Relatos de Avaricia
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Conjunto de cuentos que muestran los nuevos valores de una sociedad indiferente y vacía, en donde el mayor logro es obtener la cifra más alta, sin importar cuántas cabezas se pisan o si la conciencia nunca vuelve a estar en paz.
Christian Diemond
Editorial creada para promover las obras literarias independientes, con el objetivo de satisfacer al público interesado en literatura que, por motivos comerciales, se encuentra fuera del catálogo de las grandes editoriales.
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Relatos de Avaricia - Christian Diemond
RELATOS DE AVARICIA
Christian Diemond
SMASHWORDS EDITION
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RELATOS DE AVARICIA
Copyright © 2012, Editorial Río de Lobos
Copyright © 2012, Christian Diemond
PHOTOGRAPHY
Copyright © 2012, Valeria Reyes Retana
ART/DESIGN
Copyright © 2012, Editorial Río de Lobos
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RELATOS DE AVARICIA
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SOBRE LA MESITA
Joel Vei caminaba con dificultad, apoyando la mitad de su peso sobre el duro bastón que chocaba con fuerza contra el piso de mármol. El edificio brillaba a causa de la blancura de sus acabados, mismos que lo hacían lucir como un moderno hospital que aún permanecía impecable, frío y poco acogedor. Tanta blancura fastidiaba al viejo cada vez que entraba apoyándose sobre su inseparable bastón. Había recorrido el mismo camino desde hacía cuarenta años, y a pesar de haber perdido gran parte de su memoria, podía recordar el día que llegó al edificio y lo vio como el primer escalón que debía recorrer para alcanzar el éxito que deseaba. En esos tiempos todo lucía muy distinto, las paredes mostraban pequeños azulejos de color marrón que le parecían espantosos, sin embargo ahora, y desde que habían pintado las paredes de ese blanco brillante, hubiera preferido ver aquellos viejos rombos marrones que ahora recordaba como uno de tantos recuerdos que pronto dejaría de tener.
Saludó al guardia que apenas levantó la vista del periódico que leía detrás de su escritorio. El hombre lucía cansado de su trabajo, pero más que todo, lucía harto de pasar doce horas diarias dentro del mismo edificio que llevaba viendo por nueve años. Para Joel Vei, el guardia no era grosero en lo absoluto, a pesar de haber cruzado con él solo un par de palabras durante los nueve años que llevaba cuidando el edificio. Probablemente un intento de asalto, un disturbio, una pelea o cualquier situación que cambiara la monotonía de esas mañanas, lograría sacarle una sonrisa al hombre que continuaba leyendo su periódico.
Se detuvo frente al ascensor y comenzó el lento y arrítmico golpeteo que cada mañana producía su bastón al chocar contra el mármol, mientras esperaba la vieja caja metálica que lo llevaría al piso en donde tenía su oficina. La gente que se reunía a su alrededor para esperar el ascensor, siempre debía soportar el ruido que producía con su bastón, mismo que no percibía a causa de una sordera que había aumentado los últimos meses.
Dejó el ascensor y se dirigió con su lento paso hasta la puerta de vidrio esmerilado que mostraba el nombre de su compañía. Bienes Raíces Vei le había costado invertir gran parte de la fortuna que había heredado de su padre, y durante largos años le brindó una cuenta bancaria envidiable, sin embargo, los últimos años habían caído sus ventas gracias a una inestabilidad financiera que se contagiaba como un virus letal.
Tecleó con mano temblorosa el número que debía abrir la puerta, sin prestar atención a la mano que temblaba de un modo rápido y molesto. Conocía su condición, comenzaba a caer en las garras del Parkinson y no había nada que pudiera hacer, al menos eso demostraba el tratamiento que parecía no detener el avance de la enfermedad. Empujó la puerta y respiró el aire viciado que inundaba toda la oficina. Se dirigió, como cada día, hacia la ventana que pronto iluminaría el escritorio de su asistente. Aún era temprano y el sol apenas comenzaba a aparecer por el horizonte, dejando ver solo una pequeña parte de sí a través de los altos edificios que rodeaban el complejo de oficinas. Se dirigió al baño y comenzó con la labor que con el tiempo se volvía más necesaria y frecuente. Al terminar, sujetó su bastón y salió con dificultad del pequeño baño que servía para auxiliar a los visitantes. Consultó su reloj, soltando un suspiro al darse cuenta que faltaba todo un día para poder retirarse, mientras que su cuerpo ya comenzaba a sentirse cansado mucho antes de empezar. Al llegar frente a su escritorio, recargó su bastón y dejó su abrigo sobre la percha, intentando inútilmente sujetar una manga del saco para quitárselo de encima. El saco cayó al suelo, dejando pasmado al viejo ante la imposibilidad de recogerlo por sus propios medios, pues las rodillas le dolían terriblemente al intentar doblarlas demasiado. Tendría que esperar a Lola, su asistente, pero más que eso, la mujer que hacía pasaderos sus inmensos problemas.
Lola Raand salió de su apartamento a la misma hora de siempre. Llevaba puesto un gorro tejido a mano, regalo de su jefe por el día de las secretarias. Era un gorro burdo que le caía sobre la oreja derecha, produciéndole cosquillas gracias a la lana de la que estaba hecho. Aún así lo usaba cuanto podía, pues sabía que a su jefe le causaba una gran emoción ver que ella utilizaba un regalo que él había creído muy adecuado para los días de frío.
Lucía guapa con el gorro, hasta que llamaba la atención un cuerpo demasiado esbelto que comenzaba a rayar en la anorexia. Desde pequeña había soñado con ser una famosa cantante pop, sin embargo, había terminado en el complejo y desgastante mundo de la pasarela, el cual solo le había dejado algunos años de rehabilitación y un modo de alimentarse que no bastaba para todo su cuerpo. De eso hacía cinco años, durante los cuales había terminado varias veces en el hospital, gracias a su deficiente alimentación. Era algo que sabía que podría matarla, pero no lograba encontrar la fuerza necesaria para romper la cadena que la ataba a sus viejas costumbres.
Tomó el autobús y encontró de inmediato un asiento vacío. Se acomodó para comenzar el viaje que durante treinta minutos le haría recorrer las calles de la misma ciudad que había visto desde siempre.
Al quedar frente a la gruesa puerta de vidrio que dejaba ver el iluminado vestíbulo del edificio, buscó fuerzas para lograr empujar el armatoste que era la puerta, misma que era todo un reto para sus debilitados brazos. Caminó frente al guardia y no se tomó la molestia de saludarlo, sabía que no tendría respuesta, pues desde hacía años que parecía un ente que nadie tomaba en cuenta. Continuó su camino y quedó frente al viejo ascensor.
Cuando se abrió la puerta de la oficina y logró ver la luz que despedía la pequeña lámpara que alumbraba el escritorio de su jefe, miró instintivamente su reloj para cerciorarse que había llegado a tiempo. Probablemente su jefe no se daría cuenta del retraso, sin embargo sentía que no podía ser de otro modo. Le gustaba ser puntual, trabajar, leer en su hora de comida, servir en lo que pudiera a quien pudiera, y como en ese momento de su vida solo era útil para Joel Vei, sentía que al menos lograba algo al estar en ese lugar.
–¡Buenos días! –saludó al viejo, que absorto miraba un documento que había sobre su escritorio.
–¡Lola, no la escuché entrar! –El viejo se sobresaltó