Cuentos a la orilla del hielo
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Este libro se compone de 20 cuentos que abarcan temáticas muy diversas, inspirados en hechos de la máxima cotidianidad (unos viajeros que esperan en la terminal de un aeropuerto y no saben qué hacer durante el tiempo "muerto", una matrimonio que entra en crisis debido a los ronquidos que emiten durante la noche, personas que buscan un sentido a su vida dentro de su entorno laboral...), así como en las temáticas que caracterizan y dan formato a nuestra época: la crisis migratoria, impacto de la política en la sociedad, el amor, la vejez, la senectud, la muerte, los que intentan sobrevivir al margen del sistema, ...
El título de la recopilación intenta expresar la idea que actúa como eje conductor de todas las narraciones: al igual que el hielo, la vida de los humanos puede ser glacial, inhóspita, terrible y cruel, como lo es la propia naturaleza, donde no encontraremos nunca normas ni principios morales que nos justifiquen.
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Cuentos a la orilla del hielo - Sergi Castillo Lapeira
Sergi Castillo Lapeira
A los que pierden
el tiempo imaginando el mejor de los mundos posibles
Preámbulo
Este libro se compone de 20 cuentos que abarcan temáticas muy diversas, inspirados en hechos de la máxima cotidianidad (unos viajeros que esperan en la terminal de un aeropuerto y no saben qué hacer durante el tiempo muerto
, una matrimonio que entra en crisis debido a los ronquidos que emiten durante la noche, personas que buscan un sentido a su vida dentro de su entorno laboral...), así como en las temáticas que caracterizan y dan formato a nuestra época: la crisis migratoria, impacto de la política en la sociedad, el amor, la vejez, la senectud, la muerte, los que intentan sobrevivir al margen del sistema, ...
El título de la recopilación intenta expresar la idea que actúa como eje conductor de todas las narraciones: al igual que el hielo, la vida de los humanos puede ser glacial, inhóspita, terrible y cruel, como lo es la propia naturaleza, donde no encontraremos nunca normas ni principios morales que nos justifiquen. Sólo cuando los primeros homínidos aprendieron a dominar el fuego, para alejarse del hielo, resultaron plenamente humanos, y plenamente sociales. Y es esta lucha entre la naturaleza y la sociedad lo que todavía nos ocupa, una guerra abierta que enfrenta a nuestros instintos y emociones más primarios con la pequeña luz de la inteligencia que algún día, y sin saber el porqué, se nos concedió.
La Granja
Era una tarde como cualquier otra, en Tarrés, comarca de Les Garrigues. Pero se acercaba el invierno. Los estorninos ya hacía tiempo que habían volado hacia tierras más cálidas, y el abuelo Tomás, encorvado por los años y los alcornoques, se esforzó en recordarlo a su hijo, quien, como de costumbre, se hacía el sueco distraído con un partido intrascendente de fútbol por televisión.
—Agustí, hay que hacer recuento de leña, no sea que el frío nos coja desprevenidos y pasemos frío sin remedio.
—Que sí papá, no te preocupes, mañana iremos al bosque con el jeep y recogeremos toda la leña que necesitemos. Te aseguro que este invierno no pasarás frío, al menos no tanto como el anterior —dijo Agustín, el hijo de Tomás, mientras tomaba un trago de la tercera cerveza que consumía aquella tarde, e intentaba evitar tener que escuchar las prisas y las advertencias de su padre. Desde que había muerto la madre, se había vuelto muy pesado y cascarrabias, tanto, que a veces Agustín perdía los estribos, hasta el punto de que se marchaba de casa sin decir nada durante unos días, dejando a su padre solo y desvalido para realizar los trabajos más cotidianos de la granja. Cuando volvía, se daba cuenta de que el remedio había sido peor que la enfermedad, porque entonces le tocaba asear todo lo que su padre no había podido hacer, con 90 años sobrepasados. Los cerdos no habían comido durante todo aquel tiempo, y la mierda que hacían se acumulaba de tal modo que las moscas y otros insectos se comían vivos a los pobres animales. Lo mismo podía decirse de las gallinas, la mula y todo el ganado que había en la granja.
—Agustí, no sé por qué no te casaste, como hizo tu hermana Lourdes. Ahora está feliz viviendo en la ciudad con su marido, quien gana un buen sueldo haciendo de cartero, y los dos chiquillos, Víctor y Joana, que la llenan de felicidad día sí día también.
—Padre, no vuelvas con tus consejos de Celestina. No soy hombre para estar casado, yo. Me molestan los críos. No paran de correr e ir arriba y abajo como bichos. Parecen abejorros a quienes nunca se les acaba la cuerda. Y de las mujeres, mejor que no hablemos. Empiezan a camelarte, y cuando menos te das cuenta, ya estás esclavizado de por vida. ¡Conmigo no podrán! Quiero hacer lo que me dé la gana hoy, mañana y siempre. Y además, Lourdes no viene a vernos nunca. ¡Ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que vi a aquellos chiquillos!
El abuelo Tomás lo miraba, pensando qué pecado había cometido que mereciera un castigo de Dios como aquél, él que toda la vida se la había pasado trabajando en el corcho para sacar a la familia adelante, mientras Agustín seguía con su diatriba misógina sin ni siquiera mirarlo, embutiendo los ojos en la pantalla verde del televisor, y chupando de la botella de cerveza que reposaba a su lado. Al final, el abuelo decidió irse a dormir, pensando que mañana sería otro día, y que Dios dirá
.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, se dio cuenta de que Agustín se había ido, — vete a saber dónde
— pensó. O sea que, de la leña, nada. Bajó hasta las porquerizas, y vio que los cerdos no tenían comida ni agua. Lo mismo con el gallinero y la mula. Ya veo que me toca trabajar a mí otra vez
-se dijo a sí mismo. ¡Qué hijo más irresponsable!
.
Cogió la pala llena de comida, y la empezó a verter en los comederos de los cerdos. Pero con la tercera palada, notó un dolor muy fuerte en el pecho, tanto que se desmayó y cayó de golpe sobre un montón de paja dispuesto para la mula. Después de dos minutos de inconsciencia total, el corazón del abuelo Tomás se detuvo para siempre.
Mientras todo esto ocurría, Agustí iba en coche hacia Barcelona, en busca de alguna de sus amigas
habituales ubicadas en el barrio chino
. Curiosamente, pensó en la promesa que le había hecho a su padre, pero se dijo a sí mismo:
—que caray, no vendrá de un día lo de la leña. ¡Qué obsesiones que le cogen al viejo!
De repente, en una curva, apareció una vaca que pacía en el lugar equivocado. El choque fue tan brutal que el coche quedó destrozado, y la vaca también. Sus tripas se habían extendido por todas partes, y un intenso hedor de excrementos atrajo el interés de muchos más bichitos que rondaban por el lugar. Agustí quedó atrapado en la chatarra, con un trozo de hierro que le pinchaba el esternón y le atravesaba el corazón. Parece que las últimas palabras que pudo decir fueron: ya no iremos a buscar la leña, qué mala suerte
.
Pasaron días, semanas y meses. Los cerdos de la granja, sin comida, se comieron entre ellos, hasta que sólo quedó uno, que murió de inanición, como la mula y las gallinas. El frío llegó, y la nieve, y las heladas, para dejar paso a la primavera, al verano y al retorno de los estorninos. Los alcornoques seguían produciendo corcho, y las moscas hacían su agosto. Pero aparte de su zumbido, sólo había silencio en la granja del abuelo Tomás, y tiempo, tiempo que ordenaba las cosas como sólo la naturaleza lo sabe hacer.
Fin.
Venecia
Es un día luminoso y soleado en Venecia. Los gondolieri han abandonado momentáneamente sus embarcaciones para ir a tomar un café, a la espera de que lleguen los clientes. La laguna, una superficie plácida, serena y abierta que de forma generosa ofrece la primera bienvenida de la ciudad, abre los ojos de los visitantes con su cálida acogida. Como contrapunto, el Gran Canal muestra su agitación y vitalidad diarias, con embarcaciones que van arriba y abajo bajo el Rialto. Encima del puente, un montón de turistas se hacen selfies para inmortalizar su estancia en uno de los lugares más icónicos de Venecia, a la vez que otros miran los lujosos escaparates de las joyerías que se concentran de manera asfixiante, tanto por la pequeñez de los establecimientos como por la aglomeración humana que se congrega, formada por curiosos y clientes que quieren lucirse con una gema de gran valor. Y es que ésta es una ciudad de calidades, donde ninguno de los rincones que la conforman pueden dejar indiferentes a sus visitantes.
En este espacio tan particular encontramos la figura de Marco, un joven gondoliere que acaba de empezar en su oficio, siguiendo la saga familiar que se remonta hasta la época de los primeros duxs. Si nos fijamos en él es porque hoy tiene una tarea algo pesada. Tendrá que remar con su góndola hasta el Lido, donde debe recoger a una famosa actriz de cine que se ha hospedado en el hotel Excelsior. Aunque no tiene demasiado interés en el séptimo arte, ya que su hobby preferido es jugar con los videojuegos, tiene cierta curiosidad por saber quién será dicha actriz y, sobre todo, si le dejará una buena propina. Por lo que le han dicho, debe llevarla hasta el Teatro de la Fenice, donde se celebra uno de los actos finales de la Mostra. La actriz en cuestión debe recibir uno de los premios de la noche, pero no sabe en qué categoría. Sin embargo, como la travesía por la laguna dura más de media hora, piensa que ya tendrá tiempo para hacerle ésta y otras preguntas.
Cuando Marco llega al hotel, la señora ya le está esperando. Es una mujer madura, entrada en años, pero que aún conserva algo de la belleza y esplendor que debía tener de joven. Marco la ayuda a subir a la góndola para iniciar el camino de regreso hacia La Fenice, y este primer contacto físico con su mano no le deja indiferente. Siente la calidez de su piel y el perfume de su pelo, como un envoltorio aéreo que se agarra a sus narinas y que se hará presente durante todo el viaje de regreso.
Las pequeñas olas de la laguna provocan