Mi suicidio
Por Henri Roorda
4.5/5
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Henri Roorda no era un ser enfermo, desesperado o embargado por una pasión imposible. Había sido un dandi, un degustador de "los alimentos terrestres", un hombre sensual que gozaba con los placeres mundanos.
Este texto existencialista avant la lettre, sobrio, conciso, tan puro como la belleza que le ataba a la vida, nació con el título de "El pesimismo alegre".
Sus escritos constituyeron un irónico compendio de la estupidez humana que, sin embargo, destilan un profundo sentido de la solidaridad. En noviembre de 1925 decidió poner fin a su vida. Mi suicidio es la justificación de este acto.
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Comentarios para Mi suicidio
11 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5A este tipo le falto en su vida una familia o hijos a quien amar, y no vivir ensimismado de sus penas dolores y decepciones, como todo humano los tenemos
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Mi suicidio - Henri Roorda
BALTHASAR
ME GUSTA LA VIDA FÁCIL
Tras haber trabajado arduamente durante treinta y tres años, me siento cansado. Pero todavía tengo un apetito magnífico. Y es este apetito el que me ha hecho cometer muchas estupideces. Felices sean aquellos que tienen un mal estómago, pues siempre serán virtuosos.
Tal vez no seguí bien las reglas de la higiene. Parece ser que los que viven de manera higiénica pueden llegar a una edad avanzada. Pero ésta es una tentación que nunca he sentido. En adelante quisiera llevar una existencia cómoda y, especialmente, contemplativa. Con la embriaguez de espíritu, con fugaces emociones, desearía, de la mañana a la noche, admirar la belleza del mundo y saborear algunos de los «alimentos terrestres».
Pero, si permaneciera en la tierra, no tendría la vida fácil que tanto me tienta. Y es que todavía debería realizar, durante mucho tiempo, tareas monótonas y soportar penosas privaciones para reparar las faltas que he cometido. Prefiero desaparecer.
LAS PROVISIONES
Mi sueño de una vida fácil no es un sueño irrealizable. Hombres más virtuosos o más hábiles que yo lo realizan todos los años. Son individuos razonables que, durante toda su vida, fueron acumulando «sus provisiones», pensando en su vejez.
Un día, un jefe de Estado francés dio este consejo a los jóvenes de su país: «¡Enriqueceos!». En otra época esta palabra me escandalizaba, pues recibí una educación moral de una calidad superior. Elocuentes apóstoles me dijeron: «¡Defiende siempre la causa de los oprimidos!». Lo tuve en cuenta, y debo decir que siempre fui en mi familia el paladín de la criada. Pero sabido es que la injusticia es preferible al desorden, ya que mis tímidas intervenciones provocaban siempre lamentables escenas.
Estoy convencido de que mis educadores deberían haberme hablado de otra manera y haberse explicado así:
«La humanidad es pobre; es decir, debe trabajar una enormidad y sin descanso para hacer útil la gran variedad de riquezas que la tierra es capaz de producir. Además, las cosas útiles o deseables son limitadas en su cantidad. He aquí la razón de que el hombre precavido guarde en armarios cerrados a cal y canto –y a menudo en cajas de caudales– las provisiones que debe a su perseverancia, a su astucia o a algún feliz azar. Pues sabe que envejecerá. Llegará un día en que ya no