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La resistencia francesa contra la ocupación nazi convocó a partisanos de diversos grupos, predominando socialistas, comunistas, judíos e inmigrantes antifascistas de distintas nacionalidades. Esta novela relata la historia de uno de ellos: Missak Manouchian y la red de resistentes que dirigía.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento19 nov 2020
ISBN9789560012593
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    Missak - Didier Daeninckx

    Agradecimientos

    Capítulo 1

    Willy fue a estacionar su motoneta cerca de la orilla, frente a la fachada del Floréal. El frío entumecía la punta de sus dedos, a pesar de los guantes de aviador encontrados en una tienda de ropa americana en el portal Saint-Ouen. Se cruzó de brazos y deslizó sus manos bajo sus axilas, mientras Louis Dragère, el periodista con el que estaba haciendo equipo y que acababa de hacerle una seña a través del vidrio empañado, se tomaba su café. El joven salió, sujetó los resortes del sillín para poder sentarse en el portaequipaje con las piernas separadas por las alforjas llenas con el equipamiento de Willy, y tembló al entrar en contacto con el metal congelado. Hizo un nuevo esfuerzo al inclinarse hacia el casco de cuero que recubría la cabeza del conductor.

    –Hola, Willy... Pensaba que iban a estar ahí, pero hubo un cambio de planes... nos esperan en les Folies, en Belleville bajo, al lado del cine. ¿Ubicas dónde es?

    –Sí, tomo la calle Julien Lacroix. Ya estoy empezando a conocer el barrio.

    Willy enganchó la primera velocidad. Los temblores del motor hicieron vibrar la patente, que tenía forma de cresta de hurón y se encontraba en el guardabarros delantero. Él mantenía la máquina treintañera con cuidado, sin lograr rellenar los agujeros de aire que frenaban la aceleración apenas la temperatura se volvía negativa. Tenía los medios para adquirir una de esas nuevas serie Z que hacían milagros en el Bol d’Or, pero no se decidía a separarse de su antigua compañera. La moto era lo único que le quedaba del taller de su padre, una tienda de fotógrafo del boulevard Rochechouart que tuvo que rematar a pérdida algunos meses antes del Frente Popular, cuando su enfermedad había empezado. Abandonando las fotos de matrimonio, Willy había preferido meterse en los cortejos, igual de alegres y determinados, que se habían tomado las calles de París. En algunos meses se había especializado en los reportajes de las uniones más importantes que se publicitaban en lo que quedaba de Europa libre e incluso en América. Antes del joven periodista, varias decenas de amigos se habían ido sobre el portaequipaje, en salidas a los bosques a la orilla del Marne. Luego, la tormenta se desató y las fuerzas de la naturaleza quedaron sueltas. Se acordaba, con una punzada en el corazón, de aquellos a los que solo podía unirse con su recuerdo: la resplandeciente Gerda Taro, aplastada por un tanque en la batalla de Brunete, en España... Endre Ernô Friedmann, su amado, a quien ella le inventó el seudónimo de Robert Capa, y que acababa de ser despedazado, hace seis meses, por una mina, en Tonkin...

    Willy cerró rápidamente los ojos para poder alejar a sus fantasmas. Disminuyó la velocidad para girar a la derecha a través de la calle de Belleville, evitando andar en zonas muy brillantes donde llegaban a reflejarse las luces amarillas del alumbrado. Los transeúntes, embutidos en abrigos abultados, se amontonaban alrededor de los puestos antes de desaparecer en los pasillos y los corredores de los edificios. Otros iban a apoyar los codos en la barra de un café para aprovechar el calor que les hacía falta en su departamento. Tres jóvenes escuálidos hacían circular un cigarrillo poniéndose a cubierto del viento detrás de un afiche publicitario que anunciaba la proyección de Pane, amore e fantasia. El más esbelto se separó del grupo apenas vio la moto. Se acercó a la calzada poniendo la punta de sus zapatos hacia adelante. El resto del cuerpo la siguió como atravesado por una onda, las piernas se desplegaban una al lado de la otra, las caderas se soltaban y la espalda contoneaba, dándole aspecto de felino. Levantó la mano al reconocer a Dragère, y dirigió al equipo hacia un pórtico. Un pasaje estrecho conducía a un vasto patio interior sumergido en la oscuridad. Estallidos de voces y fragmentos de juegos radiofónicos flotaban en el aire húmedo que olía a sopa y fritura. El periodista bajó primero. Esperó a que Willy pusiera la pata de la moto para presentar a Georges Malewski, gracias a quien había negociado el encuentro con la banda de los Fauch’man.

    –Es Jojo, del que te hablé...

    El fotógrafo se sacó sus guantes, pausadamente, para darle la mano.

    –¿Usted es el que trabaja como torneador en Givet, en la plaza Voltaire?

    –Sí. Mi padre también trabaja ahí, pero él trabaja en el corte...

    –Por lo que creí entender, deberíamos poder hacer un reportaje en la fábrica... ¿Están todavía de acuerdo?

    Esbozó una mueca mientras pasaba sus dedos separados por su densa melena.

    –No había problemas la semana pasada, aunque desde hoy día se ha vuelto un poco más complicado. Para la grifería, habíamos quedado en doscientas piezas por hora, y de repente, sin avisar, nos hacen pasar a doscientos veinte... estamos peleando, y el jefe que antes teníamos en la palma de nuestra mano va a estar obligado a volver a abrir los ojos... hay que esperar...

    –Bueno, ustedes vean...

    Los otros jóvenes los habían alcanzado. Se dirigieron juntos hacia el fondo del patio, donde estaban apilados los basureros de los edificios que los rodeaban dibujando un rectángulo alargado en el cielo huérfano de estrellas. Unos gatos interrumpidos en su comida se alejaron maullando, acompañados por un ruido de tapas cayendo. Habiendo llegado cerca del muro, Malewski, ayudado por uno de sus compañeros, movió una placa de lata que escondía una especie de tragaluz por el cual un hombre de corpulencia media podía pasar.

    –Es la única forma de entrar a nuestro escondite. Tienen buen perfil. Voy a pasar primero para abrir el camino. Los otros ya llegaron; nos están esperando.

    El periodista se adentró siguiéndolo, poniendo sus suelas, tanteando, sobre las barras invisibles de una escalera cuya madera crujía al menor movimiento. Un olor a hollín y tierra mojada subía desde el suelo. Tendió el brazo hacia la apertura para recibir las cámaras fotográficas de Willy y lo guio gradualmente sosteniéndole el tobillo. Se dispusieron en un pasillo en fila india, a lo largo de ciertos metros, antes de que Jojo empujara una puerta armada con planchas mal ajustadas. La gran ampolleta que se balanceaba en un extremo de su cable hacía nacer sombras fugitivas en los rostros de unos veinte jóvenes niños sentados alrededor de una mesa de cantina. Georges Malewski se levantó sobre las puntas de sus pies para deslizarse hacia el sillón de cuero dañado, destinado al jefe. Carraspeó su garganta varias veces para captar la atención.

    –Como les había explicado en nuestra última reunión, el diario L’Humanité está interesado en nuestras actividades. Debería publicar toda una serie de reportajes sobre las pandillas de jóvenes que se organizan en París y su región. Los Peignotins del XV, los Cols Roulés de Montmartre, los que quedan de los Floréal...

    Jojo saboreó los silbidos que recibieron la evocación de la pandilla rival. Hizo durar el placer antes de retomar.

    –Los Floréal, estuvimos juntos durante seis meses, pero terminaron creyendo que, como vivían en las alturas, éramos sus inferiores... La única diferencia es que aquí tenemos menos dinero en los bolsillos. ¡Es por eso que nos bautizamos los Fauch’man, los «sin un peso»! El compañero periodista que vino hoy se llama Louis Dragère, y normalmente escribe sobre varios hechos... está acompañado...

    Dirigió su mirada al fotógrafo, al que trató de usted.

    –Disculpe, no conozco su nombre...

    –Willy Ronis. Haga como si yo no estuviera aquí.

    Louis Dragère tomó la dirección de las operaciones, pidiendo a todos los jóvenes reunidos en torno a la mesa que se presentaran. Anotaba incluso el menor detalle en su libreta, los apellidos y los sobrenombres, las direcciones de sus trabajos, las calificaciones, las señas distintivas. Yves Maingam, fletero en Guillaumet; Serge Crescente, llamado Tic-Tac, aprendiz de relojero (con pecas); Victor Rombaut, llamado Gavroche, pintor de construcción; Jacques Richard, llamado Haut et Bas, eléctrico en Roux y Combaluzier (bigote delgado al estilo de Errol Flynn); Léon Herment, alias 40 de fièvre, aprendiz de matarife en la Villette...

    Un cuarto de hora más tarde era como si el periodista hiciera parte de la pandilla desde su creación. Ya no era necesario hacer la menor pregunta, una confianza llevaba a otra, y cuando el silencio amenazaba, las risas servían de transición.

    –¿Se reúnen a menudo en esta guarida?

    –Dos veces...

    –¿Dos veces? Dos veces al mes, dos veces a la semana....

    –Dos veces a la semana, pero si dependiera de nosotros sería dos veces al día. Pareciera que sólo aquí se vive realmente.

    –¿Y qué quiere decir eso, «vivir realmente»?

    Las miradas se dirigieron hacia un extremo de la mesa desde donde presidía Malewski. Willy se subió a un banco para ponerlo en el centro de la escena, aunque sabía, tirando el flash, que la luz, demasiado violenta, quitaría todo misterio a su toma.

    –Vivo a cien metros de aquí, donde mis viejos, en una casucha que fue derribada por los bombardeos, hace ya once años. La casa es inestable. ¡Sólo el propietario no se mueve! Además, estamos sobre arcilla como gran parte de Belleville... Apenas empieza a llover pareciera que vivimos en un acuario. Solo me siento bien aquí, con los amigos.

    Louis Dragère dio vuelta a la página de su libreta, por su espiral.

    –Todos ustedes tienen entre 16 y 19 años... Leen los diarios, escuchan la radio, miran las noticias Pathé en el cine...

    Haut et Bas dejó de alisarse su bigote para hablar.

    –Sí, no somos cavernícolas. ¿Por qué nos preguntas eso?

    –Esta mañana anunciaban combates en los montes Aurés, en Argelia. ¿No tienen miedo de que les pidan que vayan?

    –No. Los argelinos seguramente están hartos de que estemos instalados donde ellos hace rato, pero no le hacen el peso al ejército. En seis meses no se va a hablar más de eso.

    Un corte de corriente sumergió la guarida en una oscuridad total. A lo largo de los segundos que siguieron, la noche fue penetrada por la luz inestable de una decena de fósforos que encendieron el mismo número de velas, dándole a la junta la apariencia de un cuadro flamenco. Los destellos cambiantes esculpían los perfiles, cavaban órbitas, afiebraban las miradas, daban gravedad a los movimientos, solemnidad a la menor pose. Willy se había adaptado inmediatamente a la situación, su índice no dejaba de apretar el chispero de la Leica para captar eso que parecía ahora, gracias a una pana de electricidad, una reunión de conspiradores.

    Se fueron apenas se restableció la luz, aprovechando el mismo tragaluz que daba sobre el patio. La moto se hizo camino entre los clientes frecuentes del cine, que estaban saliendo en ese momento, y se dirigió hacia la plaza de la République. Algunos copos bailaban en el haz de la luz delantera antes de ser aspirados por la velocidad. Después de haber atravesado el cruce, Willy giró levemente la cabeza hacia atrás gritando:

    –Si quieres te puedo dejar en tu casa...

    Dragère se apegó a la espalda del fotógrafo.

    –No, prefiero volver al periódico. Voy a estar más cómodo para escribir mi artículo. Déjame en los Boulevards, voy a caminar un poco.

    Se separaron en el ángulo de la calle Montmartre. Dragère vio la moto alejarse, después se subió el cuello de su cazadora y se puso a caminar hacia Les Halles. Desistió de entrar a los restaurantes frecuentados por los periodistas para instalarse en el Café Español, ante una paella que tragó releyendo las notas tomadas en la guarida de Belleville. Era casi medianoche cuando se acercó a la sede de L’Humanité, un edificio Art déco de cuatro niveles en forma de transatlántico que había alojado a un diario colaboracionista durante la guerra. Se decía que los arquitectos se habían inspirado en la silueta del Normandie para hacer las crujías y la popa. Dragère subió al segundo piso, se instaló en un escritorio adornado cuyo ventanal daba hacia la circulación del bulevard. Deslizó una hoja de papel calibrada entre los rodillos de una máquina de escribir y golpeó las letras con la sola ayuda de sus índices el título de su artículo: «Los Fauch’man son otra cosa». Lo miró durante un largo tiempo antes de decidir atacar el primer párrafo. Era parte de esos periodistas que necesitan concentrarse en el agarre, que lleva en sí toda la lógica de la crónica. Bastaba con que las falanges se apoyaran sobre las teclas para que el pensamiento tomara forma.

    Durante toda esta semana, vamos a seguir a las pandillas que uno encuentra en París como en toda su periferia. La elección es amplia: están los Cols Roulés, los Rôdeurs des Courtilières, la tropa de Butte à Coco, los del 140, los Rebelles des Poissoniers... Algunas cuentan con cinco o seis miembros, generalmente una treintena. ¡La más provista agrupa hasta doscientas personas! Escuchándolos, entendí que no les gustaban los patrones ni los que dan lecciones. En su sistema de valores, los nervios a menudo tienen prioridad sobre la discusión. Los más viejos tienen 20 años, ¡y si uno no es rebelde a esa edad es que los años pesaron el doble o el triple!

    Dos horas más tarde, la primera entrega de la serie estaba lista. Se dirigió hacia el ascensor y apretó el botón del tercer subsuelo. Los operadores ventilaban cerros de L’Humanité* con la tinta aún fresca en los casilleros de los distintos revendedores, antes de que otro empleado los atara y los echara en la parte de atrás de una camioneta. Recogió un ejemplar demasiado arrugado para ser puesto a la venta. El hangar estaba silencioso. Los rotadores sacaban los cilindros de las formas del diario comunista para montar, en su lugar, aquellas de la primera edición de Le Figaro**, cuya impresión equilibraba las cuentas de la empresa de la prensa. Un marginador que había terminado de sostener una bobina de papel le ofreció un café. Se lo tomó hojeando el diario. El frío persistente, así como las subidas del Sena, del Marne, peleaban en primera página con la campaña emprendida contra la reconstitución y rearmamento de la Wehrmacht. Su única contribución a la edición del día consistía en una breve nota de un despacho de una agencia:

    Goliath, 62 toneladas, evita la guardería. El circo dueño de la ballena Goliath, su principal atracción, no tenía el permiso para circular con el mamífero. Resultado, doce horas de custodia, tiempo para encontrar un acuerdo.


    * L' Humanité, diario del Partido Comunista Francés (N. del E.).

    ** Le Figaro, diario de derecha francés (N. del E.).

    Capítulo 2

    Louis Dragère subió al hall por las escaleras. Como cada noche, una decena de militantes enviados por la Federación del Sena del Partido Comunista hacían guardia para oponerse a un eventual ataque a los locales del diario. El agresor podía tener muchas caras: un grupo de facciosos, un movimiento gaullista o el brazo armado del poder. Cada distrito parisino, cada ciudad del departamento enviaba su destacamento por turnos. Las industrias de la región alimentaban igualmente a los contingentes, Panhard y Renault, La Bakélite y Malicet, cuando no era Snecma, Gévelot o Hispano-Suiza. Al principio, los obreros que regalaban una noche a la causa eran recibidos por los directores, los jefes de rúbrica. Después, a lo largo de los años, su presencia se había banalizado. Se habían vuelto tan invisibles como los guillotinadores, los que llevaban la tinta o las mujeres del aseo. Dragère era uno de los pocos periodistas que los iba a visitar al antiguo guardarropas transformado en dormitorio, que tomaba lugar en torno a la mesa donde se mataba el tiempo revolviendo las cartas, rehaciendo el mundo. Le gustaba escuchar cómo se contaba el día a día del trabajo en la lengua de los talleres, o cómo contaban, los más antiguos, episodios desconocidos de la lucha incansable de los explotados contra los succionadores de sudor. Algunos evocaban otras épocas más peligrosas, la Resistencia, la deportación, y todos se sentían de pronto investidos del deber sagrado de honrar el sacrificio de los ausentes. Esa noche, luego de dos horas, mientras la nieve comenzaba a cubrir totalmente la calle du Louvre, un tipo de una treintena de años, eléctrico de Bendix, en Drancy, se había puesto a hablar de lo que había bendecido su juventud. Huérfano de padre, se había puesto a trabajar desde muy joven como temporero en una finca entre Dole y Lons-le-Saunier. Maltratado por el aparcero, cansado de trabajar como un «sufre dolores», había resuelto fugarse. El azar le hizo encontrar a los maquisards que operaban en el sector de los montes de Arbois.

    – Cuando cumplí 19 años, el 8 de septiembre de 1944, participé en la liberación de Besançon, como apoyo de la 3era división americana. De paso, me integraron en el ejército francés. Incluso me pregunté en un momento si es que me volvería soldado de profesión. Difícil de creer, pero lo encontraba menos difícil que el trabajo de esclavo, en el campo. Siguiendo los consejos de un sargento, me contenté con firmar por lo que durara la guerra. Con dirección a Alemania, hasta el nido de águila del Führer en Berchtesgaden... Creí que habíamos terminado, ¡no había pensado en el hecho de que la pelea seguía con los japoneses! Estaba ya en el puente Pasteur, en Marsella, en ruta hacia Vietnam. Cuando llegamos, el Imperio se había rendido, después de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. En vez de perseguir a los aliados de los nazis, empezamos a perseguir a los independentistas vietnamitas en el sector de Can Tho. Estaba bajo las órdenes del teniente coronel Massu. Estábamos respaldados por la Legión Extranjera, de la que gran parte de sus efectivos había sido de la Wehrmacht, de restos de la Legión SS Charlemagne y milicianos. Pensé que me había vuelto loco. Un día, tenía que suceder... Me cayeron encima y me tuvieron por muerto.

    Había levantado su suéter y luego su camisa para mostrar las cicatrices que atestiguaban los golpes recibidos.

    –Volví a tomar el barco en junio de 1948, después de haber sido declarado no apto para el servicio. Desde entonces, paso mis domingos llenando expedientes para agarrar alguna pensión. No los soltaré, ¡créanme!

    El periodista había saludado a aquellos que debían ser vigilantes, antes de sacar una manta gris de un montón que estaba cerca de la puerta. Después se acostó en una cama de campaña, a una distancia respetable de un militante resfriado, cuya nariz emitía unos silbidos tan regulares como horripilantes. Cuando se despertó, se preguntó por una fracción de segundo si es que había soñado: era el único en medio de una sala vacía; todo el mundo se había ido. Le gustaba tomar su café acompañado de una tostada, en la barra del Singe Pèlerin, un café con los muros decorados de lozas con diseños (el patrón decía que no eran dibujos animados, sino dibujos fundidos), que representaban todas las profesiones de Les Halles, cuyos movimientos metálicos dominaban el barrio. La nieve de la madrugada se mantenía aún en los rincones expuestos en el norte, así como sobre los parabrisas de los autos, de los camiones. Cerca de la iglesia de Saint Eustache, una nube de espigadores saqueaba los techos cubiertos de cajones destripados bajo la mirada habitual de dos policías municipales. Las bolsas se llenaban de hojas de repollo, de papas arrugadas, de lechugas viejas, de cabezas de pescado. Él había bajado al subsuelo para llamar a Odette. Ella se había ausentado desde hacía tres días para ocuparse de su madre, que se sentía cansada desde hace semanas y que debía pasar una serie de exámenes médicos. El único aparato del edificio estaba instalado en la conserjería. Debió esperar a que la conserje subiera para avisarle. Él sabía que la parlanchina se mantenía escondida en su cocina, escuchando las conversaciones, lo que obligaba a Odette a cuidar sus frases.

    –Hola, ¿estás bien?

    –Sí, un poco cansada. ¿Y tú?

    –No realmente. ¿Sabes que me haces falta? ¿Cuándo vuelves?

    –Pensaba pasar el domingo aquí, un tiempo suficiente para poner todo en orden en la casa. Creía poder tomar el tren el lunes en la mañana, pero no sé si será aún posible... Eso depende de lo que digan...

    Louis Dragère se hizo a un lado para dejar pasar a un cliente apurado por alcanzar el baño.

    –No voy a poder aguantar... Yo también me siento un poco exhausto, no le encuentro el gusto a nada...

    –No es muy amable hacer presión así, Louis... Ella no está bien. Nunca se quejó, es la primera vez... Además, aquí estamos mal, por todo lo que cae desde hace semanas. El Sena y el Orge pasaron la cota de alerta ayer en la noche. Todo el barrio de Belles Fontaines tiene los pies en el agua. Esta mañana, alcanzaba el centro de Juvisy, por la Grande Rue. Mudaron el correo para instalar ranuras a prueba de agua, en el edificio. Todas las bodegas están inundadas. Se han empezado a ver barcas en la parte baja de las líneas de tren, y por lo que me han dicho, la SNCF está a punto de anular la mitad de sus trenes hacia París. ¿Y tú qué haces?

    Volvió a poner una moneda en la rendija del teléfono público.

    –Sigo con mi investigación sobre las pandillas, con Willy. Escribí mi artículo sobre los Fauch’man mirando la nieve caer. Los copos me inspiran. Esta noche tengo una entrevista con los Enragés, en la calle de la Lune, no lejos de la Puerta de Saint Denis. Apasionados de Milton Mezz Mezzrow, de Lionel Hampton, de Sidney Bechet. Me ofrecen un concierto de jazz en un salón privado... Así me tratan, mientras otros prefieren despreciarme...

    Ella dejó escapar una pequeña risa.

    –No seas tonto, yo también pienso en ti... debo dejarte. Vuelve a llamarme alrededor de las seis, no antes, esperaré cerca de la cabina. Besos.

    –Para ti también, mi pequeña Odette, y no solamente en la boca...

    Volvió a ir por la calle Montmartre evitando a los pobres diablos cargados de cartones y de cajas de conserva, con las manos embutidas en los grandes bolsillos de su cazadora, tarareando con los labios una canción de moda. Con la voz clara de Odette en la cabeza se sentía ligero, confiado, listo para enfrentarse al mundo. Rechazó la proposición de una prostituta matinal que probó su suerte pidiéndole fuego para su cigarro americano. Varias personalidades bajaban rápidamente de autos negros que se estacionaban delante de la entrada del periódico. Reconoció a Roger Vailland que discutía con Pierre Daix, luego a André Stil y a André Wurmser, de quien apreciaba sus notas. Había tenido la oportunidad de intercambiar algunas palabras con este último, una de las pocas veces que fue invitado al bar del séptimo piso. Armand Quérin, un veterano del Red Star, un club donde se había codeado con el legendario Fred Aston, y que ahora trabajaba para las páginas deportivas, lo detuvo mientras se dirigía a los ascensores.

    –Vastard te busca por todas partes desde hace una hora. Está corriendo en todas direcciones.

    –Gordo como está, eso no le puede hacer mal. ¿Dijo algo?

    –No. No sé qué quiere, pero me da la sensación de que es serio además de urgente.

    Louis Dragère mantenía muy buenas relaciones de trabajo con Roland

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