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El eco del mar
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Libro electrónico793 páginas11 horas

El eco del mar

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Descubre la fascinante historia de Menorca a través de relatos ambientados en un mundo futurista. Desde las huellas de antiguas civilizaciones hasta un mañana aún por desvelar, este libro te invita a explorar los recovecos del tiempo en la isla. Permite que la protagonista te transporte al ayer para descubrir crónicas perdidas de otras épocas, mientras se sumerge para contemplar las maravillas ocultas del fondo marino menorquín. Se fusionan la historia, el buceo, la vida marina y la especulación futurista para crear una narrativa envolvente. En la encrucijada entre lo conocido y lo que está aún por conocer, luchemos por descubrir aspectos del pasado que se quedaron en el olvido del tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2024
ISBN9788410684737
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    El eco del mar - Daniel Vidal Moya

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Daniel Vidal Moya

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada e ilustraciones: Mariano Saura

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-473-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Prólogo

    El paraíso flotante que es la menor de las Baleares ha sido lugar de innumerables historias contadas y muchas otras por descubrir. Diversos pueblos han pretendido conquistar este pedazo del Mare Nostrum para sus soberbios propósitos, sin darse cuenta de que era Menorca la que los terminaba conquistando.

    En un mundo en el que nuestro afán de exploración nos llevaría a redescubrir nuestro pasado, todos querríamos ser partícipes de las historias reales acalladas por los vencedores y los importantes. Si en vez de fantasear sobre épocas pretéritas pudiéramos vivirlas en nuestras propias carnes, podríamos quizás deshacer todo el entramado de nudos que posee nuestra historia y esto, cambiaría indudablemente todo nuestro presente. ¿O quizás no? Lo que está claro, es que intentando encontrar cada coma en la infinidad de nuestro pasado, nos veríamos absortos en un sinnúmero de inenarrables aventuras.

    En este libro se exploran acontecimientos ocurridos en Menorca en forma de pequeños cuentos, basados en la bibliografía presente y adornados con cierta fantasía e idealización futurista. En muchos cuentos se incluyen especulaciones para rellenar los espacios desconocidos, así que para obtener una idea más acertada de lo que sabemos hasta el momento presente, recomiendo leer la bibliografía recopilada. No se pretende con este libro hacer un estudio histórico, sino explicar sucesos ocurridos de forma sencilla.

    Considero imposible predecir lo que nos va a deparar el mañana, pero me resulta apasionante observar los avances tecnológicos y científicos actuales y aventurarme a sobrevolar el futuro lejano. En base a los ideales actuales, las previsiones y bibliografía del momento —con algunas licencias predictivas de guion—, se ha creado una historia futura para ayudar a explicar lo que creemos conocer del pasado. Una historia en la que nuestra protagonista tendrá la posibilidad de viajar al ayer de una forma peculiar para descubrir las crónicas de otros tiempos y las profundidades del fondo marino de Menorca.

    Al final de los días, todo lo acontecido en esta isla quedará destruido por la naturaleza del paso de los años, pero hasta ese momento, luchemos por descubrir los aspectos pasados que se quedaron en el olvido del tiempo.

    .

    Antes de empezar, me gustaría exponer en estas líneas un tema que se trata a lo largo del libro: el expolio. En ningún caso, la extracción de restos arqueológicos debe ser llevada a cabo, ya que la posición del objeto, la posición del objeto en el estrato y el objeto en sí considerando su entorno pueden dar información muy valiosa a los arqueólogos. Información que se pierde si esa pieza es movida o sustraída.

    Otro de los temas importantes es el buceo. El submarinismo tiene unos riesgos implícitos que se deben tener en cuenta al practicar esta actividad. Por esta razón, es obligatorio tener una titulación de buceo para sumergirse en las profundidades del mar o realizar actividades de iniciación con profesionales del buceo.

    .

    .

    Inmersión en el 1994 (I)

    Aún me quedaban décadas para poder bucear en la fecha de mi nacimiento, por lo que decidí que mi primera inmersión temporal debía ser en el día en el que la persona que me inculcó el amor por el mar y el buceo vio el mundo por primera vez: mi abuelo. Quise conocer cómo era el fondo de Menorca el día en que nació. De alguna forma, hice mío su nacimiento.

    Estando en el presente, nos dirigimos con la embarcación hacia el punto de inmersión. El mar estaba calmado, la brisa marina acariciaba mis mejillas y alguna que otra gota las golpeaba cariñosamente cuando se escapaban de la superficie marina. Todo parecía perfecto para mi primera inmersión en el pasado, pero una sensación incómoda no quería desaparecer de mis entrañas.

    —¡Estoy nerviosa! —exclamé, pretendiendo liberar así la tensión de mi cuerpo.

    —Es normal, las primeras veces siempre tienen ese punto de inquietud, ¡pero todo irá bien! —dijo el guía mientras me abrazaba desde el costado—. De todas formas, ya sabes que para tu primera inmersión va a ser algo tranquilito. Yo te hubiera recomendado bucear en otro sitio con más vida, pero si la señora quiere bucear en Cala Rafalet, ¡Cala Rafalet será!

    —Sí, sí, es una inmersión que me da mucha paz.

    Bucear con alguien con quien tienes confianza o con alguien que te transmite mucha tranquilidad es esencial para tener una primera buena experiencia. Y no es que no tuviera experiencia; había hecho decenas de inmersiones en el presente, pero hacerlo en el pasado supuso un reto mayor del que imaginaba.

    A medida que nos acercamos a la cala, los nervios afloraron de nuevo. La embarcación se paró, los patrones y el guía empezaron a preparar el equipo necesario y los buceadores nos colocamos cada uno en su sitio. Los otros submarinistas aparentaban tranquilidad, por lo que deduje que ya habrían hecho alguna que otra inmersión en el pasado.

    —¡Todo irá bien! —me animó Malena al verme tan callada.

    —¿Seguro que no os importa bucear en Cala Rafalet? —pregunté al grupo.

    —¡Qué va! ¿No sabes la norma no escrita? En su primera inmersión temporal, la persona decide el dónde y el cuándo —contestó Malena guiñándome un ojo.

    Solo hacía cuatro años que la tecnología se había desarrollado con propósitos turísticos, y, aun así, ya había gente que llevaba cientos de inmersiones temporales a sus espaldas. Malena parecía una de esas personas.

    Me senté en mi sitio, me coloqué el equipo que me facilitó el patrón general, cerré los ojos e intenté concentrarme en mi respiración. Me concentré tanto, que dejé de ser consciente de los murmullos de mi alrededor. En un abrir y cerrar de ojos, aparecí en el 1994.

    Me sentí algo mareada durante los cinco primeros segundos, pero se me pasó enseguida. Abrí los ojos, miré a mi alrededor y vi que efectivamente, no estaba en el mismo lugar. Bueno, sí, era el mismo lugar, pero no era el mismo momento. Fue chocante estar en la misma cala y ver que ciertas cosas habían cambiado. La alteración más notable fue observar cómo de golpe y porrazo, las nubes que cubrían parcialmente el cielo se habían desvanecido en un breve chasquido de dedos, dejando paso a un firme color azul que deslumbraba a todo aquel que osara contemplarlo.

    —Vale, vale, que esto va en serio —dije agarrándole fuertemente el brazo izquierdo a Malena, al ser plenamente consciente de dónde (o más bien, cuándo) estaba.

    Malena me cogió la mano para aliviar la tensión de mi cuerpo.

    —¡¿Has visto?! No ha sido para tanto, ¿verdad? —me preguntó el guía al verme tan inquieta.

    —Dejadme unos minutos para acostumbrarme —pedí justo antes de resoplar de nuevo.

    Tuve la sensación típica de nudo en el estómago. Un nudo ficticio provocado por el miedo a lo nuevo. Intenté concentrarme una vez más en mi respiración. Mientras seguía con las inspiraciones y expiraciones, fijé mi vista en el entorno. Volví a mirar al cielo. Seguidamente y con toda la calma del mundo, bajé la vista hasta llegar al acantilado.

    «No parece muy diferente», pensé estando en una inhalación.

    Probablemente, algunas de las rocas que en mis tiempos ya habían caído al agua debido a algún desprendimiento, en aquel momento aún permanecían inmóviles en las paredes del acantilado.

    «O quizás ninguna roca se ha desprendido desde el 1994 hasta el presente», pensé estando en una exhalación.

    En cuanto a la vegetación, me pareció percibir algo distinto, pero la diferencia no debió de ser muy palpable. Me fijé también en la superficie del mar. Teóricamente, el nivel del mar allí era más bajo, pero no fui capaz de ver el cambio. Quizás fue porque en los acantilados rocosos, el aumento del nivel del mar no es tan visible como en las playas. Lo que estaba claro, es que Cala Rafalet seguía igual de hermosa.

    —¿Mejor? —preguntó el guía sonriente.

    —Sí, sí. Nerviosa, pero con ganas —contesté, emitiendo el último suspiro del día.

    —Bien, ¡ya estaba sufriendo por ti! —rio el guía—. Pues nada, ¡vamos al lío!

    Comprobé con el guía que todo el equipo de buceo funcionara correctamente. El patrón cronos —el encargado de controlar el tiempo en el pasado— nos dio el visto bueno y saltamos al agua con el chaleco hinchado. Nerviosa y emocionada por iniciar mi primera inmersión en otros tiempos, le di la señal de OK al guía y entonces, empezó la magia. O eso pensaba.

    Noté que descendía demasiado rápido. Noté incomodidad al sentir presión en mis oídos. Noté que mi aleteo era más patoso de lo habitual. Noté que no podía controlar fácilmente mi equipo. Noté cómo mi respiración se aceleraba. Noté que me faltaba aire.

    «Basta».

    Paré. Compensé mis oídos. Me posé medio estirada sobre el fondo. Bocabajo. Cerré los ojos. Intenté concentrar mi mente en cada inhalación y exhalación para calmar todo mi cuerpo.

    «Al respirar profundamente, oxigenas mejor el cerebro y piensas mejor», pensé.

    Inhalación.

    «Todo está bien. Es como cualquier otra de las inmersiones que has hecho hasta ahora», intenté convencerme.

    Exhalación.

    Al cabo de unos segundos, conseguí tranquilizarme, logrando que aquella primera experiencia no acabara en un completo desastre. Empecé a ser consciente de que era una tontería estar nerviosa y de que el miedo que pudiera tener era infundado. Minutos después, volví a controlar mi flotabilidad como de costumbre.

    «Al fin y al cabo, no deja de ser como cualquier otra inmersión de las que hago en el presente», seguí repitiéndome.

    Al serenarme, me di cuenta de que el guía había estado mirándome durante aquellos dos largos minutos. El guía sabía que estaba agitada, pero también sabía que podía controlar los nervios por mí misma. A partir de aquel instante, pude fijarme más en mi entorno. Entonces, empecé a disfrutar.

    Entramos en la enorme y poco profunda caverna. Allí no vi un gran cambio respecto al presente. Había zonas que aparentaban tener más arena y zonas rocosas donde parecían crecer más algas, pero tampoco podría aseverarlo con rotundidad. Seguí buceando por la oscuridad de la caverna y cuando me giré, me maravillé una vez más al observar el hermoso contraluz procedente de la salida.

    Salimos de la cueva y avanzamos hacia la derecha, donde una lengua de arena nos indicaba el camino a seguir.

    «Así sí», pensé dibujando una gran sonrisa por sentir que todo iba como la seda.

    Disfruté mucho de la inmersión. En determinados momentos, hasta me olvidé de que estaba buceando en el año 1994.

    Ya de vuelta, cruzamos por el mismo paisaje de siempre. Un paisaje repleto de bloques rocosos con mucho juego. Es chocante bucear en un lugar en el que has buceado cinco días atrás y ver determinadas variaciones: la mayoría de grandes rocas seguía en el mismo sitio, pero pude apreciar que, en una zona, faltaba una gran roca que aún no se había desprendido del acantilado. La recuerdo claramente, porque bajo aquella piedra se había formado —o se iba a formar. Esto de las conjugaciones verbales al hablar sobre saltos al pasado es una locura— un pequeño túnel donde normalmente se escondían pequeños meros.

    «Qué mal rollo», pensé mirando hacia superficie y aleteando rápidamente para huir del improbable desprendimiento inminente.

    Me imaginé el ruido que debió de hacer aquella roca al desgarrarse de la pared del acantilado y caer sobre su inamovible destino.

    «Creo que preferiría no verlo», dije alejándome del lugar en cuestión.

    Respecto a las algas que cubrían las rocas, sí, vi una diferencia palpable, pero esos cambios también ocurren entre el verano y el invierno de un mismo año. Por lo que no pude determinar si aquella perceptible diferencia era estacional o debida a estar buceando en el pasado. Lo que sí me pareció chocante fue ver que, siendo verano, no había ningún pez considerado invasor.

    Nos desviamos un poco hacia la derecha, para encontrarnos con una enorme pradera de posidonia que me dejó de piedra. La pradera tenía una extensión mucho mayor y un color verde brillante precioso.

    Nos adentramos en un túnel oscuro por el cual nunca me había metido. Por unos segundos, al haber hecho mío el nacimiento de mi abuelo, observé cómo el haz de luz que llegaba desde el otro extremo del túnel me llamaba a salir y a experimentar el mundo por mí misma. De alguna forma, sentí que era yo quien avanzaba por la oscuridad del vientre materno para salir al bello mundo que me esperaba fuera de la cueva. Me pareció una bonita analogía del nacimiento. ¡Cosas mías! Para mí fue increíble poder tener aquella aventura en el día que mi abuelo divisó el mundo por primera vez.

    Sin apenas darme cuenta, llegamos al punto de inicio. Allí, el guía nos dio la señal para realizar la parada de seguridad, la cual daba prácticamente por finalizada la inmersión.

    Cuando salí del agua, mi cara y gestos de felicidad llenaron de alegría a todo el grupo. Fue increíble poder tener aquella experiencia, pero cuando lo pienso, me entristece saber que mi abuelo no pudo realizar ninguna inmersión temporal. Las hubiera disfrutado tanto…

    Por supuesto, no fue la única inmersión temporal que hice. Vinieron muchas más, pero solamente hay una primera vez y la mía fue extraordinaria.

    Inmersión en el 1756 (II)

    Había buceado mucho en el presente, pero seguía sin tener mucha experiencia en inmersiones temporales. Sinceramente, aquello aún me causaba cierto nerviosismo. Da la impresión de que eso de bucear en el pasado tiene que ser lo mismo que hacerlo en el presente, ¿verdad? El agua sigue siendo agua. Eso pensaba yo, pero la realidad es que la mente juega malas pasadas en esos cambios temporales, por lo que la preparación previa es indispensable. Al menos al principio.

    Nada más salir del pantalán, nos dieron los equipos, me concentré en mi respiración y saltamos al 1756 para vivir una nueva aventura.

    —Allí veis con todo lujo de detalles el castillo de San Antonio, construido por los españoles en el siglo XVII. Nada que ver con los restos que quedan hoy en día, ¿verdad? —dijo el guía mientras observábamos la fortificación desde la bahía de Fornells.

    Saliendo del puerto, viramos a babor para dirigirnos al pequeño entrante que se forma entre el escollo de Tirant y Es Morro Gros. La virada fue bastante abierta para alejarnos del barco de pescadores que parecía estar faenando. Cuando nos acercamos a la costa, pudimos observar desde la superficie la inmensa pradera de posidonia que cubría el fondo marino. La visibilidad era asombrosa.

    «This is Menorca», pensé, admirando el leve bailoteo de las hojas de la posidonia.

    —Mi abuelo me contó que en sus tiempos estaba prohibidísimo tirar el ancla sobre fondos donde hubiera pradera de posidonia, pero mucha gente no lo respetaba. Ahora nos parecería impensable el solo hecho de tirar el ancla sobre cualquier fondo —comenté mientras sentía la desaceleración de nuestra embarcación.

    —Si el ancla no ves, empieza el estrés —rio Jian mirando hacia Aiza en busca de aprobación—. Eso es lo que se suele decir, ¿no? Si se tira el ancla, es porque algo malo ha ocurrido.

    —Hay que entender que en esos tiempos aún no existían sistemas de posicionamiento autónomo para embarcaciones, por lo que el fondeo era algo necesario —dijo el guía justo antes de sentir que la embarcación paraba por completo—. Esto no quiere decir que lo correcto fuera fondear en cualquier lado; según la normativa de la época, era importante no tirar el ancla sobre estas praderas.

    En nuestros días, a nadie se le hubiera ocurrido fondear sobre aquella planta o sobre cualquier otro fondo marino. Con la tecnología del momento, no había necesidad de dañar el lecho. De todas formas, aunque era obligatorio llevar el ancla de seguridad, esta cumplía una función más decorativa que pragmática.

    Iniciamos la inmersión. Los nervios seguían ahí, pero fui capaz de controlarlos mejor. Algunos de los buceadores bajaron por el cabo guía para controlar el descenso, pero yo ya me sentí lo suficientemente cómoda para bajar en caída libre.

    La idea era bucear alrededor del islote de Tirant en sentido antihorario, por lo que era prácticamente obligatorio pasar por un pequeño pero bonito arco. Nada más cruzarlo, apareció una morena completamente expuesta, retorciendo su flexible cuerpo por si tenía que huir ante la presencia de aquellos extraños seres. No fue necesario. Permaneció quieta en todo momento, exhibiendo su cuerpo como quien se tumba en la playa para obtener un bronceado perfecto.

    «Cómo odio esos aparatos…», pensé al mirar a la pareja de buceadores que iba delante de mí.

    Jian y Aiza llevaban uno de esos dispositivos para comunicarse bajo el agua. El sistema de comunicación no se veía a simple vista, por lo que, al observarlos, había dos opciones: o aquellas personas tenían algún tipo de problema o mantenían una intensa y extraña conversación telepática y gestual. Mira que he probado en varias ocasiones ese sistema, pero es algo que detesto. Cuando buceo quiero estar tranquila. El único sonido que quiero escuchar es el de las piedras chocando unas contra otras por la acción de las olas; el de los animales; y —porque no me queda otra—, el ruido de los estridentes barcos cuando buceo en la época de mi abuelo. De todas formas, aquellos dos parecían disfrutar como niños chicos al interactuar con aquel aparatejo.

    «Para gustos…», pensé antes de desviar la mirada hacia los peces que nadaban a mi alrededor.

    Después de pasar sobre una plataforma, llegamos a una caída que descendía sobrepasando los dieciocho metros de profundidad. Gorgonias blancas crecían como pequeños árboles por aquella pared. Nunca había visto tanto coral de aquel tipo, por lo que me quedé unos segundos embelesada, observando la belleza de aquellos animales inmóviles. Al acercarme a la pared, vi que varias especies de nudibranquios poblaban los poco profundos acantilados submarinos. Cuando sé que hay nudibranquios, me vuelvo loca buscándolos, pero el guía parecía tener prisa por enseñarnos algo que no involucraba quedarse observando a los pequeños moluscos.

    Tras sobrepasar una de las curvas de la pared, el guía señaló entusiasmado a la nada. Al voltear la cabeza hacia la derecha, observé el aleteo de una hermosa raya águila de color pardo que se desplazaba pausadamente en la misma dirección que nosotros. El vuelo de estos animales es extremadamente relajante. A pesar de sus lentos movimientos, se propulsaba con una velocidad vertiginosa. Los aspavientos de Jian y Aiza tras ver al animal dieron a entender que dentro de aquellas máscaras los gritos de emoción debían de ser ensordecedores.

    «Suerte que no puedo escucharlos», pensé, volviendo la mirada hacia el animal.

    Hacía rato que los nervios se habían disipado por completo. Aquella energía negativa se había convertido en concentración. Observé con detenimiento todo lo que pudiera encontrar entre las algas, gorgonias y agujeros que habitaban aquel muro natural.

    «Cratena peregrina, Flabellina affinis, otra Cratena por allí, tres Flabellina más abajo. ¡Ah! Ahí hay una Edmundsella pedata, hacía tiempo que no veía una, se parece tanto a la Flabellina…», discurría por mi mente una conversación conmigo misma.

    Me llevé un susto de muerte al notar que alguien me tocaba el brazo derecho. Estaba completamente concentrada en los pequeños nudis, por lo que no me esperaba en absoluto ser interrumpida durante mi momento meditativo. Me giré de golpe para ver cómo mi compañera Naila se reía al ver mi sobresalto. Me llevé la mano al pecho para que supiera el vuelco que me había dado el corazón.

    Naila señaló algo que se encontraba en el límite de nuestra visión. Desde la lejanía, parecía un pez ballesta golpeando la pared una y otra vez sin cesar. El guía me tapaba un poco la visión, por lo que desde aquella perspectiva podría haber sido cualquier cosa. A medida que nos acercamos, me moví un poco hacia un costado para ver el supuesto pez. Entonces, se me encendió la bombilla.

    «Veremos cómo los coraleros recogían el coral con un artefacto de la época», había dicho el guía durante el briefing previo a la inmersión.

    Dos listones de madera de unos cinco metros de longitud colocados en forma de cruz se movían de forma errática bajo el mar. Los extremos de los listones iban golpeando la pared, rompiendo las gorgonias blancas que caían dentro de unas cestas que colgaban de la punta de aquellas barras de madera¹.

    Nos acercamos un poco más para ver mejor el espectáculo. Vi que, en la zona central bajo donde se cruzaban los listones, había una gran piedra de forma cuadrangular que mantenía fijos los trozos de madera con pernos de metal.

    «Aparte de mantenerlo fijo, tiene que servir de lastre, si no, toda esta madera no se hundiría», pensé admirando el artilugio.

    Había un perno central que cruzaba la piedra y los listones de forma ascendente. En su parte superior, el perno tenía una anilla soldada. En la anilla, un cabo atado comunicaba la estructura con la superficie, desde donde los coraleros debían de estar dirigiendo el ataque del artefacto. No me gustó ver cómo se cargaban el coral, pero tengo que reconocer que fue una escena interesante.

    Cuando los coraleros consideraron oportuno, cobraron el cabo y el artilugio empezó a ascender cargado de gorgonias blancas y algún que otro animal.

    «Quizás, algunos de mis queridos nudis están subiendo hacia la muerte», pensé sintiendo lástima por aquellas pequeñas criaturas.

    Cuando el aparato llegó a superficie, el guía nos alentó a acelerar el ritmo para poder dar la vuelta completa al islote.

    Antes de llegar a la zona donde nos esperaba el barco, vi como un pulpo protegía con esmero su guarida. Me acerqué un poco más para contemplarlo mejor y vi que detrás del cefalópodo colgaban racimos de pequeñas uvas blancas protegidos por la madre con fervor. Sus queridos huevos. Intenté avisar al resto del grupo, pero no me vieron. Avanzaban a buen ritmo sin mirar atrás. Eso es lo único bueno que veo de los sistemas de comunicación, si ves algo interesante, se lo puedes decir al resto. Recordé aquella vez en Ticao, Filipinas, cuando me perdí el avistamiento de un gigantesco tiburón ballena por estar mirando un pequeño nudibranquio con rayas verdes y negras. Allí no me hubiera ido mal el dispositivo de comunicación.

    —¡Mirad! Esa nave de ahí es un buque de guerra francés —dijo el patrón cronos cuando estuvimos todos fuera del agua.

    Nos giramos rápidamente para ver cómo la nave aparecía por detrás del islote de Tirant, entrando hacia la bahía de Fornells. El enorme barco de madera de unos 30 metros de eslora tenía tres mástiles. Algunas de las velas seguían izadas, pero pudimos ver cómo los marineros encaramados en las vergas seguían arriando otras a medida que se adentraban en el puerto. Me fijé en que en lo alto del palo mayor ondeaba una larga bandera que debía de representar a su país.

    —Recordad que estamos en el 1756, año en el que los franceses conquistaron la isla. En este momento ya la habían tomado, por eso los veis tan tranquilos. Semanas atrás, la isla era un ir y venir de naves francesas, carruajes y cañones para poder atacar el castillo de San Felipe protegido por el general Blakeney y sus hombres. No me hubiera gustado ser un inglés asediado en el castillo del puerto de Mahón, el bombardeo al que fueron sometidos durante semanas por parte del duque de Richelieu y su ejército fue continuo. Los británicos no se quedaron con los brazos cruzados, claro. De hecho, causaron más bajas que los franceses. Todo terminó cuando los sitiadores lograron entrar en la fortificación. Entonces, se iniciaron los preparativos para la capitulación —dijo el guía haciendo una pausa—. En fin, volvamos a puerto.

    Salimos de la pequeña bahía. Observé que el faro de Cavalleria aún no existía.

    «No sé cómo no me he dado cuenta a la ida», pensé.

    —No mucho tiempo atrás, un galeón naufragó cerca de donde actualmente está el faro de Cavalleria. Digo actualmente, porque como veis, aún no había sido construido —dijo el guía.

    —¿Se puede bajar al galeón? —preguntó Aiza.

    —Algunos pueden, pero está demasiado profundo para nuestro nivel. El galeón se encuentra a 60 metros de profundidad. Una amiga bajó para verlo y me comentó que es impresionante ver aquella nave bajo el mar. Puedes pasar cerca de los cañones que apuntan directamente hacia ti. Me comentó que le pareció escuchar el disparo de uno de ellos. ¡La narcosis! —rio el guía.

    Dejamos atrás a los coraleros que recogían su trofeo y entramos en la bahía para ver cómo la nave de batalla se acercaba al castillo de San Antonio. Por su costado de babor, podían verse los cañones que probablemente habían sido disparados semanas atrás en las inmediaciones del castillo de San Felipe.

    —Solo estuvieron en Menorca 7 años —dijo el guía—. En el 1763, se firmó el Tratado de París que daba fin a los conflictos entre Inglaterra y Francia durante la guerra de los Siete Años. Según este tratado, los galos debían devolver la isla a los ingleses, iniciándose así la segunda dominación británica de Menorca. La de los franceses no fue la dominación más larga del mundo, pero hicieron sus cositas. Entre otras cosas, mejoraron la administración y la educación de la isla, y reacondicionaron los caminos de la costa para poder protegerla mejor. Pero quienes más deberían agradecer esta dominación son los santlluissers. Los franceses fundaron el municipio de San Luis por esta época.

    —En esos 7 años tuvieron tiempo de saborear la esencia de la isla —dijo el patrón cronos—. Tanto la saborearon, ¡que se llevaron hasta la receta del aioli bo! Vaya, la mahonesa de toda la vida. Dicen que Richelieu entró en una casa de comidas donde tenían poca cosa y que para alegrar un aburrido plato le trajeron esta deliciosa salsa. Una vez de vuelta a su país, empezaron a expandir la receta por Francia y Europa; y ahora todo el mundo se chupa los dedos con este aderezo.

    —¡Qué hambre me está entrando! Volvamos ya de una vez —rio el guía.

    Al volver al presente, me puse a pensar en la posidonia y en nuestra sociedad. Con la cantidad de cosas que habíamos visto, ¡y a mí me venía a la mente aquella pradera! Estaba claro que como civilización habíamos progresado mucho para tener un equilibrio con el medioambiente. La tecnología había avanzado a pasos agigantados para contribuir en la preservación de nuestro entorno y mejorar los daños ocasionados en el pasado, pero también me parecía que estos avances nos habían alejado un poco de la naturaleza. No porque no nos importara —el consenso por conservarla era generalizado—, sino más bien por haber perdido el interés en conocerla. Las realidades alternativas parecían ser el foco principal de gran parte de la sociedad y muchas de ellas, nada tenían que ver con nuestra realidad. Mucha gente metida en diversos metaversos, pareciendo no querer ver el hermoso mundo que había ahí afuera.

    Inmersión en el 1929 (III)

    Después de varias inmersiones temporales tranquilas, me vi con ganas de ir un poco más allá.

    El grupo se había preparado para bucear en el que en nuestros tiempos probablemente era el pecio en peores condiciones de Menorca. Había buceado unas cuantas veces en aquel barco hundido de unos 110 metros de eslora, por lo que había visto con mis propios ojos su maltrecho estado. Algunas pocas cuadernas de metal aún se mantenían en pie, pero el resto no era más que un amasijo de hierros irreconocible. Su despiece y el paso de los años era más que evidente en nuestros días, por lo que la idea de visitarlo unas semanas después de su hundimiento nos tenía a todos muy emocionados.

    El trayecto desde Cala Galdana hasta la zona de Es Talaier se hizo muy corto, en parte gracias a la compañía de los otros buceadores.

    Cuando los patrones tuvieron claro dónde estaba el pecio gracias al uso del GPS, la guía tiró el cabo de descenso para empezar la inmersión cerca del barco sumergido. Al reconfirmar su localización, nos equipamos.

    Inmediatamente después de haber comprobado que nuestro equipo funcionaba correctamente, el patrón general —quien se quedó en nuestro presente— nos dio el visto bueno y saltamos al 1929.

    El cielo estaba algo nublado en el pasado, pero las condiciones eran aceptables para el buceo.

    —Todos habéis buceado al menos una vez en el Malakoff, pero quizás no conozcáis completamente su historia. Hoy vamos a bucear dos semanas después del 2 de enero del 1929. El día de su hundimiento —afirmó con entusiasmo la guía.

    —¿Por qué no podemos bucear el mismo día o un día después del naufragio? —preguntó Aanisa.

    —No buceamos el mismo día porque consideramos que es peligroso. Se hundió por la noche y en condiciones meteorológicas que no son seguras. Tampoco lo hacemos unos días después porque el mar tardó varios días en calmarse. Además, toda la arena en suspensión provocada por el hundimiento y el mal tiempo tardó algunos días en volver a su sitio, por lo que la visibilidad no era muy buena —contestó la guía.

    —¿Cómo se hundió? —preguntó Mati.

    —La noche del siniestro, el barco de vapor francés navegaba por la costa sur con un temporal y una niebla que dificultaban la visión y la maniobrabilidad. Al ver el faro de la isla del Aire, cambiaron rumbo para pasar a 10 millas del cabo de Artrutx y cruzar así por el Canal de Menorca. Probablemente, debido a un error humano al malinterpretar las cartas náuticas y/o al coger un rumbo que no era, combinado con las malas condiciones meteorológicas, se dirigieron en la oscura y furiosa noche hacia el escollo des Governador, cerca de la playa de Es Talaier —señaló hacia el lugar del siniestro— y chocaron fuertemente con el saliente. Al darse cuenta del error, dieron marcha atrás. El carguero se desplazó unos 500 metros hacia el sur, la popa se empezó a levantar al quedar la proa bajo el agua y el barco se hundió rápidamente cayendo sobre un fondo de arena a unos 37-39 metros de profundidad, depende de la época en la que bucees, pero eso ya lo sabéis.

    —¿Murió alguien aquella noche? —preguntó Carlos, seguramente el buceador más novato de entre todos los allí presentes.

    —Desgraciadamente, sí. Alrededor de 30 personas fallecieron en aquella tragedia.

    —¿Cómo que alrededor de 30? —preguntó extrañado y apenado.

    —En el barco había 35 tripulantes y 2 pasajeras: la esposa del capitán y la del primer maquinista. Hubo 6 supervivientes que consiguieron escapar en un bote y llegar al faro de Artrutx donde los torreros les ayudaron; y otros 3 que fueron rescatados 6 días después al sur de la isla del Aire. Estos últimos pudieron subirse a un velero de 12 metros que el Malakoff transportaba y que había quedado a la deriva. La cuestión es que uno de estos 3 supervivientes, declaró que una cuarta persona llamada Mengue se hallaba con ellos antes de que los encontraran, pero que se cayó del velero y se hundió. En su declaración habló de que Mengue era malgache, una persona procedente de Madagascar. En los registros de la tripulación y pasajeros no había nadie con este nombre, por lo que aún seguimos sin saber ni quién era, ni si había más malgaches en el Malakoff. De ahí que dijera que «alrededor» de 30 personas fallecieron.

    Nos quedamos todos a cuadros.

    —Dicho todo esto, por favor, buceemos con respeto y por supuesto, no toquemos nada de lo que veamos ahí abajo —manifestó la guía.

    Había buceado varias veces en el Malakoff, pero nunca me había parado a pensar en el cuándo ni en el cómo aquella mole de metal se había hundido. Gran fallo. Es realmente interesante conocer la historia del lugar al que se va a bucear ¡y más si es un barco hundido! Incluso con la explicación de la guía, había muchos aspectos del naufragio que seguía sin conocer.

    —¿De dónde venía y adónde se dirigía? —pregunté.

    —Eso es algo que aún no tengo del todo claro. Tengo que coger a alguien del Instituto de Investigación Histórica de Menorca y que me lo explique bien, porque he oído versiones muy dispares. Algunas dicen que venía de un puerto belga y que se dirigía a Madagascar y a la isla de la Reunión; otra que procedía de estas islas africanas, que había cruzado el canal de Suez y que había parado en Argel antes de llegar a Marsella; y otra que venía de las colonias de las Antillas, Guadalupe y Martinica. Sabiendo que en el Malakoff había al menos un malgache, parece razonable pensar que venía de Madagascar, pero quién sabe. Lo que está claro, es que viniera de donde viniera, el 1 de enero del 1929, el Malakoff zarpó de Argel rumbo a Marsella —sentenció la guía.

    Terminadas las presentaciones del barco, el patrón cronos dio el visto bueno. Comprobamos nuestros equipos de buceo y nos lanzamos al agua.

    Mientras descendíamos por el cabo guía, recordé las palabras que la divemaster había pronunciado durante el briefing:

    «Alrededor de 30 personas murieron durante este naufragio». Me dieron escalofríos al pensarlo.

    La temperatura del agua era bastante baja. 14,5 ºC era lo que marcaba mi ordenador de buceo. Contrastaba bastante con mi temperatura corporal: 36,1 ºC. Seguramente, por la emoción, el nerviosismo y el traje seco que llevaba, no la noté especialmente fría.

    El cabo guía no llegó al fondo. Estábamos a unos 10 metros de distancia de la amura de babor del Malakoff. La visibilidad no era estupenda, pero era suficientemente buena como para ver parte de la proa destrozada por el impacto contra el escollo. La proa se elevaba más metros sobre el fondo de lo que estaba acostumbrada.

    «No hará falta bucear tan profundo como en nuestros días», pensé, soltando el cabo para acercarme al Malakoff.

    Las letras OFF, se hicieron cada vez más visibles en la amura de babor a medida que nos acercábamos al barco. Indicando que, efectivamente, aquel carguero estaba apagado o fuera de servicio. El resto de las letras: MALAK, debieron de quedar aplastadas tras la colisión².

    Sobre la cubierta, donde normalmente suele haber un banco de espetones, algún pez ballesta moviéndose de un lado a otro y grandes dentones, apenas había señales de vida. Solamente unas pocas algas habían empezado a crecer tímidamente sobre algunas partes del casco y sobre las piezas metálicas de la cubierta.

    Avanzando hacia popa, nos encontramos la bodega número uno. Me quedé pasmada al encender la linterna y observar que en el costado de estribor había tres bañeras, multitud de lavabos y varios inodoros. Entre estos restos, había tazas y platos rotos esparcidos por el suelo. Le seguían miles de planchas de cristal muy bien estibadas. Avanzando hacia el costado de babor, la linterna me reveló la existencia de unos largos tubos de hierro, sifones de desagüe, planchas de cristal, más bañeras que en el costado de estribor, barriles, inodoros y lavabos.

    «Qué barbaridad», pensé.

    Dejé atrás la bodega número uno para encontrarme que el palo de proa y los cabos sujetos a este habían tumbado hacia estribor, cayendo una parte de esta estructura más allá de nuestra vista hacia el fondo arenoso³. Siguiendo unos metros más, llegamos a la bodega número dos. Esta zona se encontraba algo deformada, seguramente por el impacto tras la caída. Al asomarnos a la bodega, pude ver que había fardos que contenían un producto desconocido, viguetas de hierro, otras estructuras del mismo material y sacos de cemento. Los causantes de tan rápido hundimiento junto con la entrada masiva de agua.

    «Desgraciadamente, la mayoría de la tripulación falleció en esa tragedia…», volvieron a aparecer en mi mente las palabras de la guía.

    Al llegar al puente de mando, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al ver una sombra en su interior a través de las ventanas. El corazón me iba a mil y mi respiración empezó a acelerarse. Miré rápidamente a Aanisa, mi compañera, quien también parecía algo conmocionada. De golpe, la sombra salió disparada y el corazón nos dio un vuelco a las dos. Inmediatamente después de soltar un grito, nos dimos cuenta de que solamente era un curioso mero que huía despavorido por nuestra presencia.

    «¡Qué susto y qué alivio! No sé qué hubiera hecho si me hubiera encontrado el cuerpo de uno de los accidentados…», pensé mientras mantenía mi mano en el pecho.

    Quitando el sobresalto, me resultó apasionante estar buceando en aquel pecio tan distinto. Incluso llegué a dudar de que realmente estuviéramos en el Malakoff.

    Rodeamos el puente de mando por el pasillo de babor, asomándonos por las ventanas para ver sillas, libros y otros objetos tirados por el suelo. Las dos puertas de acceso de este costado se encontraban cerradas. Seguidamente, ascendimos un poco para ver la gran chimenea. En su base, se podían ver algunos manguerotes que en tiempos mejores sirvieron de ventilación al interior del barco. Al lado, había un espacio que parecía haber servido de sujeción para los botes de salvamento. Al ascender para ver el agujero de la chimenea, vi cómo un pequeño banco de peces de color naranja se resguardaba en el interior del cilindro metálico por donde en el pasado debía de subir un horrible humo negro.

    «Definitivamente, nos ha mentido. Esto no puede ser el Malakoff», pensé al observar parte del pecio de más de 100 metros de eslora desde allí arriba.

    No pudimos avanzar más. Al tener tantas zonas que visitar, tardamos mucho en recorrer aquella parte de la cubierta y sus intimidades. Por lo que cuando fue hora de volver, aún nos quedaba por visitar toda la parte trasera del barco.

    Descendimos de nuevo hacia el puente de mando, nadamos por el pasillo de estribor examinando su interior desde otra perspectiva a través de las ventanas, me asomé a una de las puertas entreabiertas para ver los mandos del barco y seguidamente, nos tiramos por la borda.

    «¡Hombre al agua!», pensé al dejarme caer unos metros por el costado de estribor.

    La perspectiva desde el lateral fue espectacular. La estructura metálica maciza continuando hacia proa, la altura que había desde la cubierta hasta el fondo arenoso y la parte del palo que había visto antes prácticamente tocando la arena, corroboraron falsamente la idea que tenía de que aquello no era el Malakoff.

    Ascendimos hacia la cubierta para sobrepasar las bodegas y la parte del palo que aún no quería caer, e iniciamos el lento ascenso hacia nuestro medio.

    Al llegar a superficie, una leve niebla nos recibió por sorpresa. Me giré para darme cuenta de que aquel fenómeno de la naturaleza nos impedía divisar la costa menorquina. Todos nos estremecimos al pensar que el carguero francés se hundió rápidamente entre una niebla como aquella. Subimos rápidamente al barco y volvimos a nuestro presente para dejar atrás aquella extraña sensación.

    Volvió a reinar la calma y el patrón general puso rumbo de vuelta a Cala Galdana mientras comentábamos lo increíble que había sido ver el Malakoff con toda su estructura.

    Me quedé con las ganas de seguir hacia popa, pero fue la excusa perfecta para volver. Quería saltar en otros momentos para ver cómo los organismos seguían proliferando por toda la nave y cómo el mercante se iba degradando hasta convertirse en un pecio completamente distinto.

    Inmersión en el 1835 (IV)

    Decidimos adentrarnos en las aguas menorquinas del siglo XIX para ver algunos de los animales que fueron perseguidos y diezmados a lo largo del siglo XX y XXI. No estábamos acostumbrados a ver aquellas especies, por lo que prometía ser una inmersión extraordinaria.

    La isla del Aire estaba cada vez más cerca. Fue muy extraño no ver el faro sobresaliendo por encima de la isla, según me dijeron, se construyó veinte años más tarde. Al acercarnos al escollo des Cagaires, la embarcación paró. Sobre el escollo: uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco cormoranes calentaban su plumaje bajo el ardiente sol. En superficie, otros dos nadaban de un lado a otro hasta desaparecer tras zambullirse hacia aguas profundas. La asombrosa visibilidad permitía ver la plataforma rocosa hacia la cual se dirigían aquellas aves.

    Definitivamente, el 1835 se antojaba distinto. En las últimas inmersiones aún me había sentido algo nerviosa, pero aquel día y aquel ambiente, me transmitieron una tranquilidad que me quitó todas las inquietudes. Se preveía una buena inmersión.

    —¡Mirad! —exclamó Rosa señalando hacia el noreste.

    Al estar tan pendiente de la isla del Aire, no me fijé en el barco de dimensiones considerables que se dirigía hacia el sur. Debía de encontrarse a la altura de s’Algar, pero navegaba a cierta distancia de la costa.

    —Sea cual sea su destino, con el poco viento que sopla tardará algunos días en llegar —dijo Alan.

    —Probablemente sea uno de los barcos que desde el 1830 al 1850 transportaron emigrantes menorquines hasta la costa argelina —expuso Marcos, investigador del Museo de Menorca y buceador experimentado—. Prácticamente un tercio de la población menorquina se fue para Argelia en busca de una vida mejor.

    —Así es —dijo la guía.

    —¿Por qué Argelia? —pregunté.

    —El crecimiento experimentado en décadas anteriores durante la dominación británica se vio mermado al volver a manos españolas. La abolición de los fueros y más adelante, la prohibición del comercio del grano con el exterior hizo que muchas familias de Menorca se quedaran sin trabajo y sin futuro. El excedente demográfico hizo que no todas las familias pudieran volver a trabajar en el campo menorquín, que, por cierto, era de unos pocos propietarios. Por lo que entre eso y que durante aquellos años hubo sequías y malas cosechas, lo de emigrar debió de parecer la única opción viable. La posibilidad de conseguir algunas parcelas para prosperar en Argelia ante la llamada de Francia para ocupar estas tierras, la exención del servicio militar y la constante presencia francesa en la isla por tener un hospital y servir de base de avituallamiento en su camino a la conquista de Argelia, movió a los menorquines a abandonar el reinado de Isabel II —concluyó Marcos mientras empezaba a equiparse.

    —A estos emigrantes que marcharon de Menorca se les conocía como maonesos. Había personas procedentes de todos los pueblos de la isla, pero así los llamaban. Incluso hubo algunos maonesos que fundaron un pueblo llamado Fort de l’Eau —dijo la guía.

    —Es curioso pensar, y ahora ver, que las migraciones han sido parte inherente del ser humano desde antiguo —expuso Rosa.

    —Pues este mismo año, Darwin llegó a las Galápagos. Aquella expedición le llevaría a escribir El origen de las especies —dijo Nasir sin venir mucho a cuento—. Quizás el barco era parecido a este.

    —Unos viajando por necesidad de vivir y otros por necesidad de conocer —dije, queriendo hilar de alguna forma el comentario de Nasir para que no cayera en saco roto.

    —El Beagle fue a muchos otros sitios aparte de las Galápagos. Salieron de Inglaterra, cruzaron el Atlántico hacia la Patagonia, subió hasta las Galápagos, cruzaron el Pacífico hacia Nueva Zelanda, Australia, sur de África y poco a poco navegaron por el Atlántico hasta volver a Inglaterra. Todo esto en unos 5 años —dijo la guía.

    —Un paseíto —comentó Alan terminando de ponerse su equipo de buceo.

    —Bueno, ¿estáis listos? —preguntó la guía—. Comprobad que funciona todo bien, ¡y al agua!

    Los equipos de buceo que llevamos aquel día eran de circuito cerrado, también conocidos como rebreathers. Personalmente, me gustaba bastante llevar un equipo de circuito abierto que soltara burbujas. Lo encontraba muy relajante, pero mucho antes de que yo naciera se prohibieron las inmersiones en cavernas y cuevas con estos equipos. Solamente podíamos disfrutar de las burbujas en inmersiones abiertas y aun así, su utilización no era común. De todas formas, entendía la razón de su desuso: las burbujas que soltamos acaban chocando con el techo de las cavernas y destrozan la vida allí presente; la acumulación de estas burbujas en la techumbre forma una cámara de aire que impide la respiración de algunas especies sésiles; el ruido de la exhalación perturba a los organismos del entorno acuático y los aleja ante nuestra presencia. Además, el equipo de circuito cerrado tiene otras ventajas: evita la deshidratación, se reaprovecha el oxígeno exhalado, más tiempo de fondo, menos riesgos… Era consciente de todas sus ventajas, pero a mí me seguía gustando escuchar las burbujas al bucear.

    Al lanzarme al mar, las frías aguas de inicios de junio recorrieron las partes expuestas de mi cuerpo. Cuando las mejillas recibieron la señal de frío, activaron mi reflejo de inmersión mamífero. Se hizo palpable al observar mi ordenador de buceo: las pulsaciones por minuto bajaron de 68 a 58 en cuestión de segundos.

    Ya bajo el agua, pasamos un par de minutos en la plataforma para que los buceadores se ajustaran sus equipos. Allí, dos preciosas rayas de color morado permanecían quietas entre unas rocas. Dejamos atrás a aquellos animales con aguijón y nos dejamos caer sobre la zona de arena que estaba a unos 18 metros de profundidad. Allí, un enorme banco de castañuelas cubría de negro el paisaje submarino.

    «Las bandadas de pájaros del mar», pensé mientras caía hacia el fondo arenoso.

    Avanzando en dirección a la entrada de la caverna, me acerqué a la pradera de posidonia para encontrar entre sus hojas tres enormes nacras: dos de ellas del tamaño de un balón de rugby y otra mucho más grande. La madre de todas las nacras. Si hubiera podido ponerme de pie al lado de aquel enorme mejillón, me hubiera llegado prácticamente a la cadera. Enorme. Asombrosa. Debió de notar mi presencia, porque cerró bruscamente sus valvas impidiéndome ver su interior. Las otras dos fueron más amables. Quizás no habían vivido tanto para asustarse ante un posible peligro.

    En las inmersiones del presente, de vez en cuando se podía ver alguna que otra nacra, pero ninguna comparable a aquella monstruosidad. Mi abuelo me contó que, en el otoño del 2016, un parásito acabó con la mayoría de las nacras del Mediterráneo occidental en cuestión de pocos meses. Esa mortandad se extendió hacia el Mediterráneo oriental. Me dijo que lo normal era encontrarse nacras muertas o moribundas.

    «Debió de ser bastante triste estar presente durante ese declive», pensé.

    Entramos en la grandiosa caverna de Cagaires con las linternas encendidas. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudimos ver la luz entrando por las distintas aberturas de la cueva. Antes de avanzar por el ancho túnel, me di la vuelta, colocándome como si estuviera sentada en un sillón reclinable. Nada más girarme, vi cómo uno de los cormoranes que habíamos visto en superficie descendía velozmente para capturar a uno de los peces que por allí pululaban. Estuvo algunos segundos bajo el agua intentando darle caza en una especie de danza poco fructífera. En algún punto del baile, su cerebro le debió de recordar que necesitaba coger aire, por lo que finalmente ascendió sin su almuerzo.

    Volviendo a la posición de buceo, fijé la vista hacia el suelo. En concreto, hacia mis queridos nudis. Pude ver que en el 1835 había la misma cantidad de estas diminutas obras de la naturaleza que estamos tan acostumbrados a ver en el presente.

    Seguimos por el nivel inferior de la caverna, buscando en el interior de los múltiples agujeros la presencia de alguna morena o algún congrio. No hubo suerte.

    Salimos del gran túnel, viramos hacia la derecha siguiendo la pared y ascendimos unos metros hasta llegar a una zona de arena que había visto en decenas de ocasiones.

    La guía nos marcó una señal para que nos arrodilláramos sobre la arena. Emocionados, seguimos su recomendación. Se alejó un poco y se arrodilló encarada a nosotros. Empezó a señalar con el dedo la presencia de un animal semienterrado en la arena con cuidado de no molestarlo. El procedimiento de la guía me recordó mucho a las inmersiones que realicé años atrás en las Islas Canarias. Aun habiéndolo explicado en el briefing, ¡no me podía creer que estuviera viendo un angelote en Menorca! Esta especie de tiburón transmite una tranquilidad absoluta. A pesar de estar medio enterrado, vi la silueta y parte del mosaico que tienen dibujado estos tiburones en toda su parte dorsal. Siempre me han fascinado estos dibujos. Aquel individuo se quedó inmóvil sobre el lecho durante el rato que estuvimos contemplándolo.

    «Estaría bien verlo moverse», pensé viendo que el angelote no dejaba de observarnos.

    Por lo visto no fuimos merecedores de verlo en movimiento. Admirar el lento pero ágil aleteo del angelote no fue posible aquel día.

    «Ojalá estos ángeles se vieran por nuestras aguas presentes», pensé.

    Después de un par de minutos arrodillados en las inmediaciones del tiburón, la guía nos animó a continuar. Es difícil dejar atrás a esta maravilla de la naturaleza.

    «Parece mentira que aún haya gente que les tenga miedo a los tiburones…», pensé al darle la espalda al angelote.

    Al reanudar la marcha, la guía se desvío un poco de la ruta habitual, alejándonos de la costa.

    «Creo que sois muy afortunados por poder observar todo lo que vais a ver hoy. Cuando buceamos aquí por primera vez y aparecieron los distintos animales que vamos a ver, yo no me lo creía», recordé las certeras palabras de la guía.

    Repentinamente, sin apenas descanso para rememorar aquella parte del briefing, una sombra se acercó hacia nosotros. Gracias a la espléndida visibilidad, pudimos ver desde bastante distancia… ¡que se trataba de una tintorera! El tiburón azulado se acercó hacia nosotros a toda velocidad. Ninguno de los buceadores se movió ni un centímetro, no queríamos perdernos ningún movimiento de aquel animal de unos dos metros y medio. Sin apenas esfuerzo, la tintorera nos esquivó, rodeándonos a cierta distancia y examinándonos con sus llamativos ojos negros. Una vez superado el obstáculo que suponíamos para el escualo, volvió sobre la línea inicial que seguía antes de que lo interrumpiéramos y se alejó con la misma celeridad con la que había llegado.

    «¡Espectacular! La guinda del pastel», pensé al mirar los gestos de felicidad de todos los buceadores.

    Después de perder de vista a la tintorera, dimos la vuelta para volver a entrar en la caverna por la parte superior. En aquel instante, empecé a tener algo de frío, así que se lo hice saber a la guía. No entendí por qué no me dieron un traje más grueso. Aun así, el frío valió la pena.

    Al llegar a superficie y no ver el faro, recordé que estábamos en el 1835. El barco cargado de emigrantes ya no se veía por ninguna parte. Ya iban camino a Argelia para buscar una vida mejor. Nosotros desaparecimos del 1835 para volver a nuestro tiempo.

    —¡Qué pasada! Cagaires siempre sorprende —dije justo antes de emprender la marcha hacia puerto.

    —Nunca te puedes cansar de esta inmersión —dijo la guía.

    Mientras volvíamos, pensé en lo increíble que había sido ver tiburones en nuestras aguas. De normal no es fácil verlos, por lo que tener la oportunidad de ir al pasado para bucear con ellos fue algo mágico. Por otro lado, si la pesca no hubiera acabado con una gran parte de los escualos, quizás la probabilidad de verlos en nuestros días sería mayor…

    —Qué lástima que no podamos ver tantos tiburones en la actualidad. No entiendo cómo los pescadores fueron capaces de cargarse a esos animales —dijo Nasir leyéndome la mente.

    —Solemos juzgar a las personas de épocas pasadas como arcaicas desde nuestra perspectiva de futuro y eso es un error. Probablemente, si alguno de nosotros hubiera nacido en esa época y en ese entorno, lo hubiera visto como algo normal —dijo Alan.

    —No me parece razón suficiente para defender la matanza de tantos animales… —contestó Rosa.

    —No, si yo no lo estoy defendiendo, solamente digo que es difícil juzgarlo desde nuestra perspectiva. La gente del siglo XX probablemente creía que el mar era fuente inagotable de alimento y no veían esa pesca como algo malo. Otro cantar son las personas de principios del siglo XXI, mucho más implicadas en la conservación. Eran conocedores del daño que provocaba la pesca masiva en los ecosistemas, y, aun así, seguían consumiendo pescado salvaje de forma exagerada —dijo Alan.

    —Y en concreto, ya que hablábamos de tiburones, a muchas personas, quizás incluso a nuestros abuelos, les parecía una abominación que en el siglo anterior se pescaran tantos escualos, pero después no se daban cuenta de que el cazón o el marrajo que les servían en los restaurantes eran precisamente tiburones. Es muy fácil caer en la hipocresía, de hecho, creo que todos caemos en ella. Lo importante es darse cuenta de ello e intentar cambiar la actitud al respecto. Vaya, eso creo yo, tampoco vengo aquí a dar cátedra a nadie —rio la guía.

    Me quedé con aquellas palabras resonando en mi mente, intentando encontrar de qué forma mis actitudes diarias podían dañar de alguna forma al medio ambiente. No fue tarea fácil.

    Inmersión en el 1943 (V)

    Los buceadores llegamos al centro de buceo más pronto de lo habitual. Anuar iba a realizar su primera inmersión temporal, por lo que debían explicarle todo lo que debía saber. El novel tenía que elegir un lugar y un momento tranquilo para bucear. Decidió saltar al año 1943 por ser amante de las historias de la Segunda Guerra Mundial.

    —Vale, pero el momento exacto lo vamos a elegir nosotros —le dijo el guía.

    —Trato hecho —contestó Anuar emocionado.

    Salimos del puerto de Mahón hacia un punto no muy alejado de su salida.

    —¿Es posible bucear en el día de la caída del Junker Ju 88? —preguntó Manuel, otro novatillo en esto de las inmersiones temporales.

    El guía miró de reojo al patrón cronos.

    —Ese pecio solo lo puede hacer gente experimentada —dijo el guía—. Además, no está permitido bucear en ese momento concreto.

    El guía fue a decir algo más, pero se contuvo.

    Ya en el pasado, nos equipamos y nos tiramos al agua. La inmersión estuvo bastante bien. No fue de mis preferidas, pero hay que reconocer que fue entretenida. Era la primera inmersión de Anuar y había que respetar su decisión.

    Nada más salir del mar, volvimos al presente. Mientras navegábamos lentamente por el puerto de Mahón, Manuel insistió.

    —¿Has buceado alguna vez en el día del hundimiento del Junker?

    —Mmm… —murmuró el guía mirando de nuevo al patrón cronos.

    —¡Venga!, ¡que te veo con ganas de explicárnoslo! Nosotros no vamos a decir nada, ¿verdad? —dijo Manuel mirando al resto del grupo.

    —¡Labios sellados! —dijo Anuar recorriendo sus labios con el índice y el pulgar de su mano biónica.

    Después de varias insistencias más, se vino de acuerdo.

    —No se lo podéis decir a nadie.

    Aceptamos. Aunque todo el mundo sabe que a las palabras se las lleva el viento.

    «Si fuera tan importante mantenerlo en secreto, no nos lo contaría», pensé.

    Después de hacerse de rogar unos segundos más, se envalentonó.

    —Es cierto que ahora mismo no tenéis suficiente experiencia como para descender al Junker, pero si la tuvierais tampoco bajaríamos en el día de su caída.

    Se rascó la cabeza, dio un suspiro, miró al patrón cronos esperando su permiso para continuar y cuando este asintió con la cabeza, reinició el monólogo.

    —Aparte de las inmersiones que hacemos con vosotros, cooperamos con varios centros de investigación científica e histórica. No nos gusta explicar esto porque el centro de investigación en cuestión no lo vería con buenos ojos…, pero bueno, no soy yo el malo de la historia. Uno de estos investigadores nos coaccionó para que lo lleváramos a ver el Junker cuando aún no teníamos asignado un punto cien por cien fiable desde donde poder verlo sin que hubiera riesgo para nosotros. De por sí, ya es bastante arriesgado bajar en ese momento, pero lo es aún más cuando consideras que no se están siguiendo todos los parámetros de seguridad. Aun así, bajo las amenazas de esa persona, no tuvimos más remedio que acceder. No nos quiso decir por qué tanta insistencia en bajar ese día. Vete a saber quién lo amenazaba a él para hacerlo y por qué razón… —dijo el guía.

    —Teníamos una idea bastante clara de dónde debíamos colocarnos. Incluso teníamos apuntados en el GPS cuántico los mejores puntos de fondeo (los GPS convencionales no funcionan al no haber satélites en ese pasado). Habíamos saltado en varias ocasiones para ver su trayectoria de impacto, pero nunca nos habíamos tirado al agua para confirmar posición —dijo el patrón cronos.

    —¿Has dicho puntos de fondeo? Pensaba que no estaba permitido tirar el ancla —dijo Manuel.

    —Ya, bueno, muchas cosas se hicieron mal aquel día… —dijo el guía resignado.

    — El Ju-88 se dirigía hacia la isla de Cerdeña después de haber bombardeado varios puntos de Argelia. Recordad que estábamos en plena Segunda Guerra Mundial —dijo el patrón cronos—. Sufrió una avería en un motor mientras se dirigía a su destino,

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