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El Tercer Reich: Historia de una dictadura
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Libro electrónico183 páginas2 horas

El Tercer Reich: Historia de una dictadura

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Este primer libro traducido al castellano del prestigioso historiador Ulrich Herbert ofrece, basándose en las investigaciones más recientes, una concisa panorámica del Tercer Reich. Tras analizar los factores que hicieron posible el ascenso del nacionalsocialismo y la instauración de la dictadura, la parte principal del ensayo se dedica a los años que van de 1939 a 1945, un periodo en el que la historia alemana se expande hacia una dimensión europea y mundial. Con una opinión clara y precisa, el autor analiza, entre otros aspectos, el surgimiento de la extrema derecha, la crisis de la primera democracia alemana, la colaboración de las elites tradicionales en la llegada del NSDAP al poder, la política antisemita nazi, la guerra de Hitler contra la Unión Soviética, las actitudes sociales de la población alemana, las políticas de ocupación en la Europa dominada por los alemanes y el exterminio de los judíos europeos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2024
ISBN9788411183635
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    El Tercer Reich - Ulrich Herbert

    PRIMERA PARTE

    EL IMPERIO ALEMÁN Y EL TERCER REICH

    ¿Cómo pudo llegar el nacionalsocialismo al poder en Alemania? No es una pregunta que se planteen solo los historiadores. También se la hicieron los contemporáneos, los propios protagonistas y los observadores externos. Durante mucho tiempo se dio por hecho que el régimen nazi era el resultado de una evolución poco favorable de la historia alemana, de un Sonderweg (camino especial) alemán que se remontaba al siglo XVIII o incluso más atrás. Sin embargo, la idea de que el desarrollo de un servilismo específicamente alemán («Untertanengeist») podría rastrearse hasta Federico el Grande o acaso incluso hasta Martín Lutero no tardó en demostrar su escasa consistencia. En cambio, parecía más plausible la tesis de que en Alemania se habían desarrollado estructuras problemáticas a lo largo del siglo XIX que favorecieron el establecimiento de la dictadura nazi tras 1933. En resumidas cuentas, esta interpretación partía de la base de que, dada la fragmentación –históricamente condicionada– del país en múltiples estados pequeños, en Alemania el Estado nacional y la industrialización solo pudieron surgir con un considerable retraso. Por tanto, la burguesía alemana no habría podido desarrollar una conciencia liberal y democrática, o solo lo habría hecho de forma rudimentaria. De ahí que el liberalismo alemán fracasara con la revolución de 1848/49, debido sobre todo a la resistencia de la nobleza y del rey prusiano. Como resultado, con la fundación del Imperio en 1871, llevada a cabo desde arriba, habría surgido un Estado autoritario semifeudal con el que la burguesía se reconcilió rápidamente, también por miedo al emergente movimiento obrero. La desmesurada influencia de las antiguas élites preindustriales en la agricultura a gran escala, del Ejército y de la administración ministerial habría impedido la democratización y parlamentarización de Alemania. Al mismo tiempo, el nacionalismo se habría convertido en una fuerza aglutinante cada vez más importante para las masas. Tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, la democracia de la República de Weimar solo habría podido apoyarse en un sector cada vez más pequeño de la población y habría acabado siendo destruida por la alianza de las viejas élites con el movimiento de masas nacionalista.

    Algunos aspectos de esta corriente interpretativa siguen siendo convincentes, pero en general fue refutada con dos argumentos: por una parte, el término Sonderweg presupone una norma de la que se produce una desviación, en este caso, la de Alemania respecto de la evolución de las principales democracias occidentales. Sin embargo, ni Francia ni Gran Bretaña cumplían tal estándar de «occidentalidad», ya fuera en cuanto al sufragio, a las enormes contradicciones sociales o, en el caso de Francia, a las profundas fisuras entre partidarios y detractores de la república a finales de siglo. Por no hablar de la política colonial de los estados europeos, que contradice por completo un concepto de «occidentalidad» basado en valores.

    Por otra parte, la imagen del Imperio alemán esbozada por la teoría del Sonderweg resultaba distorsionada y parcial, pues los evidentes déficits del sistema político, como en lo referente a la parlamentarización, contrastaban con los notables avances que, en otros países, solo se lograron mucho más tarde: el sufragio universal masculino, el pronunciado imperio de la ley o la política social en la que Alemania fue pionera en el mundo. Tampoco la extrema derecha tuvo una influencia decisiva en Alemania antes de 1914. Y si se tiene en cuenta que hasta 1930 los partidos democráticos siempre habían podido contar con una clara mayoría, el fracaso de la República de Weimar no era, por lo visto, inevitable: incluso en la primavera de 1933, más de la mitad de la población votó en contra de los nacionalsocialistas.

    Ciertamente, no se pueden negar las continuidades entre el Imperio alemán y el régimen nazi, pero resulta obvio que son más complicadas de lo que sugiere el simple modelo del Sonderweg, que consideraba a la Alemania guillermina como retrógrada, y, en el fondo, fracasada. No cabe duda de que, en los treinta años anteriores a la Primera Guerra Mundial, el Imperio alemán fue, junto con Estados Unidos, el Estado más floreciente del mundo en el plano económico, científico y también cultural. Un auge económico sin precedentes en la historia, casi sin freno durante más de veinte años, transformó a Alemania de un Estado agrario a un Estado industrial en el plazo de una generación. La aparición de grandes plantas industriales fue de la mano del rápido crecimiento urbano, de la introducción de modernos avances técnicos, desde el teléfono hasta el automóvil, y del establecimiento de un sistema escolar y universitario que se convirtió en modelo a escala global.

    Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, el Imperio alemán constituyó la referencia en prosperidad y éxito de la sociedad alemana. Nada menos que el historiador Hans-Ulrich Wehler, uno de los más destacados defensores de la tesis del Sonderweg, confirmó que el Imperio presentaba «un alto grado de seguridad jurídica, derechos de participación política presentes solo en unos pocos estados occidentales, logros en políticas sociales como solo se podían encontrar en Austria y Suiza, espacios de libertad para la crítica decidida, experiencias de éxito para la oposición, libertad de expresión con escasa intervención de la censura, oportunidades educativas, movilidad social ascendente, un aumento de la prosperidad», así como «perspectivas de vida y oportunidades de participación manifiestamente mejoradas» (Wehler, 2008: 203).

    Sin embargo, estos inmensos avances estuvieron ligados a espectaculares e impetuosos procesos de transformación cultural, social, técnica y económica que, en muy poco tiempo, conllevaron enormes cambios en las condiciones de vida de la mayoría de la gente. Gran parte de la población emigró de las regiones rurales a los nuevos centros urbano-industriales, de modo que el perfil social de la sociedad alemana también cambió profundamente. Ya no estaba caracterizada por la nobleza, el clero y el «estamento burgués», sino por las clases, definidas por su posición en la sociedad de mercado capitalista: la burguesía, los artesanos, los empleados y los obreros industriales. Al mismo tiempo, crecían las diferencias entre ricos y pobres, no de forma tan exagerada como en Gran Bretaña, pero sí hasta el punto de que el temor a la «disgregación social del pueblo» causada por el capitalismo moderno se convirtió en uno de los temas que definieron estos años.

    No cabe duda de que esta evolución no se restringió a Alemania, sino que puede observarse –en diversos grados– en la mayoría de los países de Europa occidental y septentrional. La diferencia más importante, no obstante, fue la extraordinaria velocidad de los cambios económicos, sociales y culturales durante estas décadas. Sobre todo, confirió al proceso aquí descrito ese dramatismo espectacular que ya impresionaba a los contemporáneos y distinguía la evolución de Alemania de la de otros países. En Gran Bretaña, la transformación de una sociedad agraria a una industrial se prolongó durante setenta u ochenta años. En Francia, al igual que en Italia, la modernización acelerada se limitó a unas pocas «islas» industriales hasta la década de 1950. En Alemania, en cambio, las transformaciones se produjeron en los veinticinco años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Por tanto, las zonas de fricción entre los referentes tradicionales y los modernos eran aquí mayores, el potencial de conflicto más diverso y las experiencias de cambio más intensas.

    Estas experiencias de pérdida de las tradicionales condiciones de vida estaban relacionadas, por ejemplo, con el retroceso de los vínculos religiosos, el auge del movimiento obrero y los cambios en los roles de género y en la relación entre las generaciones. En torno al cambio de siglo se condensaron en actitudes defensivas y temores, que acabaron derivando en una patente crisis de orientación, sobre todo en la burguesía. La oposición al materialismo y al poder del dinero, al «frío» intelecto, a la alienación y la masificación estaba aquí más extendida y se expandió hasta convertirse en una reacción contra la modernidad cultural en su conjunto.

    Cuanto más rápidos, nuevos y violentos eran los cambios en las propias condiciones de vida, más importante resultaba la referencia a comunidades estables. Así ocurría, por ejemplo, en el medio social católico, en el que los católicos encontraban apoyo y seguridad en su fe, pero también en su vida en comunidad, con sus instituciones sociales y sus fiestas. Esto era igualmente cierto, y quizá en mayor medida, en el caso de las organizaciones obreras de la nueva clase proletaria: en ellas, los trabajadores, emigrados en su mayoría de las regiones rurales a las ciudades industriales, encontraban cohesión y solidaridad, ayuda en caso de enfermedad y protección para sus familias.

    Sin embargo, era la referencia a la nación la que mostraba más efectividad. En Alemania, transmitía un sentimiento de pertenencia natural que ayudaba a superar las irritaciones de la sociedad industrial moderna y a compensar los temores que el futuro y el desarraigo provocaban. El nacionalismo actuaba, así, como antídoto contra muchas penurias y ansiedades, contra el sufrimiento por la disgregación social y la resignación ante la complejidad del mundo moderno. Pero, al mismo tiempo, también transmitía la nueva experiencia de vivir la euforia de un acontecimiento de masas, o la recién despertada apetencia por el creciente poder de un gran Estado-nación.

    En el plano interno, el nacionalismo se convirtió en el motor de integración del joven Estado nacional, cuyos componentes presentaban, en realidad, una marcada heterogeneidad. En un principio, el punto de partida fue definir la pertenencia mediante la contraposición. Lo que había de considerarse «alemán» se definía, hacia el exterior, por la enemistad con los polacos en el este y los franceses en el oeste, y, hacia el interior, por desmarcarse de los adversarios del nuevo Estadonación. Entre ellos se encontraban, por «internacionalistas», los socialdemócratas; los católicos, por su vinculación «ultramontana» a la Iglesia del papa en Roma, y la única minoría no cristiana de Alemania: los judíos.

    Estas ideas también se reflejaron en la nueva legislación sobre la ciudadanía alemana. Para regular la afluencia de trabajadores extranjeros, sobre todo polacos, a las explotaciones agrícolas del este del Imperio, se estipuló que solo eran alemanes quienes descendieran de alemanes, pero no quienes hubieran nacido en Alemania. El factor decisivo, como se subrayaba en el Parlamento, sería que «la ascendencia, la sangre, es el criterio determinante para obtener la ciudadanía. Esta disposición sirve de manera sobresaliente para preservar y mantener el carácter del pueblo alemán (völkisch) y los rasgos distintivos alemanes» (Intervención del doctor Eduard Giese, diputado del Partido Conservador Alemán, en la 153.ª sesión del Reichstag, el 28 de mayo de 1913, cit. en Deutsches Reich, 1913: 5282).

    Esto también iba dirigido contra los judíos alemanes, una pequeña minoría que no representaba más del 1 % de la población del Reich. Lo decisivo no era la diferencia religiosa, sino la referencia a la presunta alteridad biológica, esto es, «racial», de los judíos. Esta visión difería de forma significativa del antisemitismo cristiano, que había tenido su reflejo en varios movimientos y partidos antisemitas desde la década de 1880, pero que rápidamente perdió importancia. En cambio, el antisemitismo social penetraba ahora de forma más intensa en la «burguesía ilustrada» (Bildungsbürgertum), donde se aunaba con la crítica a la civilización y a la cultura de la moderna sociedad industrial. En 1912, Heinrich Claß, abogado de Mainz y uno de los líderes de la ultranacionalista Liga Pangermánica (Alldeutscher Verband), publicó bajo seudónimo Si yo fuera el káiser, un libro en el que resumía las extendidas consignas intimidantes de la derecha política. Según Claß, el tremendo florecimiento económico de las décadas anteriores había provocado la pérdida de los lazos con la tierra, el auge de la socialdemocracia y la destrucción de la clase media, mientras que la cultura estaría dominada por la decadencia y la «americanización». Al mismo tiempo, con la alta industrialización, habría llegado el «gran momento» de los judíos, porque «su instinto y su orientación mental se dirigían hacia la ganancia». Con su «prisa, crueldad e insensibilidad moral», la nueva era estaría caracterizada por los judíos, que dominarían la vida económica «con su falta de escrúpulos, su codicia» (Frymann [i. e. Claß], 1912: 31-32).

    Los nacionalistas concentraban sus aversiones y temores en los judíos, a cuyas actividades atribuían los efectos derivados de la modernidad en Alemania, percibidos como negativos. Sin embargo, si se compara la evolución aquí descrita con la de otros países europeos, hay que destacar en primer lugar lo que tienen en común todas las sociedades en vías de industrialización. La búsqueda de confianza y orientación frente a un entorno que cambiaba rápidamente era tan frecuente en Francia, los Países Bajos, Austria, Italia, Gran Bretaña y Rusia como en Alemania, aunque con variaciones específicas. La combinación de la crítica a la modernidad y los movimientos reformistas, el movimiento obrero y el nacionalismo radical, la ansiedad por el desclasamiento y el antisemitismo también se dejaba sentir en otros países, en algunos casos incluso con más fuerza que en Alemania, sobre todo en Rusia, pero también en Austria. Si en 1913 alguien hubiera tenido que predecir en qué país europeo iba a llegar al poder, veinte años más tarde, un partido antisemita radical y asesino, probablemente habría apostado por Rusia o, aun más, por la Francia desgarrada por el affaire en torno al oficial judío Dreyfus, que había sacudido los cimientos del Estado, pero no

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