El legado de las brujas

Por Miren Azurmendi Saez de Asteasu

Daniela es una joven con una especial sensibilidad para conectar con las energías que nos rodean. Al buscar información sobre quién era su progenitora y por qué la mataron, se adentra en un viaje repleto de sucesos sobrenaturales y de algún que otro reto. Este relato, secuela de Las cerezas del café, nos muestra a las brujas como mujeres muy distintas a lo que nos han contado y como mensajeras de un importante reclamo: que sintonicemos con nuestro lado más animal y conectado con la naturaleza. ¿Qué mujer no querría ser una bruja?

• Idioma: Español
• Editorial: Letrame Grupo Editorial
• Fecha de lanzamiento: 6 may 2024
• ISBN: 9788410685093

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© Miren Azurmendi Saez de Asteasu

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-509-3

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Dedico este relato a mis hijas, Natale y Maren, por ser los ojos que me guían y la luz que alimenta mi alma. A mi abuela, Encarna, y a su madre, Juana, por ser un referente en mi vida por su bondad y valentía. Os quiero a las cuatro.

Capítulo I: El reencuentro

Daniela apuraba los últimos sorbos de su café matutino antes de tomar el autobús que la llevaba a la universidad. Al dejarlo en la pila, le pareció apreciar el rostro de un hombre, de mediada edad, rictus serio y mirada penetrante. Entrecerró los ojos y volvió a mirar, pero esta vez no vio nada. Era el primer día del segundo año de su licenciatura de Bellas Artes y estaba ansiosa por reencontrarse con Gabriela. Venía de Civitavecchia y deseaba volver a verla para que le hablara de su verano, eran tan bonitas las fotos de Estambul y Capadocia que le había enviado que necesitaba escuchar de su boca todos los detalles de la estancia. Congeniaron desde el primer día que se conocieron. La italiana era una explosión de alegría, siempre dispuesta a gastar una broma a todo el que se cruzara en su camino. Sin duda, era un espíritu libre que disfrutaba de los placeres de la vida. Desde pequeña, sentía una profunda simpatía por el talante creador del artista, su mente no cesaba de plantearse qué emociones habían llevado al pintor, al escultor, al arquitecto, al escritor o al músico a crear su obra. Su padre era carpintero, lo recordaba siempre ocupado, trabajando día y noche para llegar a tiempo a la entrega acordada mientras una niña de rizos dorados observaba embelesada cómo tallaba.

La madrileña había corrido distinta suerte, desde los 5 años se había criado con su abuela materna, Carmen. No conocía a su padre, cuando tenía 6 meses las dejó tiradas, a su madre y a ella. Sofía, su madre, fue asesinada en una violación grupal. Había heredado su belleza, lucía una larga melena castaña, ensortijada, que brillaba con un intenso fulgor a la caricia de los rayos del sol. Sus ojos almendrados iluminaban cuanto miraba. Sin embargo, escondía un dolor perenne. Una presión incisiva solía dificultarle respirar con normalidad. Solo ella sabía cuánto echaba de menos a su madre. Apenas sabía nada de ella, por mucho que se afanara en preguntar, su abuela no saciaba su curiosidad. Le enseñaba fotos y le hablaba de lo buena hija que era, de lo aplicada y vital que era. Poco más. Había una foto en particular que le resultaba muy entrañable. Sofía la cogía en brazos y le besaba entregada en una mejilla. Daniela sonreía despreocupada y feliz. Años más tarde supo que correspondía al día en que mataron a su madre. Era su quinto cumpleaños. Siempre la veía sonriente