Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Historia del municipio: Y la soberanía comunal en Chile, 1820-2016
Historia del municipio: Y la soberanía comunal en Chile, 1820-2016
Historia del municipio: Y la soberanía comunal en Chile, 1820-2016
Libro electrónico874 páginas12 horas

Historia del municipio: Y la soberanía comunal en Chile, 1820-2016

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La historia del Municipio en Chile desde 1830 –cuando fueron abolidos no solo el Cabildo colonial sino también lo que había sido hasta entonces la soberanía comunal de "los pueblos"– hasta el año 2016. Es un libro que todos debiéramos leer, por el desconocimiento que los chilenos tenemos sobre cómo se ha tejido y se teje esta parte importantísima de nuestra historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jun 2022
ISBN9789561126442
Historia del municipio: Y la soberanía comunal en Chile, 1820-2016

Relacionado con Historia del municipio

Libros electrónicos relacionados

Historia para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Historia del municipio

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Historia del municipio - Gabriel Salazar

    PRIMERA PARTE

    BREVE HISTORIA POLÍTICA

    DEL MUNICIPIO Y LA SOBERANÍA COMUNAL EN CHILE

    CAPÍTULO I

    COMUNIDAD LOCAL, SOBERANÍA Y CONSTRUCCIÓN DE ESTADO (CHILE, 1800-2000)

    Nadie puede ser llamado feliz si no participa en los asuntos públicos; nadie puede ser llamado libre sin experiencia de las libertades públicas, y nadie puede ser llamado feliz o libre sin participar y sin tener parte en el poder público¹.

    J

    EFFERSON

    Las corporaciones municipales ofrecen a la sociedad una ventaja infinita: ellas enlazan a los hombres entre sí más estrechamente que cualquiera otra forma de asociación².

    J

    OHN

    F. D

    ILLON

    Los derechos nada valen si no son, al mismo tiempo, poderes, y poderes fuertemente constituidos y llenos de vida social³.

    F

    RANCOIS

    G

    UIZOT

    En la comuna es donde reside la fuerza de los pueblos. … En ella la ley de representación no es admitida… el cuerpo electoral, después de haber nombrado a sus magistrados, los dirige por sí mismo…

    A

    LEXIS DE

    T

    OCQUEVILLE

    Si el Estado ‘nacional’ debe –por ser un componente vertebral del derecho humano a la soberanía– tener legitimidad, entonces debería contener y expresar, en su estructura constitucional y en su práctica administrativa, la voluntad soberana de las comunidades locales que componen el cuerpo vivo de la nación…

    La historia real de las ‘comunidades’ chilenas, sin embargo, muestra categóricamente que su Estado ‘nacional’, por no haber contenido ni expresado nunca esa voluntad, está todavía, después de dos siglos, atascado en el tercer día de su creación. Inconcluso e imperfecto. En una condición fetal, por tanto, de ilegitimidad⁵.

    Este hecho estructural ha dejado a las comunidades locales enfrentadas a una estratégica y doble tarea histórica:

    a) hacer valer en general (hoy) su voluntad soberana , porque es el principal de los derechos humanos que ellas detentan, y

    b) dotar de legitimidad efectiva a la constitución política del Estado ‘nacional’.

    Pues, a decir verdad, nunca las comunidades vivas de la nación chilena han podido, en 200 años de historia, participar y hacer valer su voluntad en el trascendental proceso de construcción del Estado… Nunca. Ni en la coyuntura constituyente de 1833 (dictador violento: Diego Portales), ni en la de 1925 (dictador solapado: Arturo Alessandri Palma), ni en la de 1980 (dictador violento: Augusto Pinochet)…

    Lo cual no constituye un problema nimio, porque lo que se entiende por ‘soberanía’ (terrenal, no divina) radica siempre, por naturaleza, en la comunidad viva, solo allí, en ninguna otra parte. No radica, como es obvio, en la voluntad personal del dictador, caudillo o tirano. No, tampoco, en la de las camarillas de ‘constitucionalistas’, que convierten en ley fundamental los dictámenes de esos dictadores, o de las élites beneficiadas por aquellos. No radica, por lo mismo, en las constituciones y leyes que han tenido ese origen (espurio). Y menos aún en los políticos que, profesional y gremialmente, las representan y defienden, asumiéndolas mecánicamente como si fuera de peculio privado. Pues, como se ha planteado desde tiempos inmemoriales, la soberanía es una voluntad colectiva, y esta solo puede emanar de una comunidad que se comunica consigo misma; es decir: que tiene la capacidad de deliberar por sí misma, libremente, sobre los problemas que la afectan y sobre las soluciones que se deben aplicar a esos problemas⁶. Y esa capacidad la han tenido siempre, en grado supremo –más que cualquier otro tipo de ‘forma asociativa’– las comunidades que son, al mismo tiempo, vecindario. Es decir: agrupaciones o conglomerados humanos que habitan en común un territorio. Una aldea, pueblo, villa, ciudad o barrio. En identidad con un paisaje determinado y un conjunto específico de recursos naturales. Un ‘aquí y ahora’ colectivo. Es por eso que la ‘soberanía’ es, también, la condición natural, propia e inherente de la ‘ciudadanía’ (es decir: los que habitan en común un lugar, pueblo, villa, aldea o ciudad). Y es, también, un problema que alude y compromete a los municipios, en tanto estos representan –de algún confuso modo, nunca bien definido por las leyes– los intereses y la voluntad de la comunidad local a la que ‘sirven’. Por esto, porque la comunidad es un hecho natural anterior a todo ‘derecho’

    … el Municipio no es una creación de la ley. Por el contrario: es anterior a ella. La ley no hace sino consagrar una situación de hecho, y reconocer la asociación que existe natural y espontánea; asociación derivada de la familia, o de la reunión voluntaria de los hombres que viven en un territorio dado, para quienes la vida en sociedad es su condición de existencia⁷.

    El sistema representativo fue principalmente, en su origen, la representación de comunidades, y no consideraba a los hombres como individuos sino como vecinos⁸.

    El problema ha sido y es que, en la historia real de Chile –como se dijo–, el Estado ‘nacional’ nunca ha sido construido desde abajo; es decir, por la voluntad colectiva y para beneficio directo de las comunidades locales que viven en el territorio, sino desde arriba, por y para las élites cuya voluntad permanente ha sido y es anudar lazos (comerciales, culturales y políticos) con las grandes metrópolis del mundo. Así ocurrió en 1833, bajo la conducción tiránica (violenta) de la élite mercantil dirigida por Diego Portales, que amarró el destino del país, con tratados librecambistas, al mercado mundial dominado por Europa⁹. Así ocurrió en 1925, tras la acción dictatorial (no violenta), del caudillo liberal Arturo Alessandri Palma, que amarró el destino del país a los vencedores liberal-capitalistas de la Primera Guerra Mundial¹⁰. Y de nuevo ocurrió en 1973, tras la tiranía militar (violenta) que arrancó al país de su tradicional nido histórico indoamericano, para amarrarlo, con más de 60 tratados de librecomercio, a la red mercantil globalizada de la OCDE.

    Construir un Estado nacional ‘desde arriba’ (es decir, desde la ‘amplitud sin fronteras’ que exige la lógica libre-circulante del mercado mundial) equivale a trabajar desde las alturas olímpicas del todo, descendiendo a la chata y gris llanura de la parte. Desde lo general a lo particular. Desde lo abstracto a lo concreto. Privilegiando siempre, por supuesto, el todo. La historia económica nos enseña que el ‘todo’ no es sino el mercado mundial, regido por las metrópolis imperiales que allí dominan. Y la filosofía nos enseña desde tiempos inmemoriales que el ‘todo’ es una abstracción (el género solo puede ser real en sus especies, afirmó Aristóteles), que vacía y devalúa la importancia de lo concreto, lo vivo y lo local.

    La historiografía chilena muestra, con abundancia de fuentes, que los representantes de ese gran ‘todo’ (Mercado Mundial & Metrópolis Imperiales) dentro del país han sido, desde comienzos del siglo XIX, los merchant-bankers (merca-deres-banqueros); es decir, los que exportan las materias primas que necesitan las metrópolis centrales; los que atiborran el mercado interno con mercadería industrial importada; los que monopolizan la disponibilidad doméstica de moneda dura (oro, libras esterlinas o dólares); los que presionan al Estado para que mantenga, a través de los siglos, una política exterior librecambista, y los que han frenado y sofocado, una y otra vez, el desarrollo de la industria manufacturera local¹¹… Por controlar todas esas vías los mercaderes-banqueros han podido convertirse en los constructores exclusivos de la economía ‘nacional’ y del Estado ‘nacional’. Al punto que podrían ser considerados sus verdaderos dueños. Así lo aseguró en 1892 Eduardo Matte Pérez (gran mercader y banquero), cuando, imperturbable, dijo:

    …nosotros, los dueños de la tierra y el capital, somos los dueños de Chile. El resto, las masas, no importan¹².

    No es extraño, de consiguiente, que las tres Constituciones Políticas que han regido el país desde 1833 han proclamado al unísono, como fuente única y excluyente de la soberanía, no a las comunidades locales (las partes vivas del ‘todo’), sino a la Nación (el ‘todo’ al que los mercaderes-banqueros juran desarrollar abriéndolo de par en par al mercado mundial). La Nación es, bajo cualquier análisis teórico, un ‘todo’ (el que, si es librecambista, se confunde con el todo mundial) y, por tanto, una ‘abstracción’. La Nación, como tal, no existe en sí misma ni por sí misma. Solo han existido y existen, en los hechos concretos, las múltiples comunidades vivas, locales, que trabajan y pueblan el territorio en toda su extensión. Sin embargo los ‘estadistas’ que redactaron las tres Constituciones Políticas postularon, en añadidura, que la Nación no solo es el ‘todo’ (abstracto) de la soberanía sino, además, que era y es un todo unitario, homogéneo e indivisible. Por tanto, como es de lógica pura, ese todo unitario, lo mismo que el Dios cristiano (que también es todo unitario), para ser al mismo tiempo un ‘poder actuante’ a lo largo y ancho del territorio, necesita estar centralizado en torno a una voluntad ‘personalizada’ (caso del Dios cristiano), o en torno a una oligarquía ‘personalizada’ (caso del ‘todo’ constitucional chileno, centralizado en el patriciado mercantil). Por eso, también imperturbables –como Eduardo Matte–, los constituyentes de 1833, 1925 y 1980 encabezaron todos y cada uno de los textos constitucionales con una ritual letanía metafísica, que reza: "la soberanía reside en la Nación, y esta delega la soberanía en las autoridades constituidas"¹³.

    Como resultado de ese geométrico sofisma jurídico, el Estado constitucional chileno ha sido siempre un centro unitario y excluyente de poder sistémico, que se legitima a sí mismo. Con el agregado ‘material’ de que, como la élite dirigente necesita –para ser precisamente ‘élite’ y, además, ‘dirigente’– administrar y gobernar el ‘todo’ desde un centro sistémico que a la vez es territorial, tal necesidad ha convertido a Santiago no solo en la capital simbólica de la Nación sino, sobre todo, en el centro territorial de la hegemonía mercantil. O, si se quiere, en el centro monopólico de acumulación de la riqueza ‘nacional’.

    La Historia Social de Chile muestra que las comunidades locales no solo han sido una y otra vez pospuestas y subordinadas al centralismo mercantil del Estado ‘nacional’ y a la hegemonía ‘territorial’ de Santiago sino, también –y esto es mucho más grave– han sido despojadas del ejercicio deliberante de su soberanía. Despojo que no configura ‘otro’ rasgo típico o anecdótico de nuestra querida ‘historia patria’ sino, lisa y llanamente, un crimen continuado y reincidente contra el más fundamental de los derechos humanos: el de la soberanía inherente a la vida en comunidad. Un crimen –a esta altura endémico– que ha producido la degradación y anonadamiento casi total de la ciudadanía real (la que debería ser). Que esto era y es así lo reconoció otro miembro conspicuo de la mentada oligarquía tradicional chilena: don Luis Orrego Luco, que escribió, refiriéndose al proceso político del siglo XIX (derivado del Estado oligárquico construido entre 1829 y 1832):

    las elecciones eran simples fórmulas, pues ni la oposición ni el gobierno contaban con el voto de verdaderos ciudadanos… En nuestras ilusiones, no podíamos convencernos de que no tuviéramos ciudadanos¹⁴.

    Una declaración espontánea, ingenua y aparentemente inocua, dicha en el reverbero decadente del parlamentarismo chileno de comienzos del siglo XX. Una declaración que (a confesión de partes, relevo de pruebas) da cuenta, precisamente, de lo que se anotó más arriba: la perpetración sistemática y perfectamente impune, en Chile, de un crimen nefando y endémico contra el derecho social a la soberanía comunal. Contra la esencia y dignidad de la soberanía ciudadana. Y contra las bases fundantes del verdadero Municipio...

    CAPÍTULO II

    SUPRESIÓN DEL CABILDO: DEGRADACIÓN DE LA SOBERANÍA COMUNAL (1829-1833)

    La degradación y sometimiento de las comunidades locales en Chile se ha venido perpetrando –entre otras variables– acoplada al autoritarismo constituyente que comenzó en 1833 eliminando los cabildos, y siguió luego postergando y cercenando la soberanía y atribuciones de los municipios y las asambleas provinciales.

    El golpe de Estado fraguado en 1829 por la élite mercantil (pro-británica) que lideró Diego Portales, extirpó, como se dijo, la ancestral institución del Cabildo. Y fue la supresión del Cabildo –órgano directo de la soberanía popular– la que desencadenó luego, en todo el país, la decadencia y relegación políticas de la ciudadanía, lo mismo que de las comunidades locales¹⁵.

    Durante el conflicto constituyente del periodo 1822-1829 los pipiolos, liberales y otros defensores de la soberanía democrático-comunal lucharon atrincherados, por derecho consuetudinario y residencia tradicional, en los cabildos locales (pueblos) y en las asambleas provinciales de pueblos libres (en Concepción y Coquimbo, sobre todo)¹⁶. La victoria de Santiago sobre el movimiento pipiolo, si bien se decidió en una contundente (sangrienta) victoria militar, no aseguró por sí misma, sin embargo, la aniquilación de los estratégicos reductos político-institucionales de sus opositores. Y fue evidente que esos reductos, de no ser aniquilados, permitirían la reorganización de las fuerzas democráticas que se oponían al patriciado de Santiago. Para este, en consecuencia, era de absoluta necesidad eliminarlos del escenario estatal, producir su muerte histórica e impedir su renacimiento. Con todo, la ejecución de tal operativo no constituía, ya, una tarea militar sino un proyecto político... Más aún: configuraba, técnicamente, un problema constitucional. Los vencedores en Lircay, en consecuencia, se sintieron compelidos a continuar la guerra después de 1829 y a completar su victoria echando mano, ahora, no al armamento de guerra sino a un golpe constitucional… Es lo que llevaron a cabo convocándose, ellos mismos, a la llamada Gran Convención Constituyente de 1833... Los hechos enseñan que, después que esa Convención terminara su trabajo ‘constituyente’, ni el Cabildo Comunal, ni las Asambleas Provinciales reaparecieron en la arquitectura institucional del Estado chileno. Ni en el resto del siglo XIX, ni en todo el siglo XX, ni en lo que va del XXI. El patriciado de Santiago fulminó, pues, dictatorialmente, su muerte total, y el certero disparo constitucional de 1833 no solo mató los dos reductos institucionales del movimiento pipiolo sino, también, tras una insidiosa curva hiperbólica, la soberanía ciudadana de las comunidades locales…

    Los dichos reductos institucionales, sin embargo –en particular, los cabildos, en tanto representaban la soberanía de los pueblos–, no eran ni habían sido entidades caóticamente improvisadas por el movimiento social que la aristocracia de Santiago motejó, despectivamente, de pipiolo (y algunos de sus patricios, de desquiciado), sino, como se señaló, correspondían a tradiciones cívicas de longevidad centenaria, trabajosamente construidas y celosamente defendidas, tanto en Europa como en Hispanoamérica. Y eran tan antiguas como lo era la historia del movimiento ciudadano y comunal en Europa. El golpe que el patriciado santiaguino asestó a esa tradición cívica en 1829 (batalla de Lircay) fue, de hecho, una reproducción tardía del golpe absolutista que el emperador Carlos V asestó en España a los fueros de los pueblos y comunidades peninsulares en 1522 (batalla de Villalar). De ese golpe los pueblos y masas ciudadanas europeas supieron recuperarse, solo que dos siglos más tarde (revoluciones de 1789, 1830 y 1848). En Chile el golpe absolutista de 1829 (Lircay) sepultó a los pueblos y masas ciudadanas bajo una lápida histórica que solo vino a ser levantada –a medias– a fines del siglo XX, lo que no tendría mayor importancia histórica, de no ser porque lo sepultado era, nada más y nada menos, la matriz histórica de la democracia participativa y la voluntad soberana de los pueblos. Y eso equivalía a enterrar –con la ingenuidad de la prepotencia– una bomba histórica de explosión diferida.

    La legitimidad cívica de los cabildos en Chile era, a comienzos del siglo XIX, evidente. De sentido común. A tal punto, que dos reconocidos intelectuales pertenecientes, por condición social y doctrina, al patriciado santiaguino: Andrés Bello y Diego Barros Arana, debieron reconocer públicamente esa legitimidad y su larga tradición. El primero de los nombrados, por ejemplo, escribió:

    La desconfianza metropolitana había puesto particular esmero en deprimir los cabildos i en despojarlos de toda importancia efectiva; i a pesar de este prolongado empeño, que vino a reducirlos a una sombra pálida de lo que fueron en el primer siglo de la conquista, compuestos de miembros en cuya elección no tenía ninguna parte el vecindario, tratados duramente por las autoridades i a veces vejados i vilipendiados, no abdicaron jamás el carácter de representantes del pueblo, i se les vio defender con denuedo en repetidas ocasiones los intereses de las comunidades. Así, el primer grito de independencia i libertad resonó en el seno de estas envilecidas municipalidades"¹⁷.

    Andrés Bello reconoció, según se aprecia, que la soberanía absolutista de los reyes necesitó, para consolidarse, destruir los reductos institucionales (tradicionales) de la soberanía popular. Política que Carlos V aplicó en España haciendo uso de la violencia imperial, pero que en Hispanoamérica (donde aquella tradición revivió con mucha fuerza) se aplicó al modo de un cuidadoso cercenamiento progresivo, sobre todo, mediante la decisión imperial de vender en subasta pública los cargos concejiles. A este mismo fin se orientó el nombramiento de corregidores, que fueron imponiendo la autoridad real sobre la de los concejos¹⁸. La subasta de los cargos concejiles –operación diseñada en la más pura lógica de mercado–, que aseguró a los ‘compradores’ convertirse en alcaldes o regidores vitalicios, entregó (de hecho, vendió) el Cabildo como institución a la oligarquía mercantil local (los hombres ricos), decapitando así la soberanía comunitaria, y preparando incluso a esa oligarquía para realizar por sí y ante sí el exterminio definitivo de la soberanía de las comunidades populares. El propio Barros Arana dio cuenta de ese proceso:

    En los principios… los mismos miembros del cabildo elejían, al terminar cada año, las personas que debían reemplazarlos en el ejercicio de esas funciones en el año siguiente. Mas tarde… se introdujo la práctica de vender los cargos de rejidores… convirtiéndolos en vitalicios a favor del que pagaba una suma mayor de dinero en remate público… En 1757 se decretó que todos los puestos de rejidor serían vendidos en subasta pública… La anulación gradual pero sostenida de las facultades de los cabildos produjo en Chile cierta desestimación por esos cuerpos… Sin embargo, los cabildos, a pesar de ver tan aminoradas sus antiguas prerrogativas, i de sentirse muchas veces menospreciados por el rei o por los gobernadores… conservaron un sentimiento de patriotismo… un espíritu de cuerpo lleno de dignidad i de entereza, que los hacía interesarse por todo lo que creían útil al bien público, i resistir las invasiones de otros poderes. El cabildo de Santiago fue, ordinariamente… el defensor obstinado de los vecinos contra las gabelas i contribuciones que se le imponían… Esta acción del espíritu público mantenido en estas corporaciones debían hacerse sentir vigorosamente el día en que surjiera la idea de patria, i en que a su nombre se lanzara el grito de libertad i de independencia¹⁹.

    Se desprende de lo anterior que ni el absolutismo imperial ni el dinero mercantil lograron extirpar por completo el ‘sentimiento’ soberano y comunitario existente, o remanente, en los cabildos (o municipios), aunque sí pudieron castrar su soberanía política legislativa. Sin embargo, donde el poder imperial y el poder mercantil estaban menos concentrados y menos centralizados (caso de las comunidades de provincia), el ‘sentimiento’ de soberanía comunitaria latió allí con más fuerza, al grado de dar vida a un poder social con capacidad de identidad y reacción. A tal extremo, que produjo no solo la ruptura del cascarón que castraba la política comunal (que, de consuno, empollaban el Rey y los grandes mercaderes de todas las latitudes), sino también su proyección hacia fuera, contra el eje político-mercantil (Santiago-Lima-Madrid). Y lo que trajo consigo el despliegue de ese poder, aparte del afán por la independencia descolonizadora, fue –revelando conciencia superior de soberanía– un plan específico de construcción del Estado ‘nacional’. Fue ese ‘sentimiento’, ampliado y repotenciado en los pueblos de provincia lo que generó e impulsó, después de 1822, al movimiento socio-político pipiolo. Y en él, los rasgos típicos del cabildo soberano tradicional reaparecieron con perfecta nitidez, incluso perfeccionados.

    Debe tomarse en cuenta, en ese sentido, que el movimiento sociopolítico pipiolo despertó y comenzó a desarrollarse cuando el centralismo militar de la Logia Lautarina y del Director Supremo Bernardo O’Higgins adoptó formas cesaristas –incluso despóticas–, antidemocráticas, de corrupción administrativa y, lo que fue peor, de traición a los principios y la dignidad de los cabildos. En efecto: entre 1821 y 1822 todas esas formas aparecieron en la superficie, ostensiblemente: O’Higgins permitió la especulación mercantil en las exportaciones de trigo a Perú (mercado recién ‘liberado’), amparada y promovida por su ministro Rodríguez Aldea (justo cuando la provincia de Concepción estaba siendo azotada por una gravísima hambruna producto de ocho años de guerra); rechazó la elección libre de los delegados a la Convención Legislativa que él convocó, designando él mismo a los representantes de cada pueblo; prolongó por ocho años su propia dictadura, impulsando en ese sentido los acuerdos tomados en esa Convención, y no prestó ninguna ayuda a los pueblos de la provincia de Concepción, que se hallaban entre la vida y la muerte²⁰. El cesarismo o’higginiano, en el sentir de esos pueblos, no quedó así caracterizado por la ‘heroica’ expedición libertadora al Perú, sino por la exclusión, la corrupción mercantil y la miseria que ellos vivieron en la crisis posbélica de la Independencia.

    Esa situación, teniendo como trasfondo el ‘sentimiento’ soberano que latía en la memoria atávica de los pueblos, gatilló la rebelión simultánea de los cabildos locales, su asociación en la sorprendente Asamblea de los Pueblos Libres de Concepción, la proclamación de la soberanía popular que anidaba desde antaño en todos ellos, y el reconocimiento del liderazgo militar y político del Intendente de esa Provincia: el general Ramón Freire (quien había estado junto a esos pueblos durante su largo vía crucis bélico)²¹. Y que esa virtual resurrección de soberanía no fue solo producto de la miseria reinante en las comunidades del sur, lo reveló el hecho de que los pueblos libres de la provincia de Coquimbo (que no estaban arruinados) hicieran lo mismo, lo que llevó a que ambas asambleas provinciales anunciaran al unísono su desacato al gobierno del general O’Higgins, forzando luego a la Asamblea de Santiago a tomar igual decisión. La generalización del movimiento ciudadano fue lo que produjo, de hecho, la abdicación del Director Supremo y, en contraparte, el liderazgo nacional pipiolo del general Ramón Freire²².

    Acto seguido, entre 1823 y 1829, todos esos pueblos –y sus correspondientes cabildos– demostraron fehacientemente que la soberanía popular consistía, en esencia, en la capacidad deliberativa de la comunidad local. Para ejercerla no solo sobre sí misma, sino también sobre la estructura constitucional de la nación. A su vez, el general Freire demostró que el liderazgo nacional consistía en abrir alamedas propicias para el avance y desenvolvimiento de ese mismo proceso deliberante. De ahí la importancia crucial que adquirió entonces la constitución, funcionamiento y consolidación de asambleas populares. A nivel comunal, provincial, y a nivel nacional. Y nada reveló mejor la soberanía latente en ellas que el desarrollo de su capacidad para pronunciar mandatos ciudadanos, y elegir, controlar y revocar a los representantes que debían ejecutarlos. Un ejemplo de esa capacidad se dio en la decisión tomada por la mismísima Asamblea de la Provincia de Santiago (trinchera central del patriciado mercantil) en octubre de 1825, cuando acordó revocar el cargo de los diputados que ella misma había elegido.

    En la ciudad de Santiago de Chile, a 8 de octubre de 1825, el pueblo reunido en la sala de la municipalidad de la capital, pide al Director Supremo que en el momento se suspendan las sesiones de los representantes que se titulan Congreso, en virtud de que, habiendo sido convocados para afianzar la tranquilidad y prosperidad pública, sus operaciones, y principalmente las de los últimos días, son destructoras de su propio objeto, fomentando la discordia, y arrogándose facultades que no les competen. En consecuencia, el pueblo de Santiago, REASUMIENDO LA AUTORIDAD DE SU SOBERANÍA, retira los poderes a sus siete diputados, y desde el momento les prohíbe continuar en ellos, y sujetan su conducta anterior al juicio de residencia de una comisión que desde ahora nombra para este objeto, compuesta de los señores Gobernador Intendente Francisco de la Lastra, don Fernando Errázuriz, don Manuel Gandarillas, don Pedro Palazuelos y don Martín Orjera, y para fiscal a don José Manuel Barros²³.

    Nótese que el pueblo de Santiago eligió a sus siete diputados con el mandato expreso de afianzar la tranquilidad y la prosperidad pública, pero aquellos, arrogándose facultades que no les compete, no obedecieron ni ejecutaron el mandato. Ante eso, el pueblo reunido les retiró los poderes y, luego, los sometió a un juicio de residencia para juzgar su conducta y, llegado el caso, sancionarlos. La soberanía del pueblo reunido, según se observa, estaba viva incluso en aquellas comunidades, como la de Santiago, que estaban controladas por el gran patriciado mercantil. La revocación de cargos estaba, pues, como práctica de soberanía, generalizada. Con un añadido importante: una vez mandatados, los representantes electos no podían renunciar: no se admitirá renuncia alguna de diputado²⁴. El control ‘desde debajo’ sobre los ‘representantes del pueblo’, era, pues, total e implacable.

    La soberanía popular basada en asambleas comunales se extendió luego por todo el país: el Congreso Nacional decretó en agosto de 1826 que las provincias instituirán sus Asambleas… En cada curato de la provincia se elegirá un diputado para la Asamblea²⁵. Y el 20 de junio de 1827 el Congreso Nacional reconoció formalmente que en esas asambleas locales radicaba también la soberanía constituyente (construcción de Estado) cuando decretó: consúltese a las provincias por medio de sus asambleas la forma de gobierno por la que debe constituirse la república²⁶.

    Ciertamente, la resurrección de las soberanías comunal y provincial, y su proliferación por todo el país, estaba produciendo el resquebrajamiento inevitable del ‘todo abstracto’ postulado por los intereses imperiales y los intereses mercantiles. Y estaba eliminando el ‘centro de poder’ que ese ‘todo’ requería. Y equivalía también, por lo mismo, a desconocer las pretensiones hegemónicas del patriciado de Santiago, y a desechar su proyecto constituyente de soberanía nacional y de Estado unitario-centralista. La derrota política de la capital (en la crucial batalla por la constitución de la república) frente a todos los pueblos de provincia era, de acuerdo con ese panorama, un hecho previsible. Tanto más, si el Ejército patriota era, en su mayoría, liberal-pipiolo, y seguidor incondicional del liderazgo marcado por el general Freire.

    Se comprende, por tanto, la desesperación política del patriciado capitalino, y su compulsión creciente a jugar la única carta que le podía permitir, eventualmente, revertir ese desolador panorama: organizar un ejército ‘mercenario’ (pagado por los mercaderes) y asestar, sin miramientos, un violento golpe absolutista (garrotazo, en el lenguaje de Diego Portales), similar al asestado por el emperador Carlos V a los comuneros peninsulares en 1522. Y es lo que hicieron, con todo éxito, en 1829. Lo que, de paso, convirtió a Portales en un extemporáneo pero criollo Carlos V (colonial). Con ese gran golpe el patriciado santiaguino logró que el ‘todo’ imperial, nacional y mercantil prevaleciera, por mucho tiempo, como el único norte histórico del país²⁷.

    El carácter absolutista de ese golpe es lo que puede explicar no solo la seguidilla de revueltas y motines militares (pipiolos) que, por ocho años consecutivos (de hecho, hasta 1859), siguió a la batalla de Lircay, lo mismo que las leyes secretas y las facultades extraordinarias que autorizaron a los vencedores a reprimir de modo sangriento la rebeldía de los vencidos, sino también el diseño maniqueo del discurso constituyente que legitimó a posteriori el golpe absolutista. Pues ese discurso, de una parte, catapultó el orden autoritario impuesto por los vencedores a la condición de altar de la patria (convirtiendo a Portales, de paso, en el ángel constructor del Estado ‘nacional’), mientras, de otra, hundió el modelo democrático-comunal propuesto por los pueblos en el averno de lo iluso, lo desquiciador y lo anárquico. Dicotomía que, más tarde, pasó a ser el andamio epistemológico de la Historia Oficial de Chile²⁸… Entre las célebres premisas de ese discurso cabe registrar no solo las conocidas frases extraídas de las epístolas de Diego Portales (que no fue un intelectual de verdad sino un comerciante fracasado) y los partisanos capítulos que cierran la Historia General de Diego Barros Arana (cuyo padre, gran mercader, era socio monopolista y amigo de Diego Portales), sino también los discursos de los tribunos y estadistas que propusieron, redactaron y defendieron la afamada Constitución de 1833. Como fue el caso, por ejemplo, de Manuel José Gandarillas y Mariano Egaña.

    En estricto rigor, no fue Diego Portales el constructor del discurso constituyente de los vencedores –como ha querido mostrar la historiografía oficial de la ‘nación’–, sino, sobre todo, los dos tribunos nombrados. Las frases sueltas que normalmente se citan del ministro Portales no componen, a decir verdad, ni una crítica sistemática al modelo estatal pipiolo, ni una fundamentación orgánica del modelo estatal mercantil. Bien estudiadas –en conjunto, no aisladas, y en relación con su conducta real– esas frase revelan que Diego Portales no fue, propiamente, un ‘estadista’, sino tan solo un ‘golpista’²⁹. En cambio, Manuel José Gandarillas y Asociados elaboró –después de Lircay– una crítica sistemática al modelo pipiolo articulado y expuesto en la Constitución (legítima) de 1828. La crítica de esa Constitución, proclamada el 24 de octubre de 1831, produjo, para la posteridad, de un lado, la condenación de ese ‘modelo’ como un nefasto arquetipo de caos y anarquía, y de otro, en contraposición dicotómica, la exaltación suprema del "orden público impuesto por los vencedores (cuya virtud central era su capacidad militar para impedir toda forma de anarquía; lo que, en rigor, no era otra cosa que impedir toda forma de soberanía popular"). Léase y reflexiónese el texto de esos tribunos:

    La Constitución Política del Estado, promulgada en 8 de agosto de 1828, tiene vicios tan sustanciales como son manifiestos sus vacíos… de lo que necesariamente ha resultado la desorganización que nos condujo a la guerra civil… La propiedad que exige el sistema electoral es tan vaga que puede reducirse a nada… como la expresión ‘tener de qué vivir’ parece que solo excluye a los muertos… y cuando se determina propiedad es tan miserable que, para ser Senador, se pide la renta de 500 pesos anuales, con la que no vive cómodamente un menestral o artesano honrado… Como la exageración de la falsa democracia constituye omnipotente al legislador, deprime al Poder Ejecutivo… cuyo resultado final es que, por huir del despotismo de uno, se cae en el de todos, o lo que es lo mismo, en la anarquía… El gobierno interior de las provincias es monstruoso: asambleas con atribuciones equívocas que las ponen en choque con las municipalidades… Intendentes… en clase de agentes de las asambleas… lo mismo que los gobernadores locales respecto de los Cabildos, que mandan o los mandan a su vez… Y por concluir, un desencadenamiento que, estudiado, no podría hallarse mejor para establecer la anarquía: los agentes del Poder Ejecutivo propuestos por las Asambleas, los gobernadores locales nombrados por los Cabildos… forman el cuadro más acabado del caos… En fin… por todo esto, opina la Comisión que: ‘la Constitución del Estado, promulgada el 8 de agosto de 1828, debe reformarse i adicionarse’. Santiago, octubre 24 de 1831. Agustín de Vial, F.A. Elizaldo, M.J. Gandarillas³⁰.

    Se observa que cuando Gandarillas y Asociados hablaron de caos y anarquía, no se referían a la historia real de los pueblos de provincia, ni a la centenaria historia de los Cabildos, sino al modelo político-constitucional (centrado en la soberanía popular) acordado legítimamente por los pueblos en 1828 (derrotando a Santiago). En ese modelo, la asamblea ciudadana establecía mandatos y revocaba a sus representantes en caso de desidia o traición; los pueblos elegían a sus alcaldes, regidores, párrocos y jueces; los Cabildos elegían a los Gobernadores y a sus propios delegados a la Asamblea Provincial, y esta elegía al Intendente… Cabe recordar, en este punto, que, durante todo el periodo colonial, y hasta 1829, la Historia no registra conflictos anárquicos en torno a los cabildos, como tampoco lucha armada entre los pueblos. Sin duda, el peso consuetudinario de la legitimidad de los cabildos impidió o neutralizó ese tipo de conflictos…

    Gandarillas y Asociados, por consiguiente –reiteramos–, no sustentaron su acusación de caos y anarquía aludiendo a la historia real de los Cabildos y los pueblos de provincia sino, solo, al modelo político representativo-popular articulado en la Constitución de 1828; como tampoco fundamentaron su apuesta a favor del orden mercantil-centralizado (defendido por Santiago) en la historia real de Chile, pues, durante la Independencia solo hubo, en el campo patriota, ‘orden cesarista’ (caudillismos de J.M. Carrera y de B. O’Higgins), y antes de la Independencia, solo el absolutista orden imperial-mercantil (contra el cual habían tomado las armas todos los pueblos de la colonia, incluyendo el de Santiago)…

    Los hechos históricos ya investigados señalan inequívocamente que la guerra civil de 1829 fue propiciada e iniciada por el patriciado mercantil de Santiago sin tener, por tanto, respaldo histórico, ni fundamentos teóricos, jurídicos o filosóficos. Por esta razón el discurso político de los vencedores en Lircay asumió, como única lógica fundante, la dicotomía pragmática de la guerra civil (la decisión del patriciado de Santiago de ir a la guerra se guio, en buena medida, por la tesis del garrote, que a su vez guio la acción golpista de Diego Portales), y por la misma razón ellos podían proponer, solo, lo mismo que estaban imponiendo con su triunfo militar: un ‘orden dictatorial’. La furia de los vencedores. Y para legitimar discursivamente esa furia necesitaban, tan solo, magnificar a grado absoluto el caos y anarquía implícitos –según ellos– en el texto constitucional dictado en 1828 por sus enemigos (vencidos). Eso los llevó a estigmatizar, de paso, las asambleas ciudadanas típicas: el Cabildo y la Asamblea Provincial. Y por eso mismo, en su Convención de 1833, las suprimieron.

    El mismo Gandarillas, en su condición de diputado electo por Santiago cuando regía la Constitución de 1828, participó en esa Convención, donde propuso, entre otras medidas, la eliminación de las Asambleas Provinciales del texto de la nueva Constitución. En efecto, en la sesión del 30 de abril de 1833, en el acta correspondiente, se anotó: Aprobada el acta de la sesión anterior, se continuó la discusión sobre la indicación del señor Gandarillas, relativa a que se extinguiese la institución de Asambleas Provinciales, suprimiéndose todo el título de las atribuciones de estos cuerpos… Acordó la sala se dejase para tercera discusión. En esa misma sesión debía plantearse el tema de las Municipalidades y sus atribuciones, pero se optó por postergar la discusión hasta que se admitiera o desechara la indicación del diputado Manuel José Gandarillas³¹.

    Como se sabe –lo que consta en el texto original de la Constitución de 1833–, ni los Cabildos ni las Asambleas Provinciales tuvieron cabida en el sistema estatal. Los Cabildos, porque en ese sistema su figura eclipsó y agonizó tras la del emergente y ambiguo Municipio (como se verá más adelante), y las Asambleas Provinciales, porque, como es obvio, competían y disminuían el poder político de la capital (centro neurálgico del nuevo sistema).

    En el modelo estatal establecido por la Constitución pipiola de 1828 las Asambleas Provinciales (un aporte original del movimiento ciudadano desde 1822) operaban como el eslabón maestro que permitía a los Cabildos proyectarse hacia el Estado. Téngase presente que los Cabildos, lo mismo que las comunidades vivas, eran soberanos en ‘lo local’. Lograda la Independencia, y luego, al inaugurarse el proceso ciudadano de construcción del Estado, la soberanía local se proyectó con naturalidad a ‘lo nacional’ a través de las Asambleas de Provincia. Al ocurrir eso –y así ocurrió entre 1822 y 1828– el Cabildo se constituyó, de hecho, en la piedra angular del Estado, pues de él se generaban los delegados a la Asamblea Constituyente Nacional y, más tarde, los gobernadores y los delegados a la Asamblea Provincial, y, luego de esta, al Senado y las Intendencias... Todo eso fue lo que los constituyentes de 1828 llamaron régimen popular-representativo… En consecuencia, si el Cabildo, por el contrario, carecía de su eslabón fraterno: la Asamblea Provincial, y quedaba inhabilitado para operar como esa piedra angular, entonces la soberanía popular local, base de ese régimen, no podía postularse ni ser el fundamento del Estado. Por esta razón, después de la Gran Convención 1833, que eliminó las Asambleas Provinciales, la soberanía popular quedó aherrojada a ‘lo local’, inmovilizada e inerme frente al poder totalizado del Estado centralista…

    Fue el raquitismo político que tuvo que asumir, desde su aparición en 1833, el pálido heredero del Cabildo: el Municipio

    En su sesión Nº 80 (17 de mayo de 1833), la Gran Convención aprobó, finalmente, el texto definitivo de la nueva Constitución. En él, el poder del Presidente de la República aparecía no solo centralizado, sino también totalizado³². En lo que interesa a este trabajo (centrado en la ciudadanía) cabe tener presente que el estratégico Artículo Nº 4 dice, con solemnidad metafísica: La Soberanía reside esencialmente en la Nación, la que delega su ejercicio en las autoridades que establece esta Constitución³³. Esto implicaba, en estricta lógica pragmática, que la Nación (una abstracción) delegaba su Soberanía (abstracción derivada) en los vencedores (de carne y hueso) de Lircay, que eran los que:

    a) controlaban, en 1833, el monopolio total de la fuerza armada (que no es soberanía);

    b) se habían autoconvocado a la Gran Convención Constituyente (que no fue democrática);

    c) habían redactado el nuevo texto constitucional (excluyendo a los vencidos), y

    d) los que centralizada, represiva e ilegítimamente, constituían las autoridades que gobernaban desde 1831.

    Se pude deducir, en lógica simple, que el célebre y autoritario discurso constituyente de los vencedores de 1829 no fue sino una encintada ofrenda legal para sí mismos, sobre la cual el filosófico Artículo Nº 4 era, tan solo, un sofisma de buena crianza.

    Con todo, el problema que aquí interesa destacar es que los ciudadanos, según la nueva Constitución, no podían actuar como comunidad, ni votar como pueblos ni como asambleas (como antes de 1829), sino como individuos, o como almas. La ciudadanía quedó estipulada como un derecho individual concedido, definido, restringido y regulado por la Ley Fundamental, que se realizaba como tal solo en el acto de votar (individualmente) en las elecciones que fijaban, también, las leyes. Por tanto, a efectos de dar un marco estadísticoespacial apropiado a ese voto individual, se anuló el territorio habitado por la comunidad viva (que hacía de los pueblos, los curatos y los cabildos el sujeto político fundamental), y se implantaron, en cambio, espacios abstractos, arbitrariamente delimitados: el trío modernista departamento, subdelegación y distrito. Se comprende que si la comunidad viva de los pueblos, curatos y cabildos había sido el espacio natural y tradicional de la deliberación ciudadana, la concepción convencional y abstracta de departamento, etc. configuraba un espacio estadístico que contenía solo individuos (números), por lo que excluía la imbricación cualitativa y territorial de la deliberación, que era la condición esencial, como se dijo, de la soberanía comunal³⁴.

    Se puede observar, por tanto, que la ciudadanía individuada estipulada por la Constitución de 1833 era diametralmente distinta de la ciudadanía comunitaria conservada y reproducida por los Cabildos y ampliada a nivel regional y nacional por las Asambleas Provinciales. Podría decirse, en este sentido, que la Constitución de 1833 pulverizó y atomizó la ciudadanía soberana de las comunidades locales hasta convertirla en un manejable ‘polvo aritmético’.

    En efecto, los artículos 18 y 19 de esa Constitución estipulan que La Cámara de Diputados se compone de miembros elegidos por los Departamentos en votación directa… Se elegirá un Diputado por cada 20.000 almas y por una fracción que no baje de 10.000. El Artículo 25, por su parte, rezaba: Los Senadores son elegidos por electores especiales que se nombran por Departamentos, en número triple del de Diputados…³⁵. La soberanía comunitaria, al ser encerrada en un sistema electoral numérico y estadístico, tendió a perder progresivamente la sustancia cualitativa y local de su naturaleza. Fue, por ese camino, diluyendo su vida social. Y se desvirtuó.

    Para asegurar ese proceso y facilitar la manipulación del dicho ‘polvo aritmético’ la Constitución instituyó –como se dijo– un Poder Ejecutivo totalizado en torno al Presidente de la República. Que, por supuesto, podía, con su varita mágica (su mando jerárquico, centralizado y personalizado sobre todos sus subordinados) manejar a voluntad la dirección política de los procesos electorales. En efecto, en la sección referente al Gobierno y la Administración Interior de la República (artículos 115 a 121 de la Constitución), se estipuló que el territorio de la República se divide en provincias, las provincias en departamentos, los departamentos en subdelegaciones y las subdelegaciones en distritos³⁶, lo que era, sin duda, una división geométrica y cartográfica (no comunitaria) del territorio administrativoelectoral. Las Provincias serían gobernadas por un Intendente (designado por el Presidente). Los Departamentos serían gobernados por un Gobernador (designado por el Presidente y el Intendente). Las Subdelegaciones serían gobernadas por un Subdelegado (designado por el Presidente y el Gobernador). Y los Distritos, por un Inspector (subordinado al Subdelegado)… El territorio ciudadano se subdividió, como puede verse, no según la institucionalidad expansiva de la soberanía comunal sino, solo, para facilitar el poder administrativo que emanaba verticalmente del Presidente de la República, el cual necesitaba extender sus tentáculos escalonadamente, desde el cenit meridiano y central del sistema, por subdivisión diminutiva del territorio, hasta el último rincón del país.

    El Presidente de la República se convirtió –gracias a esa reforma– en el único Gran Elector (de hecho, un soberano absolutista) en todos los procesos electorales, desde 1830 hasta 1874³⁷. Y para hacer frente al descontento de las mayorías excluidas por ese sistema (que se amotinaron al menos catorce veces en el mismo periodo, sobre todo, fusil en mano), la Constitución de 1833 permitió al Presidente de la República recurrir a facultades extraordinarias –que aumentaban a nivel exponencial sus abultadas facultades ‘ordinarias’–, las que lo convirtieron, no en un dictador (la ‘dictadura’ estaba ya instalada en la misma Constitución), sino en un tirano represor (fue el epíteto que la oposición callejera endilgó al presidente Manuel Montt). Con todo, después de 1874, el uso y abuso de la varita mágica que manipulaba el dicho ‘polvo aritmético’ se ‘democratizó’, pues, mediante hábiles reformas a la Ley de Elecciones, se habilitó su uso fraternal y compartido, ahora entre dos Grandes Electores: el Presidente de la República y el Congreso Nacional… Es decir, por una oligarquía ‘unida’³⁸…

    Fue en ese contexto histórico, y bajo esa Constitución Política, cuando, donde y como nacieron los vástagos putativos del viejo Cabildo: los municipios chilenos³⁹…

    O sea: cuando su ancestro paterno estaba condenado, abolido y olvidado. Cuando las comunidades locales estaban ignoradas y abandonadas en la intemperie histórica. Cuando la soberanía popular había sido burdamente expropiada y usurpada por la oligarquía política. Cuando ya no existían aquellas fraternas asambleas provinciales, en las cuales era posible federarse para hacer valer la soberanía comunal a todo nivel, y así crear, o escalar, posiciones determinantes dentro del Estado (no en su borde retórico). Y, sobre todo, cuando no había otra alternativa ‘política’ que enfrentarse, día a día, sin posibilidad alguna de vencer, a un poder central omnímodo, intratable y despectivamente inclemente…

    Es el drama histórico que se examinará a continuación.

    CAPÍTULO III

    NACIMIENTO DEL MUNICIPIO CHILENO: LA SOBERANÍA COMUNAL ENJAULADA (1833-1854)

    La Constitución de 1828… conservando las tradiciones de unidad, consultaba al mismo tiempo las necesidades de independencia local indispensables para el desarrollo democrático y económico. Esa autonomía provincial… no era extraña a nuestra raza… provenía de los fueros españoles y de los Cabildos… La mayoría del país se hallaba íntimamente satisfecha con esa Constitución… La Constitución de 1833… (en cambio) ha establecido un sistema parecido a la centralización verdaderamente militar que Napoleón dio a la Francia… (que colocó) todo el poder local en manos del Presidente… Las leyes de Régimen Interior de 1844 y la de Municipalidades de 1854 completaron y llevaron más allá todavía el régimen de centralización absoluta⁴⁰.

    L

    UIS

    O

    RREGO

    L

    UCO

    Los artículos 115 a 131 de la Constitución de 1833 fueron consagrados a diseñar el régimen de gobierno y administración interior. Los artículos están dispuestos de modo que las funciones de gobierno (que implicaban diseño y promulgación de decisiones políticas) quedaran en manos de los Intendentes, Gobernadores, Subdelegados e Inspectores, todos ellos dependientes directamente del Presidente. En cambio las funciones de administración (que implican solamente implementación de las leyes y de otros mandatos políticos) están referidas a las municipalidades.

    Es sintomático que los constituyentes de 1833 dejaran de usar la palabra cabildo y solo emplearan la de municipalidad. De hecho, el desuso progresivo de una y el uso emergente de la otra fue un proceso que se registró en Chile después de 1818⁴¹. Diversas cartas y artículos de prensa de la época emplearon el término cabildo como sinónimo de municipio. Entre ellos Andrés Bello, Manuel José Gandarillas y el propio Diego Barros Arana. Sin embargo, semántica e históricamente, eran y son muy distintos. Municipio, por ejemplo, proviene del mundo romano, donde, en una primera fase (de la República), aludió a comunidades autónomas, de autogobierno; mientras en una segunda fase (del Imperio), aludió a departamentos administrativos dependientes del poder central del Emperador⁴². El Imperio Napoleónico, que fue altamente centralizado, popularizó la segunda acepción, que, sin lugar a dudas, fue la que se introdujo en Chile después de 1820. En cambio el término Cabildo, como se ha visto, proviene de las comunidades o pueblos que conservaron o recuperaron, por diversas vías, su soberanía local, construyendo con ella tradiciones de autogobierno que renacieron con fuerza, precisamente, en el mundo hispanoamericano. Por tanto, el reemplazo de un término por el otro implicaba e implicó, en el fondo, un tácito intercambio de significados que, obviamente, convino sobremanera al concepto totalizante y centralista de poder que la comunidad mercantil de Santiago heredó del Imperio Español.

    Eso explica que los constituyentes de 1833 diseñaran las municipalidades no en la línea tradicional de los cabildos sino calcando la del municipio imperial romano, o del napoleónico. En efecto, en el Artículo Nº 122 determinaron que "habrá una Municipalidad en todas las capitales de Departamento y en las demás poblaciones que el Presidente de la República tuviere por conveniente establecerla". Esto significaba que el municipio formaba parte de una subdivisión administrativa (el mencionado departamento), no de la tradición histórica de las comunidades, y que, por tanto, quedaba subordinado, tanto en lógica de gobierno como en lógica de administración, al Gobernador y al Intendente respectivos. Coherente con eso, el Artículo 127 rezaba: el Gobernador es el jefe superior de las Municipalidades del Departamento… El Subdelegado es presidente de la Municipalidad de su respectiva subdelegación. Y el Artículo 129: ningún acuerdo o resolución de la Municipalidad, que no sea observancia de las reglas establecidas, podrá llevarse a cabo sin ponerse en noticia del Gobernador o del Subdelegado, quien podrá suspender su ejecución, si encontrare que ella perjudica al orden público⁴³.

    Es notable y sorprendente, en todo caso, que, habiéndose organizado un completo sistema de gobierno y administración centrado en las duplas ‘provincia-intendente’, ‘departamento-gobernador’, ‘subdelegación-subdelegado’, etc., se haya dejado subsistiendo, flotante y fuera de lógica orgánica, la institución del municipio. Acaso como un guiño a la tradición y a las comunidades que, porfiadamente, sobrevivían. O bien como reconocimiento al fenómeno emergente de las ciudades modernas. O bien para subrayar la diferencia entre las entidades de gobierno y las entidades de administración. Como quiera que sea, el municipio quedó incrustado en una especie de limbo: de una parte, atrapado y atravesado por escaleras descendentes de gobierno y escalones de administración que descendían desde el Poder Ejecutivo, mientras, de otra, representaba, al ser constituido por elección popular (lo que debería haberlo convertido en una efectiva entidad de gobierno y no de mera administración) a las comunidades locales... No hay duda que los constituyentes de 1833, impulsados por su proyecto centralista totalizado, pero inhibidos por el peso de la tradición comunal, dieron vida a un municipio que, en términos de lógica institucional, más parecía un aborto que un parto normal (constituyente). El fantasma resurrecto del Cabildo, más que otra cosa.

    Y que eso era así lo prueba el hecho que una entidad de elección popular (que, por tanto, representaba soberanía, pues el Artículo 12 dijo: la elección de los regidores se hará por los ciudadanos, en votación directa), no tenía atribuciones para legislar y gobernar en lo local sino, únicamente –estando subordinada a los estratos inferiores del Gobierno: los gobernadores y los subdelegados– para administrar ciertos servicios públicos en un rango de responsabilidad mínima, propia de la servidumbre. Pues las atribuciones que le fueron concedidas se definieron encabezadas por verbos tales como: cuidar de, promover, administrar… conforme a la regla, dirigir peticiones al Congreso… a través del Intendente y del Presidente, proponer…, formar ordenanzas… que deben ser aprobadas por el Gobierno, etc. (véase Artículo 128).

    Ciertamente, todas las tareas ‘administrativas’ que los constituyentes de 1833 le asignaron al artefacto constitucional que crearon con el nombre de municipio pudieron y debieron ser asignadas a las agencias paralelas de Gobernación y Subdelegación, si el orden jerárquico y centralizado era lo que se pretendía hacer prevalecer. Crear una institución de ampulosa generación democrática, pero de solapada gestión subordinada, no tenía sentido funcional ni lógica representativa, sino, tan solo, el sentido subrepticio de dar falsa continuidad a una poderosa institución tradicional, a la que los vencedores de Lircay nunca pudieron matar del todo.

    Naturalmente, para un tal municipio, la asamblea provincial no tenía ningún sentido. Siendo el régimen autoritario de 1833 un aluvión de poderes centrales cayendo en vertical sobre todas las subdivisiones del Estado y del territorio, la Asamblea Provincial, que era el segundo escalón ascendente de la soberanía popular anidada en el Cabildo, y no estando este (el primer escalón), no tenía ninguna posibilidad de tener existencia constitucional. Y no la tuvo.

    Ante eso, un satisfecho lector santiaguino publicó en El Araucano, en junio de 1833, lo que sigue:

    Se han extinguido las Asambleas Provinciales, que fueron creadas en aquel tiempo como un calmante de los restos de la fiebre federal… porque ya no hay necesidad de conservar unas corporaciones cuyo principal oficio era, cuando dejaban de ser fantasmas, el de servir de hincapié a las revoluciones…⁴⁴.

    Fue el juicio final de los constituyentes de 1833: la soberanía popular era, a todo nivel, fuente de anarquismo. De desorden y revolución. De lo que se deducía que la ciudadanía, como tal, debía ser alojada, para siempre, en el quilombo marginal de la historia…

    Por tanto, el Municipio –que no se instituyó para alojar en él la verdadera ciudadanía sino para ocultar su desaparición tras el fantasma del Cabildo–, tuvo dificultades obvias para nacer, pues era un artilugio constituyente de difícil sustanciación legal e institucional. Y que esto fue así lo prueba el hecho de que el Municipio bosquejado en la Constitución de 1833 (descrito más arriba) no tuvo su correspondiente Ley Orgánica sino hasta 1854. Es decir: veintiún años después de haberse decretado su nacimiento. Eso implicó que, durante dos décadas, la criatura municipal, sin cuerpo ni voluntad propios, quedó a merced de los Gobernadores, los Subdelegados y, por tanto, del Presidente de la República. Y durante el tiempo suficiente para que el viejo Cabildo se fuera borrando de la memoria comunal, y el Municipio (centralizado y administrativo) fuera tomando forma en la percepción pública ‘departamental’. Durante ese periodo las prácticas de servicio cotidiano del Cabildo siguieron funcionando, pero bajo el manto servil políticamente inocuo del Municipio, que solo supo traspasar a las comunidades locales, en ese largo periodo de parto, los largos brazos (y duros puños) del inmutable autoritarismo presidencial.

    Fue un tiempo de decadencia comunal y empobrecimiento de la casi totalidad de los pueblos de provincia (con la excepción de Copiapó) frente a la opulencia creciente de la capital. Los informes que, año a año, entregó el Ministerio del Interior al Congreso Nacional revelan, de una parte, que durante el periodo 1833-1850 los municipios se hallaron prácticamente sin fondos para realizar sus funciones más mínimas, mientras que el centralizado aparato administrativo (gobernadores y subdelegados) no lograba tampoco organizarse a sí mismo ni funcionar de un modo definido. Ya lo informaba en 1835 el ministro Joaquín Tocornal:

    Para proveer a los objetos de policía, a la dotación de escuelas, hospitales, hospicios i a la construcción i manutención de edificios de uso público… las rentas municipales, que en algunas partes apenas se puede decir que existen i en las más son escasas e inciertas… es un paso preciso su fomento; pero su pobreza misma es un motivo más para que se sujete su administración a reglas severas, que garanticen la legitimidad y garantía en los espendios… Puede ser provechoso… obligar a las municipalidades a que publiquen cada año un estado individual de sus ingresos i gastos. La inspección pública es uno de los mejores correctivos de los abusos a que da lugar la negligencia…⁴⁵.

    A lo que agregó el propio Diego Portales en 1836:

    La falta casi absoluta de reglas que definan las atribuciones de las autoridades provinciales i subalternas del departamento ejecutivo, ofrece a cada paso obstáculos, incertidumbres y vacilaciones, que entorpecen las operaciones de servicio público, i a veces las paralizan del todo… Dirigidas las miras del Gobierno a este objeto, ha ordenado la redacción de una serie de ordenanzas que organicen el régimen interior de la República…⁴⁶.

    Se desprende de lo anterior que, a mediados de la década de los años 1830, ni los Municipios ni los Gobernadores y Subdelegados estaban desempeñando un rol eficiente, ni en lo representativo ni en lo gubernamental ni en lo administrativo. Y que la pobreza y desconcierto se expandían en las comunidades locales. Ante eso, como se ve, el poder central intensificó el control, la inspección pública, y agregó una serie de ordenanzas (no leyes o decretos) de tipo inequívocamente dictatorial. Siete años más tarde, en 1843, el Ministro del Interior, R.L. Irarrázabal, informó al Congreso Nacional:

    Tengo que lamentar, en este lugar… la miseria de las entradas con que anualmente cuenta en la actualidad la mayor parte de nuestras municipalidades, i la absoluta falta de fondos en otras… Muchas hai cuya entrada anual… no alcanza a mil pesos. El de Petorca tiene sólo $130; el de La Ligua, $291; el de Putaendo, $655; el de Casablanca, $692; el de Lontué, $488; el de Linares, $891, etc. (siguen otros 18 casos, 9 de los cuales no tenían ninguna entrada)… Dignaos ahora echar una ojeada a los diversos objetos a que deben aplicarse tan miserables rentas, i no dudo de que concluiréis conmigo que tales objetos, por más que de ellos penda en gran manera la prosperidad nacional, han de estar desatendidos…⁴⁷.

    La miseria local iba en aumento. Diversas otras fuentes señalan que, en varios pueblos de provincia (Chillán, La Florida, Concepción, etc.) durante el periodo 1838 y 1841 se desataron grandes hambrunas, del mismo modo que entre 1821 y 1822 (Concepción, Parral, La Florida, Cauquenes, Rere, etc.), mientras la mortalidad infantil llegaba, en las áreas rurales, a cerca del 70%⁴⁸.

    En 1844, sin embargo, denotando satisfacción, el ministro R.L. Irarrázabal informó que el régimen administrativo de las provincias (se refería al funcionamiento de gobernadores y subdelegados) se había logrado consolidar i se encamina a su perfección, de una manera proporcionada a los recursos que cada uno posee. Pero se lamentó que el régimen municipal aún no encontraba su camino. Con todo, esperanzado, dijo: es de esperar que el día en que las municipalidades se organicen más adecuadamente sea también el primero de una nueva era de ventura, orden y progreso para todas las fracciones de la República⁴⁹. El ministro Manuel Montt, al año siguiente, corroboró: el estado de las rentas municipales… es otra de las causas que traban i embarazan la acción benéfica de estos cuerpos. Y agregó: las cuentas de las municipalidades no son examinadas i juzgadas como debieran por el Tribunal de Contaduría Mayor… Nada alienta más el fraude que la esperanza de que no sea descubierto i debidamente castigado⁵⁰. El mismo ministro, en 1846, informó, con satisfacción, que el régimen municipal se desarrolla gradualmente, al aumentar levemente la recaudación de recursos y la inspección de sus cuentas globales⁵¹.

    A casi quince años de la supresión de los cabildos, recién en 1846 el nuevo régimen de gobierno interior parecía consolidarse en los términos que proponían las autoridades de entonces. No obstante, a partir de esa misma fecha se produjo un nuevo movimiento rebelde de las fuerzas pipiolas que habían sido derrotadas en 1829, y excluidas y reprimidas desde 1830. Las nuevas insurrecciones se extenderían, con intermitencias, entre 1846 y 1859, con un fuerte y sangriento reventón de violencia entre 1851-1852. La seguidilla de rebeliones obligó al Gobierno a reflexionar sobre la situación de los pueblos y los municipios y a revisar su política al respecto, hasta allí más displicente que sistemática, respecto del desarrollo local. En ese ánimo, en 1848, el ministro Manuel Camilo Vial declaró, solemnemente, que "el engrandecimiento de la República comprende necesariamente el de cada una de sus provincias, de modo que no sería acertado favorecer el desarrollo del comercio… sin facilitar a las subdivisiones territoriales o, más propiamente, a las localidades, las condiciones precisas de su seguridad, bienestar y progreso⁵².

    Impulsado por aprehensiones más que por una orgánica voluntad política, el Gobierno comenzó a promover por sí mismo la instalación de servicios de agua potable y alumbrado público en las ciudades más importantes, asociándose para eso con compañías francesas y norteamericanas. Al mismo tiempo, facultó a algunos municipios (caso del de Combarbalá) para pedir empréstitos y realizar maniobras financieras a efecto de invertir en obras públicas. El mismo Gobierno facilitó fondos a otras corporaciones para impulsar trabajos comunales de alta urgencia. Se trataba, sin embargo, de iniciativas ministeriales puntuales destinadas a paliar los ya desastrosos efectos que el centralismo a ultranza había producido en las provincias. Es que, hacia 1850, el Gobierno se hallaba bajo una fuerte presión política desde el norte y desde el sur del país. Acaso por ello el ministro Manuel Camilo Vial comprendió que esas iniciativas gubernamentales eran solo medidas de ocasión, no política orgánica. Y por todo eso, resultaba evidente que el régimen de gobierno interior necesitaba ser reformado y flexibilizado. Señaló:

    mientras esa reforma no se apruebe, las Municipalidades se hallarán en la imposibilidad de ensanchar su esfera de actividad, promoviendo con sus recursos el bien de la comunidad, a la par que el Gobierno no puede dictar a su favor sino medidas parciales, que mui poca influencia pueden tener en la condición general de todas y cada una de las municipalidades⁵³.

    La conciencia de que se debía introducir orden y eficiencia en el régimen de gobierno interior y definir con claridad y justicia el rol específico de las municipalidades (o cabildos), siguió aumentando en el palacio presidencial, en proporción directa al creciente descontento de los pueblos y las provincias. Sin embargo, desde la perspectiva de la lógica política esencial del Gobierno, reconocer la conveniencia de ceder en ese punto y legislar al respecto, no implicaba renunciar, en lo más mínimo, a la inviolabilidad del centralismo gubernamental. Es la conclusión a que llegó Antonio Varas en su Memoria del Ministerio del Interior, 1850:

    La especie de tutela que hasta cierto punto ha ejercido el Gobierno jeneral sobre las Municipalidades, ha sido el origen de las más importantes mejoras que se han emprendido en el régimen municipal i esto ha hecho creer a algunos que dicha tutela debería conservarse i estenderse. Sin embargo, comprímese de esa manera el interés público, entíbiase el celo por la localidad i los que más de cerca e inmediatamente podían hacer el bien se desalientan, i el Gobierno jeneral se recarga de atenciones que le es imposible llenar con acierto. Consérvese siempre esa inspección del Gobierno general, que tan útil ha sido, confiérase a esta autoridad superior el poder i los medios de reprimir los abusos, i establézcase clara i determinadamente la responsabilidad de los cabildos, i desaparecerá el peligro que algunos temen de abusos i dilapidaciones… Pero nada es más inconducente a que las municipalidades llenen sus funciones administrativas i concurran al bien general del país cuidando de sus respectivas localidades, que el colocar en otras manos las funciones que en el presente ejercen… Es urjente una lei sobre la materia… Ahora que el poder municipal va tomando importancia en la opinión pública, es más necesario que nunca someterlo a reglas precisas, claras i acomodadas a las actuales circunstancias del país, dando a sus atribuciones el debido

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1