. Su cabeza redonda. Sus enérgicos rizos aceitosos. Sus largas patillas terminadas en punta. Su bigote y sus grandes ojos inyectados en sangre. Moviéndose por los aeroportuarios, inmaculados pasillos internacionales, enfundado en su muy sudado traje gris claro, de aquí para allá subiendo las escaleras, entrando en los baños del aeropuerto, buscando con meticulosidad en el interior de cada negocio, preguntándole si conocía a esta persona, con un identikit plastificado en su mano, sacudido a cada palabra que él decía, en inglés o en español, a cada mujer rubia de labios carmesí y sonrisa perfecta, hermosa y uniformada. Él preguntaba por un hombre con mano en forma de medialuna y mirada de desquiciado, pero no lo iba a encontrar.

    ¡Y vaya a saber! Todavía guardo en mi teléfono celular sus mensajes de texto, enviados todos con desesperación, mientras se escabullía de ese oficial. No me preocupó, pues sabía que se trataba de una de sus tantas fantasías. ¿Por qué creen sino que estuvo internado? Éste es Saravia, con sus ojos desorbitados, con sus frases a menudo inconexas, con sus acciones impredecibles. La vox populi rezaba que Javier Saravia es capaz de cualquier cosa. Por eso, en su debido momento, todos los dedos lo señalaron a él, no hubo quien no lo acusara por los asesinatos de su padre, y de su hermanastro; a pesar de que las sospechas permanecen en pie como espantapájaros y sin pruebas suficientes, entre bisbiseos, de café en café. Porque aquí la Ley jamás hubiera podido con las permanentes y enérgicas corridas de mi amigo. Pero su fuga nunca tuvo sentido, porque nadie lo acosaba. Y al leer su último mensaje: ‘M SUBI AVION. HASTA NNCA’, sonreí alegre. En mi retina descansaban esas letras tan negras y elocuentes, impresas en ese blanco tan característico de los mensajes de textos. No habrá sido ninguna belleza su situación y me fue fácil imaginarla: escalera, azafata, pasillo, música ambiental, transpiración en su frente, ojos desorbitados, voz temblorosa. Los rasgos inconfundibles de un eterno prófugo de sus propios fantasmas. Porque cuando se dice fantasmas es mucho más que aparecidos, ánimas, muertos y demás… Esta simple palabra había echado sus raíces mucho más hondo en él. Sus días estaban para disparar de algo, de alguien

    Así se suponía que terminaría esta historia. Pero en esas primeras horas de una madrugada fresca recordé su llegada de Buenos Aires, de cuando tomábamos con unos amigos algunas cervezas en la Terminal.

    [La llegada, el arribo]

    29 de abril del 2007.

    Para ser sincero, no estaba muy al tanto de su vida. Suponía sí, que estaba bastante loco. Él llegó una noche de domingo a fines de abril, tras una ininterrumpida ausencia de siete años. (Esa eternidad de años rezaba la leyenda inventada por él, y éste su falso dato: sus años de exilio iban desde el 2002 hasta el 2007; pero el siete era su cifra preferida.) Javier Saravia era de esos de contextura fornida, algo excedido de peso tal vez, cabello entrecano y ojos achinados de haberlo visto todo y no haber creído en nada. Él era una realidad y casi sin poder entenderlo, yo lo vi regresar. Esa sí fue una sorpresa y ocurrió a las once de la noche ¿verdad? a la hora en que la Terminal yace repleta de pasajeros yendo y viniendo, aguardando su colectivo. En medio de todos ellos, él observaba con desconcierto cada detalle que la ciudad a cuentagotas le ofrecía. Por momentos lo vi reír, al hacerlo le tembló su labio inferior y me hizo recordar a Roxana. Su destino era muy obvio: la casa de su madre. ¡Vaya realidad la que le iba a tocar vivir! Se bajó de ese inmenso bólido amarillo, (¿lo ves?) le dio unas pocas monedas al maletero y echó a andar por las calles eternas. Me consta que unos perros vagabundos escoltaron sus pasos perezosos y lentos, el mismo andar que lo trajo desde tan lejos, desde el otro lado del océano, desde el otro mundo.

    Al pasar por la tienda de artesanías y luego por el Museo Arqueológico Municipal, Saravia habrá notado entre las opacas penumbras, ese esqueleto grisáceo de cinco pisos proyectándose al cielo. (En ese mismo punto, yo me había parado un día atrás, adonde se inaugura esa angosta senda gris. Miré también por encima de los bordes de las casas pintadas todas a la cal, y distraído, usando mi mano como visera, encaucé mis ojos al vértice alto y gris de esa estructura, de lo que hace mucho iba a ser un majestuoso centro cultural. En esos escasos segundos recuerdo que vi: bicicletas, motos, autos, colectivos, transeúntes, un búho. Y me detuve. Cerré mis ojos y me pregunté ¿Estoy viendo un búho? ¿Dónde están las rejas? Esto no era un zoológico pero allí ¿qué había? Su grueso perfil resaltándose en el extremo de esa mustia viga, sus gigantescos ojos, su nimio pico curvo; nunca un león, una cebra, un gorila... me dije; sólo un búho inmóvil contemplando al este, al campo llano y verde, más allá de la ciudad. Fui a un quiosco a comprar una tarjeta para mi celular. Debía llamar a Waldo.)

    Ni bien vi descender a Saravia de ese colectivo, caí en la cuenta de que el búho vaticinaba su regreso es tan curioso ver a Ayurveda por aquí como haber visto a ese gran búho pardo. Pero Javier Saravia al mirar a ese enorme esqueleto edilicio, y lo confirmo, habrá recordado sus épocas como cazador de palomas, siempre antes de ir a la escuela. Con nervio habrá recordado (y le molestaría al leerlo) cuando les daba de comer pan duro o maíz para después cazarlas. Su obsesión por entonces eran solamente esos pájaros.

    Pero además de ese búho, antes y durante su llegada, hubieron otros ‘elementos raros’: un linyera entrometido y curioso con los ojos fijos en él; una bandada de pájaros extraños volando alrededor de la Terminal. Nada era igual porque los años habían pasado, porque la ciudad –aunque no lo hayamos visto– se encargó de cambiar: aquí un semáforo; allí una farmacia con una gran vidriera llena de luz; un modesto local de ropas más allá; una calle refaccionada más acá. Y qué más puedo decir: con él compartimos crudas experiencias; desde la más profunda amistad hasta las más enérgicas trompadas. Él me enseñó sobre el bien sabido fraude al decir que ‘tu mejor amigo puede ser tu peor enemigo’. Con él aprendí, entre otras cosas, de los muchos y sórdidos recovecos del ser humano; de cómo se dan las cosas en la vida de un mortal.

    Por eso les indiqué a mis amigos: ¿Lo ven? Ése que va a ahí ¡El que está ahí! Es un amigo de la secundaria. Así como lo ven, él acaba de llegar de Nepal ¡Volvió!. Mi comentario les produjo risas, ignoro si por su ropa (un jogging violeta, azul y blanco, gorro de lana negro y zapatillas blancas) o por haber llegado de aquel lugar. El tiempo pasó. Cuánto nos parecíamos en la secundaria. Pero ahora, sin embargo, ya no estábamos cortados por la misma tijera. Porque al verlo me percaté que éramos opuestos. Los recios empujones de la vida me llevaron a mí por aquí y a él por allá. ¡Y nadie tenía la culpa!: éramos sencillamente contrarios, inocentes de nuestros actos aunque mi mente, que nada lo olvidaba, hizo que ni bien mis ojos lo vieran, me identificara con él. En ese santiamén algo de mi vida despertó. Porque se trata de una historia de amistad, identificaciones, enemistad y sospechas… Y si digo que nos parecíamos mucho, fue porque yo nunca fui él: coincidíamos, sí, en muchos pareceres. Es que Saravia siempre estimuló en mí, ganas de caminar por el tajante borde de la navaja, en los abismos más o menos sociales, más o menos esotéricos (para decirlo de una manera recargada y loca). Y en esas antiguas instancias, cualquier divergencia quedaba atrás. Actuábamos ya sea mirando un mapa, ya sea alrededor de una copa, o pergeñando el paso previo a un accionar más comprometido. Durante años nos interesó jugar con fuego, pero ya mucha agua había corrido bajo el puente: el chasquido espontáneo de mí lengua paladeando mi cerveza helada se debía a que ya no quedaban dudas, ya nada sería lo mismo.

    Aclaro: siempre me gustó el sentido de su viaje, él siempre quiso descubrirlo. Yo lo pensaba como algo más que un traslado, algo a modo de conquista. Ya no se habla de conquistas ¿verdad Waldo? le pregunté. A esto él me respondió: La del Espacio sí; no la del infinito, y después de todo, hay muchas conquistas ¿pero de qué? Saravia deseaba conquistar cualquier cosa. Esto me confesó hace muchos años. Más que un mero acto turístico, en su viaje existió una conquista, imaginaria. En esa empresa hubo algo de heroico. Supongo que algo habrá conseguido de ese largo, largo viaje de apenas cinco años.

    En la mesa éramos cinco muchachos expectantes ante su impensado retorno a este inverisímil pueblo del norte. Y de conocer la historia de Javier Saravia, nadie lo creería. Más allá de todo, él retornó y todos lo notamos llegar ‘vivito y coleando’ a la ciudad que justamente lo vio nacer. Yo junto a Waldo habíamos perdido una apuesta jugando al póker contra Pablo y Diego (invitamos a Roberto, porque él es una muy buena persona, de pocas palabras, pocos amigos, pocos problemas…) y debíamos pagar una bondadosa cantidad de bebidas; en este momento ya no recuerdo su número. Esto justificaba nuestra tertulia. No nos fastidiaba ganar o perder porque, de todas maneras, la bebida y la comida nunca faltaban. Y esa noche, una hora más tarde, es cuando yo les dije ya un poco borracho: "de todas maneras, en caso de irnos de esta ciudad, estas tertulias (intenté enfatizarlo) serían uno de los más significativos principios de nuestra nostalgia…" Y todos, de acuerdo, brindamos.

    Hasta una botella anterior a ese brindis, nadie había perdido la compostura.

    –¿Quién dijiste que es ése que recién bajó del colectivo? –preguntó Waldo.

    –Javier Saravia.

    –¿Y qué fue a hacer a Nepal?

    –A conquistar a alguien…

    –¡Qué pelotudez! La primera vez que veo a alguien llegar de tan, tan lejos, para algo tan fácil –dijo, riéndose Waldo–. ¿Y hace cuánto se fue?

    –Hace siete años, ya te dije. Una princesa nepalesa le pidió que vaya; ella quería conocerlo…

    –Una princesa rusa, dirás –risas–, ¿cómo puede ser? Estás mintiendo. A mí no me invitan ni a ir a Garabatos ¡y a éste lo invitan a ir a Nepal! ¿Vieron a ese energúmeno? ¿Lo vieron? –preguntó Waldo…

    –Mirá –le dije a Diego–. Acá somos Waldo, vos, Roberto, Pablo y yo: cinco. Todos lo vimos bajarse y sacar sus bolsos de la bodega… –no terminé de decir esto, que él se puso de pie y caminó sacando pecho ocultando su panza pero destacando su enorme cabeza hasta el frente del colectivo, pasando en medio de la gente, observó el cartel y desde allí, lo vimos levantar el pulgar en señal de aprobación. El colectivo venía desde Buenos Aires ¡no podía ser de otra manera!

    –A ver: ¿¡Cómo que vino de Nepal!? ¡Si acá nadie sabía que se había ido! No lo puedo creer. Estás mintiendo… ¿Es una broma? –agregó Pablo.

    –Creélo, así de fácil… Vio la oportunidad de irse, y se fue –respondí.

    –¡Pero para qué tan lejos! –se quejó el disipado Roberto…

    Vio la oportunidad de irse, y se fue. Pasaron muchos años, es verdad, y después de todo, nosotros no habíamos tenido la posibilidad de irnos con nuestros proyectos a otra parte. Pero ahora que lo pienso bien me pregunto: ¿por qué eligió Nepal? ¿Por qué no el Congo, algún lugar aislado de Brasil o Venezuela? ¡Por qué no la deshabitada Patagonia, como alguna vez un tal Chatwin! ¡Ésa sí era la no man´s land por excelencia! ¡La auténtica ‘tierra de nadie’, disponible a todos los viajeros a ninguna parte, el ‘último lugar del mapa’! como escribió Bolaño, ese gran viajero ¿Por qué Nepal? ¡Nepal está más lejos que la luna!

    Y mi inquietud fue la siguiente: ver un poco de historia de ese país, investigar sobre el significado etimológico de la palabra ‘Nepal’, ¿pero para qué? si esta historia no se justifica con la desconocida raíz de la palabra ‘Nepal’. No reside en la raíz etimológica de ese montañoso y místico nombre, sino en el fruto de este pueblo en medio del llano, destinado por muchos años a ser un inmemorial, verdadero y a medias deshabitado campo de cacería, junto al Paraná. A miles y miles de kilómetros de ese país. Entonces digámoslo: nada de Budismo. Espiritualidad. ¡Omms! Mándalas y todo lo demás. Digamos en cambio: Calor. Paralelo 29º. Conquistas. Desiertos. Reconquistas. Abipones. Mocovies. Pueblos deslucidos, y todo lo demás. El fruto rancio caído del quemado árbol de estas latitudes era, en este caso, la historia de Javier Saravia.

    Entonces bajé hasta mí y calculé: Roberto (pulgar) trabajando siempre en el campo con su padre, si bien tenía un buen pasar, le hubiera gustado irse del pueblo. Waldo (índice), no tenía ninguna perspectiva de progreso aquí: confiaba conseguir un mejor empleo y así poder mudarse al sur. Diego (mayor) a punto de casarse. Pablo (anular) deseaba poner un restaurante en el norte de la ciudad, por esos días había iniciado los trámites. Y yo (dedo meñique) deseaba vivir de la docencia. Los cinco, cada uno a su manera, intentamos en su momento de entender al mundo en que vivíamos, torcer el tosco destino de las cosas, pero los hechos no salieron como esperábamos. Éramos por eso, sólo sombras cansinas y divertidas de lo que habíamos sido, resignadas y satisfechas a cambio de un poco de trabajo, dinero y litros de cerveza fría servida en la mesa. Después de todo, qué le íbamos a hacer. Ahora restaba permanecer en el lugar, crecer, envejecer, procrear, trabajar. Eso y nada más. Hacía ya un par de años, yo había intentado irme de aquí, pero regresé. Mientras tanto, vivía de la venta de comestibles en un almacén de un barrio pobre, algo retirado de la ciudad.

    Entre nosotros, comparábamos la vida de aquí con la de Buenos Aires. El sur se mostraba engalanado con sus asesinatos, estafas, celebraciones, luchas por el poder y mucho más. Y no era que el sur amaba este norte, sino que simplemente no le interesábamos. Aquí no existían ni grandes fiestas, ni grandes desfalcos, ni grandes desgracias. Algo había para quedarnos en este pueblo tan simple y chato, una promesa secreta tal vez. No ir a ese resumidero metropolitano, algo nos negaba a hacerlo. Desde mi modesto punto de vista, Buenos Aires me hacía recordar a las novelas de Roberto Arlt. Esta era la idea que siempre bailaba dentro de mí: la idea de personajes maliciosos, foscos… con la mirada del mismo Caín. Yo no quería verme dentro de una historia como las que están dentro de las obras de Arlt. Por eso fui un perfecto extranjero, un extraño invisible en la

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