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7 pecados
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Libro electrónico391 páginas6 horas

7 pecados

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Tienes ante ti una obra hipnótica que explora el amor romántico y pasional. En ella, se desvanecen los límites morales para sumergirte, junto a Carmen y su alter ego, en el mundo de la prostitución de lujo donde las historias cotidianas se desenvuelven entre retos y traiciones.

Los variopintos escenarios te llevarán, como a la protagonista, desde los rincones más oscuros y peligrosos de Barcelona hasta los salones más opulentos y exclusivos de la alta sociedad. En su vertiginoso ascenso, somos testigos de cómo logra codearse con clientes ricos y poderosos que le confían sus secretos…

Identidades ocultas, rupturas familiares, ambición económica, pasiones socialmente prohibidas y fantasmas del pasado entretejen las encrucijadas que finalmente obligan a la protagonista a decidir en qué piel vivir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jun 2024
ISBN9788468581187
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    7 pecados - Carmen Mora

    PECADO 1. AVARICIA:

    afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas

    Dicen que cuando vas a morir, una película de los acontecimientos más importantes de tu vida pasa por tu mente, vuelves a ver y escuchar las imágenes y palabras que han marcado tu existencia, y el resumen de la misma se presenta ante ti como un dramático cortometraje de escenas; algunas las recordabas, otras no. Pero la muerte viene y te refresca la memoria. Todos aquellos que han burlado a la muerte aseguran que así es.

    Eso es exactamente lo que sentí la primera vez que me desabroché el sujetador por dinero. Parecía que cada suceso de mi vida, cada vivencia y cada experiencia, se reducían a ese instante. Parecía que todo me había conducido a esa habitación, que ese era mi lugar.

    —¿Cómo te llamas? —me dijo el cliente.

    —¿Acaso importa? —contesté.

    —Supongo que no, pero quisiera saber con quién me acuesto.

    «Estúpido cínico. Te da igual», pensé yo, que no era capaz de concebir el sexo sin amor. Xavi era el nombre de mi primer cliente, o eso dijo él, un joven y atractivo banquero catalán que volvía locas a todas las chicas de la agencia. No entendía por qué. A mí no me había llamado tanto la atención.

    —¿Estás nerviosa?

    —No —mentí.

    —Mientes muy mal —dijo sonriente—. No te preocupes, vamos a hacer como que estamos en un bar, que estamos tomando una copa y que entonces nos conocemos, hay feeling y terminamos la noche en mi cama.

    —No me sirve de mucha ayuda, nunca he hecho algo así —dije, arrepintiéndome en ese momento de no haberme enrollado con algunos desconocidos durante mi vida, como todo el mundo hace. Me habría servido como práctica para llegar menos tensa a ese instante.

    —Tranquila, déjate llevar…

    Entonces empezamos a besarnos, y terminamos como ya podéis imaginar. Yo iba perfectamente maquillada, con el cabello arreglado por mí misma con mi infalible plancha GHD y vestida con jeans, stilettos altos tono nude y una blusa blanca sencilla. Un look correcto, pero low cost.

    A la hora de despedirnos, él tenía que abandonar antes la habitación, para contarle a la secretaria de la agencia, Ana, cómo había ido todo.

    Ella esperaba a escasos metros del cuarto, en el mismo piso donde nos encontrábamos nosotros, pero en el área de recepción. Unos minutos después de que el cliente se marchara, el teléfono de la habitación sonó. Era el aviso de Ana: ya podía salir.

    El procedimiento normal era ese cuando trabajábamos en la agencia. Y a la salida nos entregaban el dinero y ya podíamos irnos. Supongo que también lo hacían así para que no coincidiéramos con el cliente en el portal, por discreción.

    No era la primera vez que pisaba el piso de la agencia, hacía ya diez meses que había estado allí, había rellenado la ficha, entregado mis fotos y realizado el casting con éxito. Pero después me arrepentí. Ana me había propuesto un servicio para esa misma tarde y yo empecé a llorar como una niña pequeña en su hombro. El hombro de una desconocida que trabajaba como encargada en una agencia de prostitutas de lujo.

    Entonces ella me dijo que no servía para algo así, que tenía las puertas abiertas, pero que de momento no estaba psicológicamente preparada.

    Mi primera conversación con Ana había sido aquella misma mañana, por teléfono, y ya me tenía calada:

    —Os he visto buscando en Google, y me preguntaba si va incluido el sexo en los servicios de compañía que ofrecéis —dije, tras una breve presentación, descripción física y explicación de mi currículum profesional.

    —¿Crees que algún hombre, después de conocerte, no querrá acostarse contigo? —me dijo Ana.

    —No sé, pensaba que a veces solo pagaban por compañía, acompañarlos a cenar y esas cosas.

    —Tengo un cliente así, es un señor mayor, pero debes entender que se lo dé a las chicas que cumplen con otros servicios, para compensar su disposición.

    —Claro, lo entiendo. Necesitaba informarme.

    Había tenido relaciones sexuales con contados hombres hasta entonces, y con todos los que me había acostado había mantenido una relación larga (de meses, mínimo). Nunca había tenido un rollo de una noche, ni de unos días, ni de unas semanas.

    Pero lo que sí es verdad es que había dejado que muchos intentaran conquistarme sin éxito. Y si bien es cierto que puedo contar con los dedos de una mano los hombres con los que había mantenido relaciones sexuales o besado sin intercambio económico, también lo es que no sería capaz de recopilar la lista de hombres con los que había tomado un café, cenado, ido al cine, paseado… Me dejaba querer y adular.

    Estoy segura de la principal causa de mi actitud hacia los hombres era a la ausencia de mi padre y a la carencia de una figura masculina que se preocupara por mí, me cuidara y me protegiera. Mi madre tuvo que asumir la responsabilidad de sacar adelante a una hija completamente sola. Trabajaba tantas horas que durante mi infancia y mi adolescencia estuve muy sola, aunque viví en un ambiente de mucho amor y nunca infeliz. Pero hay cosas que me indujeron a tomar ciertas decisiones que me influyeron en mi forma de ser.

    Nací en la más maravillosa ciudad del mundo, Sevilla, un caluroso domingo del verano del 88. Tuve la suerte de criarme en una familia estructurada y, aunque humildes y muy trabajadores, mi madre, tíos, primos y abuelos me inculcaron todos los valores que tengo y me convirtieron en una niña inmensamente feliz.

    Durante mi infancia, mi padre y yo teníamos una relación de complicidad preciosa. Él había estudiado Física, era un coco, pero le faltó perseverancia y no la terminó. Yo, por el contrario, soy de la opinión de que lo que se empieza en la vida, se acaba, cueste lo que cueste.

    Ejerció como ingeniero agrónomo. Pero un día, cuando yo tenía cinco años, una simple úlcera con complicaciones acabó con su vida. Así que mi madre decidió emigrar a Barcelona acompañada por mis abuelos y por mí para cambiar de aires y volver a trabajar. Estuvo varios años cosiendo para una tienda de arreglos. Al principio se llevaba el trabajo a casa, pero como vieron que tenía mucha valía para la alta modistería, la ficharon fija en el taller.

    Gracias a mi abuelo materno, a quien mando un beso enorme desde aquí, esté donde esté, y a mi abuela, aprendí lo que es el amor verdadero. Ellos no eran de la opinión de que el enamoramiento dura dos años y después queda el amor. Ellos tenían otra opinión, que además habían contrastado en primera persona. Habían vivido un verdadero amor de cuento.

    Los psicólogos tienen esa teoría de que el enamoramiento dura dos años porque nunca han estado enamorados de verdad, y nunca han visto a parejas así. Pero mis abuelos, que lo estuvieron desde que se besaron por primera vez hasta después de muertos, sabían que había algo más allá que la mayoría de la gente no tiene la suerte de vivir. Y quien lo vive no necesita ir al psicólogo. Por eso los terapeutas se ciñen a explicar lo que han visto, exponiendo teorías profundamente tristes y que son, quiero seguir creyendo, casi siempre falsas.

    Mi abuelo estaba locamente enamorado de mi abuela y hasta el día anterior a su muerte, a los ochenta y un años, casi ochenta y dos, hicieron el amor. Regalaba a mi abuela flores, bombones y poesías escritas por él mismo, a veces en fecha de alguna celebración, a veces sin más motivo que su amor. Le pedía que se pintara los labios de colores chillones y que no vistiera de negro, y así lo hacía ella.

    Mi abuela, por su parte, una señora muy bajita y morena, había llegado a decirme que todavía sentía mariposas en el estómago cuando mi abuelo la abrazaba. Y sé que a él le pasaba igual.

    Mi abuelo le pidió matrimonio a mi abuela en dos ocasiones, y mi abuela aceptó ambas veces. Por eso llevaban dos alianzas: la de la primera boda, a los veintinueve años (1956), y la de la segunda boda (para las bodas de oro), a los setenta y nueve (2006), a la que sí pude asistir y leer en la ceremonia religiosa algo escrito por mí misma, que emocionó a todos los asistentes.

    Con un referente como este, yo estaba condenada a ser una insatisfecha con todos los hombres que conociera, incluyendo a mi padre, pues ninguno de ellos fue como mi abuelo.

    Pasaron los años y empecé a estudiar Economía en la Universidad de Barcelona. Nunca me gustó mi carrera, pero pensé que debía sacrificarme estudiando algo que no me gustara para trabajar de algo que sí disfrutase, pues estudiando estamos hasta los veinticinco o veintiséis años, como mucho, y trabajando pasamos el resto de nuestra vida. Ese motivo me llevó a descartar Filología Hispánica, Literatura, Periodismo… Porque lo que no veía claro era acabar trabajando en una biblioteca o impartiendo clases en un instituto, colegio o universidad. No tengo tanta paciencia.

    La impaciencia es uno de mis peores defectos, o de mis mejores virtudes, según cómo se mire, pues es lo que me hizo vivir tantas cosas antes de la treintena. Y curiosamente, la paciencia era una de las principales virtudes de mi abuelo.

    Años más tarde, a mi abuelo me lo arrebató un tumor cerebral. Fue sabio para vivir y sabio para morir, pues no sufrió, ni se desmejoró, ni nos dio un solo disgusto, ni nos hizo sufrir o padecer. Antes de morir, a pesar de llevar dormido más de dos días, fue capaz de sacar fuerzas en su último aliento de vida, para darle un último «te quiero» a mi abuela, apretando fuertemente su mano. Entonces nos dejó para siempre. Los médicos no encontraron una explicación científica al suceso, yo creo que el amor estuvo por encima del coma, de la enfermedad y del universo.

    Por aquel entonces, yo acababa de cortar con mi segundo novio tras dos años de intensa relación. Del primero no hablo porque fue la típica relación quinceañera sin importancia, que se alargó bastantes años con idas y venidas. El segundo fue mi primer amor verdadero.

    Es probable que fuera mi ansia por vivir al límite y sin medida lo que me llevó a toparme con un chico tan loco como yo, aunque buena persona. Hacía cosas impropias para su edad. Me atrevería a decir que hacía cosas impropias para cualquier edad. De hecho, si hubiese hecho cosas propias de su edad, no me habría gustado. Yo necesitaba más.

    Nos conocimos con diecinueve años y a los veintiuno empezamos a salir. Yo no era una chica nada fácil de enamorar, como podéis comprobar, pues le costó dos años convencerme tras un despliegue de estrategias para un cortejo que fue casi brillante. Se salió con la suya y lo tenía complicado, pues yo era demasiado guapa para él, y a él le encantaba decirlo y regocijarse en su victoria explicando a todo el mundo «lo feo que soy yo y la novia tan guapa que tengo, soy un crac».

    La verdad es que nunca me ha importado el físico de un hombre. No hay nada que me importe menos en el mundo. ¡Qué más da lo guapo que sea un hombre! ¡Es absurdo! Para guapa ya estoy yo. Si tienen otras cosas, mejor. Si además tienen el físico, bienvenido. Pero si para tener el físico tengo que renunciar a que me abra la puerta, que se meta su físico por el culo.

    Cayetano, que así se llamaba, era un chico muy diferente y atípico, cosa que le hacía tener un encanto especial y una especie de imán para las mujeres. Triunfaba.

    Su madre, Magdalena, era una mujer muy bella y elegante, de tez blanca y ojos castaños, con un color de pelo rubio, clarísimo y sorprendentemente lacio, bajita y delgada, aunque con curvas. Le gustaba vestir con traje de chaqueta Chanel blanco, negro o rojo, y pintarse las uñas de rojo o granate.

    Me gustó mucho conocerla, pues siempre admiré su sigilo, su fuerte carácter y su inteligencia. Curiosamente, a pesar de llevarnos bastante mal, teníamos muchas cosas en común; quizá verme a mí y acordarse de ella misma cuarenta años atrás era lo que detestaba. Es curioso que los seres humanos no queramos reconocer lo que un día fuimos para llegar donde estamos.

    Cayetano era su segundo hijo, pues de un matrimonio anterior había nacido su hija mayor, Manuela. Fue el propio Cayetano quien me contó que su madre y su padre se casaron, ambos, en segundas nupcias. Ella nunca me lo dijo, pues su reputación tenía que permanecer intacta. No entiendo qué tiene que ver esto con la reputación, pero así lo veía ella, quien obligó a su marido y padre de Cayetano (Francisco) a aceptar a Manuela como hija si quería casarse con ella. Era una mujer de tenerlo todo bien atado.

    Francisco era un buen hombre, muy austero, aunque millonario por lo tremendamente trabajador que había sido. En esos tiempos en los que Francisco hizo su fortuna bastaba ser trabajador, perseverante y tener agallas para lograr algo en la vida, para alcanzar el sueño americano al que hoy, con las trabas fiscales e impositivas, las leyes laborales y otras políticas, es imposible aspirar en España.

    La familia Alberti era vecina de casi todos los jugadores de fútbol del Barça. Vivían en una lujosa urbanización en las afueras de Barcelona. La casa tenía un ama de llaves interna: una mujer de origen murciano, bajita y algo masculina, con cabello castaño muy canoso, gritona y mandona, con un corazón enorme, que profesaba auténtico amor de madre hacia Cayetano.

    Ella era Dolores, madre de tres varones, pero como si lo hubiese sido de cuatro, pues Cayetano se había criado con ella, carente de muchas cosas imprescindibles para un niño. Dolores mandaba sobre el resto de las asistentas de la casa, incluso sobre Cayetano y Francisco. Solo Magdalena estaba por encima de ella en la jerarquía hogareña.

    Cayetano no sabía lo que era una comida familiar en casa, una tarde de domingo comiendo palomitas y viendo una película con sus padres, el abrazo de una abuela, el consuelo de una madre… Habían intentado suplir lo que no le daban con dinero, pero le había faltado lo esencial, lo que tanto agradezco a la vida de haber tenido.

    Por eso, mientras estuvo conmigo fue tan feliz. Le enseñé las cosas que en realidad importan en la vida y empezó a entenderlo de verdad cuando las perdió.

    Su madre se pasaba el día con su amiga Paula, de idas y venidas. Salían a navegar y ella, siendo tan blanca, tomaba el sol a horas desaconsejables, utilizando aceites corporales en lugar de protección solar. Abusaban de las horas de sol en el yate que Magdalena tenía en Castelldefels.

    Se iban de crucero, desayunaban cada día en La Farga de Diagonal, después paseaban hasta el Corte Inglés de María Cristina, se gastaban mil euros al día en ropa, muchas veces acompañadas de Manuela, la hija de Magdalena, cogían un taxi al Botafumeiro, comían marisco en el reservado de la familia y, tras largas sobremesas, volvían a sus respectivas casas.

    El Botafumeiro es uno de los restaurantes más emblemáticos de Barcelona. Se trata de una marisquería inspirada en un antiguo velero de madera, con obras de arte con motivos marítimos, sobre todo cuadros, lamparitas de pared antiguas y repleto de fotografías de todos los famosos que han pasado por el restaurante. Un clásico en Barcelona para la antigua burguesía catalana, abierto en 1975 y que hoy en día también frecuentan viajeros como si de una atracción turística se tratara, así como residentes, clientes de habituales y algún despistado.

    Sus reservados son salones de doble puerta corredera de madera y mimbre (a juego con las sillas) cerrados al público; hoy en día, todavía disponen de varios reservados para esta familia, por si alguien quiere comer o cenar allí, siempre vacíos por si aparecen.

    Yo era una chica de poco más de veinte que llevaba desde los quince trabajando muy duro, sin haber dejado de estudiar nunca. Muy duro. Hice absolutamente de todo: puse copas, gasolina, fregué aseos repugnantes, impartí clases particulares de matemáticas a niños… hasta que me fichó por una agencia de modelos y di un saltito en remuneración y calidad de vida.

    Gracias a estar con Cayetano pude respirar, tuve quien me ayudara con las matrículas de mi universidad año tras año, la compra de libros, las tarjetas de transporte público trimestrales y, por supuesto, quien me concediera todos los caprichos que jamás imaginé: cenas de lujo, viajes, fiestas, regalos…

    Si bien es cierto que mi relación con Cayetano me abrió muchas puertas y aprendí que existían realidades inimaginables muy lejos de la mía, yo también le enseñé a él cosas esenciales de la vida que desconocía por completo. Porque en su vida pasaban cosas como esta: padre, madre e hijo tenían tres turnos de cena. Dolores se encargaba de preparar tres cenas: la de Francisco, quien cenaba a las ocho y se iba a dormir; la de Magdalena, quien cenaba a las nueve y se iba a dormir, y la de Cayetano, quien cenaba a las diez y se iba a dormir. Manuela, por su parte, vivía independiente en uno de los pisos que su madre tenía en el centro de la ciudad.

    La relación que yo tenía con Magdalena cada vez era peor. Todo de mí le parecía mal: mi familia no estaba a la altura de la de Cayetano, mi profesión de modelo era una profesión de soltera, no se podía llevar a cabo teniendo novio, y menos si era su hijo, mis vestidos eran extremados, cortos y provocativos, y en una ocasión llegó a decirme que si algún día me violaban sería culpa de mi aspecto. La verdad es que me gusta ir sexy cuando salgo por la noche a cenar, de copas o de fiesta. Lo reconozco. Pero también reconozco que tengo la suficiente clase como para ponerme algo muy arriesgado y no parecer una fulana, y como para saber adaptarme a los lugares y momentos yendo adecuada y acorde a las circunstancias.

    Estábamos en aquella tensa relación cuando ella enfermó. Cayó en un terrible cáncer de piel y lo descubrieron demasiado tarde, cuando ya estaba muy expandido. Los excesos de sol le pasaron factura a su fina piel de porcelana. Y ante la debilidad de su madre, Cayetano se descontroló.

    Cuando has basado la educación de un hijo en el miedo, la prohibición y la represión, es normal que cuando consiga aflojar las riendas cometa errores y excesos. Reprimir a una persona, al final, hace que la situación reviente. A un hijo hay que dejarle elegir con libertad, dándole la suficiente información como para que sepa lo que es bueno y lo que es malo y así pueda elegir con criterio.

    Eso ha hecho mi madre conmigo. Nunca me ha prohibido nada. No me ha puesto hora para llegar a casa. Me ha ofrecido tabaco, con el previo aviso de que las uñas y los dientes se me quedarían amarillos, de que viviría como mínimo quince años menos de lo que iba a vivir y de que no me casaría. Quizá es exagerado, pero de ese modo, pude pensar por mí misma y elegir. Y, por supuesto, elegí no fumar.

    Magdalena tenía otro método. Ella prohibía porque sí. Ella decía que a las tres de la mañana había que estar en casa porque sí. Y pegaba a su hijo un tortazo por cada cosa que hacía mal, en vez de dejarle equivocarse para entender que las consecuencias de los actos negativos no son una hostia de mamá, sino de la vida. Pero cuando en vez de estar educando a tu hijo has estado la mayor parte del tiempo en el Botafumeiro con Paula, las repercusiones son las que son y las cosas salen como salen.

    Ella se debilitó mucho y el inconsciente de Cayetano aprovechó para desmadrarse a base de bien. La represión a la que había estado sometido estalló en cuanto su represora dejó de tener fuerzas para controlarlo. Cuando Magdalena estaba ya al borde de la muerte, la ingresaron en la Clínica Teknon de Barcelona, en el barrio de la Bonanova.

    Cuando ella se vio tan cerca del final insistió aún más en destruir mi relación con Cayetano. Creía que yo era la que le inducía a tener toda esa rebeldía, fruto de la mala educación que había recibido, abundante en buenos modales, pero carente de valores.

    A todo esto, su madre, que era la que le daba todo el dinero que él quisiera, a espaldas de su padre, quien creía que la educación debía ser diferente, le cerró el grifo y le advirtió:

    —O dejas a Carmen, o te desheredo.

    Sorprendentemente, Cayetano le dijo a su madre que le desheredara, pero que jamás me dejaría, y pasó de ella por completo el último mes de su vida. Él fue, sin duda, uno de los hombres que más me ha querido. Con auténtica locura. Puede que el que más.

    Así que él, que era tremendamente listo, anticipándose a la muerte de su madre y a la nueva realidad a la que iba a enfrentarse sin dinero, se buscó la vida para seguir llevando el ritmo de siempre.

    Empezó a tontear con las drogas, en concreto con la cocaína. Como era cliente de las mejores discotecas de Barcelona, tenía suficientes contactos como para empezar a mover el negocio de compraventa.

    Fue conociendo a los camellos más populares, y persuadiéndoles con sus invitaciones a excéntricos privados y generosas botellas en las mejores discotecas. Así logró llegar a sus fuentes, sitas en las Casas Baratas del barrio de la Zona Franca y, ganándose a su vez a esas fuentes, logró llegar a sus proveedores, los transportistas que metían la cocaína desde el continente africano y, sobre todo, desde el americano.

    Creó su propia red de distribuidores con el visto bueno de todas las partes de la ecuación y, negociando con aquellos que tenían otras, logró asociarse para compartir ganancias y a los mejores vendedores.

    Pero, en su afán de protegerme, no me contó nada: ni que su madre le había cortado el grifo por querer seguir conmigo, ni que él ya estaba preparando el terreno para cuando su madre faltara y, con ella, la disposición del efectivo.

    Un día, volviendo de una cena, nos paró la policía y encontró en el coche una gran cantidad de estupefacientes.

    —Buenas noches, control de alcoholemia —dijo el guardia—. Documentación, por favor.

    —Aquí tiene —dijo Cayetano, extendiendo los papeles del coche.

    —¿Ha bebido? —le preguntó el mismo agente mientras miraba sus ojos con una linterna.

    —Un par de copas de champán —afirmó sin mentir.

    —Deme también su carné de conducir —le ordenó mientras yo cogía la cartera de Cayetano, intentando sin éxito que el policía no viera el fajo de billetes que llevaba.

    —Aquí tiene.

    —Bájense del coche.

    Así lo hicimos, mientras el policía abría la guantera para encontrar unas papelinas de cocaína en el interior. Se acercó, sin tocar las papelinas, al otro policía, que hablaba por teléfono de temas más personales que profesionales. Entonces se volvieron hacia nosotros, mientras oía cómo el otro policía dejaba su conversación personal para decir, a través del walkie talkie:

    —Necesitamos una patrulla con perros.

    Miré a Cayetano y me hizo un gesto tranquilizante. Imaginé que dentro del coche llevaría más droga escondida. Su templanza en este tipo de situaciones era admirable.

    —No les autorizo a registrar mi coche sin el permiso de un juez. También estoy en mi derecho a negarme a hacer el control de alcoholemia. La multa por la negativa es de 600 euros, que les pago ahora mismo y me largo —dijo amenazante—. Sube al coche, Carmen.

    —Vaya, pero si nos ha salido listillo el pijo de mierda —dijo soberbio el policía que había pedido la patrulla—. No suba, señorita.

    —Solo un juez, mediante la correspondiente autorización, puede decretar la confiscación de un vehículo. Y usted no tiene pinta de juez, garrulo analfabeto de mierda. Maldito muerto de hambre, seré todo lo pijo que quieras, pero te reviento a hostias sin haberme criado en tu barrio.

    —¡Cállate, Cayetano! —le grité, levantándole la mano—. Está pasando un mal momento personal —dije dirigiéndome al policía—, su madre está enferma de cáncer; ruego que le disculpe y nos deje marchar.

    —¡Qué lástima por su mami! Por eso se va de putas, para ahogar las penas —dijo, el hijo de la grandísima puta, con un desprecio injustificable hacia mí.

    Recuerdo como Cayetano, envilecido de ira, enfurecido y con los ojos rojos de la rabia, se acercó a él y le dio un puñetazo en la cara.

    El policía empezó a sangrar. Cayetano cogió su cartera, y le dio con disimulo cuatro billetes lilas al policía jefecillo, mientras el otro, con las manos en su nariz repleta de sangre, no veía lo que estaba ocurriendo.

    —Ya puede irse, caballero. Pasaremos esto por alto, pero que no vuelva a pasar, le tendremos vigilado —afirmó educadamente el agente.

    —Pero ¿cómo puede ser? —dijo su compañero, mientras se acercaba al coche.

    —Ha dado negativo en alcoholemia —mintió el policía corrupto—, y la cantidad que llevan de cocaína es irrisoria, consumo propio.

    —Adiós, agente. Una cicatriz hace más atractivo a un hombre, es como un uniforme —dijo Cayetano, sarcástico, mientras subíamos al coche—. Cuando uno no tiene atractivo propio, necesita un poco de attrezzo.

    —Vamos, Cayetano, por favor, arranca —dije ojiplática.

    *

    Cayetano creía que se había librado, pero a los pocos días fue detenido por alcoholemia y posesión de estupefacientes. Pasó todo el fin de semana en el calabozo. Al salir, su madre, más enferma de disgustos que de cáncer, le citó en el hospital para decirle que tenía hora con el notario para desheredarlo.

    Seguía culpándome a mí del comportamiento de su hijo.

    —¡Qué equivocada estaba! ¡Tantas veces le pedí que dejara eso!

    Así que le chantajeó contundentemente:

    —O dejas a Carmen, o cuando yo muera, que será pronto, te verás sin nada.

    Yo le pedía que dejara eso, que llevara una vida normal, que se reconciliara con su madre, que intentara encontrar la paz interior…

    Dos días antes de la muerte de Magdalena, fue a verla al hospital y se reconciliaron. Al día siguiente, ella citó al notario en la clínica y volvió a cambiar sus últimas voluntades. Volvió a hacer a Cayetano heredero de todo lo que tenía, junto con su otra hija a partes iguales. Pero incluyó una cláusula que decía que no podía tocar ni un solo céntimo hasta los 33, nuevamente para separarnos en su convicción de que yo no iba a aguantarlo más de diez años sin un penique en el bolsillo.

    Magdalena me llamó para que fuera a la Teknon, cosa que no me había permitido hasta el momento. Lo entiendo, yo también soy muy presumida y no me gustaría que nadie, salvo mi familia, me viera en ese estado. Pero llegué tarde, pues murió la madrugada del 26 de abril de 2010. Y yo había quedado con ella por la mañana. Nunca supe qué quería decirme, no me esperó. Fueron duros días de tanatorio, entierro… Ojalá esté descansando en paz.

    En el funeral todos vestían de luto riguroso, con absoluto conocimiento del protocolo, pero sin excentricidades. Aquello parecía un funeral de estado. Pocas personas; pocos fueron los seres queridos que la lloraron, pero todos de una indiscutible clase.

    Sonaba una versión clásica del Ave María mientras me encontraba sola meditando en un banco del exterior de la capilla y se acercó un señor, de unos setenta años, visiblemente afligido.

    —Hola, nena —dijo en tono fraternal—. ¿Eres Carmen?

    —Hola, ¿quién es usted?

    —Eres más guapa de lo que me habían contado. Soy Paula.

    —¡¿Cómo?!

    —En realidad, a veces Paula, a veces Robert.

    En ese momento, ese señor que se autodeterminaba Paula empezó a vociferar llantos, incesantemente.

    —Y el pésame se lo dan a él, a él —dijo, cuando recuperó algo de aliento, refiriéndose a Francisco, marido de Magdalena.

    —Creo que no es buen momento para hablar, pero me encantaría que me llamara.

    Saqué de mi bolso un bolígrafo y un papel y escribí mi número de teléfono móvil. Abracé a ese pobre hombre y le di el papel.

    Una semana después, aproximadamente, recibí la llamada de Robert. Me invitó a comer a un restaurante que estaba en Gran Vía de Carlos III, otro clásico de Barcelona: Casa Jaume. Era un restaurante famoso, entre otras cosas por su inmejorable tarta de Llavaneras, casera y deliciosa. Robert me pidió que no dijera nada a Cayetano y, por supuesto, no le dije nada.

    Nada más llegar intenté romper el hielo:

    —Hola, Robert, ¿cómo te encuentras?

    —Mal, Carmen, estoy hecho polvo, no puedo vivir sin ella. Mi mujer no entiende qué me pasa, y la realidad es que creo que estoy muriendo, literalmente, de pena.

    —¿Magdalena y tú eráis amantes? – pregunté directa, a aquel hombre que me transmitía una bondad infinita.

    —Más que eso. Ella fue el amor de mi vida.

    —Dios… —sentí que me quedaba sin respiración.

    —Te preguntarás por qué estás aquí, por qué he decidido citarte e invitarte a comer.

    —Sí…

    —Pienso que te casarás con Cayetano y hay algo que quiero que sepas y guardes como secreto, hasta que lo veas maduro y preparado para asimilar según qué información.

    —¿Por qué piensas que vamos a casarnos y estar siempre juntos? Yo no creo…

    —Porque te ama. Verás, no sé cómo te sentará esto, y no quiero que odies a Magdalena por lo que voy a contarte, pero ella tenía un plan: quería que dejaras a su hijo.

    —Lo sé, incluso lo llegó a desheredar, pero no consiguió nada, así que rehízo el testamento. Eso sí, lo dejó sin dinero hasta los 33.

    —Sí, estoy al corriente, pero no solo eso. Le ponía trampas. Pagaba a escorts para que se enrollaran con él, y a su vez, a investigadores privados para que lo siguieran. Su intención era pillarle siéndote infiel y mandarte las pruebas por correo, de forma anónima.

    —¿Qué? Pero ¿cómo pudo hacer cosas así? ¿Qué son escorts? ¿Prostitutas?

    —Sí. Pero, tranquila, no se salió con la suya. Tu novio te es muy fiel.

    —¡Maldita psicópata! ¿Qué le he hecho yo? —dije con rabia olvidando que hablaba de una muerta.

    —Carmen, respétala, la amaba y aún la amo.

    —Perdona…

    —Me estoy muriendo, Carmen.

    —¿Estás

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