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Pasos
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Libro electrónico288 páginas4 horas

Pasos

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Adéntrate en el emocionante viaje de Pasos, donde Fidel de Jesús Moras Bracero nos sumerge en la vida de un médico cubano cuya pasión y dedicación trascienden las fronteras de la medicina. Desde sus inicios en la ciudad de Vertientes hasta sus desafíos en tierras lejanas, este libro es una crónica de amor, sacrificio y del inquebrantable deseo de ayudar a los demás.
Pasos es más que una historia médica; es una aventura humana que celebra la empatía, la amistad y el poder de servir. Prepárate para ser inspirado por una obra que toca el alma y reafirma nuestra fe en la bondad y la resiliencia del espíritu humano. Un viaje literario que ningún lector debería perderse.
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento6 jun 2024
ISBN9788410297159
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    Pasos - Fidel de Jesús Moras Bracero

    1.ª PARTE

    Un nuevo escenario

    El jeep soviético que nos recogió en la esquina de la carretera central, a donde por primera vez nos dirigimos a «coger una botella», en el lugar donde esta da acceso a la principal ruta terrestre con rumbo a la ciudad de Vertientes, se acerca cada vez más a su destino. En la parte delantera, el chófer, un dirigente partidista del municipio con el cual viajaría en incontables ocasiones en los meses que se avecinan. A su lado, una de las tantas bellezas que laboran en la clínica dental del municipio, la gran mayoría de ellas residentes en la ciudad de Camagüey. En la parte trasera, sentado frente a mí, el Puerco, que «ruge» por su enfado por la ubicación que le han asignado. Sus genes gallegos no podían concebir que lo hubieran destinado a un municipio donde no había la más mínima posibilidad de realizar una actividad quirúrgica elemental. Como interno vertical de cirugía, y habiendo aprovechado al máximo ese año dedicado a los quirófanos y a los abdómenes abiertos, consideraba que lo mínimo que podían haber hecho era ubicarlo en un municipio donde al menos existiera la posibilidad de realizar la cirugía básica y elemental de un principiante.

    Le di la razón, pero a la vez le dije que «no cogiera lucha», que quién sabía si lo único que hacía en el municipio donde nos habían ubicado fuera trabajar unos días y no llegara ni siquiera a cobrar el primer salario. Como si hubiera sido una profecía, así mismo ocurriría unos días después, cuando uno de los «burócratas» de la dirección provincial se percató de que tenía un municipio de la provincia con una actividad quirúrgica muy deprimida, y estaba desaprovechando la oportunidad de mejorarla con el Puerco y otros que tenían verdaderos deseos de trabajar y estaban subutilizados.

    Pero en aquel momento, además de calmarle su disgusto, lo conminé, mientras transcurría el resto del viaje, a que recordáramos tiempos pasados que nunca más volveríamos a vivir. Lo induje a que nos trasladáramos hacia aquellos años de estudiantes universitarios en nuestra querida Siberia, a la fastuosidad de la bella Facultad de Ciencias Médicas santiaguera, a los momentos de aprendizaje junto a nuestro querido profesor de Medicina Interna en los dos semestres en que compartimos el mismo GBT, a nuestros viajes a Varadero, con poco dinero, pero con tremendos deseos de disfrutar de la vida. A la ocasión en que, casi de casualidad, nos habíamos «empatado» en esa maravillosa playa con aquellas dos lindas holguineras, las cuales nos llevaron al hotel donde se alojaban con sus familiares, quienes, para nuestro asombro y alegría, nos habían recibido como «novios casi médicos» y nos habían pagado cuanto cabaré visitamos en esas noches que compartimos juntos.

    Y, más recientemente, los tres días que disfrutamos en la playa de Santa Lucía con las que ya eran nuestras respectivas esposas, con ocasión de las actividades realizadas con motivo de nuestra graduación. Los dos, después de pasar una vida estudiantil en la que no nos habíamos comprometido formalmente con ninguna fémina con el objetivo de estar libres y poder disfrutar de nuestra juventud, al final habíamos sucumbido a los encantos de sendas mujeres, ambas ya con experiencia y con hijos de matrimonios anteriores, pero a las cuales no habíamos dudado en unirlas a nuestras vidas de médicos recién graduados. En mi caso particular, ya estaba acompañando en su embarazo a mi esposa, pues ya rondaba los seis meses de gestación.

    Con una maniobra un poco alardosa, al parecer para impresionar a la hermosura que viajaba a su lado en el asiento delantero, el dirigente partidista acomodó el vehículo a la carretera cuando salió de una de las últimas y peligrosas curvas que dan acceso a la ciudad a la que nos dirigimos. A lo lejos, en línea recta, divisamos la torre del central azucarero, principal industria de aquel territorio. A la par del vehículo, que disminuye la marcha en la recta final, vemos desfilar frente a nosotros las primeras casas a la entrada de esta pequeña ciudad. Varios niños que se dirigen a la escuela nos saludan como si nos conocieran. Respondemos al saludo. Quién sabe si este homenaje incógnito infantil sea un buen augurio en nuestro arribo definitivo al lugar donde comenzaría nuestra vida laboral y profesional.

    ¿Un pueblo o una ciudad?

    Todavía no lo he podido precisar del todo, y mira que ha pasado el tiempo. Realmente, nunca lo bauticé como se hubiera merecido. Significó mucho en los comienzos de mi vida profesional, por lo que quizás puedan juzgarme como un desagradecido. Había sido un lugar de referencia en mis andanzas de estudiante participante en escuelas al campo. A cinco kilómetros de él, había tenido como compañera y aliada una guataca para arrancar yerbas. Un poco más lejos, había estado picando caña varios meses, y luego como inexperto profesor de primaria. Y ya un poco más acá en el tiempo, había estado solo por primera vez en mi último año de estudiante de Medicina cuando cumplía el plan asistencial. Así era aquel lugar donde había llegado. Así era el pueblo, perdón, mejor dicho, la ciudad de Vertientes.

    Catalogada su fundación como algo un poco difuso, por lo que he podido conocer, no cabe la menor duda de que su importancia principal como asentamiento humano comenzó con la construcción de la central azucarera que lo ha caracterizado, en la segunda década del siglo XX. Los acontecimientos históricos de esa época, que contribuyeron a que la isla incrementara la producción azucarera, debido a la demanda del mercado ocurrida con posterioridad a la Primera Guerra Mundial, promovieron que la producción de este importante rubro exportable se convirtiera en algo esencial para una isla que había dejado atrás una guerra de independencia contra España, la cual hizo que el país heredara una economía paupérrima y con muchas vicisitudes en el plano social.

    Precisamente, en esa guerra de independencia, donde aguerridos mambises camagüeyanos habían combatido a las fuerzas de la colonia, Vertientes había sido escenario de batallas importantes. La caída en combate del mayor general Ignacio Agramonte y Loinaz en los potreros de Jimaguayú había sido un acontecimiento que había conmovido a todos los camagüeyanos. Hechos tales como la batalla de las Guásimas, liderada por el generalísimo Máximo Gómez Báez, fueron asimismo de gran relevancia, no solo militar, sino también patriótica. Lo cierto fue que aquel barrio casi olvidado perteneciente a la jurisdicción de Camagüey, llamado Las Yeguas, poco a poco comenzó a ser un lugar de destino de muchas familias y de aquella población nómada, que buscaba incesantemente el sustento necesario en los tiempos de las zafras azucareras, una vez que estas comenzaban.

    Considerado uno de los municipios mayores en extensión territorial del país luego de la nueva división político-administrativa, ocurrida un año antes, Vertientes tenía una amplia población rural diseminada a lo largo de todo su territorio, el cual abarcaba poco más de dos mil kilómetros cuadrados. Su centro poblacional, ubicado en una posición equidistante de la gran mayoría del área rural que lo rodeaba, provocaba que hacia este confluyeran, casi de forma obligatoria, todos sus pobladores, para recibir los diferentes servicios centralizados en su cabecera municipal. Los servicios de salud, escasos aún en esos tiempos en las zonas rurales, eran unos de los más demandados. A esta ciudad arribé, como un médico acabado de graduar, en un mes de octubre del año 1977. De ella me marché seis años después, con un caudal de conocimientos enorme. En esa ciudad ratifiqué lo benéfico y hermoso de la profesión que había escogido.

    No importa si es un pueblo o una ciudad, pero lo que sí puedo afirmar de corazón es que allí comenzaría, primero de forma vacilante, tropezando un día y levantándome al otro, a dar mis primeros pasos en el ejercicio de la medicina. Allí comenzaría a conocer lo que significa la gratitud de una persona mejorada de una enfermedad, la reverencia bondadosa de un familiar agradecido o la sonrisa de un niño cuando logras su recuperación. Pero allí aprendí algo más desde el punto de vista humano y profesional: a respetar y ser respetado. A incorporar la importancia de tratar bien a los demás para que los demás hagan lo mismo contigo. Allí empezaría mi largo transitar por los difíciles y complicados, pero a la vez hermosos y exultantes, senderos que representan la lucha siempre creciente con el propósito de servir honesta y humildemente a los demás.

    Solo desde el comienzo

    Según lo planificado —ingenuo yo, que me lo creí— debía comenzar a trabajar durante unos días acompañado por el médico al que relevé como pediatra en el trabajo asistencial. Aquel médico, alto, algo grueso, de maneras exageradas y ruidosas al hablar y, según supe después, tremendamente populista, me lo presentaron el día de mi incorporación al municipio. Me condujo a la consulta que tenía asignada en el policlínico, pasó a los tres días por el círculo infantil donde se ofertaba una consulta semanal, más para comprobar si yo estaba que para orientarme, y con posterioridad se perdió del mapa, o al menos del mapa donde yo pudiera localizarlo. Supe de él cuando ya se había incorporado al Hospital Pediátrico para iniciar la residencia. Y supe también que me había estado «serruchando el piso» desde lejos.

    Por lo tanto, me vi desde un principio totalmente solo en lo que a la dinámica del trabajo como pediatra se refería. Con algunas excepciones, el staff de médicos que en esos momentos trabajaban en el municipio no tenía la solidaridad como principal divisa. Se sumaba a ello el hecho de que fui uno de los primeros en incorporarme de los nuevos postgraduados con los que contaría el municipio de allí en adelante. De mi querido curso, solo me acompañaba el Viejo, pues el Puerco ni siquiera permaneció una semana. El Viejo era buena gente, y habíamos tenido buenas relaciones durante toda la carrera, pero hasta esos momentos nos faltaba la amistad y la confianza que cultivaríamos con posterioridad.

    Mi primera guardia médica —apenas dos días después de mi incorporación—, que debí también haberla compartido, la tuve que hacer solo y sin ayuda. Quien me debía acompañar, un médico ya un poco «veterano», que era toda una personalidad reconocida por la población, me llamó sobre las siete de la tarde desde el lugar donde se encontraba —después supe que era donde vivía su futura esposa, un pueblo ubicado a treinta kilómetros de la cabecera municipal— para preguntarme si tenía algún problema. ¡Ironías del destino! Tener la desfachatez de preguntarme a mí, recién graduado, sin experiencia, que no conocía a nadie en aquel hospital, así como la dinámica de su accionar, que si tenía algún problema. Uno no, había tenido mil problemas. Pero después de haber recorrido casi doce horas de esa primera guardia —faltaban todavía doce más, pues las guardias eran de veinticuatro horas—, ya de los mil deberían quedar muchos menos. Así que, conforme y tranquilo, le dije que no había dificultades.

    Aquel personaje, con quien, a pesar de sus características, tuve una buena amistad en el futuro, pero el cual no se pudo sustraer al mote de Fouché que le endilgué, tuvo hasta el descaro de aparecer por el hospital amaneciendo el próximo día, para que en la entrega de guardia pareciera como si hubiera realizado esta. Sus relaciones nada amistosas con el director del hospital no podían permitirle que supiera que no había estado acompañándome. Así me lo confesó y me pidió que no lo delatara. Y así lo hice. En última instancia, no tenía nada a favor o en contra ni de uno ni de otro. Afortunadamente para él, a mí no se me había ocurrido llamar al director para preguntarle cualquier duda, y había podido sortear las vicisitudes del servicio de urgencias.

    Así transcurrió la segunda semana de ese mes de octubre, mi primera semana en Vertientes. Descubriendo un mundo muy diferente al que había transitado en mi vida estudiantil. Separado de los buenos camaradas, hermanos y hermanas de aquellos seis últimos años. Un mundo que había quedado definitivamente atrás. Comenzaba otro mundo distinto: un mundo de entrega; algunas veces de intrigas; otras de tristezas; otras de alegrías. Pero un mundo donde no había espacio para la equivocación irresponsable, pues tendría en mis manos la vida de otros seres humanos.

    Consultas desiertas en tardes lluviosas

    Me encontraba, en una de aquellas largas, tediosas y deprimentes tardes, mirando por la ventana que daba a la calle, en la segunda planta del policlínico integral de Vertientes. El local de la consulta era bastante amplio, con buena iluminación. Tenía una buena enfermera y muebles adecuados. Tenía las condiciones requeridas para la atención a los niños. Pero faltaba lo más importante: los pacientes.

    Eran las primeras semanas de mi postgraduado. Experimentaba una sensación de frustración, mezclada con algo de depresión y de impotencia. No podía entender que, a pocos metros de allí, en el cuerpo de guardia del hospital, donde el médico o la doctora que prestaban sus servicios no eran ni siquiera pediatras, hubiera una buena cantidad de niños cargados por sus madres, llorando y gritando, en una cola que podía durar dos o tres horas, y que no acudieran donde yo me encontraba, esperando pacientemente, con deseos de ofrecer mis servicios, y que casi nadie se dirigiera a sacar un turno para ser atendido por mí en el policlínico. Después supe que aquello, aunque tenía como base el que era nuevo, joven y recién llegado al municipio, no era solo una cuestión azarosa o casual. Pude conocer, por supuesto no sin indignarme, que Fouché, por una parte, y el médico al que relevé, por la otra, habían puesto algunas piedras en mi camino.

    Fouché, con su hablar pausado y mostrando una excelente locuacidad para convencer, había atendido a algunos niños que yo había visto con anterioridad, y al parecer de forma inconsciente —o quizás no tanto— les había cambiado los tratamientos, no sin antes emitir algunos criterios desfavorables sobre los medicamentos que yo había indicado. Me había advertido de esta situación el director del hospital, no tanto por solidaridad conmigo como por agenciarse un aliado más en su lucha sin cuartel contra el tal Fouché.

    El médico al que había relevado también había hecho lo suyo. Dedicaba al menos dos días a la semana en la sala donde lo habían ubicado en el Hospital Pediátrico Provincial a atender a «sus niños de Vertientes», como él mismo se esmeraba en decir. Aquello funcionó al principio, pues poco a poco, con el nuevo ritmo de trabajo que llevaba en el pediátrico, le fue imposible mantener aquella populista y poco ética conducta. Me había enterado de ello de forma casual, pues varios progenitores que lo habían ido a ver, confiando en que los atendería en esa «extraordinaria» consulta que se había inventado, no habían tenido más remedio que acudir a mí, pues al parecer le habían prohibido continuar con dicha actividad, que yo en mi fuero interno enseguida catalogué como «quintacolumnista». Por algunos padres también había conocido que sus comentarios en relación conmigo no habían sido muy favorables. Tratando de parecer jovial y dicharachero, con esa risa estrepitosa y aquellos aires de superioridad, típica de las personas que actúan de esa forma, había utilizado expresiones como: «No se queden en Vertientes, vengan a verme a mí. Imagínense, ahora tienen a un médico que, además de joven e inexperto, es de contra tremendo gago».

    La enfermera que me acompañaba en aquellas tardes se acercó a mí, me puso una mano en el hombro y permanecimos así, mirando a través de la ventana donde me encontraba desde hacía unos minutos. Era una enfermera de experiencia, bien preparada y muy profesional. Intuyó cómo me sentía, pues habíamos conversado de estas cosas en los últimos días. Como si fuera una hermana mayor, me dijo: «No te deprimas, este pueblo es así. Te niega durante un tiempo muchas cosas, pero cuando te lo ganes, te abre completamente su corazón». Y añadió: «Tú verás que dentro de unas semanas o dentro de unos meses vas a desear, aunque sea por un momento, tener la tranquilidad de la que ahora te quejas, donde ninguna madre ansiosa o ningún paciente reclame tus servicios». Y así sería. Sus palabras, que en ese momento acepté como el consuelo que una persona mayor y con experiencia le podía dar a un joven médico como yo, se cumplirían al pie de la letra. Pero en esa nublada tarde de un día de noviembre, no podía imaginarme que se llegarían a cumplir.

    Fuego cruzado

    Para cualquier médico, el trabajo en un servicio de urgencias es una gran escuela. Representa, en términos prácticos, el «taller» en el que se va forjando cada día su temple y su experiencia, y donde irremediablemente estás entre dos caminos. El primero consiste en mejorar el estado físico y mental de una persona que acude a ese servicio porque lo necesita, para de allí continuar a la vez otros derroteros: ser salvada y mejorada de forma inmediata de cualquier afección natural o accidental, pasar a ser atendida en otro servicio del hospital porque sea ingresada, ser remitida a un centro de mayor nivel o regresar a su hogar con un tratamiento inicial para luego continuar con otro más específico. El segundo camino, que afortunadamente es el menos frecuente, es el de las personas que no pueden seguir ninguno de los anteriores y mueren, aunque hayan hecho por ellas todo lo que era necesario hacer de acuerdo a las circunstancias.

    Cumplir con estos preceptos requiere de pericia, valentía, decisión y, por supuesto, de conocimientos. Requiere también de algo que parecería ficticio o místico: la habilidad, diría más bien el «olfato» del médico para percatarse de cuándo una persona puede encontrarse en peligro de perder la vida. Y, obviamente, en dependencia de la época y el lugar, de las condiciones objetivas y materiales que existan para poder salvar a un ser humano.

    El hospital donde me incorporé a realizar el servicio social, sin dejar de ser un centro capacitado y dotado de las condiciones elementales en el desempeño de estos menesteres, todavía distaba, en algunos aspectos, de ser una institución que estuviera adecuadamente preparada para cumplir eficientemente estos propósitos. Era por esta razón que lo que faltaba en el plano objetivo había que suplirlo con esfuerzo, habilidad, dinamismo y, sobre todo, rapidez, mucha rapidez en el accionar del servicio de urgencias.

    Las primeras guardias médicas de veinticuatro horas fueron mi «bautismo de fuego» inicial. Aunque incorporado a otras tareas asistenciales, como eran las anémicas consultas en el policlínico, las que realizaba en los círculos infantiles, los pases de visita en la sala de pediatría y alguna que otra actividad colateral, la presión que ejercía el servicio de urgencias de aquel hospital municipal y la escasez de médicos, pues algunos llegábamos y otros se marchaban, hicieron que sobre los hombros de los recién incorporados, y sobre los que aún permanecían allí, cayeran sin piedad las guardias semanales y las guardias rotativas de los fines de semana.

    Para mi desdicha —o quién sabe si para mi fortuna—, solo hice otra guardia médica en compañía de Fouché, ya que a la segunda semana de haberme incorporado, el director del hospital me informó que pasaba a realizar las guardias solo, debido a que el número de médicos no alcanzaba para cubrir en parejas los cinco días de la semana. Me dijo igualmente que iba a tratar de hacer lo posible por ubicarme una compañía los fines de semana, cuestión que nunca llegó a suceder.

    De modo que continué solo en aquellos últimos meses del año 1977 y semanas iniciales de 1978. Pero de todo se aprende y se sacan lecciones. La principal fue que me vi obligado a esforzarme más y a ir adquiriendo más soltura e independencia en el trato con los enfermos y familiares en el cuerpo de guardia. Me sirvió también para ir conociendo mejor el hospital y al personal con el que trabajaba codo a codo. Por suerte, había incorporado bien las palabras de aquel profesor de Pediatría, cuando me había dicho en el internado que me preparara para estar solo y resolver las cosas por mí mismo.

    De esos primeros meses de postgraduado en funciones de médico de urgencias, llenos de retos, desafíos, tropiezos, tristezas y fracasos, guardo en mi memoria anécdotas importantes, que me servirían para incorporar paulatinamente lo que no aprendes en los libros. Son tantas que muchas han quedado olvidadas. Las que narro son por el sello que dejaron en mis comienzos como médico inexperto, no solo por lo que aportaron en lo profesional, sino por su gran carga de humanismo y sensibilidad.

    Al «rescate» de los asmáticos

    Cuando en aquella primera guardia médica me llegó al atardecer el primer paciente con un ataque agudo de asma bronquial y la enfermera, muy apenada ante mi novatada, me comunicó que lo único que existía en el stock de medicamentos del cuerpo de guardia para tratar estas crisis era adrenalina, no lo podía creer. Para mi sorpresa, no había otro broncodilatador: ni aminofilina, para su administración endovenosa, ni salbutamol, para añadirlo a los aerosoles. Ese fue uno de los mil problemas que tuve que afrontar; por cierto, sin ser alertado previamente del mismo, ni por quien me debía acompañar ni tampoco por el director del hospital.

    Como asmático que soy, he sentido siempre una profunda solidaridad por cualquier semejante aquejado de esta enfermedad crónica. Gracias a Dios que me dio una madre obsesiva y fanática de los remedios caseros. Si aquella guajira, con sus métodos poco ortodoxos pero efectivos, fue capaz de curarme de mi tardía enuresis nocturna, apareciendo una mañana con un reverbero encendido, dispuesta a quemarme el pito si me volvía a orinar en mi querido catre, imagínense lo que intentó una y mil veces para mejorarme de aquellos ataques de asma nocturna que me taladraban el pecho desde los tres años. Desde embadurnarme el tórax con mentol y cebo de carnero todas las noches, esperarme al despertar con una enorme cucharada de aceite de hígado de bacalao o aceite de ricino, que, según su criterio, eran jarabes infalibles contra el asma, hasta acribillarme inmisericordemente con supositorios de aminofilina por el fondillo. Durante mucho tiempo tuve que llevar colgada al cuello una cruz bastante grande, que procedía de un pescado, creo que llamado «lengua de chucho», ya que un santero del barrio le había dicho que era un remedio seguro para curar dicha enfermedad.

    Por supuesto que el asma no se me curó, como no se cura totalmente cualquier enfermedad crónica, pero lo que sí tengo que agradecer eternamente a mi madre fue que nunca se descuidó ni dejó que yo me descuidara. Gracias a ella nunca tuve que ser ingresado por una crisis aguda. Porque eso sí, cuando se percataba de que sus curas caseras no eran efectivas, no perdía tiempo y corría conmigo

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