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Sol sobre rapa nui: Sol sobre rapa nui
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Libro electrónico244 páginas3 horas

Sol sobre rapa nui: Sol sobre rapa nui

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Información de este libro electrónico

Diciembre de 1941. Luego del ataque a Pearl Harbor, se hacen realidad los peores temores de los países latinoamericanos. El Imperio del Japón se expande como una mancha de aceite por cada una de las islas del océano Pacífico, amenazando a todo el continente americano. La desprotegida Isla de Pascua o Rapa Nui, es invadida por las tropas imperiales japonesas, provocando que, un hasta entonces neutral Chile, se sume al bando aliado de la Segunda Guerra Mundial. La contienda altera la vida de la milenaria etnia Rapanui, en especial de sus hijos e hijas más jóvenes, que no solamente combatirán a los invasores, sino que, al mismo tiempo, lucharán por el porvenir de su isla.

Sol sobre Rapa Nui es una novela ucrónica que te sumergirá en un mundo alternativo donde la vida de la época, la guerra y dos historias de amor y pasión, enseguida cautivarán tu atención.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 sept 2023
ISBN9789564062976
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    Sol sobre rapa nui - Álvaro Martínez

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO I

    EL LUNES FISCAL

    1

    Los rayos del sol iluminaban totalmente la pequeña cabaña en que vivían los hermanos Isabel y Juan Teao, junto a su madre. Como en todo el hemisferio sur, en el mes de diciembre el astro rey aparece muy temprano. Pero los dos hermanos se habían levantado incluso antes del amanecer, pues les esperaba un arduo y pesado día. Era lunes y en Rapa Nui los lunes no eran iguales a los demás días. Era el día en que, semana a semana, todos los hombres de Rapa Nui, de entre quince y cincuenta años de edad, debían trabajar gratuitamente en pos de la comunidad. El Lunes fiscal. Como muchas de las leyes tributarias chilenas no podían ser aplicadas en la isla, la Armada de Chile determinó que, de alguna forma, los isleños debían contribuir al Estado. Un impuesto, en el sentido literal.

    Cada lunes, había un gran ajetreo en el edificio de la Subdelegación de la Armada, lugar en que Juan se desempeñaba como estafeta. A pesar de que tenía solo veintidós años, el subdelegado de la Armada, Hermann Ried, quien era el gobernador militar de la isla, le había asignado varias labores, algunas de índoles administrativas y otras, como el aseo de la pequeña casa que ocupaba la Subdelegación. Apenas Ried conoció a Juan, notó que este era un joven perspicaz y con capacidades. No solamente era uno de los pocos que sabía leer y escribir en castellano, sino que mostraba curiosidad e interés por aprender de otras cosas. Eso le valió que los funcionarios de la Armada que estaban en la isla le enseñasen a hablar por radio, leer cartas náuticas y comprender mapas. De esta manera, Juan entendió dónde estaba parado en el mundo.

    Isabel, en tanto, desarrollaba algunas labores administrativas en las oficinas de la Compañía Explotadora de la Isla de Pascua (CEDIP). Era una mujer de veinte años, alta, delgada y de tez morena. Resaltaban en ella sus grandes ojos color pardo y su contorneada figura. Sin lugar a dudas, era una de las mujeres más atractivas de la isla.

    A pesar de trabajar abnegadamente para quienes gobernaban y administraban la isla, los hermanos Teao, al igual que todos los rapanui, llevaban una dura vida, recluidos en el gueto de Hanga Roa. La pequeña isla en medio del océano Pacífico, que había sido anexada a Chile en 1888, era administrada —o más bien, explotada— desde 1895 por la CEDIP, la cual la utilizaba para la crianza de ovejas. Por ello, cerca del noventa por ciento de los terrenos de la isla eran utilizados para tales fines, impidiéndosele a los lugareños desplazarse a otros lugares.

    Los Teao tenían ciertos privilegios, que otros isleños no tenían, como por ejemplo traspasar los límites del asentamiento sin tener que pedir permiso y pescar, durante cuatro horas, una vez a la semana, algo que estaba prohibido para los demás. Eso significaba poder comer pescado, algo que paradójicamente era prohibitivo en la isla.

    Luego de despedirse de su madre y de su hermana, Juan caminó hacia el edificio de la Subdelegación, no sin antes pasar, como todos los lunes, a dejar flores a la tumba de su padre en el cementerio. Cuando se agachó a dejarlas, notó que, al oeste, se divisaban humos en medio del océano. Se quedó quieto mirando el horizonte, hasta que pudo notar que lo que se acercaba desde el oeste eran barcos. Inmediatamente, se puso a correr a toda velocidad hasta la Subdelegación para avisarle a Ried.

    Cuando llegó al edificio, pasó raudamente entre los isleños que, formados frente al edificio y la bandera de Chile, cantaban el himno nacional para comenzar una nueva jornada de trabajo.

    —¿Qué te pasa, cabro, que vienes tan agitado? —inquirió el gobernador apenas lo vio asomarse por la puerta de su despacho.

    —Patrón, parece que vienen unos barcos desde allá —respondió Juan, agitadísimo, apuntando hacia el oeste.

    —No puede ser, estás equivocado. No pueden venir barcos desde el oeste —respondió el gobernador, incrédulo.

    —Pero, don Hermann, vaya a verlo usted mismo —repuso el joven.

    Luego de aquello, aún incrédulo, el marino montó un caballo. Antes de encaminarse a la falda del volcán Rano Kau, lugar desde donde tenía una panorámica mejor hacia el oeste, le dijo a Juan que montase una yegua que estaba igualmente en el lugar y que lo acompañase. Ambos hombres galoparon rápidamente. Cuando llegaron al lugar, Ried sacó sus binoculares y miró hacia el horizonte. Mantuvo silencio por un rato, mientras miraba.

    —¿Y, patrón?, ¿tenía razón? —preguntó Juan.

    —Sí, cabro, pero no logro ver bien. ¿Puedes mirar tú, mejor? —le solicitó el marino, pasándole los binoculares.

    —Son tres barcos, don Hermann, pero tiran mucho humo.

    —La cuestión rara. ¿Ves alguna bandera o algo?

    —No, no se ve nada. Veo barcos que se mueven hacia acá, pero que humean harto —insistió el joven.

    —Bien, esperemos que se acerquen más y podamos ver de dónde son, porque chilenos no son.

    —¿Cómo sabe eso, patrón?

    —Simple, porque vienen del oeste, cabro. Si fuesen chilenos, vendrían desde el otro lado —sentenció Ried, señalando con su dedo índice hacia el oriente de la isla.

    2

    El calor propio de diciembre se hacía sentir en los funcionarios que corrían presurosamente por los pasillos del Palacio de La Moneda con carpetas y documentos. Mientras tanto, en la sala de reuniones del gabinete, ministros y altos mandos militares permanecían sentados, esperando al vicepresidente de la República, Jerónimo Méndez, quien ejercía la jefatura del Estado luego de la incapacidad y posterior muerte del presidente Pedro Aguirre Cerda, hacía menos de un mes atrás. Luego de una tensa espera, el gobernante entró en la sala.

    —Buenas días, señores. Los cité por lo que está ocurriendo en la Isla de Pascua. El ministro Hernández expondrá de inmediato —abrió la conversación el mandatario, no permitiendo siquiera que le respondiesen el saludo. En su rostro se notaba la preocupación.

    El ministro Juvenal Hernández estaba muy nervioso. Le costó comenzar la exposición de los hechos, mientras buscaba infructuosamente documentos que requería leer. No llevaba ni un mes en el Ministerio de Defensa y le tocaba enfrentar una de las más complicadas situaciones que un ministro de dicha cartera haya asumido, desde que el ministro Rafael Sotomayor había ejercido el cargo durante la Guerra del Pacífico.

    —Señor vicepresidente, señores ministros y señores comandantes en jefe —partió la exposición—. El día de ayer arribaron buques de guerra aliados a la Isla de Pascua. El crucero HMNZS Achilles junto a los destructores HMS Anthony y Le Triomphant. El primero es neozelandés. El Anthony es inglés y el último, como les sonará, es parte de la Francia Libre del general De Gaulle.

    Un silencio total se apoderó de la sala de gabinete. Todos los presentes se miraban entre sí, asumiendo que la guerra mundial, aquella que devastaba todos los continentes, salvo el americano, había llegado a territorio chileno, y que eso, sin lugar a dudas, traería consecuencias. Pero, a pesar del estupor, nadie intervino, a la espera de que el ministro Hernández continuase su exposición.

    —Los buques aliados están totalmente dañados, luego de enfrentarse a la flota imperial japonesa en la Polinesia Francesa. Los japoneses resultaron victoriosos y estos buques escaparon. Ahora solicitan que se les dé un tiempo en la isla para reparar sus averías —continuó Hernández.

    Los asistentes siguieron mirándose sin decir palabra alguna. Sabían que aquello podía ser considerado un casus belli por parte del Imperio del Japón. El ministro del Interior percibió el nerviosismo del resto del gabinete e intervino, para dar tranquilidad.

    —El Derecho internacional nos obliga a permitir que hagan las reparaciones necesarias para que continúen navegando. Lo justo y necesario. No podemos negarnos, no alcanzan a llegar a ningún puerto, así como están. Les dimos veinticuatro horas. Luego deberán dirigirse a otro lugar —recalcó el ministro Alfredo Rosende.

    Todos siguieron en silencio, pues sabían que, por mucho que se cumplan las leyes internacionales, Japón reaccionaría ante los hechos.

    El vicepresidente miró al ministro de Relaciones Exteriores, Juan Bautista Rossetti, para que continuase la exposición.

    —Bueno, tal como informé previamente al señor vicepresidente, el embajador Yamagata del Japón ya protestó por los hechos.

    El silencio esta vez fue sepulcral. Lo que algunos suponían y veían como una obviedad, ya se había verificado en los hechos. Algunos de los asistentes bajaron la mirada. Otros se taparon la cara con sus manos.

    Pero discutir sobre el Derecho internacional no tenía sentido. Había otras cosas que apremiaban más. Por eso, Méndez prefirió centrarse en la defensa del territorio nacional, en caso de un ataque japonés. Era consciente de que prestarles asistencia a los Aliados, aunque fuese por mandato de la legislación internacional, traería una represalia de Japón. También sabía que era algo inevitable. Diversos informes de inteligencia, en particular de los Estados Unidos, le habían alertado sobre los planes de Japón para atacar el continente americano. Había llegado el momento del que tanto le habían advertido.

    —Almirante, ¿posibilidades de defensa de la isla? —preguntó al comandante en jefe de la Armada, Julio Allard.

    —Ninguna, señor. No tenemos logística para desplazarnos hacia la isla, la Escuadra está desmovilizada y, en caso de que pudiésemos hacerlo, duraríamos quince minutos enfrentándonos a la Armada Imperial. Nuestra Escuadra está hecha un desastre. No hay reservas de petróleo ni municiones. Los buques no podrían combatir ni un minuto —respondió lacónicamente el marino.

    La respuesta era franca y demoledora. El vicepresidente se tomó la cara. Ciertamente era un momento lúgubre para la República.

    3

    Los tres barcos aliados fondearon frente a Hanga Piko. Del HMNZS Achilles enviaron un bote para parlamentar con el gobernador Ried. Sin embargo, este, con astucia para salvar la neutralidad chilena, prefirió acudir personalmente al puente de mando del crucero neozelandés. Ahí se reunió con los tres capitanes aliados.

    —Buenos días, gobernador —saludó en un rústico español y llevándose la mano a la sien, el comandante del Le Triomphant. El francés había aprendido algo del idioma de Cervantes cuando estuvo en España, durante la guerra civil de dicho país. Los otros capitanes igualmente saludaron.

    —Buenos días, capitán —respondió el subdelegado, que vestía su uniforme de verano, enteramente blanco, con los gallardetes de capitán de la Armada de Chile.

    —Primero, quisiéramos agradecer la hospitalidad de su Gobierno. Tuvimos una dura batalla en la Polinesia Francesa y nuestros buques están muy averiados. Nosotros fuimos de los pocos que pudimos retirarnos y ahora debemos repararlos.

    —Entiendo, pero no puedo tenerlos por más de veinticuatro horas aquí, capitán. Son las órdenes que recibí de parte de mi Gobierno. Somos un país neutral, no queremos involucrarnos en la guerra —le advirtió de forma seca e inmediatamente Ried.

    —Lo entiendo, gobernador, pero le informo que no servirá de nada su neutralidad. Pronto los japoneses llegarán acá —retrucó el francés, con el objetivo de darle un baño de realidad al gobernador y advertirle lo que era evidente: la proximidad de la contienda.

    Ried sabía que lo que le advertía el francés era la realidad, aunque tenía esperanza de que la tierra de Hotu Matu’a se pudiese salvar de la invasión japonesa. Pensaba en el escaso valor estratégico que tenía esta y además en la neutralidad de Chile, que hasta ese entonces había sido respetada.

    —Mire, el Imperio del Japón está en un plan de conquista de todo el Pacífico —continuó el marino galo—. Luego de la batalla, ocupó la Polinesia Francesa y, por radio, nos acaban de informar que desembarcaron en la islas Pitcairn.

    Ried no respondió nada, en realidad no sabía qué responder. Su optimismo iba decayendo a medida que escuchaba al francés, en especial si consideraba que la isla Pitcairn era una colonia británica en la mitad de la ruta entre Isla de Pascua y la Polinesia Francesa. Si los japoneses ya estaban ahí, significaba que se situaban a solo dos mil kilómetros de Rapa Nui.

    El capitán francés no se rendiría. Veía el desánimo en la cara de Ried.

    —Mire, gobernador —insistió—, le aconsejo que nos permita reparar nuestros buques y evacúe la isla. Lo podemos llevar a Chile. Es muy probable que cualquier país sudamericano sea el próximo objetivo. Tenemos información de que Japón busca expandirse lo más rápido posible por el Pacífico. Por tal, hemos recibido órdenes de replegarnos a las costas de Sudamérica, ya que con lo que nos queda de flota y la Marina de su país, no logramos defender esta isla.

    —Pensé que su próxima parada sería California o la costa de Canadá. Chile no entrará a la guerra —porfió el marino chileno.

    —Gobernador, su país entrará igual —respondió el francés con un volumen más alto de voz, molesto por la porfía de Ried—. La flota japonesa debe estar reorganizándose en Papeete para luego atacar aquí. Por lo que veo, usted no tiene medios para defender esta isla. Le insisto, ofrezco evacuarlo. Elija usted.

    —Le agradezco, pero no dejaré mi puesto.

    —Bueno, déjeme llevarme a la población civil, gobernador —insistió el francés.

    —Claro, eso sí, claro —terminó la conversación Ried.

    4

    Durante la jornada del 20 de diciembre de 1941, las fuerzas japonesas al mando del vicealmirante Shigeyoshi Inoue terminaron de ocupar las Islas Marquesas. Las islas, que habían sido descubiertas por los españoles en 1595 y bautizadas así en honor al virrey del Perú, García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, eran una posesión francesa que se gobernaba desde la Polinesia Francesa, territorio que hasta antes del ataque japonés era gobernado por los partidarios del general Charles De Gaulle. La importancia estratégica de las islas estaba dada por su ubicación en medio del Pacífico Sur.

    Al mismo tiempo de la ocupación de las Marquesas, los japoneses establecían su base naval en Papeete. Inoue determinó dar unos días de descanso a su flota, mientras se hacía cargo de la administración colonial de los archipiélagos conquistados.

    De esta forma, la gran mayoría de los territorios franceses, británicos y estadounidenses del Pacífico estaban ocupados por Japón. Hawái, Midway y la Isla de Pascua eran los únicos que no habían sido alcanzados por las garras del Imperio del Sol Naciente. El Gobierno de Chile pensaba que Isla de Pascua estaba demasiado lejana a los territorios que el Imperio del Japón pretendía atacar y no veía motivo para que invadiese la posesión chilena. Sin embargo, cuando el vicepresidente Méndez, el ministro de Relaciones Exteriores y el vicealmirante Julio Allard, comandante en jefe de la Armada, se reunieron con el embajador de Estados Unidos en Chile, Claude Bowers, comprendieron que la guerra era cuestión de días.

    —Señor vicepresidente, desde Washington me han informado que, si bien la isla no es un objetivo primordial, está dentro de los planes de invasión japoneses —advirtió el embajador al comenzar la reunión.

    —Pero me imagino que Chile no es objetivo, embajador —preguntó el vicepresidente, con un dejo de ansiedad por la respuesta que daría el diplomático.

    —Mire, manejamos varias posibilidades —respondió este, mientras entrelazaba sus manos—Una de ellas incluye a Chile, pues Japón buscaría acabar con el suministro de cobre para nuestra industria y ahí Isla de Pascua juega un papel crucial como base para un ataque a las costas de Sudamérica.

    —Entiendo —respondió con resignación Méndez.

    —Por tal, le informo que mi Gobierno ha dispuesto que le entreguemos una serie de armas para defender su litoral, en particular la zona norte. Sabemos el estado calamitoso de su defensa.

    El ofrecimiento hecho por el diplomático estadounidense venía como maná del Cielo. Sin este, ni siquiera se habría podido imaginar que se opusiese una resistencia. Ahora por lo menos había elementos para montar una defensa y oponerse a los japoneses.

    —Muy bien. Dispondré de la movilización del Ejército y el alistamiento de la Escuadra —respondió Méndez, quien hablaba con mayor tranquilidad luego del ofrecimiento estadounidense.

    —Excelente, señor vicepresidente. Además, el presidente Roosevelt me ha pedido que le pregunte qué fuerzas navales dispondría usted para una defensa de la costa de su país.

    El vicepresidente miró al vicealmirante Allard, para que fuese el marino quien diese una respuesta al embajador estadounidense.

    —Señor embajador, de momento contamos solamente con el acorazado Almirante Latorre, que requiere mejoras y reparaciones, por ejemplo, instalación de armas antiaéreas. El crucero Chacabuco no solamente es muy antiguo, sino que tiene muchas averías. Los demás destructores igualmente requieren reparaciones urgentes —respondió con frustración el jefe naval.

    —En realidad, para serle franco, embajador, no tenemos barcos para defendernos, ni tampoco petróleo —reafirmó con total sinceridad el vicepresidente Méndez.

    —Bueno, señor vicepresidente, disponga usted el envío de las unidades que requieran reparaciones urgentes al puerto de San Francisco. Si quiere envía la Escuadra completa. Aun cuando nuestros astilleros están a su máxima capacidad, el presidente Roosevelt me señaló que su flota puede ser totalmente reparada y actualizada para luchar. Se vienen días complicados, señor.

    —Pero, embajador, no podemos dejar la costa desguarnecida.

    —Desde Washington me señalaron que podían enviar buques a custodiar las costas mientras ustedes reparan los suyos. Con todo respeto, señor vicepresidente, da igual que usted mande o no a la flota, pues, si esta

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