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Muñeca de caramelo
Muñeca de caramelo
Muñeca de caramelo
Libro electrónico203 páginas2 horas

Muñeca de caramelo

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Laura está muerta, nadie sabe por qué, ni siquiera si realmente sucedió.
Muñeca de caramelo es una novela de suspense que nos sumerge en un intrigante crimen de índole sexual.

Jeremías Lombroso, un brillante egresado de Filosofía, se ve arrastrado a investigar lo que parece ser una muerte accidental por sobredosis. Sin embargo, cuando recibe un misterioso manuscrito titulado Muñeca de caramelo, su mundo se transforma por completo. A medida que se adentra en la historia de fantasía del manuscrito, Jeremías descubre una oscura red de trata de menores, lo que le hace cuestionar su propia realidad, enfrentándose a un sistema corrupto que trata de sabotear su progreso. Sin embargo, para tener éxito, Jeremías se verá obligado a confrontar su propia moralidad y enfrentarse no sólo al crimen organizado, sino a su propia existencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 abr 2024
ISBN9788410004818
Muñeca de caramelo
Autor

Rodrigo González Gutiérrez

Rodrigo González Gutiérrez, originario de Tepatitlán de Morelos, Jalisco (México), es un apasionado de la enseñanza y los idiomas. Nació el 20 de septiembre de 1982 y ha dedicado su vida a adquirir conocimientos en diversas disciplinas. Estudió historia, artes audiovisuales y desarrollo educativo, lo que le llevó a obtener un máster en Enseñanza del Español como Lengua Extranjera. Actualmente, Rodrigo se dedica a la enseñanza de español para extranjeros, así como también imparte clases de inglés y francés. Además de su pasión por la docencia, Rodrigo es un viajero empedernido y la escritura creativa forma parte integral de su vida. Aprovecha sus experiencias y vivencias en cada uno de sus destinos para enriquecer su labor como educador y transmitir a sus alumnos un enfoque multicultural y enriquecedor. Dispuesto a cuestionar el mundo que le rodea, Rodrigo es un entusiasta de la filosofía y se siente atraído por el solipsismo y todas aquellas corrientes que le inviten a reflexionar sobre su propia realidad.

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    Muñeca de caramelo - Rodrigo González Gutiérrez

    Muñeca de caramelo

    Rodrigo González Gutiérrez

    Muñeca de caramelo

    Rodrigo González Gutiérrez

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Rodrigo González Gutiérrez, 2024

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    Obra publicada por el sello Universo de Letras

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2024

    ISBN: 9788410004566

    ISBN eBook: 9788410004818

    A la memoria de mis padres, ahora inmortales en mi corazón.

    "El egoísmo, la práctica del Yo, bajo todas sus formas de yoísmo y solipsismo, es una forma de ontología, una manera de entender que el mundo no es más que lo que el Yo entiende por el mundo."

    Valérie Tasso

    I

    Laura estaba muerta.

    Su cuerpo yacía inerte en el suelo, su piel pálida contrastaba drásticamente con los mechones castaños oscuros de cabello que caían sin vida sobre su demacrado rostro. Las marcas de violencia en su vientre evidenciaban el tormento que había sufrido. Sus ojos verdes, una vez tan llenos de brillo y vida, ahora permanecían cerrados, como si guardaran en su interior los secretos y sueños que nunca llegarían a cumplir.

    El silencio abrazaba la habitación, interrumpido únicamente por los sollozos guturales de aquellos que quedaban atrapados en la agonía de su pérdida. Allí, en esa habitación que se había convertido en un santuario macabro, el aire parecía estar impregnado de tristeza y desesperación.

    A pesar de la muerte que había reclamado su juventud, la adolescente aún conservaba una fragilidad que parecía contradecir su terrible destino. Su cuerpo inmóvil evocaba una sensación de vulnerabilidad, como si estuviera a merced de las fuerzas más oscuras de este mundo.

    Cada detalle del cadáver hablaba de una historia truncada, de sueños destrozados y de un futuro robado. Los labios antes rosados y sonrientes, ahora permanecían sellados, sin poder pronunciar las palabras que nunca llegarían. Sus manos, una vez llenas de esperanzas y anhelos, ahora colgaban inertes a los costados, sin fuerza para alcanzar la vida que se les había arrebatado.

    En vida, Laura era vista como una niña pequeña, una percepción, si no errónea, al menos sí subjetiva; a sus dieciséis años ya era prácticamente una mujer, así la veían muchas personas; no su padre quien aún la veía como a una niña pequeña, todo padre lo hacía sin importar su edad o madurez, una niña que pese a provenir de una adinerada familia, con esa apariencia encantadora que se reflejaba en su crianza protegida y con sus inocentes y verdes ojos, cristalinos, cabello castaño perfectamente peinado y su porte elegante, era difícil no percibir su otra parte, la de la niña que escondía una chispa traviesa en su mirada. Laura, en realidad, no era tan ingenua como sus padres y conocidos creían. Detrás de esa fachada de rectitud, se encontraba una mente inquieta y curiosa, siempre en busca de nuevas aventuras y ocurrencias. A pesar de su crianza en un entorno controlado y rodeada de lujos, Laura se aburría fácilmente con las formalidades y las restricciones impuestas por su entorno. No tardaba en escapar hacia afuera, donde podía ser libre y desinhibida. Allí, entre los jardines frondosos y los campos abiertos, se encontraba su verdadero lugar de juego.

    Desafiando el estereotipo de niña inocente, Laura disfrutaba ensuciándose las manos en la tierra, atrapando ranas y persiguiendo mariposas. Escalaba árboles con destreza y se lanzaba valientemente a ríos, emocionada por las sensaciones de la naturaleza en su piel. En esos momentos, su espíritu rebelde y aventurero florecía, en pleno contraste con la imagen que su familia mantenía de ella.

    A pesar de que sus travesuras eran discretamente ocultadas a sus padres y a los ojos de la alta sociedad, Laura se sentía viva cuando escapaba de la superficialidad de su vida cotidiana. Sabía que no podía ser completamente ella misma en ese mundo sofocante y repleto de apariencias, pero encontrar su refugio en la naturaleza la hacía sentir libre y genuina.

    Su espíritu rebelde y curioso la llevaba a explorar nuevos horizontes y desafiar las convenciones sociales. Dentro de su pequeño y aparentemente impecable ser, se encontraba una niña llena de vida, lista para romper las cadenas impuestas por su origen y vivir plenamente sus propias experiencias.

    Laura era todo eso y más; era una adolescente, una señorita, una niña demasiado grande o una mujer demasiado pequeña. Todo dependía de qué es lo que querían de ella sin importar lo que ella quería realmente.

    Y su padre quería que aún fuera una niña, pero, ante todo, que aún estuviera viva.

    Mirando el reloj de pared, sacó inconscientemente de su abrigo un paquete de cigarros sin abrir, quitó el celofán, tomó uno y lo encendió con dificultad mientras ahora su mirada se posaba en la foto de Laura que estaba sobre su escritorio. Una foto de hacía cuatro años, donde Laura jugaba en una banca de un parque, con un vestido rosa y una perenne sonrisa.

    —Señor Valencia, ha llegado…

    —Sí, sí –Matías Valencia interrumpió a su criada—, hazlo pasar.

    Recordó que su mujer le había dicho que no le dijera criada a Katya; era su ama de llaves, una extranjera que con mucho sacrificio hizo de Tepatitlán su sueño mexicano.

    La corrección política nos va a matar a todos, Marga, le había dicho en su momento. El cigarro te va a matar antes, Matías, le dijo ella antes de esfumarse del estudio, una de las últimas veces que se apareció en ese rincón de la casa antes de morir.

    Apagó su cigarro a regañadientes y vio entrar a Katya acompañada de un joven moreno y delgado, apuesto, vestido demasiado formal para su edad, con un traje al que sólo le faltaba una corbata para suponer que había asistido a un baile de graduación. Su cabello oscuro bien peinado y sus lentes le daban un aire de profesor universitario de los años setenta, más aún con su nariz bien perfilada y pómulos redondos.

    —Tome asiento, por favor –le dijo cortésmente Matías Valencia.

    —Gracias –le dijo el joven respetuosamente antes de tomar asiento en una de las sillas dispuestas frente a un gran escritorio y mirar en rededor el lujo de una oficina que, sin embargo, le parecía demasiado provinciana.

    —Le invitaría una bebida, señor Lombroso, pero ni siquiera sé si tiene la edad suficiente para beber –Matías Valencia rio y pareció incomodar a Jeremías Lombroso con un chiste que no terminó de captar en ese momento y volvió a encender otro cigarro, presa de su propio hábito.

    —Tengo la edad suficiente –le respondió nerviosamente Jeremías—, pero así estoy bien, gracias.

    Matías Valencia sonrió, de tal manera que Jeremías había intuido lo que se proponía: romper el hielo.

    El magnate inhaló y pareció disfrutar del humo del cigarro mientras seguía contemplando la foto de su hija que engalanaba su pulcro escritorio y de reojo observaba a Jeremías quien no terminó por comprender realmente por qué quería romper el hielo hablando de alcohol, ya que estaba un tanto nervioso; después de unos segundos decidió enfrentar la realidad, quizás entendiendo el chiste de la edad.

    —Desconozco el porqué me llamó.

    —Usted frecuenta ese… antro, ¿no es así?

    Jeremías lo miró confuso, perdido entre el enigma que era aquella oficina, que no sabría decir si era un espacio elegante y refinado, que reflejaba el buen gusto y la sofisticación de su propietario, o si era una fachada nomás. A primera vista, parecía una habitación discreta, sin indicios evidentes de la riqueza que se encontraba oculta detrás de sus puertas cerradas.

    Las paredes estaban cubiertas con un discreto papel de tonos neutros, dándole un aspecto clásico y atemporal. La iluminación era tenue pero cálida, resaltando los muebles de madera oscura y los detalles artísticos dispersos por el lugar.

    En el centro de la estancia se encontraba un imponente escritorio de caoba, pulido hasta obtener un brillo impecable. Sobre él descansaban, además de la foto de Laura, una pluma de oro y un bloc de notas forrado en cuero, indicios sutiles de una vida llena de comodidades. A ambos lados del escritorio, se situaban dos sillas de cuero, lujosas pero sin alardes, aparentemente elegidas por su comodidad más que por su valor.

    En las paredes se exhibían discretamente algunas pinturas de artistas reconocidos de Los Altos de Jalisco, sin llamar demasiado la atención, aunque brindando un toque de distinción al ambiente. Un mueble de vitrina, estratégicamente colocado en una esquina del cuarto, exhibía algunas piezas de arte valiosas y delicadas, todas ellas protegidas meticulosamente.

    Tras una puerta empotrada discretamente en una esquina, se encontraba un pequeño bar, con una selección de licores finos y copas de cristal tallado. Este detalle revelaba la inclinación de su propietario por la buena vida, aunque sea algo que prefería mantener en privado, y de esa manera no llamar excesivamente la atención en una región controlada por el crimen organizado.

    El propietario de la casa, Matías Valencia, quien apenas rozaba los cincuenta años, portaba un impecable traje a medida, confeccionado con los más finos tejidos y adornado con sutiles detalles. El saco, ceñido a su figura un tanto atlética, presentaba solapas puntiagudas y botones de oro que brillaban bajo la tenue luz del anochecer. La camisa de algodón blanco, de cuello alto y ajustada, acentuaba su porte distinguido, mientras que una corbata de seda estampada, elegantemente anudada, añadía un toque de color y originalidad; de los bolsillos de su saco asomaban pañuelos de seda perfectamente doblados, en tonos vivos y llamativos, listos para ser utilizados con elegancia y delicadeza. Sus pantalones de corte impecable, con un sutil pliegue en la parte frontal, caían sin esfuerzo hasta sus zapatos de piel relucientes, cuyas suelas rojas revelaban la marca de un reputado diseñador. Para intimidar todavía más a un Jeremías Lombroso quien se puso el primer saco que vio en su armario, y que nunca encontró una corbata adecuada, Matías Valencia se dejaba ver con un reloj de pulsera de oro y diamantes. Casi puedo apostar, pensó Jeremías, que esto lo usa exclusivamente para amedrentarme.

    Completaba su atuendo con un abrigo largo, a juego con su traje, confeccionado con una lujosa lana que lo protegía de un crudo invierno que no existía en Tepatitlán. Además de su función práctica, el abrigo revelaba el refinamiento de su estilo y evidenciaba un gusto por lo exclusivo y lo excepcional.

    En cada paso que daba y en cada gesto que realizaba, la vestimenta del hombre rico contaba una historia de éxito y opulencia, de un hombre que había alcanzado la cima de la sociedad y que seguía sin descanso su incansable búsqueda de la grandeza.

    Mientras la imaginación de Jeremías dibujaba este inexistente perfil, Matías Valencia parecía darle la vuelta a una idea que simulaba que se le escapaba.

    —¡Candydoll! –Finalmente exclamó, como si acabara de descubrir la sutileza del lenguaje, haciendo un gesto excesivo con ambas manos en señal de triunfo, como si saber el nombre de ese lugar le confiriera una especie de superioridad—, sí, Candydoll… Qué obsesión con los nombres extranjeros en este país.

    —Así es –dijo Jeremías, tragando saliva.

    —Bueno, pues me gustaría ofrecerle cincuenta mil pesos por información, señor Lombroso –lo miró fijamente a los ojos—, o más, si es que quiere hacer algo… extra por mí.

    —¿Qué es algo… extra, señor Valencia? –Jeremías intentó sonar neutro y mantener la mirada de Matías Valencia, aunque le fue difícil al pensar en sus deudas.

    —Encontrar al asesino –sonrió mordazmente, pensando en Laura, su hija, la inocencia que, como padre, ella tenía sempiternamente, como cualquier padre pensaría de sus vástagos.

    —No soy policía –respondió secamente Jeremías, sintiéndose incómodo.

    —Exacto, es sólo un testigo de lo que le pasó a Laura. La policía –Matías Valencia hizo un gesto de burla—, ¿de qué sirve en este país?

    —¿Cómo supo que yo frecuento ese lugar? –preguntó un desconcertado Jeremías.

    —Las noticias, vi su imagen, lo reconocí.

    —Ya veo.

    —Lo que quiero que vea es la oportunidad de darme justicia.

    —No tengo ni idea de qué hacer.

    —Le pagaré lo suficiente para que la tenga, señor Lombroso. Le haré una transferencia por cincuenta mil pesos, considérelo un adelanto por cualquier tipo de información que me consiga. Le daré otros cien mil si me dirige hacia una pista concreta y doscientos mil si consigue decirme quién la mató. ¿Es justa esa cantidad?

    —Ni siquiera sé si es justo que yo haga algo que nunca he hecho en mi vida –dijo Jeremías, volviendo a tragar una saliva que ahora le parecía demasiada, como es la cantidad de dinero que podría tener—, tan sólo soy un egresado de la carrera de Filosofía.

    —Quizá la filosofía me salve de esto, señor Lombroso –una sonrisa pulcra, tal vez demasiada pulcra, pensó Jeremías—. Diré el cliché que siempre me ha molestado escuchar, pero el dinero no es un inconveniente para mí; Laura, sin embargo, lo es. El problema fue su educación; quizá fue demasiado buena. La enviamos a Irlanda en la secundaria y a Francia en la prepa; ¿aprendió algo, tal vez inglés o francés? No, únicamente aprendió a beber, a bailar, a ir a ese estúpido antro al regresar. ¿Cree que me importa si la Panamericana me reembolsará su matrícula ahora que ya no entrará allí?

    Jeremías lo miró, pensativo, pensando en que podría pagar finalmente su deuda; tan sólo tenía que indagar un poco, preguntar a una de las amigas de Laura, algo que Matías Valencia obviamente no estaba muy dispuesto a hacer, tal vez por pena, dolor. Únicamente hacer preguntas, cuestionarse sobre el porqué de las cosas, como si aún estuviera en Tilburg, y hacerlo aquí, en Tepatitlán. Después de todo, ¿qué tan extraño era que un hombre rico lo buscara a él para

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