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Comer sin pedir permiso: Una reivindicación cultural y libre del buen comer
Comer sin pedir permiso: Una reivindicación cultural y libre del buen comer
Comer sin pedir permiso: Una reivindicación cultural y libre del buen comer
Libro electrónico250 páginas3 horas

Comer sin pedir permiso: Una reivindicación cultural y libre del buen comer

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«¡Obsérvenle! Es el gastrónomo del siglo XXI atravesando la jungla de los dilemas culinarios con un machete en la derecha y un cuchillo entre los dientes» — Maria Nicolau, cocinera y escritora
En un mundo donde comer se ha convertido en un delicado equilibrio entre placer y culpa, es hora de romper las cadenas que nos atan a la contrición por disfrutar de un simple acto vital. En medio de una sociedad cada vez más puritana y sentimental, la sensualidad se ve relegada, exigiéndonos permiso para saborear sin remordimientos.
Aquellos que reducen la comida a un mero trámite para recargar energías, se equivocan rotundamente. Comer es un acto social de gran trascendencia, con implicaciones culturales que se entrelazan con la vida, la muerte, el sexo, la celebración, la gestión del entorno y la relación con nuestros hijos. Es un placer que va más allá de la simple satisfacción física.
Un ameno y combativo recorrido por la historia cultural de la comida. Porque todos los seres vivos se alimentan, pero solo el ser humano experimenta el revolucionario acto de comer.
Ante una sociedad con continuas prohibiciones, señalamientos, restricciones y exigencias (veganas, dietéticas, morales...), esta original obra nos confirma que cocinar puede ser sexy, que cocinar nos hará libres.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2024
ISBN9788412818239
Comer sin pedir permiso: Una reivindicación cultural y libre del buen comer

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    Comer sin pedir permiso - Albert Molins

    cover.jpgimagenimagen

    Derechos exclusivos de la presente edición en español

    © 2024, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S.L.

    Primera edición: abril de 2024

    © 2024, Albert Molins Renter

    Ilustración de cubierta: adaptación de Luciano Lozano de un cartel propagandístico de la antigua Unión Soviética que muestra la estatua de acero Obrero y koljosiana, de Vera Mújina, 1937.

    Imágenes páginas preliminares: este chef sonriente es un óleo de autor anónimo del siglo XVII; en la actualidad pertenece a la colección del Museo Boijmans van Beuiningen.

    ISBN (papel): 978-84-128182-2-2

    ISBN (ebook): 978-84-128182-3-9

    Diseño de la colección y del interior: J. Mauricio Restrepo

    Compaginación: M. I. Maquetación, S. L.

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).

    Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por tanto respaldar a su autor y a editorial Rosamerón. Te animamos a compartir tu opinión e impresiones en redes sociales; tus comentarios, estimado lector, dan sentido a nuestro trabajo y nos ayudan a implementar nuevas propuestas editoriales.

    editorial@rosameron.com

    www.rosameron.com

    Per a en Joan Marc i en Marcel.

    No hi ha un pare més orgullós.

    Índice

    Comer sin pedir permiso

    1. Comer no es una trinchera

    2. Gula y deseo. La muerte apostada junto al umbral del placer

    3. El dilema omnívoro y el evangelio vegano

    4. Comer para honrar y celebrar a nuestro Dios (sea cual sea)

    5. Thanatos y la última cena de la señora Wolowitz

    6. Eros y Cupido se sientan a la mesa para llegar a la cama

    7. El postureo. Narciso reflejado en una lata de caviar

    8. Comer solo, comer acompañado

    9. Cocinar nos hará libres

    Agradecimientos

    Notas

    1

    —————

    Comer no es una trinchera

    COMER SE ESTÁ CONVIRTIENDO en un asunto peliagudo. De hecho, lo que se está volviendo difícil es comer sin sentirse culpable, disfrutar del placer de comer sin agachar la cabeza en señal de contrición y posterior arrepentimiento. Uno a veces tiene la sensación de que hay que pedir siempre perdón o como mínimo pedir permiso por comer y disfrutar de ello. La sensualidad juega a la baja en la sociedad actual, cada vez más puritana, pacata, sentimentaloide y, por lo tanto, infantil. Ha llegado el momento de decir basta.

    Tradicionalmente, nos definimos por el lugar en el que nacemos o en el que vivimos, por nuestra ideología política, el género, la sexualidad o la religión que profesamos para crear un yo que refleje quiénes creemos que somos. El problema surge cuando esa búsqueda de la expresión individual de la identidad entra en conflicto con la sociedad en general. La idea que nos promete salvarnos de terminar a pedradas los unos con los otros, podría llegar a ser un policulturismo que nos llevase a crear una sociedad semejante a un Jardín del Edén en el que, con la ayuda de Dios o sin él, cupieran y vivieran en armonía todos los tipos de cuerpos, sexualidades, espiritualidades más o menos fluidas y diversidad de pensamientos. Evidentemente, se han requerido ciertos pactos y consensos sobre lo que es aceptable y lo que no en pos del bienestar común. En cierto modo lo que aquí expongo es lo que ya planteó Rousseau en El contrato social en 1762.

    La humanidad se ha manejado —más mal que bien, todo hay que decirlo— bajo estos principios de pacto, consenso y respeto desde la Ilustración. Rigiéndose, si no en el imperio de la razón y la racionalidad, como mínimo sí en aquello que se creía razonable, que no es exactamente lo mismo, pero se le parece. También es verdad que no en todas las épocas nos ha parecido razonable, y por tanto aceptable, lo mismo. Gracias a nuestro gusto por el progreso —indisociable de la discrepancia y el contraste de pareceres— y por el triunfo de las ideas relacionadas con la justicia social, la igualdad y la no discriminación por motivo de raza, género, orientación sexual o credo, poco a poco y con todas las limitaciones e imperfecciones que se quiera, esa expresión individual de la identidad a la que hacía referencia ha generado menos conflictos y ha sido más fácilmente aceptada. Eso no quiere decir que no quede mucho por hacer para que este mundo sea mejor para todos, ni que siempre habrá que aguantar a homófobos, machistas, clasistas y fanáticos religiosos dispuestos a proclamar que cualquier tiempo pasado fue mejor y a tratar de imponer su visión del mundo como la única y verdadera.

    Profetas, gurús, fanáticos de la salud

    y estafadores descarados

    Quizás no sea lo que más trascendencia haya tenido, pero me parece importante destacar que algunos de nuestros mejores avances están relacionados con la autonomía personal y el disfrute del propio cuerpo, ambas cosas estrechamente vinculadas al placer y sobre todo al placer no culpable. Es ahí donde empezaron los problemas, porque hubo a quien, como de costumbre, eso no le pareció bien. En Las palabras andantes, Eduardo Galeano1 escribió esto que resume a las mil maravillas por qué digo que comer se ha convertido en algo realmente complicado:

    La iglesia dice: El cuerpo es una culpa.

    La ciencia dice: El cuerpo es una máquina.

    La publicidad dice: El cuerpo es un negocio.

    El cuerpo dice: Yo soy una fiesta.

    El cuerpo, y nosotros con él, reivindica en las palabras de Galeano su autonomía («Yo soy...»). Se vindica como predispuesto y nacido para el gozo, el disfrute y el placer ante Dios y la religión, que ven en los deseos de la carne el origen de la culpa y el pecado en el ser humano, cuando debería ser un templo del que hay que mantener la pureza y la autenticidad. Dios y la religión son, por cierto, parte de esos que prefieren que las cosas no cambien nunca. Sobre cómo la religión católica ha cercenado el placer de comer a cuatro carrillos hasta el punto de dedicarle uno de los siete pecados capitales, la gula, y como esto se ha trasladado a nuestro tiempo en forma de gordofobia y su corolario los trastornos de la conducta alimentaria, lo veremos con más detalle en el próximo capítulo.

    Para el capitalismo y la publicidad no somos más que consumidores y harán todo lo posible para vendernos lo que sea. La gran industria alimentaria es el enemigo, y además uno que sabe cuáles son nuestros puntos débiles: los estímulos supernormales. El etólogo y premio Nobel de Medicina Nikolaas Tinbergen, realizó experimentos con animales en los que por ejemplo introdujo en un nido de gansos unos huevos falsos, pero exageradamente más grandes, junto a huevos auténticos y del tamaño correcto. Los gansos no dudaron en empollar los huevos de pega y olvidarse de los de verdad, y eso a pesar de que eran tan grandes que los pobres ánades resbalaban cada vez que se ponían encima, lo que no les impidió intentarlo una y otra vez. Tinbergen descubrió, así, lo estímulos supernormales y que «los instintos estaban codificados para responder a ciertos estímulos, o rasgos, y que la amplificación de estos rasgos podía engañar al animal. Por tanto, un estímulo supernormal es una versión exagerada de un estímulo al cual hay una tendencia a responder», o, dicho de otro modo, «cualquier estímulo que desata una respuesta más fuerte que el estímulo para el cual evolucionó esa respuesta»2.

    Ahora bien, ni somos gansos ni cuando vemos un huevo sentimos el irrefrenable instinto de empollarlo, pero la evolución también ha hecho mella en nosotros. Sin ir más lejos, nuestro gusto por lo dulce se ha moldeado a lo largo de millones de años de evolución. Cuando comemos algo que lleva azúcar en nuestro cerebro se libera un chorro de dopamina, que a su vez produce una descarga de endorfinas que experimentamos como una ligera sensación de placer. Es el premio por conseguir un alimento que nos proporciona energía. El cerebro se alimenta básicamente de glucosa, no hay que olvidarlo. El gusto por el dulce es innato en todos los mamíferos y también una adaptación. La inadaptación, especialmente para nuestra dentadura, nuestro sistema cardiovascular y nuestro metabolismo, con el riesgo de sufrir diabetes, llegó solo después de que aprendiéramos a cultivar caña de azúcar en cantidades mucho mayores de las que había habido jamás de forma natural.

    Así que la Coca-Cola, un bollo relleno con chocolate por encima o la comida basura no son otra cosa que estímulos supernormales, nuestros deformes huevos de ganso, que se aprovechan de nuestra predisposición por lo dulce. La industria diseña y la publicidad y las imágenes lujuriosas de comida en los medios amplifican y ayudan a vender productos que juegan con este tipo de estímulos a los que saben que no nos podremos resistir. Son unos estafadores descarados que mercadean con productos de pega, que no son auténticos alimentos y que por ende no necesitamos. No deja de ser curioso ese desprecio por nuestra salud. El capitalismo solo quiere consumidores compulsivos y trabajadores sobreexplotados con salarios paupérrimos. Un trabajador sano y feliz pierde menos jornadas laborales y usa menos recursos del Estado en medicamentos y atención médica. Así que, en el capitalismo actual, el pecado es no vivir en un estado de constante y sana felicidad, y no hacer —como veremos a continuación— todo lo posible por mantener la máquina en perfectas condiciones.

    Por su parte, la ciencia —por contradictorio que pueda parecer— recoge la idea del cuerpo como un santuario, pero en versión laica para disimular, y lo concibe como una máquina que hay que mantener bien engrasada. «El declive de la religión a mediados del siglo XX coincidió con el auge de la ciencia moderna y, en particular, de la epidemiología que ha dado lugar a una moralidad secular. Todo el discurso de los factores de riesgo de esta disciplina se ha hecho público y favorece la moralización, ya que se supone que todos esos factores están bajo nuestro control»3.

    La salud se ha convertido en el nuevo ídolo al que adorar, porque es lo que nos ayuda a mantener el cuerpo en un estado de funcionamiento óptimo, que por lo visto es nuestra obligación si uno escucha más de la cuenta a médicos, dietistas-nutricionistas y ahora hasta a tecnólogos de los alimentos. Para ellos, somos como ese Renault Clío que a medida que acumula más y más kilómetros, necesita más y más cuidados y al que no se puede poner a más de 80 km/h o corremos el riesgo de que las ruedas se le salgan de los ejes. Por tanto, nada de excesos y todo aquello que no vaya en esta dirección no es deseable ni bueno. Tampoco es tan distinto del pensamiento religioso. Lo único que cambia es la razón de la culpa, que pasa a no hacer todo lo posible por mantenerse en un buen estado de salud.

    Desde este punto de vista, la única función de la ingesta de alimentos es la nutrición y hacer buena la máxima hipocrática de «que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina». Claro que hay otra manera de entenderlo, pero la mayoría de profesionales de la salud lo hacen del modo incorrecto. Mi abuelo materno, Joan, era lo que se conoce como un bon vivant pero, como a él le gustaba bromear, gozaba de una mala salud de hierro. A pesar de funcionarle medio riñón y sufrir de arterioesclerosis, no he conocido persona más generosa, amable y buena con todo el mundo. Le gustaba beber, comer bien y fumar habanos Upmann. Su médico se lo tenía todo muy controlado, pero en cada visita mi abuelo le preguntaba invariablemente si podía volver a fumar, beber y comer de todo. La respuesta siempre era la misma, ni hablar. Hasta que llegó el día en que mi abuelo cumplió los 80 y el doctor Fontanals decidió hacer caso a Hipócrates de la forma correcta y entender que, para mi abuelo, todas esas cosas que lo hacían feliz iban a ser la mejor de las medicinas desde entonces y hasta el final de sus días. Durante los ocho años siguientes, mi abuelo bebió, comió y fumó, aunque cambió los Upmann por los Cohiba y los cigarrillos Dunhill, lo que le vino en gana. La medicina hizo efecto y mantuvo a mi abuelo feliz. Comer está directamente relacionado con el placer, este con la felicidad y esta, a su vez, con la psicología y la salud mental.

    Comer y alimentarse no es lo mismo. Todos los animales se alimentan, pero solo el ser humano come. Nuestra salud depende de nuestra alimentación, pero esta depende de cómo y de por qué comemos. Por eso, se suele decir que somos lo que comemos y no que somos como nos alimentamos. Porque comer no es solo una cuestión biológica. Alimentarse sí, y por eso los que entienden comer casi solo como una cuestión de salud pública o como un mero trámite para recargar las baterías han planteado y plantean alternativas descabelladas como alimentarse con batidos, barritas o pastillas. Son los mismos que creen que la cocina es una actividad inútil y cocinar una pérdida de tiempo. Se equivocan. Comer es antes que nada un acto con una gran trascendencia social, que raramente hacemos solos, y con mil y una implicaciones culturales. Comer es algo profundamente íntimo y humano, vinculado con la vida, claro, pero también con la muerte, con el sexo, con la gestión de nuestro entorno, con la relación con nuestros hijos… En definitiva, con el placer entendido mucho más allá de una mera sensación física agradable.

    Pero nada. Cada Navidad, de forma recurrente, los gurús de la salud se despachan en sus redes sociales con la cantinela de que no hay que chupar la cabeza de las gambas o de los langostinos. Se trata de una recomendación de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN) de 2011, que recuerda que las cabezas de los crustáceos contienen mucho cadmio, reconocido como cancerígeno de la categoría 1, y que por eso mejor no chuparlas. De lo que no se acuerda nadie, dejando de lado que sorber las cabezas de estos crustáceos está de vicio, es que para que realmente nos terminara haciendo daño habría que comer gambas y sus correspondientes cabezas por valor de la cuarta parte del PIB de un país en vías de desarrollo. Según la AESAN, en cada kilo de cabezas de gambas hay 2 microgramos de cadmio, mientras que en el cuerpo hay 0,5 microgramos por kilo4. La Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por sus siglas en inglés) estableció en 2011 que la cantidad máxima diaria de cadmio que una persona podía ingerir con seguridad era de 2,5 microgramos por kilo corporal. O sea que alguien que pesa 80 kg puede como máximo meterse 28,6 microgramos de cadmio diarios5. Puesto que un kilo de gambas tiene, entre cuerpo y cabezas, 2,5 microgramos de este mineral pesado, a menos que estés dispuesto a pagar y zamparte tú solo casi 11,5 kg de gambas de una sentada cada día de tu vida, parece que chupar las cabezas de estos crustáceos no es tan terrible para la salud como puede ser para el bolsillo. En 2022, cada español se comió fuera de su casa, de media, 0,71 kg de gambas y langostinos6. Así que esta Navidad, o cuando les apetezca, chupen ávidamente las cabezas de todas las gambas que quieran. Por cierto, ¿saben que el chocolate negro, el trigo o la cebada también tienen cadmio? Pues tranquilos. Como con las gambas, cómanlos sin temor.

    Los ejemplos de mensajes alarmistas —y falsos— sobre los peligros de comer aquello que nos gusta —porque saben que nos gusta y por eso van a hacer daño donde más duele, y si no se meten con las acelgas es por algo— son cada vez más habituales entre profesionales de la salud que se ganan su fama —y una nutrida audiencia— jugando con los miedos y los sentimientos de la gente en las redes sociales, reino de lo emocional en estos días tan digitales en los que vivimos. No hace tanto, un tecnólogo de los alimentos avisaba de los riesgos de guardar de un día para otro e incluso en la nevera, ese arroz blanco o esa pasta hervida que te ha sobrado. Generaciones y generaciones de abuelas y de madres han alimentado a sus familias a base de sobras y aquí estamos, ¿para que ahora venga un meapilas en X a decirnos que no podemos guardar los espaguetis del día anterior en un táper porque es peligroso? Y en todo caso, como cantaba Freddie Mercury poco antes de morir, ¿quién quiere vivir para siempre?

    Lo woke lleva al lado oscuro

    Tampoco quiero ser más woke que los woke. Cuando las autoridades sanitarias nos dicen que la obesidad es la segunda causa de cáncer después de fumar, no estamos ante un mensaje de odio gordofóbico que diga que si estás gordo o gorda mereces morir. Más que nada porque es un hecho científico que la obesidad aumenta el riesgo de padecer cáncer. El problema es que el wokismo, a menudo, lleva mal lo de los hechos. La congresista demócrata estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez dijo en una entrevista que creía que «hay muchas personas que están más preocupadas por ser precisas y estar en lo cierto factual y semánticamente que por ser moralmente correctas»7. La pregunta es cómo puede algo ser moralmente correcto sin ser cierto. Y la respuesta, me temo, es que cada vez para más gente, los sentimientos son más importantes que el conocimiento o la verdad. Y la moral entiende mucho más de sentimientos y percepciones subjetivas que de razones. Por eso es tan peligrosa.

    Por si alguien no está familiarizado con el término woke, del verbo to wake (despertar), este hace referencia al despertar y la toma de conciencia de los problemas sociales como el racismo, en primera instancia, y luego sobre el sexismo y la injusticia en general, y que bebe del movimiento Black Lives Matter y su hashtag #staywoke en 2014. No deja de ser irónico que un movimiento que pretende problematizar todo tipo de privilegios esté liderado por activistas procedentes de las universidades más caras de Estados Unidos, por los más privilegiados entre los privilegiados. El movimiento woke

    se trata de una explosión de moralidad, una espiral de virtud imparable que nos exige unos niveles cada vez más elevados de santidad para estar a la altura. Se manifiesta en la cultura de la cancelación, en la sociedad del victimismo, en la indignación continua en las redes sociales ante los menores errores o faltas morales de las personas, en linchamientos morales que recuerdan a las cazas de brujas, en despidos de trabajadores por expresar sus ideas, en censura, en retirada de libros considerados herejes, en un ataque a la libertad de expresión,

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