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Rumbullion
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Libro electrónico319 páginas5 horas

Rumbullion

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Información de este libro electrónico

Inmerso en el género fantástico, este libro nos sumerge en la extraña experiencia de Tom Pendragon, un niño soñador que, de pronto, se ve atrapado por un pasado distante. Una aventura inolvidable, al filo del tiempo.

Cornualles, más concretamente, el pueblo de Penaluna, antiguo reducto de piratas y contrabandistas. Plagado de historias espeluznantes y de fantasmas del pasado...

Tom Pendragon no es un niño como cualquiera, demasiado distraído, dicen sus maestros; fantasioso, opina la gente del pueblo. Pero nadie detecta, en el hijo de Henry Pendragon, antiguo navegante, el poder de desencadenar fuerzas difíciles de controlar.

Corsarios, contrabandistas, mapas del tesoro, piratas de ésos que tienen una pata de palo y la bien ganada fama de ser la peor escoria del mundo. Todos se unen en un Rumbullion -una pelea llena de confusión-, que los enlaza en una intrincada trama que va y viene del presente al pasado, entremezclando tortuosas historias, pecados innombrables, fantasías infantiles, antiguas maldiciones y tumbas que guardan secretos indecibles, susurrados apenas en túneles olvidados por espectros que por siglos han abrigado planes de cruenta venganza.

Elementos todos de una historia tan intrigante como compleja, tejida alrededor de dos espejos malditos: uno muestra el pasado oculto, el otro, el presente desconocido. Juntos, son la clave para develar un misterio que permaneció dormido durante tres largos siglos, esperando el momento para despertar.

Cuidado: ese momento es ahora...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 ene 2016
ISBN9788491123224
Rumbullion
Autor

Daniel Alvarez

Daniel Alvarez nació en Madrid en 1973. Tras licenciarse en Geografía e Historia vivió en Estados Unidos, Filipinas y Reino Unido y viajó por el Sudeste Asiático y Latinoamérica donde ejerció todo tipo de oficios. Se inició muy temprano en el mundo de la literatura escribiendo cuentos y poesía. A los doce años fundó la revista cultural No le busques tres pies... desde entonces ha publicado guías de viajes y ha escrito novelas y libros de cuentos.

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    Rumbullion - Daniel Alvarez

    Título original: Rumbullion

    Primera edición: Enero 2016

    © 2016, Daniel Alvarez

    © 2016, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    CONTENIDO

    Popa

    Estribor

    Babor

    Proa

    Sobre el autor

    A mis padres

    Para Inés y Noah

    POPA

    Los lamentos de los moribundos flotaban quedos, enganchados a la neblina amarillenta de la pólvora. La luz deshilachada rompía apenas la boira y dejaba ver algún rostro quemado, el movimiento cadencioso de un pecho que se convertía en un espasmo ronco y luego en nada. Sonó el último tiro de mosquete. Venganza, eso es lo que sintió Noah Tregonhawke, como una lumbrarada que le abrasaba el pecho. Uno de sus hermanos le había traicionado. Agonizando sobre la cubierta de su barco veía la espuma del mar embistiendo ciega contra las rocas de la costa y supo que aquello no era más que el final; las órdenes que ya no daría, ni el oro, ni el ron, ni las mujeres. Quizá, pensó mientras sus párpados se cerraban, sean esas rocas los dientes rotos de un ciervo infecto, aprisionadas por el sarro gris del cielo y, nosotros, nada más que un masticar frenético, una molienda seguida de un chasquido redondo y súbito, en los ojos, de los que se cae el tiempo en lágrimas lentas, saturadas de azúcar y de pus.

    —¡Mirad ahora a Tregonhawke! Este es el final de los piratas ¡No lo toquéis, imbéciles! Dejad que boquee hasta ahogarse —dijo el capitán Wallerstein limpiando de sangre su sable de abordaje.

    Noah Tregonhawke se arrastró unos metros y se apoyó contra la borda. Le costaba enfocar la vista, los colores parecían emborronados en rojo, pero pudo aún mirar a Wallerstein de frente. Esbozó un gesto, una sonrisa de desprecio. Wallerstein desenfundó un cuchillo de combate dispuesto a rematar al pirata. Se acercó y le susurró al oído:

    —Si pudiera mantenerte vivo unas horas más te desollaría muy despacio y te pondría a secar al sol…, pero no tienes más que unas cuantas bocanadas. Será un placer enviar tu cabeza al gobernador en un tarro de miel…

    Tregonhawke murmuró algo, como una letanía:

    —¿Qué haces? ¿Rezas? No creo —preguntó con ironía Wallerstein.

    —Que no se cierre esta herida, que se quede abierta. Que no haya lugar para el olvido. Que se harte ahora de triunfo y esperanza el traidor, pues yo he de tornar a vengarme en su sangre hasta dos veces. ¡Volveré a cebarme en tu dolor desde las fauces negras del mismo Belcebú…!

    Su pupila titiló un momento y se quedó quieta, sin vida. Fija en un punto detrás del hombro izquierdo de Wallerstein. El capitán se giró en la dirección de los ojos del pirata. Allí no había nada más que los dos últimos hombres de Tregonhawke, de rodillas y atados. Cuando se volvió, este había desaparecido.

    ******

    La lluvia cae con fuerza contra los cristales de la pequeña cabaña que el padre de Tom ha construido encima de un enorme castaño de Indias en la parte trasera del jardín de su casa. Lleva lloviendo casi diez días sin parar, en total el veinte por ciento de sus vacaciones de verano —piensa—. Tom Pendragon vive en Penaluna, un pequeño pueblo de Cornualles famoso por sus pintorescos rincones y por su misterioso pasado de contrabandistas.

    Tom tiene catorce años y, como su abuela decía, no hace otra cosa que soñar despierto. Sus fantasías preferidas giran siempre en torno a piratas y contrabandistas. Su padre lo defiende y dice que no es tan raro, viviendo donde viven: el pueblo estaba surcado de túneles secretos que habían utilizado los contrabandistas para descargar los barriles de brandy francés y el tabaco o la porcelana. «¿No fue Lee Jago, ese bisabuelo tuyo, uno de los últimos contrabandistas del pueblo? ¿Ese que mató al de la guardia costera de Plymouth?», replicaba a su abuela. «¡Tonterías! —respondía esta—. El bueno de Lee era un pescador que llevó una vida sencilla. ¡No como ahora, que no hacéis más que ir a fiestas!»

    La cabaña del árbol es el sitio preferido de Tom. Su padre, que es todo un personaje en el pueblo, la había hecho con maderas que encontraba en la playa los días de tormenta. Cada tablón es de una medida diferente y de un color distinto en función de cómo lo hubieran afectado el sol, la lluvia y el viento. La puerta está hecha con un enorme tablón de olmo que encontró en la playa de Whitsand después de que un barco ruso se hundiera al pasar Devil’s Point. En medio de la cabaña su padre había puesto un antiguo madero redondo que había sostenido antaño las cortinas de Nook Cottage. El palo atravesaba el techo de la cabaña haciendo las veces de mástil. Las velas estaban hechas con sacos de fertilizante cosidos y cuando soplaba el viento se hinchaban y producían extraños silbidos, «como coros de sirenas —pensaba Tom—, de las mismas sirenas que cultivan esas algas que son como de goma y no las otras, las que son como madejas de hilos enredados». La cabaña tiene una pequeña alacena con una puerta procedente de otra de las casas del pueblo donde su padre había trabajado. El techo está hecho con chapa encima de la cual su padre había puesto piedras y sacos de tierra, sobre los que crecían montones de flores de los acantilados de la zona. Había también una ventana muy antigua con cristales de colores que alguien había tirado y que su padre había recuperado para la cabaña de Tom.

    Tom guarda en la cabaña todos sus tesoros, en una caja con llave, carcomida, que había encontrado a la puerta de la casa de la señora Bennée. Dentro está el vaso de latón con las iniciales del abuelo, una calavera de perro que encontró en uno de sus paseos por los páramos de Dartmoor, el anillo de la Gran Bestia que tenía una uña de oso grabada y servía de protección en los viajes (el anillo se lo había traído un amigo español de su padre) y, sobre todo, la colección de 139 trozos de cristal azules que había recogido en la playa. Esos trozos de cristal, redondos y desgastados por el agua, fueron, como todo el mundo sabe, redomas y botellas que contuvieron hace muchos años venenos de todas clases; uno de ellos tenía inscrita la letra D. El chico estaba seguro de que había pertenecido a Donyarth, el rey de Cornualles, quien, en su opinión, no se había ahogado en el río Fowey, sino que había sido envenenado: Tom solía dar su propia versión de las cosas, siempre animado por su padre a no aceptar nada sin cuestionarlo primero e incluso a no creerse nada, especialmente los axiomas matemáticos y las noticias de la televisión y los periódicos. A veces tienen extrañas ideas sobre la gente y son muy reservados.

    El padre de Tom, que se llama Henry, no se cree que el hombre hubiera llegado a la Luna, que exista el canal de Suez o que las avestruces sean blancas y negras. Cree firmemente en teorías de la conspiración y que los gobiernos tienen planes secretos de control mental. Ve espías del Gobierno en cada en cada rincón. Tom, a su vez, duda de que la capital de Inglaterra sea Londres, de que 5 por 8 son 40 o del ciclo del agua. Esta forma de ser no le granjea muchas simpatías entre sus profesores, que lo ven como un niño desaplicado y soñador que se pasa la media hora del recreo mirando el manzano del jardín de los Forester en vez de jugar al fútbol, pelearse con los otros chicos o burlarse de las niñas. Una vez el señor O’Higgins expulsó de clase a Tom por negarse a creer que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol. Tom ve a la gente como bichos raros y no logra entenderla. Las pocas veces que le invitan a fiestas en verano o a cumpleaños no tiene ni idea de cómo comportarse, así que prefiere encerrarse en su cabaña o acompañar a su padre en largos paseos por el campo.

    Henry es el único que lo comprende, ya que había sido como él cuando era joven y había tenido una vida llena de aventuras: siempre se negó a creer que la vida es una silla, una mesa, un trabajo que no importa nada y veinte días de vacaciones. Había sido marino, agente secreto, pintor (de cuadros)… y construye sus propios barcos con los mismos materiales con los que había construido la cabaña de Tom. La sala de estar de su casa está llena de trofeos llenos de polvo, puesto que ni él ni su hijo creen en ellos; los había ganado en las regatas locales en las que solía llegar el primero, al timón de sus propios barcos y compitiendo con otros más modernos y relucientes. Cada año después del verano deja los barcos en la playa para que las olas los destruyan y así poder hacer uno más rápido y de peor aspecto que el del año anterior. A Tom le fascina ver como su padre fabrica cada año un barco nuevo y le hace gracia que, al principio, al manejar los restos, dé la sensación de ser un paleontólogo manipulando el esqueleto de un diplodocus.

    ******

    «No deja de llover —piensa Tom—. ¿Cuántas gotas de agua hacen falta para llenar el vaso de latón del abuelo? ¿Qué tipo de perro habría llevado dentro la calavera? Quizá un perro enorme y negro… Eso si es que era un perro… ¡a lo mejor era un lobo!…» Tom cierra los ojos y se imagina a un lobo que solo le obedece a él y que ronda el pueblo por la noche escuchando el mar y espiando a los contrabandistas, porque Tom no cree que ya no existen. Desde su cabaña se ve el mar y si uno mira al mar fijamente en un día lluvioso durante 4 minutos y 12 segundos a través de uno de sus cristales azules, pueden verse las velas oscuras de los barcos piratas que esperan la marea alta para aproximarse a las costas de Penaluna a descargar sus mercancías robadas o a robar, dependiendo de su estado de humor y de la borrachera. Siempre recuerda lo que uno de los más viejos del pueblo le había contado de los barcos que venían de Francia hacía ochenta años y cómo olían a tabaco de contrabando. Le contó que las mujeres llevaban botas hechas de cuero debajo de las ropas en las que escondían el brandy y que los marinos borrachos solían pinchar esas botas a navajazos por diversión.

    ******

    Los barcos que hace su padre siempre dan la sensación de que van a hundirse en cualquier momento. Henry utiliza los materiales arrojados por el mar que puede encontrar en la playa. El asiento de una silla hace las veces de gobernalle, una vieja tubería soldada al codaste es la caña del timón y para el casco lo mejor son las tablas de las mesas viejas de los pubs que la gente tira al mar. Cuanto más gastada u oxidada esté una pieza, mejor navega, sostiene. Una vez en el agua, Henry los prueba y ajusta constantemente. Estos ajustes consisten en poner sacos de arena a estribor o a babor, retocar la quilla, pintar y repintar o colgar cintas de colores del palo mayor hasta que navega a la perfección. En el mar a Tom siempre le embarga la sensación de lo momentáneo, ese hormigueo que se siente antes de una catástrofe, esa certeza de que las cosas no están hechas para durar… y se siente engañado y solo. Deja volar su imaginación y, al cerrar los ojos, ve piratas subir por las calles del pueblo, los oye hablar e incluso conoce sus nombres.

    Uno de esos raros días de verano en Inglaterra cuando el mar está en calma, liso y untoso como la lengua de un perro, o de un lobo, el Sol brilla y no hay una sola nube en el cielo es fácil imaginarse que uno está en otro sitio, en el Caribe, en Madagascar o en los estrechos de Malaca y que, en vez de roble inglés y castaños, se ven caobas, palmeras o ceibas. Uno de esos días Tom navega con su padre y mira alternativamente al cielo y al aguaje del timón en el mar a través de su cristal azul con la letra D. El contraste de los colores y de la intensa luz le hace ver destellos blancos en el fondo de sus ojos. «Quizá me esté quedando ciego como Pew en La isla del Tesoro», piensa. Sus ojos vuelan del verde del mar al transparente sucio de las velas de sacos de plástico, del marrón claro del conglomerado de una mesa en la popa al moreno de la espalda de Henry y al negro desvaído de la tinta del tatuaje que este tiene en la espalda, una pequeña virgen de Guadalupe que se hizo Dios sabe dónde. Luego, verde, verde, verde claro casi gris, verde oscuro casi negro, verde abajo, verde arriba, con el balanceo del barco, verde del agua, verde de las copas de los árboles en la costa, verde atlántico claro y frío, verde oscuro… Tom tiene la cabeza en el borde del catamarán que había hecho su padre, justo en la punta donde el cabeceo es mayor. Escucha el ruido del agua contra el casco del barco, casi desganada, sin fuerza, ruidos muy cortitos.

    —¡El agua está cansada! —grita de repente su padre.

    Abajo y arriba, con las olas, abajo verde claro, arriba verde oscuro, verde, verde, verde abajo verde arriba… El sueño se asienta en los párpados de Tom y los hace muy pesados. Arriba, abajo, verde, negro, verde, negro, negro, negro, verde… Tom abre los ojos y la luz se apresura a llenarlos con su borbollón de sal. Verde, verde, negro, un destello, verde, negro, un centelleo, verde, negro, un fulgor…

    «¿Qué ha sido eso?», se pregunta Tom mientras se sienta y frota los ojos. Mira hacia la cima de la loma que corre paralela al mar. Entre las copas de los árboles vuelve a ver el destello, pero no está seguro. Los árboles son tan frondosos que parecen una honda expansiva vegetal, como un rechazo, a nosotros seguramente. El destello sigue ahí, pequeño, blanco, sinuoso entre la explosión verde.

    —¡Papá!

    —¿Sí? —dice la espalda morena.

    —¿Ves ese destello entre los árboles?

    —¿Dónde? —pregunta su padre girándose hacia él y soltando hilo de pescar.

    —Allí entre los árboles de Rame Head —contesta Tom señalando con el dedo.

    —No veo nada —responde su padre haciendo visera con la mano—. ¿Un destello? Será algún cristal o el retrovisor de un coche.

    —Pero allí no hay nada, solo la vieja ermita.

    —Sí… Es raro, será un trozo de papel aluminio o algo así.

    —¿Para qué? —quiere saber Tom.

    —Para hacer señales, supongo.

    —¿A quién? ¿Para qué?

    —No tengo ni idea —admite Henry. Después, poniendo una cara misteriosa y la voz ronca, puntualiza—: Son los contrabandistas haciendo señales falsas a los barcos para que naufraguen y se estrellen contra las rocas en Penlee.

    Después se ríe y le guiña un ojo.

    —Tom, se está haciendo tarde y se está levantando viento del sudeste. Esta noche va a haber tormenta… Es mejor que nos volvamos. Si quieres, mañana podemos ir a investigar.

    —¡Vale! Papá, ¿me lo prometes?

    —Prometido.

    ******

    Tom vive en una casa pequeña, con un jardín también pequeño. Lo único grande que hay en la casa es el árbol en el que Henry construyó la casita de Tom. Hay una sólida pared que protege las casas de las olas y que los vecinos llaman «la pared del mar». Las olas no son demasiado grandes con las tormentas del sudoeste, ya que se estrellan contra Penlee; sin embargo, cuando el viento sopla del sudeste, el pueblo entero, y especialmente la casa de Tom, quedan a merced de la embestida de las olas. Por suerte, eso no ocurre muchas veces. La gente del pueblo dice que el viento del sudeste trae cambios y altera las facultades de las personas. Quizá fuera porque los naufragios solían ocurrir cuando soplaba ese viento y, asimismo, porque antiguamente ese viento traía todo tipo de vapores pestíferos de las curtiembres del pueblo de al lado. La pared del mar tiene cientos de años y antaño eran los muros de factorías de arenque. Está hecha de piedras de color rojo y de numerosos recovecos donde el aire hinca sus dedos. Tom suele andar bordeando el muro del lado del mar e imaginarse que piratas y contrabandistas ataban sus monturas a los aros cubiertos de herrumbre que sobresalían del mismo. Pone la palma de la mano contra el muro, cierra los ojos… La sensación de la rugosidad contra su piel… El sonido de las olas, los gritos de las gaviotas… Igual que hacía cientos de años.

    ******

    La tormenta de esa noche fue de las que hacen historia y de las que los viejos hablan como la famosa tormenta del… Hacia las 18.00 horas la marea empezó a subir. El viento soplaba con fuerza hacia las ocho. A las 22.20 un barco de bandera panameña, el Scylla, cargado con material altamente explosivo, lanzó una señal de socorro a la estación de guardacostas de Rame Head. A las 22.34 lanzó una segunda señal en el canal de emergencia, el 16, en la que advertía que iba a la deriva y que las olas estaban empujándolo directamente contra las casas de primera línea en Penaluna. A las 22.37 empezaron a evacuarse las casas, que quedaron vacías a las 22.50: todo un éxito de colaboración y de concienciación que demostraba como «los programas de formación del County no son solo necesarios, sino que además tienen éxito», como diría unos días después uno de los responsables políticos. Lo que no dijo es que una de las casas no había sido evacuada por la resistencia de uno de los vecinos: un tal Henry Pendragon y su hijo, Tom, se negaron a abandonar su casa. La razón fue que el señor Pendragon no creía en las evacuaciones ni tampoco que el barco fuera a estrellarse contra su casa. Decía que se lo habían inventado todo para entrar a registrar su propiedad. Por no creer, no se creía ni que el barco de carga llevase material altamente explosivo. Tenía razón en cuanto a la dirección de la embarcación a la deriva: no se estrelló contra las casas, sino que encalló unos kilómetros más al este, en un lugar que los habitantes del pueblo llamaban la «cueva del hombre muerto», porque era donde encallaban los barcos sorprendidos por el viento del sudeste.

    ******

    A las 00.21 el viento recrudece. La marea está en su punto más alto, por lo que las olas rompen directamente contra la pared del mar en vez de hacerlo contra las rocas. La fuerza del agua verde —las olas que no han roto y no llevan espuma o agua blanca— es descomunal. Cada vez que una ola choca contra el muro parece que ha caído una bomba. Lo más terrorífico de todo es el sonido que hace el agua al retirarse entre las piedras y la arena de la orilla. Un siseo o un hervor que parece vivo, como la saliva de un perro rabioso. El siseo espeso que se retira anuncia otra explosión aún más fuerte que la anterior. Henry se preocupa muchísimo en noches como esa y piensa que el muro no va a aguantar. Recorre la pared del mar de arriba abajo enfocando con su linterna las partes más débiles en las que había puesto cemento año tras año, cemento que el mar se llevaba año tras año… Tom mira alternativamente a su padre y al cielo negro, y se acurruca en la cama en su habitación. Aquella tormenta es la peor que había vivido en su vida. El agua se filtra por el muro después de cada explosión. ¡¡¡Broommm!!! ¡¡¡Schsss!!! ¡¡¡Bouummm!!! ¡¡¡Shchssss!!! Parece una máquina de demoler muros. A las 2.03, la puerta de la pared del mar revienta llevándose consigo el marco y un montón de piedras. El mar está entrando directamente en el jardín de Tom arrastrando los agapantos, los geranios, la lavanda y unas boyas antiguas de cristal que su padre había colgado de la pared. «El mar venía buscando esas boyas», pensó Tom. A las 2.17 el agua empieza a entrar en el sótano de la casa de Tom, donde su padre guarda los barcos que construye. A las 2.28 el casco del barco que hay en el sótano está flotando en medio del jardín de los Pendragon y a las 2.29 Henry y Tom no salen de su asombro al ver el cascarón del barco flotando hacia el agujero que habían abierto las olas en la pared y desapareciendo en el mar. Hacia las 3.05 la tormenta comienza a amainar y a las 3.45 Tom se queda dormido.

    ******

    Cuando se levanta al día siguiente su padre ya está intentando arreglar los desperfectos del muro. El mar ha abierto un enorme agujero donde estaba la puerta y todo el jardín está lleno de arena y piedras. El agua del mar tiene un aspecto rojizo por la cantidad de grava que ha arrancado y a Tom le recuerda las encías de un tiburón. Henry está poniendo cemento en las grietas que se habían abierto.

    —Otra tormenta como esta y la pared se cae —dice con voz preocupada.

    —¿Has visto tu barco? —pregunta Tom.

    —No, ni rastro. No pasa nada, haremos otro.

    —¿Y la puerta?

    —Ponemos otra y ya está. Lo importante es que arreglemos todo antes de que vuelva el mal tiempo.

    ******

    El día es espléndido, en días como ese puede verse hasta la isla de Looe, famosa por dar cobijo a fantasmas de ajusticiados. Penaluna es un pueblo de no más de cincuenta casas y con dos calles principales: Fore Street, que sube hacia el bosque y es propiedad de lord Edgcumbe, y Armada Road, que baja hacia el mar. Las casas son de piedra y los tejados, de pizarra. La mayoría de las casas tienen un aspecto encantador, con pequeñas ventanas que dan al mar y rincones cubiertos de flores donde los turistas se besan y comen cornish pasties. Por el medio del pueblo corre un riachuelo, Sultana Brooke, cruzado por dos pequeños puentes, uno sin nombre y el otro llamado «puente de Mary». También hay unos cuantos pubs, pero el más interesante de todos ellos, The Ship, está cerrado desde hace muchos años. En el pueblo hay otras muchas cosas, pero nadie habla de ellas, a nadie le importan. Solo Tom las conoce, cosas como los túneles secretos por debajo de las calles y por los que los contrabandistas subían la mercancía desde las barcas en la playa durante la marea alta hasta los almacenes de las tabernas. Uno de ellos empezaba detrás de la barra de The Ship. Para entrar en el pub hay que dar la vuelta por donde los perales de Mo y saltar un muro. Una vez dentro del jardín del pub, había que arrimar un barril de cerveza a la pared y entrar por una ventana rota.

    ******

    Tom toma el camino del bosque por Fore Street y se encuentra con Arthur Ravenhill, uno de los pocos vecinos con los que Tom habla. El abuelo del abuelo del señor Ravenhill había sido el jefe del destacamento local de la Guardia Costera, cuya función principal era la de combatir el contrabando. Después, el padre de su abuelo fue uno de los mayores contrabandistas de brandy de la época. Había aprendido todas las tácticas de los guardias y, sobre todo, sabía respetar su diez por ciento. Arthur tiene unos cincuenta años, es muy alto y de aspecto burlón. Está muy interesado en la historia local. Ha publicado varios libros sobre diversos asuntos como Historia del comercio marítimo en Cornualles o Fortificaciones históricas en la bahía de Plymouth. Desde hace algún tiempo está trabajando en un libro sobre los contrabandistas de Penaluna. Todo el mundo sabe que a principios del siglo XX se habían cegado los túneles que recorrían el subsuelo del pueblo. Cuando el contrabando dejó de ser rentable en las últimas décadas del siglo XIX esos túneles siguieron usándose para almacenar barcas y enseres de pesca, hasta que el Parish Council decidió, en una votación muy reñida —siete votos a favor y seis en contra—, tapiar todas las entradas a los túneles por razones de seguridad e higiene. Más tarde, en 1940, cuando se temió una posible invasión alemana, tres de las entradas secretas se reabrieron —la de los establos de Heavitree Road, la de The Ship y la de Branwell House— para almacenar armas y balas de cañón para las baterías antiaéreas de Rame Head y Maker Heights. Durante la guerra, Timothy Hancock, un joven pescador del pueblo, se ahorcó en el establo abandonado de Heavitree Road donde estaba una de las entradas. La orden de volver a tapiar las entradas a los túneles se dio del 3 de agosto de 1945. Arthur Ravenhill incluso había encontrado la circular original en la que se informaba a los habitantes del pueblo, se destinaba un presupuesto y se nombraba al señor Richard O’Connor responsable de los trabajos y la supervisión de los mismos. Parece ser que los trabajos en Heavitree Road y Branwell House se llevaron a cabo con prontitud y que no hubo ninguna queja. Sin embargo, la entrada de The Ship supuso un auténtico quebradero de cabeza para el señor O’Connor. Primero fue denunciado por un vecino por entrar en The Ship sin permiso. El dueño del pub, el señor Stephen Thomas, había muerto durante la guerra sin herederos, por lo que el local permanecía cerrado. Pasaron casi cinco meses hasta que el señor O’Connor pudo conseguir la autorización permanente para

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