Érase una vez en Los Ángeles
Por S. Rättvisa
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Los Ángeles, 1926. Un banquero asesinado, una rubia espectacular y además... Kate otra vez.
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Érase una vez en Los Ángeles - S. Rättvisa
1
Aquien menos esperaba encontrar era a ella. La había conocido hacía tres años en aquel barco que surcaba el Nilo en el nuevo Egipto que había surgido tras la Gran Guerra. Desde la primera vez que la vi, me había quedado totalmente fascinado por ella. Fueron unas semanas repletas de nuevas experiencias con la que me pareció la persona más ingeniosa, a la par que risueña que había conocido en mi vida... tan solo quizá ensombrecida por su insufrible pretendiente que tan a menudo pretendía eclipsarla, aunque no lo consiguiera. Ni recuerdo cómo se llamaba él. Ella, en cambio, era de las que no se olvidan. Ella era Kate e, insisto, lo que menos esperaba aquella tarde fue que apareciera en la puerta de mi oficina.
No sabía ni siquiera por qué me había ido a aquella parte del mundo, tan lejos de Los Ángeles. Supongo que simplemente quería cambiar de aires, conocer nuevos países o incluso desaparecer. Quizá algún día lo cuente, aunque el primero que no tiene claro qué fue lo que me impulsó a hacer ese viaje fui yo.
Lo cierto es que, en un momento en el que Egipto centraba las miradas de casi todo el planeta por el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon y de los misteriosos acontecimientos que casi siempre acompañaban a todos estos hallazgos, Kate había sido una revelación. No tanto por su sagacidad e ingenio, sino porque, de alguna forma, ella había sido la que, inconscientemente, me había animado a seguir con «lo mío».
¿Que qué es «lo mío»? Supongo que llamarme detective sería algo excesivamente pretencioso, aunque en realidad lo fuera si eso se podía juzgar por la licencia que me acreditaba como tal. Ahora bien, ¿qué es un simple papel? ¿Te convierte eso en un verdadero profesional de algo? No lo creo y lo cierto es que hacía bastante tiempo que me había abandonado la motivación y la ilusión. Pero ya contaré esto algún día, si es que me apetece. Ahora, desde luego que no tengo ninguna gana de hacerlo.
Kate se había marchado a Europa acompañada de aquel joven estirado e insoportable y yo había vuelto a los Estados Unidos, más con una sensación de desconsuelo que de auténtica sanación. Tras haber vagado unos cuantos meses por diferentes ciudades del país gracias a la fortuna que había heredado, que me había permitido hacer el viaje a Egipto y que luego había dilapidado hasta que prácticamente no me quedaba ya nada, había vuelto a establecerme en Los Ángeles.
La ciudad, como todas las estadounidenses, estaba creciendo considerablemente y muchas estaban empezando a saturarse. Aunque este crecimiento no ha sido quizá aquí tan intenso como el de la costa este, a la que diariamente llegan barcos cargados de inmigrantes en busca de una nueva oportunidad, lo cierto es que todo esto no se ha traducido nunca en un aumento del trabajo.
Bueno, quizá sí. ¿Pero qué trabajo? Perseguir a más maridos infieles para sorprenderlos y descubrirlos en mitad de la acción, buscar mascotas desaparecidas que no hacían otra cosa más que huir de la extrema pobreza de sus propios dueños... Nada que convirtiera esto en algo ilusionante, más bien todo lo contrario.
Mi oficina, la más barata que había podido encontrar con el escaso dinero que me quedaba, se encontraba en una zona más bien humilde, donde la gente apenas tenía dinero para sobrevivir. No puedo decir que nunca me llegara ningún caso, pero, desde luego, la gente adinerada no iba buscando detectives adentrándose en un barrio como en el que yo estaba y todos los demás eran personas que no podían contratar absolutamente nada si querían comer.
Y es por ello que ver a Kate en la puerta de mi oficina me dejó en absoluto estado de shock. Por un lado, nadie espera volver a ver a una persona que ha conocido unos cuantos años atrás en otro continente. Por el otro, es que aquello parecía ser un espejismo, la visión de algo irreal, de algo que no encaja con el ambiente.
La primera impresión que tuve es que no era ella. La Kate de Egipto tenía el pelo largo y rizado, mientras que la persona que tenía delante de mí en aquellos momentos lo tenía corto, liso y como peinado de lado. La Kate de Egipto resplandecía al sol y constantemente intentaba protegerse de él a causa de su piel extremadamente blanca; la persona de la puerta se encontraba completamente empapada y, de hecho, el agua se deslizaba por su ropa y formaba pequeños charcos en el suelo.
Y no era la única a cuyo alrededor se había formado un pequeño charco. El café que estaba tomando había ido a parar a mis pantalones, pero yo ni me enteré. Supongo que, de haber estado caliente, sí lo habría hecho y posiblemente hasta habría tenido que acudir al hospital, pero afortunadamente eso no sucedió.
—¿Kate? —balbuceé, todavía sin creérmelo, dudando de si era ella y sintiendo al mismo tiempo una enorme vergüenza por si la estaba confundiendo y la persona que tenía delante me preguntaba a su vez que quién era esa Kate por la que preguntaba.
—Sí, Paul —me respondió.
Aturdido por la situación y con notable torpeza, me apresuré a recogerle el abrigo, que ya se había quitado y que me ofrecía para que lo dejara en algún sitio. Estaba empapado y fue entonces cuando fui consciente de la gran cantidad de lluvia que estaba cayendo fuera. En realidad, llevaba toda la tarde haciéndolo y el cielo seguía cubierto de nubes negras que hacían suponer que seguiría lloviendo por lo menos unas cuantas horas más... pero ver a Kate allí había aniquilado momentáneamente cualquier capacidad de razonamiento.
—Pero... ¡qué enorme sorpresa! ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo es posible que estés aquí? —pregunté, todavía sin recuperarme de la sorpresa y ofreciéndole una pequeña manta con la que, a falta de una toalla, pudiera secarse.
—No sé si he hecho bien en venir. Me ha costado mucho encontrarte. Aunque me dijiste que vivías en Los Ángeles, es una ciudad con más de medio millón de habitantes —me dijo.
Súbitamente, caí en cuenta de lo que podía estar pasando.
—¿Habéis venido tu marido y tú a los Estados Unidos para algún negocio? —pregunté.
—Dwight nunca fue mi marido, solo mi prometido —puntualizó de una forma que me vino bien para recordar el nombre del hombre junto al cual la había conocido y para evitar tener que confesar que lo había olvidado—. Y no, ya no estamos juntos. Después de Egipto, volvimos a Europa y él quiso establecerse en Gante para crear algunas empresas de comercio transatlántico. No sé qué tal le irá. Desde que pusimos los pies allí, él se encerró cada vez más en su mundo y yo prácticamente desaparecí para él. Da igual, ya no tiene importancia. Todo eso forma parte del pasado.
Y de esta manera, sin que entrara en detalles y sin que quisiera contar nada más sobre él, intuí que nunca volveríamos a hablar de aquella pareja suya que tan antipática me había parecido cuando la conocí. Lo único que me importaba en aquellos momentos es que Kate estaba allí y, de repente, Egipto parecía estar ya demasiado atrás en el tiempo.
Me esforcé por volver a la realidad y por alejar aquellos pensamientos. No quería que ninguna ensoñación me hiciera desperdiciar la oportunidad que, como caída del cielo, se había presentado ante mí. No quería que se generara ningún silencio incómodo que diera al traste con la magia de aquel momento, aunque la verdad es que se me ocurrían tantas preguntas que hacer y tantas cosas que contar que no sabía ni por dónde empezar. No hizo ninguna falta. Fue ella la que empezó.
Pensará el lector, si es que alguna vez alguien lee esto, que sí debería contar primero lo que pasó en Egipto, pero me reafirmo en que no me apetece hacerlo. Pensará a su vez que tengo información privilegiada y que me guardo cosas. Sí, pero en realidad nada de eso afecta a la vida de Kate entre 1923 y el año en que nos encontrábamos entonces y que era el de 1926. Todo lo que me contó me sorprendió tanto como le sucederá a quien lea esto por primera vez.
La joven e inocente chica a la que yo había conocido por aquel entonces no había sido más que una agente del gobierno británico enviada a Egipto para tener controlada la instalación de la nueva monarquía después de que el Reino Unido le hubiera concedido la independencia en 1922. No me lo podía creer.
A menudo, Kate me había gastado bromas y muchas veces dudaba de cuándo hablaba en serio o cuándo en broma. Supongo que le gustaba ver mi cara de estupefacción cuando me contaba según qué cosas e imagino que aquella vez mi cara de pasmado debía de haber alcanzado unos límites insospechados, puesto que estuvo un buen rato riéndose, a lo que contribuyó el hecho de que ya hubiera conseguido secarse del todo y que hubiera entrado en calor.
Ninguno en el barco lo habíamos sospechado. Dwight, su prometido, nunca lo supo, según me contó ella. Yo jamás lo imaginé. Definitivamente, aquella tarde estaba siendo inolvidable y cargada de sorpresas. Debo confesar que poco o más bien nada sabía yo de espías y de agentes secretos, por lo que, cuando Kate me contó aquello, no pude evitar pensar en Mata Hari, la famosa espía holandesa de la que algo había leído.
—Pero... ¿y entonces? ¿Estás aquí de misión oficial o cumpliendo algún encargo para tu