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Luces, cámara...¡amor!
Luces, cámara...¡amor!
Luces, cámara...¡amor!
Libro electrónico184 páginas2 horas

Luces, cámara...¡amor!

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Información de este libro electrónico

Susana Ivorra (Palma, 1981) es psicóloga general sanitaria dedicada al amor en el antes, el durante y el después. Combina su vocación por las personas en la práctica clínica en su centro de psicología y relaciones con la escritura y el cine.

Ha publicado la novela El deseo de Amanda (Edicions Balèria) y el manual ¡Felicidad! (Létrame).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 jun 2024
ISBN9788410687189
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    Luces, cámara...¡amor! - Susana Ivorra Ortega

    Portada de Luces, camara... ¡amor! hecha por Susana Ivorra Ortega

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Susana Ivorra Ortega

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-718-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A Pau

    INTRODUCCIÓN

    Como la luz del sol, el atardecer, aparecemos, desaparecemos. Somos muy importantes para algunos, pero solo estamos de paso.

    Antes de medianoche

    «¿Y qué ocurrió cuando él subió a la torre y la rescató? Que ella le rescató a él». Así acababa Pretty Woman. Edward —Richard Gere— vencía su miedo a las alturas (y al compromiso) para trepar por la escalera de incendios hasta llegar, ramo de rosas rojas en mano (en boca, en realidad), a la ventana de Vivian —Julia Roberts—. Fin. Allí estaba yo, con 13 o 14 años, sentada frente al televisor de tubo con mis padres y mi hermana. Mi madre repitió no sé cuántas veces, a mí me parecieron muchas, lo guapos que eran los protagonistas. Y recuerdo desear «ay, por favor, no, que no acaben juntos». A mí Edward me parecía un petardo. Guapo, pero petardo. Porque… ¿qué pasaría después? Es decir, lo que Garry Marshall, su director, no nos enseñó. Casi 30 años después, la mitad de ellos como psicóloga especializada en relaciones, me decidí a escribir este libro que es un poco como esas colchas cosidas a retazos. ¿Es un libro de cine, de amor, de desamor, de psicología? No sé si he querido escribir un libro sobre cine y me ha salido uno de amor o si he querido escribirlo sobre el amor y me ha salido uno de cine. Quienes han pasado por mi centro de psicología bien saben que uso las películas y series de televisión como un recurso habitual para explicar la vida, así que no podía escribir sobre relaciones sin hablar de Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995) o de Algo para recordar (Nora Ephron, 1993).

    Voy a hacer una declaración antes de continuar, por si mi comentario sobre Pretty Woman ha destilado demasiado cinismo: Soy una enamorada del amor. Una romántica. Veo historias de amor como Cole (Haley Joel Osment) veía muertos: por todas partes. Veo historias de amor en La jungla de Cristal, Top Gun o El padrino que, aunque no tienen como trama principal el romance, está presente, como telón de fondo. Como esa botella de leche con la etiqueta bien visible, aunque discretamente colocada, para que te fijes en ella de soslayo en una escena de una peli. Veo historias de amor y creo en el amor, que es una afirmación muy arriesgada, quizá algo ingenua, en esta sociedad que ha convertido las relaciones y sus sentimientos en bienes de consumo. Sin embargo, y aquí es donde viene el pero que casi parece invalidar mi discurso anterior, no creo en el amor sobre todas las cosas. Ver amor y ver amor sano son dos cosas muy distintas, aunque sólo las separe un adjetivo añadido. Igual que hay comida y comida basura, hay amores y amores tóxicos o malsanos.

    Si ha caído este libro en tus manos y perteneces a la generación Z o eres una millennial veinteañera, probablemente te suene casi apocalíptico el escenario en el que nos criamos la generación X, la mía: canales de televisión que se pueden contar con los dedos de una mano, ninguna plataforma de streaming o pantalla de televisor con no demasiada definición. Con esa escasa, por no decir única, oferta de entretenimiento cinematográfico, nos sentábamos en familia a ver qué película echaban. De ese modo, un señor de Cuenca, una señora de Valladolid y una niña de Palma de Mallorca, podíamos estar viendo a la vez la misma película un sábado por la noche. Como ahora, pensarás, porque además una persona en Londres y otra en un pueblo de Argentina pueden estar enganchados a la misma serie y verla al mismo tiempo. La diferencia es que no la escogíamos, era la que había. O la veías o no había alternativa. No iba por gustos, preferencias o necesidades. No había negociación. Ahora pasamos más tiempo escogiendo qué ver entre las diferentes plataformas que viendo en sí el capítulo de la serie o la película. Así que esperabas con ganas que llegara esa hora del día o de la noche en la que emitían, de entre el resto de programas, LA PELÍCULA, así en mayúsculas. Y con un poco de suerte era de las que te gustaban. Podías no verla y como las lentejas, si quieres las comes, si no, las dejas, pero ¿quién va a dejarlas y pasar hambre? Esta es para mayores de 18. Bueno, qué más da, es una recomendación, no una prohibición. Y así terminabas viendo escenas, con 10 años, que conservas en la retina y que todavía te producen escalofríos cuando recuerdas el miedo o el asco que sentiste. No hay película de zombis que vea sin que me acuerde de una escena de La noche de los muertos vivientes que vi siendo muy pequeña.

    El impacto de esas películas, escogidas o no, fue mucho mayor por su escasez. ¿Cuántas películas y series infantiles ha podido ver una niña que ahora tenga 10 años? Mi hijo pequeño ya ha visto más cine que yo cuando le doblaba la edad. Y cuento todo esto no porque me haya puesto en modo abuela contando batallitas, sino para tratar de explicar que, junto con otros factores que luego contaré, esas pocas películas que vimos nos ayudaron a crear una narración de la vida, seamos o no conscientes de ella. Y en concreto, muchas de esas películas han creado trazos en el lienzo que es nuestra visión del amor. Porque el amor es un sentimiento universal (o casi). Nadie te enseña a sentir alegría, tristeza o miedo. Tampoco amor. Otra cosa es la expresión de esa emoción, en la que sí interviene la cultura, la familia, y los ejemplos que vemos, en la vida real y en la no tan real como es el cine.

    El cine, presente en nuestras vidas desde que tenemos uso de razón, nos ha enseñado muchas cosas, entre ellas a enamorarnos. ¿Quién no se ha enamorado viendo a Jack y Rose en Titanic? ¿O a Westley y Buttercup en La princesa prometida? Sin embargo, el cine no nos ha enseñado a amar. O al menos no de una manera sana. El amor que vemos representado en las películas es el de las primeras etapas: la de los obstáculos para enamorarse y la etapa inicial del enamoramiento. Sólo en algunas ocasiones vemos pinceladas de otras etapas, cuando, ya iniciada la relación, los protagonistas viven su historia de amor. En el cine encontramos nuestros primeros referentes, nuestras primeras ideas de lo que son los vínculos entre padres e hijos, entre amigos, entre personas que forman una pareja. El cine es una ventana por la que todos nos hemos asomado para ver qué es el amor, cómo se ama o cómo se sufre. Y nos ha fallado miserablemente. Nos ha hecho creer toda una serie de mitos con los que hemos cargado en forma de expectativas en las relaciones que vinieron después: que el amor todo lo puede, que los polos opuestos se atraen, que el que se pelea se desea, que existe tu only one, tu alma gemela, que si te quiere, cambiará o que lo difícil es encontrar a esa persona que te completa porque después todo fluye.

    Nací en los años ochenta. No me voy a poner nostálgica porque soy de la misma opinión que la escritora Svetlana Boym: la nostalgia es la añoranza de un hogar que no ha existido nunca o que ha dejado de existir. En esos años crecí pegada a la tele viendo películas y series que, sin ser románticas, mostraban de algún modo representaciones de lo que es el amor. Muchas de esas películas, admitámoslo, no eran aptas para nuestra edad, pero así eran los 80: mucha laca y hombreras y poca supervisión adulta. El cine fue mi mundo, con el que «aprendí» por qué y cómo se llora, se sufre, se ama o se pierde. Las primeras relaciones que observé y analicé estaban ahí, tras una pantalla de tubo o de cine.

    El primer modelo que tomamos como referencia de lo que son las relaciones es el que tenemos en casa. La primera de muchas semillas, pero una muy importante, para bien o para mal, es la familia. Vimos cómo nuestros padres o abuelos se relacionaban entre sí, cómo demostraban que se querían o dejaban de quererse, cómo expresaban sus emociones y cómo mostraban y procesaban sus enfados. En mi caso, a pesar de criarme con mi padre y mi madre, no vi mucho de esa expresión de emociones y afectos. Mis padres, como muchos de aquella época y aún hoy, creían que el amor era algo privado que no se mostraba ni siquiera en casa frente a los hijos. No se daban la mano delante de nosotras, no se daban un beso delante de nosotras. Y si mal no recuerdo, creo que jamás se dijeron te quiero delante de nosotras. Estaban ahí, unidos frente a las muchas adversidades por las que pasaron y sé que se querían mucho, pero para ellos el amor era algo así como el catalán para el presidente español José María Aznar, un idioma que solo hablaban en la intimidad.

    Así que dirigí mi mirada hacia el cine, donde sí hablaban ese idioma con fluidez y a veces con muchísima teatralidad. Allí encontré muchas y variadas parejas, personas que al principio se odiaban, pero acababan amándose, otras cuyo amor estaba por encima de todo… Y digo variadas refiriéndome a cuestiones superficiales: dos detectives que se odian, pero se aman, un chico que se enamora de una chica subidos en un tren, una niña bien que se enamora del profesor de baile, una princesa que se enamora de un falso pirata, etc. Más allá de esa capa superficial de variabilidad nos encontramos con el mismo modelo: dos personas blancas heterosexuales que consiguen lo más complicado de todo, encontrarse en este ancho mundo. Después vencen algún tipo de obstáculo que incrementa su enamoramiento, como sobrepasar las convenciones sociales que impiden esa relación, desactivar la bomba del autobús en el que viajan, o romper el hechizo que convierte cada mañana a uno de ellos en un maniquí. ¡Y listo! Fin. Fueron felices para siempre. Como en los cuentos. Ahí seguimos con la misma dinámica desde el siglo XVIII, época en la que muchos autores sitúan los orígenes del amor romántico.

    Como niña, gracias al cine, crecí acompañada de muy malos ejemplos —y alguno bueno— de lo que son las relaciones y me hicieron creer que el amor era algo que simplemente ocurría, que el amor todo lo puede, todo lo sabe. Que no hay obstáculo insalvable. Que el destino siempre consigue hacer su magia. Que si te ama, sabrá lo que necesitas en cada momento. Que todas las personas tenemos a otra que nos completa y lo más complicado es encontrarla.

    Crecí rodeada de ejemplos aceptados y ensalzados socialmente. Pero otras personas, de diferentes orientaciones sexuales, ni siquiera tuvieron ejemplos con los que identificarse. En el cine, los personajes bisexuales u homosexuales solían ser la comparsa del protagonista, sin una historia propia, y reducidos a clichés, como ese amigo gay con mucha pluma que prácticamente acosa a algún personaje secundario. Y la diversidad racial también brillaba por su ausencia, con personajes, si los había, también reducidos al amigo graciosillo y poco espabilado que solían «cargarse» antes de llegar al segundo acto. Así que rectifico mi frase del principio, si eras una persona blanca y heterosexual, tuviste muchas referencias sobre el amor y las parejas. Desgraciadamente pocas hablaban de un amor sano. Como pocas eran también las que no perpetuaban los mitos del amor romántico.

    Cuando creces y te enamoras por primera vez lo haces de manera ingenua. No tienes ese miedo a que te hagan daño, tan típico en las segundas o sucesivas relaciones. Pero sí que tienes, sin saberlo, toda una mochila cargada de ideas sobre el amor. Amamos como sentimos. Pero ese sentimiento no es un lienzo en blanco. Es una historia que hemos redactado, sin ser conscientes de lo que sabemos o creemos saber sobre el amor. Canciones, películas, novelas y parejas de nuestro entorno nos dan la base sobre la que escribiremos nuestras propias relaciones. No es un punto de partida cero.

    Cuando revisé, ya siendo adulta, mi narración sobre el amor, me di cuenta de la cantidad de historias que no eran mías. Había heredado muchos tópicos que me influían enormemente a la hora de expresar mis emociones en pareja o de fijarme en determinadas personas. Es importantísimo analizar nuestra narración sobre el amor. A veces ella es la que está detrás de nuestra mala gestión de los conflictos en relaciones, o influye en cómo escogemos a nuestras parejas o en por qué rompemos con ellas. Cuando hablo de narración sobre el amor me refiero a ese relato biográfico que cada persona compone con los acontecimientos y emociones vividas. Es algo que hemos redactado siendo conscientes o no de ello e influye en las experiencias que están todavía por vivir y los amores que aún no conocemos. Influye incluso en cómo sentiremos el desamor. Es nuestra historia de aprendizaje. Y ya sabemos que las personas no solo aprendemos de las lecciones que nos enseñan directa y personalmente, sino también de lo que escuchamos, vemos o leemos.

    Por mi escuela pasaron policías que nos hablaron de normas de circulación, de accidentes y de civismo y educadores que nos enseñaron algunas cosas básicas sobre sexualidad, otros sobre el consumo de drogas y las adicciones. Pero nunca nadie, en ninguna asignatura ni en ninguna actividad extracurricular, nos habló del amor y de las relaciones sanas. Así que mirábamos tras la pantalla del cine o la televisión qué hacían esos personajes, como un reflejo de la vida. Y allí, por mucho que viéramos qué ocurría, sólo teníamos referencia de una parte de la historia, que es muy interesante pero que requiere

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