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Cincuenta sombras de Freud: Laberintos del amor y el sexo
Cincuenta sombras de Freud: Laberintos del amor y el sexo
Cincuenta sombras de Freud: Laberintos del amor y el sexo
Libro electrónico259 páginas5 horas

Cincuenta sombras de Freud: Laberintos del amor y el sexo

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En este libro, la psicoanalista Constanza Michelson nos introduce en las complejas conexiones entre el amor y el sexo. Por medio de un revelador análisis de impecable rigor, con un lenguaje accesible y no exento de humor, Cincuenta sombras de Freud nos lleva por el difícil devenir de las relaciones sentimentales y sexuales de nuestro tiempo, donde el amor sufre un aparente descrédito y el sexo pareciera ir en auge. Este libro está dividido en dos partes, que funcionan simbióticamente ya que cuando un cuerpo desea a otro, inevitablemente se cruzará —para bien o para mal— con la neurosis del amor. El truco de las “sombras de Grey”, es el de la erótica contemporánea, los enredos amorosos —románticos o no— disimulados en la sexualidad moderna. Y las otras sombras, las que restan al entusiasmo egótico sexual, son las de Freud. Por eso resulta indispensable el recorrido planteado por Michelson por todas estas sombras que habitan nuestras intenciones amorosas y sexuales.Un libro iluminador para esas dudas íntimas que no nos atrevemos a enfrentar, y que con gran amenidad y documentación nos entrega herramientas concretas para sobrevivir a los laberintos del amor y el sexo, hoy.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 dic 2015
ISBN9789563243819
Cincuenta sombras de Freud: Laberintos del amor y el sexo

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    Excelente libro de Constanza. Analiza con pormenores muchos aspectos de situaciones que se viven en el ámbito de las relaciones de pareja. El deseo, la necesidad de competir, la validación del otro. La pornografía, el consumo de sexo, la prostitución. La Michelson hace de las Sombras del Encuentro, un encuentro con las Sombras.

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Cincuenta sombras de Freud - Constanza Michelson

infinitos

Prólogo

Como la historia del mestizo Alejo, la pasión amorosa suele marcar los destinos, aun en aquellos asuntos públicos que parecen estar lejos de los aconteceres domésticos.

La historia de Alejo la definen al menos dos despechos; aunque de distinta índole, rencores al fin y al cabo. El primero es profesiona: demostrando grandes cualidades en el ejército español del que formaba parte en la juventud, le fue rechazado el ascenso a oficial, dada su condición de mestizo. Desprecio que lo lleva a desertar y unirse a la huestes mapuche —la otra mitad de su sangre— para así poder vengarse, entre otras cosas, de quienes no lo reconocieron. 

En su nueva alianza encontró la aceptación que antes no. Fue el primer toqui mestizo, alcanzando tal posición gracias a sus dotes y al empuje nuevo que dio a las tropas. A no mucho andar, su reputación de guerra llegó también a sus enemigos. 

Pero esta carrera heroica termina de forma prematura por un segundo despecho. Dos de sus esposas mapuche le quitan la vida, en un arranque de celos, causados por la preferencia que el mestizo mostraba por las mujeres españolas capturadas en sus lides.

Por supuesto que esta no es la primera ni la última historia en que son las pasiones las que traicionan a los protagonistas de los altos asuntos de la ciudad. 

Desde la guerra paralela que genera Cleopatra en los generales romanos, hasta las travesuras de Clinton en el salón oval; los caminos de la humanidad no pocas veces los teje aquella parte de nuestra intimidad. Incluso la Iglesia ha pasado a pérdida, más por sus escándalos sexuales que por la hipótesis científica del Big Bang como origen del universo. 

La verdad es que desde el mito de la noche de nuestros tiempos, el impasse de Dios en la creación del paraíso de Adán y Eva, los líos amorosos están en el corazón de los grandes asuntos del mundo.

En el fondo, todas las historias son de amor.

Si algo sabemos los psicoanalistas, es que no importa tanto el contenido consciente que traiga un consultante, de algún modo terminará hablando de amor, en alguna de sus versiones. Este no siempre se expresa en su faceta romántica, pero sí o sí aparecen sin excepción esas ansiedades primitivas relativas a las preguntas: ¿qué soy para el otro?, ¿soy valorado y reconocido? Ya sea por mi madre, pareja, amigos, jefe, etc. 

Aunque sea bajo el semblante de cuestiones que parezcan serias, racionales, asuntos de poder; suele estar infiltrado a modo de polizonte, ese componente que es la médula de una novela de Corín Tellado: el deseo de ser amados, reconocidos, y sus consecuencias como la dependencia, los celos y el temor al rechazo. No por nada Napoleón decía que la única guerra que no había podido ganar era la del amor de Josefina.

Los seres humanos somos los únicos animales que dependemos por tanto tiempo de un cuidador. Y eso no es sin consecuencias en nuestra manera de construirnos. Las necesidades vitales empiezan a confundirse con la necesidad de amor. Por ejemplo, la alimentación. No importa tanto cuánta leche nos den en la infancia, sino cómo nos den ese alimento: con amor, con angustia o aburrimiento. Eso importa. De ahí que el amor tenga un componente tripal: decimos que queremos comernos a quien amamos, dejamos de comer frente a la pérdida del ser querido o en esos amores tortuosos y, por el contrario, el amor estable suele venir acompañado de unos kilos de más. 

El lugar que ocupamos para los otros es capital para los seres humanos; aunque no queramos reconocerlo, y conscientemente levantemos una moral de autonomía. Es lindo escuchar cuando decimos, con esa dignidadcilla que dura menos que respirar bajo el agua, que hacemos las cosas por nosotros mismos, no por los demás. Como esos consejos de revista de sala de espera, sé tú mismo. La verdad es que cada vez que uno quiere encontrarse a sí mismo, termina hablando de los otros, de cuánto me quisieron o no, si me admiran o me envidian, etc. Hagan la prueba.

La búsqueda —camuflada o no— de amor, es el costo de que nuestro psiquismo no venga sellado de fábrica, sino que se vaya moldeando por el encuentro con los otros. Por lo mismo, estamos condenados a ver intricada la posibilidad de relacionarnos de manera racional, o aséptica, a las cosas del mundo. Cuando hacemos algo, nunca está muy claro si es un deseo propio o un sometimiento o rebeldía al deseo de nuestros seres significativos. 

La sexualidad tampoco escapa a esta alienación fundamental. Cae también bajo el imperio de los enredos del deseo de amor. Por cierto, no porque vaya de la mano del amor romántico, pues aquello es tan solo una convergencia esporádica y fugaz en nuestras vidas. Sino porque es a partir de la búsqueda primordial de amor que renunciamos a ciertos goces, o vamos modelando nuestros deseos al ritmo de las experiencias con otros reales o imaginarios. Nuestro cuerpo se va sexuando como un popurrí, hecho de satisfacciones y mandamientos culturales: fijaciones corporales infantiles, más la incorporación de reglas sociales, quizás alguna cuota de culpa con una pizca de sujeciones a goces perversos, fantasías autoeróticas que divergen del deseo de sexo compartido, etc. En fin, un entramado nada de sencillo.

Por alguna razón, el momento de la pasión amorosa, ese encuentro —aunque transitorio— del amor y el sexo, genera una tremenda efervescencia humana. El arte es una de las manifestaciones de tal entusiasmo: cuántas canciones, libros, películas no han sido dedicadas al deseo de ese encuentro total.

Por su parte, la ciencia de la intimidad hoy se parte la cabeza buscando la fórmula para mantener el deseo sexual en la pareja estable. Ese que quedó en las sábanas de motel, cuando la pareja era aún clandestina. Fogosidad que posiblemente nunca volverá en la oficialidad relacional.

Otros, prefieren definitivamente separar las aguas para defenderse del mal rato: de la fuga de deseo, de la infidelidad, de las pasiones intensas, los celos. Y prefieren relegar el sexo al lugar de las satisfacciones corporales, como comer o dormir; se promulga el sexo sin sentimientos.

Por eso este libro está dividido en dos. Perfectamente, podrían ser dos textos separados, porque el amor y el sexo pueden correr por vías separadas. Pero hay algo que los liga profundamente: cuando el cuerpo desea gozar con otro, inevitablemente se cruzará —para bien o para mal— con la neurosis del amor. 

Pensarán que en la lógica del sexo anónimo de una noche esto debería evitarse, y es posible que el amor romántico sí, mas no esas versiones del amor que se llaman reconocimiento, deseo de aceptación. Nadie quiere ser tratado con rechazo, aunque el acuerdo sea no volver a verse. 

El amor y el sexo se topan a ratos para volver a separarse, dejando la huella de ese encuentro que, como la primera experiencia con la droga, querrá ser replicado. 

Este no es un libro de recetas para conseguir el amor, ni sexo, y por supuesto, tampoco de la promesa de lograr amarrar ambas al infinito. Básicamente, porque estas dimensiones de la experiencia humana son siempre parciales e imperfectas, pero no por eso insatisfactorias. Es más bien un recorrido por aquellas sombras que habitan nuestras buenas intenciones amorosas y sexuales. Sombras que acá llamaremos neurosis, es decir, esa consecuencia de nuestra infraestructura: ser una carne atravesada por la cultura y la necesidad de otros. 

Si tanto se ha dicho del amor, ¡y qué decir del sexo en estas últimas décadas!, ¿cuál es entonces el aporte del psicoanálisis en estas materias? Yo diría que es el testimonio de esos lamentos, que insisten en aquellos que nos regalan sus palabras en nuestros divanes. 

Quiero decir que, aunque aparezcan nuevas tecnologías relacionales que se orienten a evitar el padecimiento amoroso, este no cesa de pulsar.

Hoy, el telón de fondo de los relatos en análisis, están pintados cada vez con más frecuencia por idearios progresistas, en que el sexo es vivido con menos tapujos morales, cuestión sobre todo novedosa para las chicas. Donde hombres y mujeres pueden ir más allá de las definiciones clásicas de sus roles, incluso desde la teoría queer se propone prescindir de las categorías hombre-mujer. En que los compromisos tradicionales dieron paso a una flexibilidad mayor de los acuerdos en pareja. Aun así, el gemido del amor continúa existiendo. No porque se debiliten las formas clásicas de las relaciones amorosas y los géneros las personas no seguimos tropezándonos en el laberinto de la búsqueda de amor.

Recuerdo a una pareja que había resuelto su aburrimiento sexual, incluyendo a terceros en su cama. No como un evento aislado, sino que incluyendo a un otro en la relación durante una temporada. En Chile, a esta práctica le llaman tripololos, una relación de a tres. Esto les permitiría ahorrarse las miserias de la infidelidad o de la ruptura. Lo que comentaban es que si bien esto convenía a sus intereses, era ese tercero —su juguete sexual— quien terminaba herido. Aunque el acuerdo era sexual, quedar en el lugar de tercero excluido (Freud) no deja corazoncito palpitando.

Una cosa es la lucha por la equidad de derechos, pero con lo que el psicoanálisis no puede estar de acuerdo con algunas teorías de género, es con esa utopía de lograr a voluntad un mundo relacional sin los sinsabores de la neurosis: celos, búsqueda de reconocimiento y amor, etc. Cuestiones que operan en nosotros más allá de nuestra consciencia.

Si un sujeto se ha constituido a modo neurótico —no psicótico, o perverso, que son estructuras de personalidad que no abordaré en este libro—, es decir, como un ser cruzado por la necesidad de amor para armar su ego, no hay bandera política que pueda zafar de ese deseo inconsciente.

A veces el psicoanálisis es catalogado de conservador, por no digerir del todo el espíritu de los tiempos: esa esperanza de controlar a voluntad los deseos. Pero lejos de defender algo así como algún pasado mejor, lo que la clínica psicoanalítica atestigua es la existencia de un inconsciente que no coincide, con cierta frecuencia, con nuestros cuentos conscientes.

Al menos hoy se escucha, en la privacidad de una consulta clínica, que el amor sigue siendo un tema pivote para las personas, y que lo femenino y masculino —que no es lo mismo que mujeres y hombres— lo viven de modos dispares. Y que aunque estemos en el camino de la igualdad, aún ser un hombre o una mujer en este mundo, definitivamente implica experiencias distintas.

El truco de la novela Cincuenta sombras de Grey es el truco de la erótica contemporánea: los enredos amorosos —románticos o no— disimulados en la sexualidad moderna. Esas sombras que restan al entusiasmo egótico sexual de hoy son las de Freud.

Por último, quiero decir que el escollo de la neurosis que atraviesa nuestra buena voluntad, lejos de ser una tragedia, es la condición de una falta que nos empuja aún a buscar encontrarnos con los otros. Es lo que permite que en los tiempos de la promoción de los goces solitarios, siga existiendo el amor. Por eso, si uno es honesto consigo mismo, se pueden lograr vivir estos enredos de las relaciones, con algo de humor y templanza.

Comencemos el recorrido por aquellos desarreglos del Amor. 

Todas las historias que acá expongo —casos, relatos, rumores— son reales, pero han sido ficcionados para mantener la confidencialidad.

Parte I 

Lo que no calza

Amo donde no deseo, deseo donde no amo

Cuando uno es adolescente, ve la adultez como la mayor de las hipocresías. Se da cuenta de que los padres mienten, que se contradicen, y que sin duda carecen de ese esfuerzo totalitario juvenil por la verdad con mayúscula y las cosas correctas. ¿Será que uno se va traicionando? ¿Se va volviendo cómodo?

Yo pienso que a los adultos nos ocurre, más bien, que nos damos cuenta de la imposibilidad de ciertas cosas. Ahí donde los jóvenes leen impotencia o cobardía, el adulto ya no tiene ciertas esperanzas y con suerte se lo toma con humor.

Cuando yo tenía quince años, ya había tenido algunas experiencias amorosas pequeñas que habían terminado por algún detalle, algo estúpido; por ejemplo, un pelo en la nariz del jovencillo que me acompañaba bastaba para que ya no me interesara. Luego supe que ese extraño y automático desinterés por el otro tenía un nombre en psicoanálisis: castración.

En un cambio de colegio me topé con un espécimen que sobresalía de la tribu, pues era mayor y había repetido dos cursos. Pero para ese entonces la inteligencia no era necesariamente la cúspide de la pirámide de la sociedad escolar. Como sea, él se fijó en mí. Ya verán que esto poco tiene que ver con el amor, mas esa narrativa me encandiló: ser la elegida por el príncipe repitente. Y pensé, cual quinceañera de los entrantes años 90, que él era para mí. 

Y qué simple, ya había encontrado al amor de mi vida. Era así, yo le gusté, él me gustó, y además habían otras celosas, qué mejor, una Cenicienta cualquiera.

Pero bastaron pocas semanas para que la incipiente relación se transformara en ese infierno llamado ansiedad. Ese de estar esperando y esperando que el príncipe vuelva a comportarse como al comienzo y no como un sapo. Cuento corto: tres años estuve fijada, obsesionada con un tipo a quien yo le importaba un carajo. Y cualquiera sabrá que en la adolescencia las cosas se sienten en serio. No es cosa de niños, los adolescentes son pequeños fascistas del amor, la intensidad y las ideas. 

En fin, vislumbré por primera vez que había algo extraño en esto del amor. Comencé a atestiguar que en esta cancha las cosas no calzan. No solo esa vez, sino que toda la vida bajo distintas versiones.

La palabra que me parece puede describir este desajuste, es la definición en inglés de odd. Que significa a la vez raro e impar. Esa es la cualidad de la vida amorosa humana: cada vez que parece que uno podría complementarse a la perfección con otro, aparece un algo que nos vuelve a dejar como un número sin pareja. Desconectados, o bien solos. 

Una versión típica de esta disparidad en la adolescencia, es el problema de que me gusta el que no me presta atención, y no me atrae ese que sí está disponible. No es que esto ceda rotundamente en la adultez, sino que tener menos posibilidades de conocer gente y la presión del tiempo lleva a las personas a flexibilizarse en cuanto a la elección de pareja.

Otra versión del desencuentro es la conjunción/disyunción del amor y el deseo. Muchas veces amamos a alguien por quien ya no sentimos ninguna pasión, y por el contrario, no nos proyectamos con esa persona que nos despierta la zona reptiliana de la cabeza.

Y aun cuando hayamos logrado estar en una pareja estable, no es posible zafar de esa pregunta que se nos aparece por alguna grieta al final del día: ¿La quiero realmente?, ¿sigo acá por costumbre?, ¿estoy con el amor de mi vida?, ¿por qué me quiere?, ¿estará con otra?, ¿qué hago con este aburrimiento?.

El desarreglo amoroso es una intuición humana antigua. Desde Adán y Eva —que por supuesto es un re-make de historias aún más añejas— las cosas no andan. Imaginen esta escena: están con la persona de sus vidas, porque no hay posibilidad de elección, por lo tanto, no hay lugar para dudas ni celos. Además, en una escena paradisíaca. No tienen responsabilidades, ni de vestirse ni de tener que ganarse los porotos, nada, solo gozar. ¿Y qué pasa? ¡Ella prefiere a la serpiente que a su hombre! Eva, la primera mujer maldita en la historia de la humanidad.

Pero hoy la entendemos a Eva. ¿Cuántos no introducen los enredos de lo prohibido en sus paraísos domésticos? 

Durante mucho tiempo, esta pregunta no era legítima. Y así como los adolescentes, se proponía en el imaginario literario la idea del amor totalitario. La posibilidad de la persona justa y el amor eterno. Claro, nunca resultaba del todo, pero la explicación recaía en culpar al mundo, o bien al error o mala intención de uno de los miembros de la pareja.

Hay aún una narrativa que insiste en esta idea. Se ve claramente en la estructura de la comedia romántica hollywoodense. Tal como Romeo y Julieta, el anhelado encuentro de los enamorados está siempre impedido por contingencias: obstáculos o malentendidos ajenos a ellos. Pero el amor que calza perfecto, sería posible.

Ahora, no vayan a creer que esto acabó del todo. Los sentidos comunes coexisten, y aún son muchos quienes plantean que las dificultades de su vida amorosa son por culpa de otros: la suegra mala, la compañera de trabajo caliente, la distancia geográfica. Ah, nada mejor que sostener el amor idealizado cuando el otro vive a kilómetros de mí. Lejos, la mejor excusa.

Pero ya hace tiempo, algunos leían la condición odd del amor, como algo inherente, no como un ideal que fracasaba por cuestiones externas. Freud fue uno de ellos. 

Uno de sus casos paradigmáticos en la comprensión del funcionamiento del deseo inconsciente es el caso de Isabel de R. La mujer había enfermado por su amor reprimido hacia el cuñado. Freud, en ese momento de su desarrollo teórico, pensaba que la neurosis se curaba liberando deseos, ya que la patología se daba en la medida en que se deseaba algo que no se podía alcanzar. Por eso le propone a su paciente, una vez muerta la hermana de esta, que le dé rienda suelta a su amor prohibido. ¿Con qué se encuentra? Pues, con que una vez llegada esa libertad prometida para Isabel, a esta ya no le interesa ese hombre. La cosa tenía varios recovecos más de los que el psicoanalista suponía hasta ese entonces: ella amaba a su cuñado, si y solo si se cumplía la condición de ser el hombre de otra mujer.

Otro que ha hablado de esta extraña condición del amor es el escritor húngaro Sandor Marai, en su libro La mujer justa. Lo notable de esta novela es que la estructura del libro reafirma materialmente lo que el contenido relata. Me explico: la

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