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Desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas: Un análisis sobre la práctica histórica del contrabando en La Guajira
Desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas: Un análisis sobre la práctica histórica del contrabando en La Guajira
Desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas: Un análisis sobre la práctica histórica del contrabando en La Guajira
Libro electrónico476 páginas6 horas

Desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas: Un análisis sobre la práctica histórica del contrabando en La Guajira

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La investigación se pregunta cómo se pueden gestionar los desencuentros jurídicos entre el pueblo indígena wayuu y el Estado colombiano a partir de la práctica histórica del contrabando en La Guajira. Para dar respuesta al interrogante se desarrollan dos secciones: en la primera se aborda la construcción de los desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas, a partir de un recorrido teórico para construir el concepto propuesto; en la segunda se analizan las relaciones y los conflictos entre el Estado y el pueblo indígena wayuu en los desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas, desde la ontología y la historia de los wayuu, en relación con el contrabando.

La investigación propone dejar de lado la perspectiva de los conflictos culturales y de competencia jurisdiccional como mecanismos para resolver conflictos entre culturas diversas y, en su lugar, plantea el abordaje de metodologías y estrategias que reconozcan la ontología relacional como una herramienta que facilita la gestión del conflicto, así como una propuesta analítica dirigida a la comprensión del escenario fáctico en el seno de la diversidad cultural. De esta manera, se concluye que en el territorio de la nación wayuu, en La Guajira, la práctica histórica del contrabando no debe considerarse un delito por el Estado colombiano, sino una actividad de libre comercio entre los pueblos del Caribe.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2024
ISBN9789585060630
Desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas: Un análisis sobre la práctica histórica del contrabando en La Guajira

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    Desencuentros ontológicos con implicaciones jurídicas - Carlos Manuel Guerra López

    PRIMERA PARTE

    CONSTRUCCIÓN DE LOS DESENCUENTROS ONTOLÓGICOS CON IMPLICACIONES JURÍDICAS

    Taluwa, laülaa Tuoruinareje’woi, nüküjüitpa wamüin

    Sulu’ujeejenain waya wanee mmairuwaya’asa...

    Mainmain kasa atijaamaajatü wakotchirakaa

    Kanainjeeejetka wane e’iraairuwaa, wane lapüirua, wane waraitaairua.

    Sülataain tü wakulemeralakaa eemïn wane eimataaairua

    Chamaüintata Chaya soo’uejee sotkoo palaa tü.

    Müin aka washa eesü wane süchi me’rujusalü...

    Shorottakaa watalu’upünaa wepishuwa’aya...

    Eere waraitüin tü asiraaka’ayane’e tü ko’uu maaka’ayane’e.

    Taluwa, laülaa Touruinareje’woi,

    atunkushi sümaa jutamuiin nüjapü.

    Talua, hombre antiguo de Tuoruinare, nos ha contado

    que también provenimos de otros mundos...

    Que acumulamos un saber remoto creador de otros llantos,

    de otros sueños, de otros pasos...

    Que nuestra sonrisa se extiende en otros labios

    más allá de esta orilla del mar.

    Como nuestra sangre hay un río invisible que nos recorre a todos...

    donde viajan la misma risa y el mismo silencio.

    Talua, hombre antiguo de Tuoruinare,

    duerme con las manos abiertas.

    VITO APÜSHANA*

    Ninguna cultura puede vivir

    si intenta ser exclusiva.

    MAHATMA GANDHI

    La meta en esta primera parte es demostrar que en los escenarios de pluralismo cultural y jurídico se debe abandonar la idea de la relación competencial entre los distintos sistemas normativos en pugna, permeadas por la lógica de los conflictos culturales. En su lugar, se debe reconocer que una lectura desde la óptica de los desencuentros interculturales/ontológicos con implicaciones jurídicas permite abordar los conflictos, ya no culturales sino ontológicos, desde una relación dialógica. De esta forma, se reivindican los distintos saberes de los pueblos indígenas en la construcción de múltiples realidades, en un proceso de retroalimentación normativa para cada una de las culturas que se encuentran en la distancia.

    El contexto colombiano es sin duda alguna el espacio propicio para hablar de pluralismo cultural¹, principalmente si compartimos la idea de que Colombia no es una sociedad global con valores universales sino un conjunto de culturas con valores específicos. En otras palabras, diferentes contextos, cosmovisiones y sistemas económicos, sociales y jurídicos (Gutiérrez, 2011, p. 87). Ahora bien, esto no quiere decir que los debates sobre la interacción entre culturas sean exclusivos de la nación colombiana o del restante de países latinoamericanos. Todo lo contrario, los debates sobre el cómo y prioritariamente hacia dónde deben reconducirse las relaciones culturales se encuentran en la agenda de todos los países².

    Difícilmente se puede conducir una argumentación sobre esta temática partiendo de una postura hermética, bien sea desde los límites de las disciplinas occidentales o desde las fronteras culturales propias. Por esta razón cobra especial sentido la frase de Höffe al decir que para una pregunta que trascienda las culturas se precisa de conceptos y argumentos también válidos más allá de la propia cultura (2008, p. 18). De ahí que en toda la investigación se encuentren conceptos e incluso metodologías propios de diversas materias, tales como el derecho, la antropología, la historia, la sociología, la política y la filosofía, entre otras.

    Al hablar de pluralidad de culturas, los desencuentros entre ellas ilustran el punto crucial de la investigación. En este sentido, Campillo reconoce que esta disparidad es un producto histórico basado en diferencias en el modo de trazar la frontera entre la humanidad físico-biológica y la humanidad ético-política, es decir, son diferencias en el modo de articular la relación entre el mundo, el nosotros y el yo (2018, p. 26). En otras palabras, la cultura es una articulación del cosmos (conocimiento del mundo); las polis (como constitución de una cierta comunidad humana) y la ética (modelo de la subjetividad), lo cual nos permite argumentar que cada desencuentro cultural implica, en últimas, un debate filosófico³.

    Entrando un poco más en lo que implica el reconocimiento de los desencuentros culturales, es menester citar las palabras de Ferrari, quien en su obra Derecho y sociedad enmarca las diferencias entre culturas así:

    [La diferencia cultural] supone la visión de una sociedad no unitaria, sino fragmentada en una multitud de posiciones diferentes, todas ellas dignas de una consideración específica en virtud de una serie potencialmente infinita de aspectos diferenciadores [...], factores todos que confluyen en la definición de la identidad de cada quien mediante diferenciación y, al mismo tiempo, mediante semejanza con los otros individuos y, por ende, a través de su pertenencia a un grupo social (2004, pp. 150-151).

    En cierta medida, la pluralidad cultural es una realidad que no se encuentra sujeta a mucha confrontación, se puede reconocer como diáfana. Sin embargo, las posturas respecto al cómo se aborda y qué se debe hacer con y en ella reflejan un panorama mucho más turbio. Frente a ese caudaloso camino que enmarca las discusiones culturales, es imperioso seguir las recomendaciones de Jahanbegloo, quien señala que No podemos seguir predicando ninguna forma de homogeneización cultural ni abogando por una visión radical de la diferencia. El mundo es diverso y por ello es importante respetar la diversidad (2007, p. 58).

    En el mismo sentido, se debe demostrar que lo central es poder encontrar una transición de las teorías monistas (culturales y jurídicas) que rechazan la diversidad, bajo la excusa de la barbarie, la ignorancia, la soberanía y, principalmente, de las trabas al desarrollo, mediante un pluralismo basado en el diálogo y en el reconocimiento de los diversos conocimientos como factores que nos interconectan. Punto en el que coincido con Villavicencio (2012) en la relevancia que la cultura ha de tener en la construcción y en la toma de decisiones del Estado.

    Para lograr una armonía o un mejor entendimiento entre culturas que nos permita superar los desencuentros entre ellas es necesario hacer algunas reflexiones en torno al papel que el derecho debe cumplir en los asuntos de la diversidad cultural. Y es aquí donde debemos partir de los aportes que la antropología jurídica nos brinda en su concepción amplia del derecho:

    El derecho es una manifestación cultural de la forma particular como una sociedad organiza la vida social [...] define en una sociedad el manejo de lo que es de todos [...]. El derecho especifica principios y procedimientos para dar solución a los conflictos que se presentan, es decir, para hacer justicia cuando sus propios miembros o las personas externas actúan en contra de lo establecido (Sánchez, 2010, p. 22).

    En otras palabras, Sánchez nos muestra que el derecho termina siendo la voz de una cultura (2010). Partir de este supuesto implica asumir que la construcción del derecho es producto del lenguaje y las elaboraciones filosóficas de cada sociedad determinada. Por ende, cada desencuentro que se presente entre diversos órdenes jurídicos termina siendo un debate entre las culturas, sus conceptos y razonamientos. Ahora bien, no todo desencuentro entre culturas diversas surte efectos jurídicos, lo cual hace relevante identificar cuándo estamos en presencia de lo jurídico o de lo meramente normativo.

    Para comprobar esta hipótesis se requiere tanto un ejercicio de análisis y precisión en la formulación teórica (campo de esta primera parte) como unas exigencias en su puesta en práctica que den luces sobre cómo llevarla a cabo (aspectos que se abordaran en la segunda parte). En lo que nos concierne a esta primera sección, la idea no es realizar un estudio amplio y minucioso respecto de las diversas formas de entender y por ende de relacionarnos como sociedad pluralista, sino, más bien, marcar un derrotero en torno al necesario cambio de perspectiva frente a la cuestión. Para ello, se edifican cinco capítulos que permiten ilustrar con algo de profundidad los principales tópicos de investigación.

    El orden de los capítulos obedece al siguiente ejercicio deductivo: en primer lugar, Sobre la cultura permitirá abordar algunas nociones indispensables para la comprensión de esta temática; en segundo lugar, en El Estado de derecho frente al pluralismo cultural (teorías de la diversidad cultural) se expondrán las diversas posturas sobre cómo los Estados asumen el reto del pluralismo cultural; en tercer lugar, El papel del derecho en la diversidad consiste en un análisis jurídico sobre cuál es el papel que desempeña o debería desempeñar el derecho en estos escenarios múltiples; en cuarto lugar, en el capítulo ¿En la interculturalidad se debe partir de la uniformidad o pluralidad de campos jurídicos? se exponen los postulados esenciales del pluralismo jurídico y, por último, el quinto capítulo, Pasar de los conflictos culturales a los conflictos ontológicos, aporta una respuesta al pluralismo cultural y jurídico, asumiendo los desencuentros entre culturas como conflictos ontológicos que tienden a tener serias implicaciones jurídicas.

    CAPÍTULO PRIMERO

    SOBRE LA CULTURA

    El propósito de esta sección no es buscar una definición de cultura con pretensiones de originalidad en un debate inveterado, que pueda adaptarse de una u otra forma a las necesidades de la investigación, sino, por el contrario, exponer algunas nociones, características, críticas y representaciones que son fundamentales para el correcto o mejor entendimiento de las teorías que giran alrededor de la diversidad cultural.

    Para comenzar, el uso cotidiano de la palabra cultura es tan heterogéneo que en muchas oportunidades suele asociarse tanto para contextos de alta sofisticación como para circunstancias muy coloquiales. Se posiciona como un pilar inamovible en los discursos de identidad con una fuerte carga conservadora e incluso excluyente, como también suele servir de sustento y carnada en las relaciones comerciales dentro del marco de una economía globalizada. Esta multiplicidad de funciones viene aparejada con un sinnúmero de interpretaciones, conceptos y características que se irán exponiendo poco a poco.

    En este sentido, el concepto de Geertz sobre la cultura puede ser un apropiado punto de partida. Este autor define la cultura como una trama de significación históricamente transmitida encarnada en símbolos, un sistema de concepciones heredadas expresadas en formas simbólicas a través de las cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y actitudes sobre la vida (1973, p. 89). En este concepto se pueden aislar algunas categorías de gran importancia para el entendimiento cultural, como (1) la relevancia de la transmisión; (2) la simbología y el lenguaje; y (3) la relación inescindible con el conocimiento.

    Profundizando en esta temática, es indispensable resaltar las apreciaciones de Serje al decir que la cultura se entiende como un proceso histórico dentro del cual las sociedades se construyen a sí mismas en su interacción con otras; como formas de entender e interpretar la realidad y de organización para vivirla cotidianamente (2002, p. 128). Dentro de esta definición se resaltan las siguientes características: primero, su dinamismo, en el entendido de que la cultura es más parecida a un proceso particular que a un resultado inamovible; segundo, la interacción, pues se refiere a que no es posible concebir la cultura como un sistema totalizante o único, pues lo que muchas veces se denomina nuestra cultura se encuentra constituido por una multiplicidad de culturas (2002); tercero, su influencia en el campo de la realidad, lo cual precisa una comprensión amplia de la expresión interpretar la realidad, y se refiere a dotar de significados y sentidos, por lo tanto, parece más apropiado la idea de crear, construir o incluso enactuar dicha realidad o realidades; por último, resalta el papel de la cultura en la organización social y en los parámetros comportamentales de sus miembros, característica que se abordará más adelante.

    Otra manera interesante de aproximarnos a la cultura es aquella que expone Tzvetan Todorov (2008), para quien la cultura existe en dos niveles íntimamente concatenados. Por un lado, las prácticas sociales, en tanto su dimensión colectiva, y por otro lado, la influencia ejercida en la mente de sus integrantes. Este autor define la cultura como

    [un] conjunto de características de la vida social, a las maneras colectivas de vivir y pensar, a las formas y los estilos de organización del tiempo y del espacio, lo que incluye la lengua, la religión, las estructuras familiares, los modos de construir las casas, las herramientas y las maneras de alimentarse y de vestirse. Además, los miembros del grupo [...] interiorizan estas características en forma de representaciones mentales (2008, p. 46).

    En el mismo sentido, Ross enmarca la cultura dentro de las prácticas sociales y la observa como un producto compartido y colectivo que suministra un patrón de medida con el que se pueden aquilatar las acciones de otros (1995). Ross conceptúa la cultura de la siguiente manera:

    La cultura es una forma de vida transmitida (con modificaciones) a lo largo del tiempo que está incorporada a las instituciones, normas y prácticas aceptadas de una comunidad. Proporciona unas herramientas críticas que los individuos y grupos utilizan para conocer su mundo social y funcionar dentro del mismo (1995, p. 252).

    En este punto se han dado suficientes luces sobre la relación cultura y derecho, acercándonos a este último como los patrones de comportamiento, las reglas de organización social, la intermediación en las disputas y, principalmente, un conjunto de significados y principios particulares y específicos. En todo caso, la cultura es también un reglamento o presupone un reglamento. Las prácticas que realiza la mayoría corresponden a ciertos conceptos o acuerdos en los juicios sobre esas prácticas (Sánchez, 2010, p. 51). Dicho de otro modo, el derecho es un instrumento al cual cada cultura le brinda un sentido y unas formas precisas para defender su idea de lo real, de lo correcto.

    De igual forma que existe un discurso entre lo jurídico y lo cultural, con mayor razón existe una relación entre esta y el poder. A tal punto que la cultura es un factor de poder en sí mismo, algo como una manifestación de poder institucionalizado, el cual se encuentra imbricado en otros sistemas de poder (Parekh, 2005). Todo individuo tiene o hace parte de una cultura, los seres humanos forman parte de una cultura en el sentido de que crecen y viven en un mundo culturalmente estructurado, organizan sus vidas y relaciones sociales en términos de su sistema de sentido y significado, y dotan de un valor considerable a su identidad cultural (2005, p. 491).

    Con base en las diversas concepciones de cultura que han sido expuestas, se pueden identificar ciertos elementos que nos permiten unirla a un discurso jurídico. Si existe un vínculo inescindible entre la cultura y las reglas de comportamiento dentro de cada concepción del mundo, el reconocimiento de múltiples culturas obliga a pensar en variados parámetros de reglas comportamentales, muchas de ellas contradictorias o antagónicas.

    Las diferencias culturales pueden dar razón de por qué la gente en un determinado marco siente que sus intereses se encuentran amenazados por una cierta circunstancia, mientras que en otro lugar, los individuos enfrentados a lo que parece ser una circunstancia idéntica, no creen ni por asomo que sus intereses estén en peligro (Ross, 1995, p. 45).

    Valiéndonos de lo dicho hasta el momento, podemos afirmar que la construcción del mundo es un proceso cultural. Y si entendemos que existe una pluralidad de culturas, por tanto, ha de existir una pluralidad de mundos y experiencias. Lo importante aquí es entender que una cultura es el resultado de lo propio, de lo apropiado de otras sociedades, e incluso, de lo que ha sido impuesto (Sánchez, 2010, p. 21). En resumen, la cultura es inherente al ser humano y producto de su interacción con otras culturas.

    Por último, para algunos autores la cultura tiene un sentido descriptivo y no prescriptivo, en el entendido de que solo son interpretaciones o perspectivas sobre un mundo ya establecido, en consecuencia, cualquier connotación valorativa carece rotundamente de sustento (Krotz, 2014). De esta forma, si la cultura es vista como un sistema de conceptos mediante el cual nos comportamos, relacionamos y entendemos el mundo, no puede valorarse como correcto o incorrecto (Sánchez, 2010). En síntesis, al considerar la cultura en términos de prácticas sociales con un intenso carácter normativo que brindan sentidos y conceptos, la relación entre ellas debe centrarse en poder establecer concordancias en la aplicación de reglas por encima de los juicios valorativos de lo correcto o incorrecto, rechazando las pretensiones de uniformidad.

    Esta pluralidad de conocimientos frente al mundo, de lenguajes y símbolos, de pautas comportamentales entre sus miembros, sus particulares formas de transmisión, esa inherencia en cada colectividad, pero también en cada individuo respecto su propia subjetividad e imagen de lo que es el mundo, son las características hasta ahora vistas alrededor del concepto de cultura. Aun así, resulta insuficiente para marcar el derrotero sobre cómo abordar los desencuentros suscitados entre culturas. Por ello, se requiere ampliar el margen de investigación en los siguientes aspectos: primero, entrar en los debates sobre el concepto de identidad; segundo, ahondar el hibridismo inherente en cada cultura; tercero, reconocer la construcción social de la realidad; y, por último, reflexionar respecto a las tesis del llamado giro ontológico de la antropología.

    I. IDENTIDAD CULTURAL

    La idea de identidad cultural no está exenta de debate; bien sea dentro de los intereses académicos o de los políticos, esta figura suele cobrar altos significados y contradictores. Por esta razón, se expondrán tanto las tesis que observan la identidad cultural como un factor de reconocimiento y diferenciación de construcción personal y/o colectiva, como aquellas críticas que van desde negar su existencia hasta considerarla un sustento antidemocrático que tiende a exacerbar los discursos conservadores y comunitaristas, y, finalmente, una mirada de su aplicación en el contexto indígena.

    En un primer punto, la identidad cultural suele ser vista como un conjunto de características, puntualmente, aquellas características heredadas o elegidas que, definiéndoles como cierto tipo de personas o grupos, pasan a formar parte integrante del modo en que se comprenden a sí mismos (Parekh, 2005, pp. 13-14). Dicho de otra forma, son los parámetros que permiten considerarse parte de un conjunto culturalmente determinado y de esta forma brindarle sentidos y significados al mundo. Si aunamos esta perspectiva a la concepción filosófica de Campillo, quien considera que todos los seres humanos somos criaturas cosmo-poli-éticas¹, los criterios de identidad cultural devendrían en inherentes a la condición misma de humanidad. Para llegar a esta conclusión, Campillo parte de la idea de que todo ser humano requiere una identidad y, a su vez, necesita de la acogida y el reconocimiento frente a otras criaturas humanas (2018). En otras palabras, necesitamos encontrarnos en la diversidad, identidad en tanto múltiples identidades.

    Profundizando en este tema, existen dos nociones que requieren ser separadas: por un lado, aquellas que consideran que la identidad es una propiedad inherente a todos los seres humanos, por cuanto todo ser humano posee una identidad; y, por otro lado, la identidad en tanto relativa y factor de distinción entre individuos y sociedades. Sobre esta última se ha dicho:

    [...] la identidad no es una propiedad intrínseca del signo o de la persona; lo que da contenido a la identidad serán las propiedades que la distinguen del resto de identidades. La identidad es relativa al tipo de signo que en cada ocasión se trate, y es relativa porque la identidad de cualquier signo o entidad solo se perfila contra el trasfondo de sus diferencias con el resto de signos o entidades de otras sociedades (Sánchez, 2010, pp. 57-58).

    Otro aspecto que se debe tener en cuenta es el papel que la identidad cultural desempeña en la axiología. Al respecto, Páramo (2011) entiende que las identidades culturales sirven en tanto son vistas como fuentes de valor. Es decir, constituyen una especie de baremo axiológico que nos ayuda a la hora de tomar una decisión entre las múltiples opciones de valores, principios y criterios morales. En sus propias palabras, es un diseño que se elige, una guía imaginaria que nos orienta a través del laberinto ético. Lo relevante de la identidad es que nos permite identificar con claridad los elementos que se excluyen y se rechazan (2011, pp. 26-27).

    Frente a su dimensión grupal, se entiende que los individuos eligen una identidad para ser y hacer una voluntad colectiva. Dicha identidad se forjará de la articulación político-ideológica fruto de las interacciones históricas. De llegar a lograrse, se consolida una unidad cultural y social, la cual estará integrada por la multiplicidad de voluntades individuales, todas ellas articuladas en una misma concepción del mundo (Sánchez, 2010). En este sentido, podría considerarse que las identidades se determinan en dos elementos: uno interno, que corresponde a la vida dentro de la comunidad, y otro externo, el cual establece los lineamientos de cómo interactuar por fuera de la comunidad (Stavenhagen, 2010). Pese a que las culturas hacen parte de un proceso de imbricación, y si bien estos elementos (el interno y el externo) se encuentran entrelazados, esto no supone un proceso de jerarquización de lo externo (entendido como lo general, nacional o incluso internacional) sobre lo interno (los sentidos y significados que conforman la cultura local).

    Estas acepciones cobran especial importancia en los asuntos étnicos. Generalmente, las identidades de las poblaciones indígenas son definidas, erróneamente, como herencias inmutables e irrenunciables, sobre la cual el sujeto carece de elección (de la Cadena, 1991). Estas explicaciones se encuentran realmente limitadas, pues operan únicamente bajo los supuestos de una realidad ideológica, que desconoce toda una realidad material, dejando por fuera elementos tan importantes como la realidad económica, la persecución racial y las mismas características de interacción y dinamismo propias de cada cultura (1991). En síntesis, las identidades culturales son dinámicas y sujetas a reflexión.

    En ese sentido, podemos afirmar que la identidad cultural de un sujeto indígena no se reduce a la autoadscripción individual y obligatoria, sino que, por el contrario, se da en contextos históricos, políticos y culturales específicos y cambiantes (Stavenhagen, 2010). Como bien lo decía Parekh, los asuntos de identidades culturales responden a una imbricación de lógicas de poder, en un mundo globalizado, pertenecemos a múltiples grupos y colectividades que ameritan un diálogo constante y real entre ellas (2005). Las poblaciones amerindias no son la excepción².

    Ahora bien, como se había planteado en los inicios del documento, la intención es brindar al lector diversas posturas y teorías que permitan un mejor entendimiento del tema, por ello, a continuación se expondrán las tesis que tienden a contrariar la identidad cultural.

    A. Argumentos contra la identidad cultural o los discursos identitarios

    El exponente principal entre los autores que tienden a construir argumentos contrarios a la identidad cultural es François Jullien, quien entiende la identidad como un discernimiento singular y obligatoriamente subjetivo, sobre la cual es imposible verla de manera colectiva, y por ende, cada relación entre individuo y cultura deviene en un sistema de aprendizaje y adquisición de conocimiento y reflexión, pero nunca de autojustificación (2017).

    La teoría de Jullien se basa en una doble argumentación para demostrar su hipótesis. La primera de ellas parte del individuo, en tanto todo diálogo obliga a cada uno a repensar las propias concepciones para entrar en comunicación, y por ello, a reflejarse (2008, p. 357). La cultura existe solo en tanto culturas diversas, y es en el cruce o diálogo cultural donde se da la reflexión, la cual es un proceso evidentemente individual, que ha de atribuírsele al sujeto y no al colectivo. La segunda parte de su argumentación gira en torno al dinamismo de la cultura, donde es imposible establecer parámetros de identificación con una cultura cuando esta se encuentra en permanente y constante transformación histórica (Jullien, 2017). Esta trasformación y dinamismo de cada cultura la blinda no solo frente a los debates identitarios, sino que, además, la protege de ser objeto de definición y conceptualización³.

    Otra de las críticas, o más bien de los efectos nocivos de los discursos de identidad cultural, es que obliga a realizar una distinción entre los valores que constituyen la inteligibilidad cultural y aquellos que conforman la inteligibilidad nacional y su conjunto de valores. De lo contrario, los Estados-nación terminarían apropiándose del sistema de valores propios de cada cultura que le es inherente, creyéndose portadoras de una tradición inmutable, como de una originalidad irreductible (Jullien, 2008). A esto se le debe sumar que el discurso identitario al extremo ha servido como fuente de insumo de los discursos excluyentes y racistas, propio de muchos gobiernos conservadores, lo cual, en últimas, terminaría favoreciendo en la práctica al principal antagonista de los defensores de la cultura, lo uniforme sobre lo universal.

    El contexto de las diferencias culturales no le es ajeno a este autor, quien invita a abordarlas desde la perspectiva de la distancia, pero nunca desde la diferencia, ya que considerar lo plural de las culturas desde el punto de vista de la distancia las hace aparecer como otras tantas posibilidades abiertas, creativas, de las cuales se puede aprovechar la fecundidad (Jullien, 2008, p. 352), mientras que El punto de vista de la diferencia entre culturas lleva a pensar lo cultural desde la perspectiva de la especificidad, lleva a hacer de la pertenencia cultural un argumento identitario (2008, p. 352).

    Lo primero que se destaca de las obras de Jullien es su marcado individualismo, pues si bien es cierto que aporta elementos de análisis muy importantes, también lo es que el análisis y las críticas a lo comunitario y colectivo no son iguales en Francia o la Unión Europea que en el trasegar histórico de las poblaciones amerindias. Con esto no se pretende caer en el discurso norte-sur, pero sí evidenciar que la elección de lo colectivo también puede ser racional y no debe ser descartada tan fácilmente. Por otro lado, su útil y muy acertada apreciación sobre las diferencias y distancias culturales permite un vital punto de apoyo para la idea de los desencuentros y los conflictos allí identificados.

    B. La identidad cultural indígena como enclave normativo

    Desde lo normativo, la identidad cultural ha sido concebida como un derecho subjetivo, que puede ser definido como la facultad de todo grupo indígena y de sus miembros a formar parte de un determinado patrimonio cultural tangible o intangible y de no ser forzado a pertenecer a uno diferente o a ser asimilado por uno distinto (Rodríguez G. A., 2015, pp. 51-52). Pese a ser considerado un derecho como tal, el discurso jurídico concibe a la identidad cultural desde el vínculo inescindible que sostiene con la diversidad y el pluralismo cultural. La mejor manera de exponerlo es con las palabras de la Declaración Universal de la Unesco sobre la Diversidad Cultural en el 2001:

    Artículo 1. La diversidad cultural, patrimonio común de la humanidad. La cultura adquiere formas diversas a través del tiempo y del espacio. Esta diversidad se manifiesta en la originalidad y la pluralidad de las identidades que caracterizan a los grupos y las sociedades que componen la humanidad. Fuente de intercambios, de innovación y de creatividad, la diversidad cultural es tan necesaria para el género humano como la diversidad biológica para los organismos vivos. En este sentido, constituye el patrimonio común de la humanidad y debe ser reconocida y consolidada en beneficio de las generaciones presentes y futuras [cursivas agregadas].

    Otras fuentes que permiten su fundamentación normativa se encuentran en la Constitución Política de Colombia de 1991[⁴], con un marcado énfasis en sus dimensiones: lingüísticas (art. 10), educativas (art. 68), de igualdad en el proceso creativo de una identidad nacional (art. 70), patrimonialista (art. 72), entre otros. En este orden de ideas, en la Ley 397 de 1997, Ley General de Cultura, se incorporan los derechos de los grupos étnicos y lingüísticos. En síntesis, el ordenamiento jurídico nacional reconoce la otredad y propende a garantizar un trato igualitario en la pluralidad cultural (Saldarriaga, 2018).

    Ahora bien, sin ánimo de desconocer el valioso reconocimiento normativo, lograr la convivencia entre culturas diversas es más complejo y requiere un mayor esfuerzo. En palabras de la Corte Constitucional, la identidad étnica no es simplemente una recuperación del pasado de un grupo, sino también un reto al futuro de la nación⁵, lo cual implica que el Estado no solo debe esmerarse en preservar las diversas culturas que habitan en su territorio, sino también brindar espacios para abordar los retos que implica la interacción con ellas y con sus inherentes cambios. Los desencuentros que surgen de la interacción entre culturas diversas no pueden ser tratados como conflictos identitarios. Los conflictos de identidad pertenecen a la esfera personalísima de la reflexión del individuo, que, atendiendo a la alta imbricación de los escenarios culturales, versan sobre qué identidad se debe escoger, descartar e inclusive crear (Jullien, 2017), lo cual se relaciona mayormente con las personas mestizas.

    La ida del mestizaje, lejos de ser un fiel reflejo de la diversidad y la heterocomposición, se estructuró desde los rígidos parámetros de la pureza y la diferenciación. Craso error, el mestizo no se encuentra atado a la reclamación exclusiva de una identidad otra, pues este puede ostentar y reclamar varias identidades en su vida. Al fin y al cabo, son más las opciones identitarias que brinda la imbricación cultural de las que creemos estamos confinados (de la Cadena, 2006). De cualquier modo, Las identidades étnicas se construyen en interacciones, de acuerdo con atributos que se reconocen y se fijan, conflictivamente, en la relación (1991, p. 9). Quien dentro de un pueblo indígena es considerado mestizo suele ser visto como el indígena por fuera de ese escenario. Estas interacciones entre culturas ameritan un detenimiento especial.

    II. HIBRIDISMO CULTURAL

    Para poder comprender los desencuentros que surgen entre las culturas diversas se precisa estudiar los contextos de interacción entre ellas. En ese escenario, los postulados del hibridismo cultural brindan las herramientas técnicas necesarias para su análisis. Lo primero es comprender lo híbrido; luego, entender su aplicación en los debates culturales. De una manera muy coloquial podemos concebirlo como un organismo o una cosa que procede de un cruce entre razas, especies o subespecies diferentes. Este nuevo resultado se convierte en algo distinto a sus creadores y, por hibridación, el proceso mediante el cual es llevado a cabo. Sobre este punto, Burke, en su obra Hibridismo cultural, señala que todas las culturas están interrelacionadas, ninguna es única, ninguna mantiene su pureza original, todas son híbridas, heterogéneas (2010, p. 102). En este sentido, plantea su investigación partiendo de la transformación y dinamismo propio de cada cultura.

    De igual manera lo plantean Parekh y Jahanbegloo (entre otros autores), al reconocer que toda cultura es internamente plural, y esa pluralidad es vista como el resultado de los constantes diálogos entre tradiciones y estilos de pensamiento. En consecuencia, el mundo que habitamos o, más precisamente, la realidad que construimos existe como resultado de ese cruce de fronteras cuando nos encontramos prestos a la interculturalidad (Jahanbegloo, 2007) y (Parekh, 2005).

    Estos procesos de hibridación le son inherentes a toda cultura y suceden constantemente. No obstante, existen culturas con una mayor o menor predisposición a estos procesos, es decir, unas culturas son más proclives que otras a entablar diálogos con el otro (Burke, 2010). Aquellos momentos en los que suelen llevarse a cabo los procesos de hibridación son inmediatamente posteriores a los encuentros culturales. Una vez ocurren estos encuentros la cultura tiende a estabilizarse, de manera que cuando se produce un nuevo encuentro que da lugar a otra ola de hibridación la cultura híbrida tradicional se defiende intentando evitar la nueva mezcla (2010, p. 113). En otras palabras, después de abrirse a este o estos nuevos elementos, la cultura se protege a sí misma en una faceta de conservación de ese resultado.

    Además, las formas híbridas no devienen de un único proceso, pues la hibridación es un proceso múltiple. Incluso, se puede afirmar que los nuevos procesos sirven para reforzar o descartar híbridos que ya se habían presentado en el pasado (2010, p. 82). Ahora bien, dicho ciclo suele pasar factura o cobrar su ubicación en esta nueva cultura, sobre todo si es tan rápida como la que está teniendo lugar en nuestros días, pues conduce a la pérdida de tradiciones regionales y al desarraigo local (2010, p. 68). De ahí que, como ya se ha mencionado, cada cultura tienda, luego de un proceso de hibridación, a cerrarse ante nuevas fases de cambios.

    Dicha noción permite desproveernos de aquellas tendencias conservadoras a las que nos referíamos en las críticas a los discursos de identidad cultural extrema, que muestran una supuesta pureza

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