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Libro electrónico448 páginas7 horas

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En 1977, unos sindicalistas irrumpieron en una vieja fábrica abandonada de Alsacia, propiedad de dos hermanos magnates de la industria textil. Su empresa acababa de quebrar, pero se rumoreaba que en este edificio ambos guardaban un tesoro. Y, efectivamente, tras irrumpir en el local, ante los ojos de los trabajadores, aparecieron quinientos coches clásicos de todas las épocas. La ocupación durará meses y enseguida el más joven de los activistas trabará amistad con Pierre, veterano encargado de cuidar de aquellas joyas sobre ruedas. Escrito en primera persona enlazando historias cortas, a través de la relación entre el joven narrador y Pierre conoceremos no solo el devenir del automóvil desde sus comienzos sino la historia misma del siglo XX desde una perspectiva humana y emocional. Usando una narrativa envolvente y cautivadora, la ambientación a base de detalles históricos y culturales relevantes permite visualizar claramente el entorno y los personajes, creando una experiencia vívida y atractiva y manteniendo al lector interesado y comprometido en todo momento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jun 2024
ISBN9788410685987
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    Icon Road - Daniel Hasselberger

    Portada de Icon Road hecha por Daniel Hasselberger

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Daniel Hasselberger

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: David de Ramón

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-598-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A Pierre

    PRÓLOGO

    Todo estaba listo para la inauguración. Las botellas de champán descansaban en el sótano listas para enfriar y ya se habían impreso las entradas. Pronto, los visitantes recorrerían los más de tres kilómetros de camino enladrillado, flanqueado por cientos de automóviles brillantes e impolutos de todas las épocas, mientras un gran órgano belga de principios de siglo amenizaría el recorrido con sus melodías. El edificio era una antigua fábrica de telas del siglo xix y, a pesar de sus fantásticas dimensiones, muy pocos sabían que albergaba la colección de los hermanos Schlumpf. Hans, el mayor, era más discreto y cabal, pero siempre acababa siguiendo los impulsos de su hermano pequeño Fritz, cuyos ojos brillantes y traviesos daban la impresión de que en todo momento estaba planeando su próxima aventura. Trabajador incansable, cuentan que se exigía mucho a sí mismo, lo que le daba pie para pedir el máximo de los demás; y cuando se le metía algo en la cabeza era prácticamente imposible hacerle desistir. Los Schlumpf habían hecho fortuna comprando y vendiendo propiedades y empresas. Y luego invirtiendo a lo grande en el sector textil, concretamente el de la lana, muy arraigado en la región de Alsacia. Para ello, habían comprado fábricas pequeñas y medianas que habían ido juntando para formar todo un imperio y una enorme riqueza. Y gracias a este dinero, a mediados de los años setenta estaban a punto de abrir el museo de coches más extraordinario del mundo.

    Antes de la guerra, Fritz Schlumpf ya se había comprado su primer Bugatti, que disfrutó intensamente conduciendo a toda velocidad. Siguieron otros automóviles, pero tras la muerte de su madre a principios de los años sesenta, la afición se tornó obsesión. Fue entonces cuando, consolidado su imperio industrial, que producía enormes beneficios sin límite aparente, los Schlumpf se lanzaron a adquirir con ahínco y desmesura coches clásicos, especialmente de la marca alsaciana. Para ello, Fritz envió una carta a todos los propietarios registrados, diciendo algo así como «le confirmo que soy comprador permanente de Bugatti y le ruego me ponga en contacto con cualquiera que vaya a vender el suyo». Dicho y hecho, tan solo un par de años después ya tenían casi ochenta unidades, incluyendo innumerables recambios y herramientas originales provenientes de la liquidación de la propia fábrica de Bugatti, situada a pocos kilómetros de su residencia familiar. La guinda del pastel llegó en 1964 cuando compraron otros treinta al millonario norteamericano John Shakespeare. Eso sí, hay que decir que, a los aficionados, que conducían sus coches regularmente y los arreglaban ellos mismos, no les gustó nada la actitud de los Schlumpf, aparentemente interesados en acumularlos sin más.

    Sin embargo, los hermanos siguieron impertérritos en su empeño y además compraron automóviles de otras marcas, con nombres evocadores como Hispano-Suiza, Rolls-Royce, Mercedes-Benz, Alfa Romeo, Lancia, Maserati o Ferrari. Y cuando hubieron juntado cientos de vehículos, decidieron exponerlos en un entorno adecuado. Para ello compraron la vieja fábrica de Mulhouse y la adaptaron con la idea de albergar su preciado tesoro. Pero la colección no se expondría de cualquier manera, por supuesto que no; para empezar, derribaron los muros interiores con el objetivo de dejar una superficie diáfana de unos diecisiete mil metros cuadrados; luego encargaron novecientas farolas, réplicas exactas de las que adornan el Puente de Alejandro III en París, que harían brillar en toda su gloria los automóviles; y estos estarían en perfecto orden de marcha, para lo que contrataron a un equipo de unas cuarenta personas, incluyendo siete mecánicos, dos tapiceros, dos carroceros, un asistente de carrocería y cinco pintores. Mientras tanto, Fritz se dedicaba a conseguir los recambios necesarios y supervisar todo el proceso de actualización o restauración. Así prepararon durante años en el más estricto secreto el que sería el museo de coches más increíble que nadie hubiera visto jamás. Sin embargo, hacia principios de los años setenta el sector textil francés comenzó a notar los efectos de la competencia de países con salarios bajos. Fueron tan solo los comienzos del made in China, pero esta primera oleada ya se llevó por delante industrias enteras en Europa. Con su inmensa riqueza, los Schlumpf pudieron aguantar el tirón inicial, pero a la larga la situación se precipitó y los bancos acabaron por denegarles más créditos. De repente, el grupo de empresas de los Schlumpf se vio incapaz de pagar a sus proveedores y a las pocas semanas se declaró en quiebra; los empleados también dejaron de cobrar y denunciaron a los hermanos, al tiempo que los sindicatos llamaron a movilizaciones. A los pocos días, Hans y Fritz huyeron a Suiza, a lo que siguió el despido de todos los trabajadores y el cierre de las fábricas.

    Poco después, en la mañana del siete de marzo de 1977, quince sindicalistas irrumpimos en la antigua fábrica de Mulhouse, descubriendo el tesoro de los hermanos. Lo que vimos aquella brumosa mañana de un invierno que no quería acabar nos llenó a todos de desolación, frustración e ira; los hermanos no les daba para pagar nuestros salarios, pero tenían un inmenso patrimonio en coches. ¡Y en farolas! Afortunadamente, la mayoría de mis compañeros contuvieron su rabia y, aparte de incendiar simbólicamente un diminuto Austin 7 sin restaurar, dejaron el resto de la colección intacta. Pero lo que debía ser un efímero acto de protesta se convirtió en una ocupación en toda regla y enseguida nos organizamos para evitar que la policía nos desalojara y poder presentar nuestras reivindicaciones. Así, mientras los que tenían más experiencia negociaron con las autoridades, otros nos repartimos las tareas más mundanas, como organizar turnos de vigilancia o la logística de los víveres. En lo que a mí respecta, también estaba indignado, pero cuando encendimos las luces de la exposición quedé enamorado de aquellas bellezas sobre ruedas. Fue en esos días cuando trabé amistad con Pierre.

    Nunca me dijo su edad, calculo que tendría unos setenta años, aunque bien podrían haber sido más. Había nacido en la propia Mulhouse, cuando la región de Alsacia pertenecía al Imperio alemán y como él mismo contaba, «nací siendo alemán, fui sucesivamente francés tras la Primera Guerra Mundial, alemán en la Segunda y francés al terminar esta». De hecho, aún conservaba en su casa los carnés de identidad y era bilingüe. En cuanto a su oficio, ya entonces empezaba a extinguirse: se dedicaba a restaurar carrocerías, aunque a él le gustaba llamarse a sí mismo planchista. Había trabajado durante años para los Bugatti y cuando la compañía fue liquidada, los Schlumpf lo contrataron para cuidar de su incipiente colección. Le ofrecieron dirigir el equipo de restauración de carrocerías, pero Pierre lo rechazó; «yo no he nacido para gestionar», decía, «lo mío es batir el metal». Aquella semana en que estuvimos haciendo el inventario, Pierre me enseñó todos los rincones del enorme edificio. Recorrimos una y otra vez los caminos flanqueados por aquellas maravillas sobre ruedas. Apuntamos todo, recopilamos datos de los archivos, nos comimos nuestros bocadillos en las pausas e incluso me aficioné a fumar los Gitanes que él encadenaba uno tras otro, aunque eso sí, nunca fumó cerca de los coches. Y cada día nos quedamos charlando hasta más allá del horario razonable. De todas formas, ninguno de los dos teníamos mucha motivación para volver a casa: él había enviudado hacía pocos años y mi compañera y yo nos habíamos tomado un tiempo para reflexionar, como se suele decir. Así que me ofrecí a hacer un inventario de los coches del museo. Sí, mi vida había dado un vuelco, pero al menos de forma temporal había encontrado una ocupación y un nuevo amigo.

    Haciendo inventario contamos quinientos y un vehículos de más de cien marcas diferentes, incluyendo ciento veintidós Bugatti; y una vez completada la lista, la entregué a la Confédération Française Démocratique du Travail (CFDT), el sindicato al que estábamos afiliados. Un par de semanas después, un juez de Mulhouse declaró ilegal la ocupación, pero al mismo tiempo los líderes del movimiento decidieron abrir el museo al público para recaudar dinero. La idea era compensar en parte los salarios que habíamos dejado de cobrar, aunque los dos mil trabajadores de los Schlumpf recibimos nuestro justo finiquito relativamente pronto. Aun así, la CFDT tardó dos años en desalojar el edificio, tiempo en que estuvo abierto al público el que el sindicato bautizó como Museo Mulhouse de los Trabajadores. La entrada se cobró a diez francos, de manera que parte de la recaudación se dedicó a pagarnos un salario poco menos que digno a los que nos quedamos trabajando allí. Sin embargo, para mí fue suficiente porque, reflexionando, creo que, viéndome sin pareja y sin trabajo, desde entonces ya solo me interesaron los coches. Mi tarea consistió en llevar la contabilidad del museo, lo que apenas me llevó un par de horas al día; el resto del tiempo lo pasé viendo cómo trabajaba Pierre y escuchando sus historias. Y es que, según fue tomando confianza, resultó que a Pierre le encantaba hablar sobre los automóviles y las personas que los habían creado, que él llamaba indistintamente iconos.

    Al principio, lo escuché embobado sin más, disfrutando hipnotizado de cada anécdota, pero pronto decidí que debía tomar notas. Junto a mis estudios de contabilidad, en mis ratos libres mi madre me había enseñado taquigrafía; «ya te servirá alguna vez», me decía, aunque en aquellos tiempos mi padre aún se reía de mí porque, según él, era cosa de mujeres. Ahora bien, el sistema ya me había sido útil en las reuniones del sindicato y ahora me prestaría un preciado servicio: durante el día apuntaría todo lo que me contara Pierre y luego de noche en casa lo transcribiría. Y pondría todo en un cierto orden cronológico porque mi buen amigo me contó lo que le vino a la mente en cada momento. Así pues, este libro es una recopilación de sus relatos, que al fin y al cabo dan para lo que yo creo que es un bonito homenaje a uno de los artefactos más fascinantes que haya creado el ser humano; y al mismo tiempo iré desgranando la interesante vida de mi amigo. Tanto si eres un entusiasta de los coches como si solo quieres pasar un buen rato de lectura, espero no decepcionarte y te doy la bienvenida. Naturalmente, no puedo ni quiero abarcar toda la historia ni a todos los protagonistas; mi intención es transmitir en estas páginas la pasión que motivó a Pierre y la que me sigue moviendo a mí. Antes pensaba que llegaría un día en que me cansaría, pero hace tiempo que abandoné esa idea, me parece imposible pensar que despierte una mañana y diga «qué aburrimiento, ya no me gustan los automóviles». No después de lo que viví y escuché durante aquellos años.

    I.

    UNA NUEVA FORMA DE LOCURA

    (HASTA 1905)

    Agarrándole de la mano con fuerza, André va tirando de su madre. En los últimos meses todos hablan de la imponente torre metálica que domina la ciudad. Hasta ahora el joven solo ha podido verla desde muy lejos o en las portadas de los periódicos, pero hoy, por fin, ha llegado el día y su madre lo ha traído a visitarla. Estamos en la Exposición Universal de París de 1889 donde las construcciones en metal de dimensiones colosales son la gran novedad. El joven está fascinado ante el impresionante despliegue de tecnología, aunque recorriendo la descomunal Galería de las Máquinas, le llaman especialmente la atención los coches sin caballos. Hay un Bollée, un Serpollet, un de Dion-Bouton y tres triciclos de Peugeot con motor de vapor, aunque también los hay que se mueven con electricidad, alguno a gas y dos alemanes que funcionan con esencia de petróleo. Hace ya décadas que el vapor es crucial para los desplazamientos de larga distancia, moviendo barcos y locomotoras, pero en esta época hay quien se pregunta cuál será el futuro de la movilidad en las distancias medias y cortas. Las respuestas son variadas y llamativas pero muy pocos piensan que vayan a fabricarse más de un puñado de estos vehículos, que se antojan demasiado complejos y caros. De hecho, casi todos lo tienen claro: nada podrá reemplazar a los caballos, naturalmente. Así que la mayoría de los visitantes de la galería pasan y observan estos artefactos que algunos empiezan a llamar «automóviles» con una mezcla de fascinación y escepticismo, se encogen de hombros y siguen desfilando. No así André, que queda profundamente impresionado.

    Así arrancaba Pierre sus relatos: tomaba un personaje, lo situaba en el espacio y en el tiempo y a partir de ahí hilaba la historia. Precisamente, sus últimos relatos coincidieron cronológicamente con los comienzos del automóvil. Fueron estos en los que más le brillaban los ojos a Pierre, la época de los pioneros le fascinaba. Cuando lo conocí poco podía imaginar que aquel hombre tranquilo y callado (casi lo podría describir como huraño) había vivido tanto y que, cuando se daban las circunstancias y él se sentía a gusto, podía llegar a ser tan locuaz. Ahora bien, con el tiempo me di cuenta de que no le faltaban habilidades sociales e incluso disfrutaba de algunas fiestas y reuniones que hicimos en el museo; simplemente, después de un tiempo necesitaba recogerse y trabajar en los coches o volver a casa a leer. Y, de todas formas, siempre prefirió dedicar sus energías a los amigos cercanos, algunos pocos colegas y familiares. Le gustaba más escuchar que hablar, detestaba tener que hablar por hablar y desde luego evitaba en lo posible el conflicto; pero, en las circunstancias adecuadas, se convertía en un parlanchín y tampoco evitaba una buena discusión. Por mi parte, intenté tomar notas lo más fielmente posible y aunque la taquigrafía tiene sus límites, creo que pude atrapar la mayor parte de sus palabras. La mayor dificultad que me encontré fue ordenar las historias y las ideas, que se entrelazaron también con sus opiniones personales y los retales de su vida. Pero volvamos a la Exposición Universal, donde André y su madre siguen caminando por el recinto hacia el norte del parque.

    Y de repente ahí está, la recién construida Torre Eiffel. Pintada toda de un tono rojizo, flamante, irreal, inmensa, cada uno de sus cuatro pilares tan grande como un edificio. André mira hacia arriba y su vista no llega a abarcar toda la estructura del monstruo de metal que se eleva decenas de metros hacia el cielo, con sus innumerables vigas y columnas que se cruzan en todas direcciones en inusitada armonía. El joven va como flotando y por ello no ve que alguien de su misma edad viene hacia él con paso firme. Sus hombros chocan fuertemente; el otro se gira con cara severa, abre la boca para empezar una discusión, pero alguien le grita, «¡vamos Louis!» y sale corriendo —se volverán a ver. Todavía en el suelo por el choque, André se apoya en sus codos, levanta la mirada, observa la inmensa torre y se fija particularmente en cómo uno de los ascensores sube y sube. Con un constante traqueteo, desde su interior todo se hace más pequeño: André en el suelo, su madre, sus hermanos y el resto de las personas, los carros de caballos, los edificios, los parques y poco a poco en suma toda la ciudad.

    El día es espléndido, el cielo es de un azul radiante y la luz del sol viene y va a causa de las miles de pequeñas nubes que flotan sobre París. Frenando suavemente, el flamante ascensor Otis se detiene a sesenta metros de altura, donde se ubica uno de los restaurantes de la torre recién inaugurada. Entre las personas que salen del elevador se encuentran tres hombres y una mujer, que se dirigen a una comida de negocios. Y aquí llega el maître, su mesa está lista, si son tan amables de seguirme. Los comensales caminan entre las mesas hasta llegar a la suya, la mejor del lujoso local, con unas vistas excepcionales. A esta altura, la dimensión de la gran Exposición Internacional en la capital francesa se hace más comprensible, con la enorme Galería de las Máquinas y su cúpula dorada dominando el entorno. Los anfitriones, dos franceses, no se parecen nada en carácter. El ingeniero Émile Levassor es brillante, terco y algo reservado; trabajador incansable, no para de inventar. Por otro lado, su socio, René Panhard, es su perfecto complemento: extrovertido, exquisito en sus maneras, se le dan muy bien las personas y es un formidable comercial. Ambos planean fabricar carros sin caballos y para ello hace unos meses han firmado un acuerdo con el tercer invitado a este almuerzo. Es alemán, se llama Gottlieb Daimler y fabrica motores que funcionan con esencia de petróleo. La dama que completa el grupo, Louise Sarrazin, es su representante en Francia y ha sido ella quien ha puesto en contacto a los tres emprendedores. Siendo ambos ingenieros, Levassor y Daimler digamos que hablan el mismo idioma y se caen especialmente bien.

    Habiendo terminado el postre y degustando una taza de café, Gottlieb Daimler dirige su mirada a través de los grandes ventanales y la maraña de vigas, se abstrae por un momento de la conversación y se permite a sí mismo un raro momento para echar la vista atrás y reflexionar. Ya de muy joven, se había convencido a sí mismo de que un día el vapor que lo movía todo sería sustituido por otra forma de generar energía. Desde que terminó sus estudios, Daimler diseñó máquinas que funcionaban sobre todo a gas; primero en Francia, luego en Inglaterra y de vuelta en Alemania. Aquí trabajó para Nikolaus Otto, el inventor del motor de cuatro tiempos, pero siendo de carácter naturalmente fuerte, acabó por enfrentarse a su patrón y saliendo de la empresa; con el finiquito abrió un pequeño taller en el pueblo de Cannstatt, cerca de Stuttgart, y, al poco tiempo, se le unió un joven ingeniero, Wilhelm Maybach. Juntos desarrollaron un motor que funcionaba con esencia de petróleo y que acoplaron primero a un vehículo de dos ruedas, creando la primera motocicleta, y en 1886 a un carruaje. Nació así el primer automóvil de cuatro ruedas con motor de combustión interna, con la increíble potencia de, bueno, medio caballo de vapor (CV), gracias al cual el vehículo era capaz de alcanzar unos vertiginosos dieciocho kilómetros por hora. Siguieron la primera barca a motor, un tranvía y hasta un globo aerostático y ya al año siguiente Daimler y Maybach comenzaron a fabricar sus motores en serie. Y ahora, uno de sus coches sin caballos se exponía en París. Daimler termina su café y piensa para sí mismo: «este hijo de un panadero nacido en un pueblecito ha llegado muy lejos».

    En la misma Exposición Universal se mostró al público otro coche sin caballos, con un motor que también funcionaba con esencia de petróleo. Su inventor, Carl Benz, lo había patentado unos meses antes que Daimler el suyo. No obstante, Benz tardó más que su colega en dar el empujón definitivo a su invención, ya que, careciendo de don de gentes y encontrándose con el escepticismo de la época, no supo encontrar compradores. Fue entonces cuando intervino su esposa Bertha, mujer de altas miras donde las haya. Un día a principios de agosto de 1888 de buena mañana, Bertha Benz sacó el artefacto del taller de su marido en Mannheim y emprendió junto a sus dos hijos un viaje a Pforzheim, donde vivía su madre, a unos cien kilómetros. Su objetivo no era otro que demostrar las posibilidades comerciales del vehículo. De hecho, ella era la principal interesada en el éxito del proyecto, ya que toda la financiación había corrido de su cuenta; por tanto, suyas debían ser las patentes, pero entonces una mujer casada tenía prohibido solicitarlas. El caso es que a los tres días Bertha y sus hijos realizaron el camino de regreso y enseguida los detalles del periplo corrieron como la pólvora por la región y luego por todo el Imperio. Las anécdotas incluyeron los sustos a los lugareños que encontraron a su paso; siguió la búsqueda de fuentes de agua para enfriar el motor y la parada en la Wieslocher Stadtapotheke, una farmacia donde compró ligroína, un derivado del petróleo, para usarlo como combustible. También se corrió la voz sobre las varias muestras de ingenio de esta excepcional mujer, que usó una pinza del pelo para reparar la ignición o una de sus ligas para recubrir un cable eléctrico pelado. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, el viaje sirvió finalmente para demostrar el potencial de los automóviles sin caballos y en particular a Benz para atraer inversores, echando a rodar su proyecto.

    Dos años después de la Exposición Universal de París, la empresa Panhard et Levassor comenzó a fabricar en serie el automóvil movido por el motor de Daimler (ver fig. 1). Además, con él introdujeron la configuración que tarde o temprano adoptaría la mayoría de los fabricantes durante décadas, el llamado Système Panhard, con motor delantero, tracción trasera, embrague de pedal, cambio de marchas con palanca, radiador frontal y bastidor de escalera. La marca estuvo en estos años en la cresta de la ola y muchos ricos y famosos del momento conducirían o serían conducidos en uno de sus automóviles, como Louis Pasteur, Claude Monet, Gustave Eiffel o Charles Rolls. Y de su iniciativa emprendedora nació además otra empresa francesa igual de icónica pero más conocida y longeva. Habiendo comprado los derechos en exclusiva para Francia de los motores de Daimler, Panhard y Levassor buscaron otro interesado a quien venderlos y así poder aumentar la producción y reducir costes; y lo encontraron en la persona de Armand Peugeot. De estricta tradición protestante, la familia Peugeot se había granjeado durante décadas su fama de seria y labo riosa, fabricando herramientas, molinos de café y bicicletas. Armand ya venía fabricando coches sin caballos con motor de vapor, pero pronto se convenció de que el futuro estaba en la gasolina y también sus vehículos montaron los motores de Daimler.

    Sí, el motor de combustión interna se inventó en Alemania, pero, como vemos, la industria del automóvil arrancó en Francia. De hecho, en estos años el galo fue el país de referencia para todo lo vanguardista, ya fueran obras de ingeniería como los primeros automóviles o la Torre Eiffel y también en las artes. Más adelante explicaré por qué, pero el arte moderno interesaba especialmente a Pierre y, para describir el contexto histórico, fue metiendo en nuestras conversaciones aquí y allá pinceladas (nunca mejor dicho) de su evolución. El arte moderno arrancó un poco antes que el automóvil, concretamente de la mano del francés Édouard Manet, pero sobre todo con Claude Monet, cuyo cuadro Impresión, sol naciente, de 1872, fue el arranque del impresionismo. También mencionaré a sus colegas Degas y Renoir, aunque para Pierre fue Cézanne quien realmente condicionaría a muchos artistas que vinieron después, al empezar a pintar ciertos objetos con múltiple perspectiva, adelantándose al cubismo. Pero no solo en la pintura estuvo en estos años de moda todo lo francés, sino también en la literatura (gracias a Guy de Maupassant, Zola o Baudelaire) y en la música, donde los referentes eran Debussy, Satie y Stravinski. Por otro lado, al mismo tiempo Louis Pasteur desarrolló su técnica para esterilizar alimentos líquidos y los hermanos Lumière crearon el cinematógrafo. También se «inventó» en estos tiempos en Francia el turismo de superlujo, con el ferrocarril llevando a los ricos de todo el mundo a las ciudades de Biarritz, Deauville, Vichy o Niza. Aunque con diferencia, por encima de todas ellas, desde luego, estuvo París, donde en estos años surgió la alta costura y, aparte de la Torre Eiffel, se inauguraron la sala de cabaret Moulin Rouge y el restaurante Maxim’s. Y también fue en Francia donde dio sus primeros pasos el deporte del automovilismo.

    ~

    Son las cuatro de la mañana en medio de ninguna parte en la campiña francesa. Unos chavales llevan ya unas horas esperando a que aparezca el Benz de los hermanos Michelin, pero el sol está a punto de salir y el único que aparece por el camino es un viejo pastor con un rebaño de ovejas. De forma inocente, como si fuera lo más normal del mundo, los jóvenes preguntan al buen hombre si se ha cruzado por el camino con un carruaje sin caballos. «¡Carros sin caballos!», grita el buen hombre presa de la ira. «¿Cómo os atrevéis a burlaros de un hombre de mi edad?» y acto seguido levanta su bastón para castigar semejante falta de respeto. Y lo hace justo en el mismo instante en que aparece el Benz por el camino, rugiendo y traqueteando. Estamos en junio de 1895 y este es uno de los vehículos inscritos por los hermanos Michelin en la que para muchos será la primera gran carrera automovilística de la historia: la París-Burdeos-París. A estas alturas, varios emprendedores ya estaban vendiendo sus coches sin caballos, así que era cuestión de tiempo que alguien ideara una competición para ver qué máquina era la más rápida o (dada su escasa fiabilidad) cuál era capaz de alcanzar la meta. Y con sus más de mil kilómetros de tortura por las carreteras de entonces, esta primera carrera supuso un enorme reto, que queda patente en el testimonio del propio Édouard Michelin; el francés relató unas cuantas anécdotas que dejo en el siguiente párrafo, pues dan una idea de las condiciones en que se conducía entonces.

    Para empezar, Michelin describió el equipamiento de los vehículos participantes, con barras de dirección (el volante aún no se había inventado) extremadamente imprecisas, frenos que consistían en una palanca que presionaba las llantas traseras y, en fin, faros que no eran sino candiles de keroseno. A continuación, Michelin contó que su intención fue presentar tres vehículos, pero finalmente los hermanos solo pudieron participar con uno. Para empezar, el Benz del párrafo anterior, apodado Golondrina, finalmente se averió antes de comenzar la prueba y no pudo ser reparado a tiempo. El segundo, apodado Araña, chocó en los entrenamientos primero contra un arbolito joven que se dobló, de manera que, siempre según relató Michelin, uno de los acompañantes felicitó al conductor «por haber elegido un árbol con bisagras» aunque luego el vehículo quedó inutilizado por chocar contra otro que, desafortunadamente, «no era articulado». El tercer vehículo fue un Peugeot apodado Rayo, debido a que la dirección era algo precaria y, en lugar de ir en línea recta, el vehículo se movía en zigzag. Este automóvil también sufrió accidentes en los entrenamientos; el más grave ocurrió veinte días antes de la salida, cuando, tras cambiar una rueda, el ingeniero olvidó reajustar los frenos; luego, al accionarlos, se bloqueó una rueda y el vehículo terminó tumbando un poste de telégrafo, arrojando a los cuatro ocupantes al suelo. No hubo heridos graves, pero un incendio del carburador quemó parcialmente el vehículo, que pese a todo se reconstruyó a tiempo para correr. Ahora bien, dados los precedentes, los conductores designados se negaron a manejar el Rayo, así que tuvieron que ser los propios herma nos Michelin quienes lo condujeran durante el evento.

    Casi todos los participantes presentaron sus vehículos con ruedas de madera o hierro. Algunos las habían forrado de goma, pero todas repercutían cada bache y cada piedra a sus ocupantes y a toda la mecánica. Solo uno de los coches llevaba neumáticos, no es difícil adivinar cuál; dos años antes, los hermanos Michelin habían comenzado a fabricar neumáticos hinchables para bicicletas, y solo hace poco para automóviles. Aunque hay que decir que los Michelin no inventaron el neumático, pues ese honor corresponde al veterinario y cirujano escocés John Boyd Dunlop, quien ya había patentado uno siete años atrás. En realidad, Dunlop (re)inventó el neumático, porque alguien ya había construido uno en Francia décadas antes, pero entonces nadie les vio aplicación —es la desgracia de algunos adelantados a su tiempo. Incluso años después, siendo los vehículos a motor tan escasos y lentos (y muchos de sus fabricantes tan reticentes), el negocio de los neumáticos arrancaba solo muy lentamente. Así que los Michelin vieron en la carrera una oportunidad para promocionarlos. Eso sí, los incidentes mecánicos y de otro tipo hicieron que el Rayo tardara más de cien horas en llegar, con lo que fue descalificado, pero los neumáticos probaron su potencial y, a partir de aquí, más y más fabricantes los irían montando. Los que también recibieron un espaldarazo tras la carrera fueron los motores de gasolina, ya que ocuparon los ocho primeros puestos, por delante de nueve de vapor y dos eléctricos. En principio, el ganador fue el mismísimo Émile Levassor, aunque más tarde fue descalificado porque su automóvil no tenía cuatro plazas, como exigía el reglamento. El francés, por cierto, fallecería poco después a causa de las heridas sufridas en otra carrera; al año siguiente, en la París-Marsella-París, Levassor tendría un accidente poco antes de llegar a Aviñón, intentando evitar atropellar a un perro, lo que le obligaría a ceder el volante a su mecánico. El propio accidente y la tortura de aguantar malherido otras treinta y seis horas hasta llegar a la meta harían mella en el francés, que moriría unos meses después. Esto sería un presagio de la fatalidad que acompañará siempre al deporte del automovilismo.

    Pero no solo en Francia arrancaba la competición, pues al año siguiente tuvo lugar en Inglaterra otra carrera que también haría historia. Poco después de acudir a la Exposición Universal de París, Gottlieb Daimler había vendido una de sus licencias a un tal Frederick Simms, quien enseguida la vendió a su vez al inversor Harry Lawson. Con la licencia, Lawson adquirió los derechos de los motores y el nombre de Daimler para todo el Imperio Británico excepto Canadá; pero muy a su pesar el automóvil no acababa de cuajar en la conservadora sociedad británica. De hecho, al parecer, en 1896 las islas contaban con apenas setenta y cinco automóviles, frente a los cientos que ya circulaban por Francia. Así que, para llamar la atención del público, aquel año Lawson ideó una competición que llamó la Emancipation Run. La carrera se convocó para celebrar la Locomotives on Highways Act, una ley según la cual se eliminaban las enormes restricciones que hasta entonces habían impedido la proliferación de vehículos a motor en Gran Bretaña. Curiosamente, como el evento tuvo lugar el mismo día en que entró en vigor la nueva normativa, en los días previos las autoridades de Londres no habían permitido que los vehículos circularan por sus calles y el mismo día de la carrera tuvieron que ser remolcados a caballo hasta la salida. Pero por fin aquella fría y lluviosa mañana de noviembre, después del desayuno, los participantes pudieron arrancar, haciéndose notar sobre todo los de gasolina, con sus traqueteos, explosiones, humos y el olor a aceite quemado. Los dos a vapor y sobre todo los siete vehículos eléctricos fueron naturalmente más discretos.

    A lo largo del recorrido de unos ochenta kilómetros entre Londres y la ciudad costera de Brighton, unas diez mil personas montando en bicicleta y miles a pie escoltaron a los treinta y tres automóviles participantes. De hecho, la competición despertó tanto interés que algunos coches tuvieron que rodar lentamente por la muchedumbre, haciendo que algunos motores se sobrecalentaran, impidiéndoles llegar a la meta, que solo alcanzaron diecisiete vehículos. El piloto y emprendedor británico Charles Jarrot asistió al evento como espectador y unos años más tarde contaría sus impresiones: «El efecto de la carrera en el público fue curioso. Habían llegado a creer que ese mismo día iba a tener lugar una gran revolución. Los caballos serían reemplazados de inmediato, y solo se verían en la carretera los maravillosos vehículos a motor sobre los que habían leído tanto en los periódicos durante meses antes. Nadie parecía tener muy claro cómo se produciría de repente este extraordinario cambio; sin embargo, existía la idea de que sería rápido. Pero después de la procesión a Brighton, todos, incluidos los comerciantes de caballos y los fabricantes de sillas de montar, recayeron en una plácida satisfacción y se sintieron seguros de que el buen animal pasado de moda utilizado por nuestros antepasados no corría peligro de ser desplazado». Eso sí, hay cierta confusión respecto a qué vehículo llegó primero a Brighton. En general se cree que fueron dos triciclos Bollée, pero acaso juzgando que un auténtico automóvil debía tener cuatro ruedas, algunas fuentes cuentan como ganador a un vehículo americano: un Duryea (ver fig. 3). Lo cual nos concede la excusa perfecta para dar un salto al otro lado del Atlántico y ver cómo fueron allí los primeros años del automóvil, que empiezan con otra competición algo accidentada.

    Estaba amaneciendo y una cuña quitanieves de madera tirada por caballos avanzaba a duras penas sobre el manto blanco que cubría el hipódromo. En estas penosas condiciones, en noviembre de 1895 tuvo lugar la carrera de automóviles organizada por el periódico Chicago Times-Herald, que muchos consideran la primera que se celebró en suelo americano. El recorrido previsto era de unos noventa kilómetros partiendo desde Chicago y recorriendo la orilla del lago Michigan hasta Evanston y vuelta. La mayoría de los ochenta y tantos vehículos inscritos eran de producción casera, por lo que el evento se pospuso dos veces porque los participantes no los tuvieron listos a tiempo; de hecho, al llegar el día, solo seis vehículos pudieron desplazarse hasta la salida. Y luego la «carrera» apenas mereció este apelativo, porque fue un caos. Sí, los hermanos Duryea acabaron ganando, pero los premios se basaron sobre todo en factores científicos y no tanto en lo que pasó durante la competición, ya que, según dijeron los jueces, «todos los concursantes violaron las reglas». Incluido el Duryea que «no pudo mantenerse en el trazado y fue reparado por un herrero», pero este fue el carruaje que «tuvo el mejor rendimiento y la velocidad promedio más alta, unas cinco millas por hora». Por lo demás, un Benz atropelló a un caballo y tuvo que retirarse, mientras que un coche eléctrico se quedó sin batería a causa del frío y el resto quedaron atrapados en la nieve. La escena más repetida del día fue la de caballos rescatando a las máquinas que se habían averiado o habían quedado atascadas. Y es que los primeros automóviles llegaron a un mundo en que el caballo era mucho más que el enemigo a batir. Lo dijo bien claro otro pionero del automovilismo, el norteamericano Alexander Winton: «El gran obstáculo para el desarrollo del automóvil fue la falta de interés del público» ya que «abogar por la sustitución del caballo, que había servido al hombre durante siglos, señalaba a uno como un imbécil».

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    En general no es muy conocido, pero Winton fue uno de los primeros constructores de automóviles en EE. UU. Su nombre me trae una especial añoranza de mis conversaciones con Pierre, ya que se convirtió en un pretexto que usé a menudo para burlarme de él, siempre desde el respeto y contando con su complicidad, claro: «ya estás otra vez con Winton», le decía. Pero Pierre tenía una buena razón para citarle una y otra vez en sus relatos ya que, pasada la época de los pioneros, Winton escribió un artículo para el Saturday Evening Post sobre los inicios del automóvil que es una auténtica mina de oro para descubrir cómo fueron los comienzos de la motorización. Winton contó por ejemplo cómo se libraron «emocionantes batallas de palabras en el desierto más grande de todos: el desierto de la terminología. Algunos querían llamarlo carruaje sin caballos como descripción estándar; otros recomendaron policiclo, vagón de motor, motocicleta, carruaje sin caballos, locomotora de carretera. Supongo que había cientos de nombres, pero ganó automóvil, debido a su musicalidad». En fin, contaba Winton que «por el hecho de estar construyendo mi primer automóvil en la privacidad del sótano de mi casa comencé a ser señalado como el tonto que está jugando con un carruaje que se desplaza sin estar enganchado a un caballo». Un día, hasta su banquero lo llamó para decirle: «Winton, me has decepcionado, estás loco si crees que este tonto artilugio en el que has estado perdiendo el tiempo desplazará

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