Una muerte lenta
“La única enfermedad que el capitalismo reconoce es no poder trabajar”. Esta frase del antropólogo y geógrafo Da-vid Harvey resuena en lo más íntimo de la pandemia nuestra. Vivimos la muerte lenta de la obesidad, la diabetes y la hipertensión, de pronto, acelerada por el virus. Y, aún así, millones fueron obligados a seguir trabajando o, según la definición, a transportar unos cuerpos obligados que sólo están sanos para la economía. El virus redefine lo que entendemos por afecto, trabajo, política y salud, de tal forma que su deslizamiento pausado por el mundo implicaría que nos volvamos a preguntar si vivimos una “buena vida”.
Ya Michel Foucault había hecho la distinción entre lo epidémico y lo endémico al asociar éste último con factores permanentes que fortalecen o debilitan a una población, y (2011): “La obesidad ha sido vista como una enfermedad vergonzosa, de los débiles de carácter, una crisis de voluntad que disuelve al sujeto soberano del liberalismo”. En efecto, pareciera que debajo de nuestra obesidad nacional, más que una voluntad endeble que cede todos los días a ingerir azúcares, grasas, harinas procesadas, no hay un evento melodramático del propósito no cumplido del Año Nuevo, sino –como dice Berlant– un ambiente, es decir, condiciones que tienden a repetirse y cuyas catástrofes estamos dispuestos a ignorar. Hasta que el ambiente se transforma en un evento. Como la pandemia nuestra.
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