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Memorias de una venezolana en el exilio. Entre el amor y la justicia
Memorias de una venezolana en el exilio. Entre el amor y la justicia
Memorias de una venezolana en el exilio. Entre el amor y la justicia
Libro electrónico107 páginas1 hora

Memorias de una venezolana en el exilio. Entre el amor y la justicia

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En su primera autobiografía, Rosana Sosa nos habla de una Venezuela en ruinas y de una cruda realidad a la que ella se enfrenta y contra la que lucha; motivada por el deseo de mejorar su lugar natal, emprende una odisea en un camino desconocido. El deseo de despertar la conciencia en su país de la pesadilla, de la corrupción y de la deshonestidad, así como el fervor de proteger a su familia, siempre la acompañarán.
Detrás, una estela de recuerdos contrasta el camino de su vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2023
ISBN9791220141024
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    Memorias de una venezolana en el exilio. Entre el amor y la justicia - Rosana Sosa

    Capítulo 1

    Dejar las ruinas atrás

    Salí de mi casa junto a una anciana, un niño y ocho maletas: eso era todo lo que me acompañaría en esta nueva etapa. Estaba preparada para empezar una vida lejos de este lugar, el rincón de la Tierra donde más había amado y, también, donde más había sufrido. Llevaba conmigo, además, la memoria de mi esposo — quien nos había dejado cinco meses antes luego de haber padecido una dura enfermedad que se combinó con la desidia del sistema de salud— y la determinación de garantizar una mejor vida para mi hijo y para mi madre.

    Coloqué en la acera las últimas maletas que contenían nuestra ropa, documentos y muy pocos recuerdos. Mi madre, de 84 años, y Sebastián, mi hijo de 13, salieron detrás de mí. Mi hijo mayor, Pedro, que en ese entonces tenía 23 años, se había ido a vivir al exterior algunos años antes: primero, a Estados Unidos, para cursar su carrera, y, luego, a Bélgica para hacer un posgrado. En la puerta de nuestra casa nos esperaba Douglas, su mejor amigo, que venía a despedirnos y a ayudarnos con las maletas. También había venido a acompañarnos mi terapeuta de los últimos meses, quien había sido uno de los testigos más cercanos del dolor y la desesperación que me habían llevado a tomar la decisión de marcharnos.

    Mientras los demás se subían a los coches, yo ingresé una vez más a mi hogar para corroborar que todo estuviera bien y cerrar con cuidado cada una de las puertas y ventanas. Habíamos vivido en esa casa desde el año 2000, cuando a mi padre le habían diagnosticado la enfermedad de Parkinson y yo había caído en la cuenta de que, con los años, la situación se tornaría muy difícil para mi madre. Para ayudarlos y acompañarlos habíamos decidido, junto a mi esposo, comprar una casa grande que fuera posible dividir de algún modo para que pudiéramos vivir nosotros en un lado y mis padres en otro. En esa época habíamos comenzado a compartir no solo la casa sino más tiempo de nuestras vidas. En las mañanas, salía de mi cama y encontraba a mi mamá cantando mientras hacía arepas y a mi padre cuidando su jardín de bromelias. Gracias a esta decisión familiar que había sido movilizada por el instinto de protección, mi hijo más pequeño había crecido con el amor de sus abuelos. Mi esposo también había profundizado su relación con mis padres: habíamos creado un vínculo sólido desde el afecto, el respeto y el cuidado.

    La casa llevaba el amor de la familia en sus cimientos y en el nombre que había elegido darle: Abuela Mita. La había bautizado así en honor a Carmen Romelia García, la mamá de mi abuela materna Isaura García. Mita había nacido en 1887 pero había sido siempre una mujer a la vanguardia. Era docente y, al haber quedado viuda siendo joven, había tenido que esforzarse para salir adelante con cuatro niñas. Era una persona muy instruida y siempre había sido para mí una guía y un ejemplo. Cuando yo era pequeña, me despertaba y la encontraba sentada junto a una ventana leyendo todos los periódicos. Amaba sentarme en sus rodillas y leer junto a ella, aunque, por mi edad, apenas entendía aquello que estaba escrito.

    Aproveché esos minutos de quietud y soledad dentro de la casa para recorrer los pasillos y despedirme de cada uno de sus rincones. Observaba los muebles, las fotografías en las paredes, los suelos donde mis hijos habían jugado con sus coches y bloques mientras crecían. Cuando me acerqué al jardín miré con dulzura la planta de aguacate que años atrás había sembrado mi padre y que, desde ese entonces, había sido sumamente generosa con nosotros: nos daba frutos con tanta abundancia que, generalmente, compartíamos la cosecha con los vecinos. Sonreí al recordarlo. Detrás vi el pequeño pino que teníamos, que estaba comenzando a retoñar, y las lágrimas brotaron de mis ojos sin preaviso. Cuando mi esposo lo había plantado sabíamos que se trataba de una inversión a largo plazo, pero nos hicimos la promesa de verlo crecer juntos en esa casa. Ahora ninguno de los dos lo vería alcanzar altura y forma. Te voy a fallar, pensé, alzando la mirada al cielo. Me despedí de un árbol grande, próspero, y de un pequeño pino que estaba retoñando y que quedaría abandonado. Pensé en que este jardín se parecía mucho al amor que nos había unido a mi esposo y a mí durante 29 años de matrimonio: había dejado tanto fruto, tanta abundancia de bondades y, a la vez, tantos proyectos truncados. Me sentí desprotegida como ese pequeño pino, pero sabía que en mi raíz tenía la fortaleza para luchar por mi vida y por el bienestar de quienes habían quedado a mi lado. Salí de la casa y me acerqué al coche que estaba esperándonos para llevarnos al aeropuerto. Abrí la puerta, pero antes de subir miré por última vez mi hogar y mi barrio y dije, para mis adentros: estoy agradecida por lo que viví aquí, bendigo este lugar, pero necesito cerrar este capítulo de mi vida. Me invadía una sensación que nunca había tenido, una mezcla exacta de dolor con gratitud. Me monté en la camioneta y me fui sin mirar atrás. Con ese acto físico simbolicé la actitud con la que quería comenzar este nuevo camino. Si miras para atrás, estás vencida, me dije. Lo único que quería mantener frente a mis ojos era la certeza de que había algo mejor para nosotros.

    El conductor encendió el automóvil y avanzó algunos metros, hasta que nos frenó el semáforo. Vi que Douglas estaba en su carro, que estaba detenido a un costado del nuestro. Lloraba. Lo saludé con la mano; me di cuenta de que él también vio mis lágrimas. Así nos despedimos y la camioneta continuó el camino hacia el aeropuerto: desde ese momento nosotros tres nos convertimos en nuestra única compañía.

    ***

    El avión despegó. Debajo quedaba un país devastado, una Venezuela donde no solo escaseaban los alimentos básicos, la electricidad y el agua: eran difíciles de encontrar también la honestidad, la ética y la esperanza. Era un 28 de junio de 2016.

    Las inversiones mal direccionadas y un pésimo manejo de los recursos a causa de la corrupción habían creado una crisis profunda de desabastecimiento eléctrico. Había una inflación galopante que hacía que los trabajadores no pudieran tener una previsión mínima de lo que podían hacer con su salario. En los abastos y supermercados había siempre filas enormes de personas que esperaban poder conseguir artículos cotidianos como un detergente para lavar su ropa o papel higiénico. Había otros que habían comenzado a hacer negocios con la escasez: habían dado inicio a una actividad ilegal conocida como el bachaqueo, que consistía en comprar una canasta básica subsidiada y revender los productos a precios mucho mayores. No había insumos ni inversión en los centros de salud: las que habían sido grandes y admirables infraestructuras estaban vaciadas, solo quedaban allí una infinidad de pacientes a la espera de atención.

    Me acomodé en el asiento del avión y cerré la ventanilla. Debajo quedaban, también, el hospital donde había pasado días y noches acompañando a mi esposo y las carreteras que había recorrido sin cesar en el último año en la búsqueda de algún insumo o medicamento: primero, para intentar salvarlo a él, luego, para cuidar de

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