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Vida de un soldado: Desde la toma de Valdivia a la victoria de Yungay
Vida de un soldado: Desde la toma de Valdivia a la victoria de Yungay
Vida de un soldado: Desde la toma de Valdivia a la victoria de Yungay
Libro electrónico443 páginas6 horas

Vida de un soldado: Desde la toma de Valdivia a la victoria de Yungay

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A diferencia de lo ocurrido con la Guerra del Pacífico, la Guerra contra la Confederación Perú-Bolivia (1836-1839) prácticamente no contaba con un relato de primera fuente. Este libro no solo es un testimonio directo del desarrollo del conflicto, sino que nos permite conocer aspectos inéditos de uno de los hechos de armas más significativos para el imaginario nacional: la batalla de Yungay, aquella que inauguró en nuestro país la figura del roto chileno. Además, como testigo privilegiado, Barrena Lopetegui nos relata diversos hechos de la historia de Chile que le tocó presenciar, como la batalla de Lircay, el desarrollo del comercio en Valparaíso y la experiencia de su formación en la escuela militar. De esta manera desfilan por estas páginas los nombres de Bulnes, Diego Portales, José Antonio Prieto y Bernardo O'Higgins, todos ellos conocidos directamente por el autor de estas memorias.
IdiomaEspañol
EditorialRIL editores
Fecha de lanzamiento26 jul 2023
ISBN9789560114013
Vida de un soldado: Desde la toma de Valdivia a la victoria de Yungay

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    Vida de un soldado - Jorge Molina Hernández

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    Vida de un soldado

    Desde la Toma de Valdivia (1820)

    a la Victoria de Yungay (1839)

    Investigación y edición

    de los manuscritos de

    Antonio Barrena Lopetegui

    Jorge Javier Molina Hernández

    Cap. Alta Mar MMN, Ing. E. MSc.

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    Vida de un soldado

    Primera edición: noviembre 2009

    © Jorge Javier Molina-Hernández

    Registro de Propiedad

    Intelectual Nº 83.748 (3-07-1992)

    © RIL® editores, 2009

    Alférez Real 1464

    750-0960, Providencia

    Santiago de Chile

    Tel. (56-2) 2238100 - Fax 2254269

    ril@rileditores.com • www.rileditores.com

    Composición e impresión: RIL® editores

    Ilustración de portada: «Batalla de Yungay (1839)»,

    óleo de Carlos Wood, cortesía del Museo Histórico y Militar de Chile

    Epub hecho en Chile • Epub made in Chile

    ISBN 978-956-284-676-9

    Derechos reservados.

    Prólogo

    De la Victoria es el nombre actual de una Plaza en Valparaíso y Victoria el de de una calle en el mismo puerto, de una calle en Santiago y de un pueblo en el Sur de Chile. Esos lugares, así como varios otros, recuerdan la Victoria en la Batalla de Yungay. Fecha memorable que permitió evitar la invasión de Bolivia a todo el Cono Sur de América y darle la libertad a Perú, situación que proyectaba el Protector Andrés Santa Cruz. Además fundamentó el desarrollo de Chile, lo que condujo 40 años más tarde a lograr otro gran triunfo por motivos diferentes, que se llamó la Guerra del Pacífico.

    Sin embargo esta última acción bélica obscureció el conocimiento de la anterior por varios motivos, entre los cuales podría mencionarse los escasos medios de prensa y comunicaciones que existían en esa época y por lo cual no quedaron registrados muchos antecedentes de interés, por otro lado las mayores dimensiones de los implementos o parámetros utilizados en la guerra del ’79. Esos detalles fueron tales que hicieron opacar lo anterior.

    Al desarrollarse la Historia, siempre hay que considerar los cimientos precedentes, así como las circunstancias pasadas, esto es como la evolución de una rueda en que cualquiera parte de su movimiento tiene su origen en otra acción anterior. Por lo tanto este libro se inicia en los comienzos de la Patria que dieran origen al famoso «roto chileno», que se formó definitivamente con la inefable Victoria que se trata.

    Ahora bien, ha sido una suerte la del autor el recibir de su madre, por mayorazgo, apuntes inéditos de su tatarabuelo, escritos de su puño y letra. Don Antonio nació en Valdivia en 1820, pocos meses después de la toma dirigida por Lord Cochrane. Diecinueve años después ascendió a capitán de Ejército por los méritos de su participación en la Batalla de Yungay. ¿Qué mejor fuente de información que sus escritos? –la Academia de Historia Militar de Chile confirmó la veracidad de las fechas y asertos diversos relatados en este trabajo–.

    Conocer las realidades ocurridas en el país desde los primeros años es difícil de lograr debido a los escasos escritores participantes en los hechos; así, los primeros renombrados historiadores de Chile tuvieron el gran problema de obtener fuentes poco fidedignas y pocas narraciones verbales, salvo de personas de edad de familias distinguidas o de extranjeros de paso en el país, para basar sus escritos.

    Es por eso que el escritor y familia destacan a su antecesor don Antonio Barrena Lopetegui, agradeciendo sus apuntes, los que han permitido también tener una idea de Chile en sus comienzos, mediante múltiples observaciones y narraciones muy oportunas en la celebración del Bicentenario de Chile. Situación que permite concluir que los chilenos nunca han cambiado sino que han evolucionado como el símbolo de la rueda y es de esperar que su futuro sea siempre promisor. La batalla de Yungay debe ser recordada ya que permitió obtener la libertad de Perú cuando Bolivia pasaba por momentos difíciles, siendo ambos países hermanos y vecinos.

    Este libro sobre la Vida de un soldado está dedicado por el autor a su hija, Arquitecta Paola Isabel Molina O’Ryan, en Santiago de Chile, 2009.

    Jorge Javier Molina-Hernández

    Capítulo I

    En mi primera edad

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    1. Repasando la historia

    Si abres la historia de Chile, escrita por don Claudio Gay, verás que en julio de 1544 arribó a Valparaíso el afamado marino genovés Juan Bautista Pastene en un buque de su propiedad, con el ánimo de explorar las costas de Sudamérica. Vale decir que esto sucedió apenas siete años después del descubrimiento de Chile por don Diego de Almagro, que fracasara en su continuidad desastrosamente, y cuatro años escasos desde que don Pedro de Valdivia llegara a los márgenes del Río Mapocho, tomando posesión del territorio a nombre del Rey de España y fundando la ciudad de Santiago al pie del cerro Huelén, denominado posteriormente Santa Lucía.

    El arrojo temerario de Valdivia, así como su desmedida ambición no serán jamás suficientemente enaltecidos, pareciendo imposible el haber podido acometer semejante empresa con los escasos elementos de que pudo disponer. Ciertamente no se comprende como venció tamañas dificultades con solo 150 hombres de armas, aparte de mujeres y niños, más algunos indios que no pudieron servirle mucho para la larga y muy difícil travesía por la costa, llena de accidentes geográficos, o por desiertos, entre otros inconvenientes. Y esto sin tomar en consideración la resistencia asidua que le oponían los indios soberbios de Chile, defendiendo la integridad de su territorio y su independencia. Pero los españoles de aquella época fueron hombres de gran temple, por más que a tan aventuradas conquistas los arrastrara la insaciable sed de riqueza o el más remarcado fanatismo.

    Fundada la ciudad de Santiago, el 12 de febrero de 1541, por el inquieto gobernador Valdivia, este deseoso de extender sus conquistas no pudo recibir sino con entusiasmo la noticia del arribo de la nave de Pastene. En consecuencia se trasladó a Valparaíso, hizo sus arreglos escriturados con ese navegante y lo nombró su Lugarteniente de Marina, para que explorase la Costa del Sur y tomara posesión de los lugares que visitara, declarándolos de pertenencia Real. Entregó Valdivia a Pastene una bandera con las Armas Imperiales a un lado y al otro la del Gobierno Colonial¹, recibiendo de aquel jefe el juramento de desempeñar fiel y lealmente su cargo y obligaciones que le fueron demarcadas, con lo cual se dio orden de hacerse a la vela próximamente.

    El 4 de septiembre de 1544 zarpó la expedición de Pastene, compuesta por dos bajeles, desde el puerto de Valparaíso y encaminándose al Sur. A los veintiséis días estuvo de vuelta, habiendo arribado en su excursión a una bahía que llamó «Puerto de San Pedro», y enseguida a otro lugar más al Norte, que denominó «Puerto de Valdivia», en obsequio al Gobernador.

    Las atenciones de Valdivia a esos sucesos fueron de gran naturaleza, pero hubo de retardar su reconocimiento personal de aquellos lugares, ya sea por falta de auxiliares, o por extender y proteger las conquistas que hacía en aquella dirección. Pero en 1551, habiendo recibido refuerzos de alguna consideración desde el Virreinato del Perú, emprendió su proyectado viaje al Sur a la cabeza de 220 españoles, con los que fue reforzando las pequeñas poblaciones, o más bien guarniciones, que había escalonadas y estableciendo otras nuevas.

    De esta manera llegó a la desembocadura del Río Calle-Calle, que forma la bahía a la que Pastene en su primer viaje bautizó con el nombre de Valdivia². El Gobernador reconoció las ventajas del lugar y levantó allí la nueva población, conservando el mismo nombre que le diera Pastene.

    «Destacando en forma especial,» dice Gay, «con exquisito esmero atendió el Gobernador a la prosperidad de este pueblo de su nombre, y esta preferencia la justificaba una posición de las más hermosas existentes, de las mejores socorridas y que parecía brindar cuantos elementos fueran de menester para prosperar segura y rápidamente, quedando además defendida por una extensísima bahía muy protegida y libre de toda invasión naval a merced de algunos fortines, por insignificantes y débiles que fuesen. Valdivia era, por decirlo así, la puerta a todo el mar austral y podría servir de punto de reunión a cualquiera armada que las circunstancias guiaran hacia esa región, o de abrigo a las que huyendo de un revés o contratiempo vinieran a refugiarse en ella».

    Conveniente fue, por lo tanto, que Valdivia persiguiera con tanto empeño la utilización de los importantes recursos que la naturaleza le ofrecía, y por lo mismo precavido se decidió a armarla contra el porvenir, fundando su puerto en medio de dos budiales que lo tenían resguardado, y dotándolo de un mayor número de moradores que otras ciudades establecidas, si exceptuamos la de Santiago.

    Hizo el Gobernador nuevas incursiones más al Sur, pero volvió a Valdivia para dictar las providencias que estimó necesarias, dejando finalmente un plantel de cien moradores y continuando su regreso a la Capital donde eran reclamados sus servicios.

    La colonia de Valdivia atravesó por muchas vicisitudes durante la dominación española, pero siempre salvó de las dificultades que encontraron otros pueblos que, al encontrarse más al interior y sin medios de defensa, no pudieron soportar los constantes asedios de que era objeto, siendo muchos de ellos destruidos y vueltos a instalar, mientras que algunos desaparecieron para siempre al paso de los rudos ataques de los araucanos. Tampoco faltaron invasiones extranjeras en Valdivia, entre otras la del comandante Hendrik Brower al mando de una flota holandesa en 1640, que no tuvo resultados al no encontrar el apoyo esperado de los naturales para atacar a los españoles y en 1671 una fragata inglesa de 40 cañones hizo desembarco de tropas que fueron abatidas por la guarnición³.

    La importancia que todos reconocían al Puerto de Valdivia, los ataques de que había sido objeto, el interés que los españoles tenían en su conservación, reconociéndolo como la llave del Pacífico al término de la región Austral, despertó cada vez más su vigilancia. Así fue como la Gobernación de Chile hizo esfuerzos por mantener ahí una guarnición sobredimensionada y por lo tanto hubo que realizar sacrificios pecuniarios para fortificarlo, estableciéndose allí una verdadera plaza de armas. Pero lo exiguo de las rentas de la Colonia habría sido muy insuficiente para tal objeto si el virreinato del Perú, igualmente interesado en la conservación de un punto tan ventajoso, no hubiera contribuido directamente en la defensa que se instaló. Es de advertir que la construcción de los fuertes demandó la participación de ingenieros muy competentes, así como de fuertes sumas de dinero para su financiamiento, pues la defensa se compuso de siete fortalezas escalonadas en la ría, trabajadas con todas las reglas del arte y contando con una solidez a toda prueba.

    Por mucho que esta narración parezca incompleta o reiterada, he creído en justicia hacerla, ya que Valdivia fue el lugar donde Dios permitió dejarme ver la luz, aumentando así la gran masa que llamamos «la humanidad».

    Al tratar de verificar mi ascendencia debo reconocer que en nuestro país damos muy poca importancia al conocimiento de nuestros antecesores, y también debo avergonzarme de conocer bien poco de los míos, porque cuando quise saber algo al respecto ya había desaparecido mi madre y otros parientes que pudieran darme tan interesantes e importantes datos.

    Mi bisabuelo, un señor Lopetegui proveniente de Bilbao, era casado con la señora Villar y, establecidos en Santiago, tuvieron cuatro hijos: mi abuelo don José; doña Ignacia que se casó con un señor Squella, español, dejando una numerosa sucesión; don Juan, abogado que se casó en Chillán con una señora Soto Aguilar y dejó sucesión; y don Juan Gualberto que se casó en Talca con doña Antonia Albano, sin dejar hijos. A los tres últimos los conocí y me consta que murieron muy ancianos. Los varones habían sido educados en Lima. Según dijo doña Ignacia, los bienes de nuestros bisabuelos eran una chacra en las puertas de Santiago, una casa espaciosa en la Plazuela de la Compañía, hoy los Tribunales de Justicia, además mucha vajilla de plata y algún dinero.

    A fines del siglo XVIII se estableció en Valdivia don José Lopetegui Villar, sujeto bien parecido, recomendable por sus excelentes costumbres y buena educación. Hacía la carrera comercial con un negocio propio y el resultado que obtenía era ventajoso. Por lo tanto alcanzó una reputación aventajada y fue considerado en el pueblo como uno de los mejores vecinos. En estas condiciones la sociedad de Valdivia le abrió sus puertas y muy pronto pudo fijar sus miradas en doña Francisca Mena, joven activa, muy alegre, nacida en Valdivia, con padres españoles pertenecientes a una de las familias más respetables del lugar, conquista nada despreciable del joven Lopetegui al verse correspondido y aceptado por la familia que gustosa vio consumarse el matrimonio. De esta feliz unión nacieron tres hijos varones y cuatro mujeres siendo una de las menores doña Juana María, que destaco en primer término por ser mi madre.

    La educación que recibió esta familia estuvo muy lejos de parecerse a la que hoy se da en las más remotas aldeas de Chile. No había entonces en Valdivia más que una miserable escuela para hombres, donde se enseñaba a leer, escribir y contar, haciendo uso de las cuatro primeras operaciones de aritmética. En cuanto a las mujeres, los padres creían muy suficiente para su educación el conocimiento de labores de aguja, el tejido de medias de lana y los quehaceres domésticos, incluso el arte de la cocina. Lo anterior formaba la educación completa de la mujer en aquella época, y cualquier otro conocimiento, como el de la lectura y escritura habría sido motivo de escándalo, puesto que en ese caso «las niñas ojearían libros perversos, prohibidos por la Iglesia y sostendrían correspondencia con los jóvenes…».

    No nos extrañamos ahora de esa conducta, al saber la influencia que en ese tiempo ejercía la iglesia en sociedad, que justamente dirigía la educación según severas normas establecidas, tratando de amoldar las conciencias a su voluntad. Don José Lopetegui Villar, aunque de bastante buen juicio, era timorato y un tanto entregado a las prácticas religiosas. Cada mes hacía una confesión general y se daba el gusto de escribirlas, guardando cuidadosamente esos apuntes como para confirmar su fe o hacer descansar su espíritu en el deber cumplido. Dados estos antecedentes se puede comprender la severidad con que este caballero observaba las buenas costumbres de entonces y las inculcaba en sus hijos.

    Pero sucede frecuentemente que aquello que más quiere ocultarse a nuestra razón es lo que despierta con mayor ahínco nuestro interés, estimula nuestros sentidos y por lo cual concluimos con revelarnos y quebrantar los preceptos. Esta condición de la humanidad sucede hoy y ha sucedido en todos los tiempos.

    El señor Lopetegui tenía relaciones comerciales en Lima, lugar de donde recibía mercaderías. En una ocasión encargó y recibió de esa capital una esclava para su servicio, la que era joven y bastante aguda, ya que sus dueños en Lima se habían tomado el trabajo de educarla, siendo entendida en lectura y escritura. Las hijas del señor Lopetegui, más o menos de la misma edad que la muchacha, no la miraron ya como una esclava sino más bien como una compañera. Bien que con toda reserva le brindaron un trato familiar, que la muchacha hacía interesante con su saber y conocimiento de la gran ciudad de Lima, «Ciudad de los Reyes», como entonces se la llamaba.

    Gran extrañeza causó la muchacha con su expedición en la lectura y escritura, y tan del agrado de las niñas fueron esos conocimientos que se convino en que les daría lecciones cada día, en horas en que no pudieran ser sorprendidas. Así continuaron por mucho tiempo, la esclava contenta de propagar su instrucción y las discípulas tan interesadas que asimilaron bien las lecciones. Lo curioso fue que pudieron completar su aprendizaje sin que lo revelasen durante ese tiempo y sin que los padres lo descubrieran; no sé si tan adelantada y sorprendente educación en esa época llamara la atención hacia esa familia en forma especial.

    Pero lo cierto es que todas las niñas, jóvenes aún fueron muy solicitadas y en corto tiempo cambiaron de estado, siendo la primera la de mayor edad, doña María, que contrajo matrimonio con don Rafael Pérez de Arce. Este caballero, nacido en Valdivia, era de una familia distinguida y tuvo el honor de contar entre sus parientes al Padre Camilo Enríquez, su tío, el primer patriota que levantó en este país una imprenta, donde se publicó el periódico la Aurora de Chile, cuyo primer número salió a luz el 13 de febrero de 1812.

    Pero, apartándome un tanto del tema, debo decir algo sobre ese chileno distinguido que fue el padre Camilo Enríquez:

    Como el título que lo encabezaba, su periódico difundió la luz, trató cuestiones de alta importancia para la nación y sembró con éxito la semilla que tan preciosos frutos dio a recoger a los Padres de la Patria. Y no contento con esto más tarde tuvo ocasión para manifestar también su acendrado patriotismo, cuando éramos regidos por un gobierno nacional e independiente.

    La Batalla de Chacabuco, que dio el golpe de gracia al dominio español el 12 de febrero de 1817, le valió posteriormente al General O’Higgins, que mandaba el Ejército Libertador, el título de Dictador. Por espacio de seis años gobernó el país, pero las dificultades que había que superar para su organización, la falta de auxiliares competentes, las aspiraciones que despertó un período tan largo de guerra permanente, la discordia que no cesaba de promover el partido realista y muchas otras causas, trajeron por consecuencia el despotismo.

    Pero el pueblo, que no había perdonado medio para obtener su libertad del yugo español, que tanta sangre generosa le costara, se rebeló contra esa situación y en un momento dado, el 28 de enero de 1823 se convocó en las puertas del Consulado de Santiago⁴, para tomar cuenta al Dictador.

    Este se presentó arrogante, prevalido de muchos méritos que como guerrero tenía contraídos, e interrogó al pueblo sobre el motivo que allí le traía. La inesperada presencia de O’Higgins y la altivez con que apostrofó la multitud, lo impuso de tal manera que no atreviéndose nadie a contestar estuvo a punto de fracasar el pensamiento.

    Mas el corazón de Camilo Enríquez era más grande y sin amedrentarse tomó la palabra a nombre del pueblo, le reprochó su conducta gubernativa y le pidió, como un acto de patriotismo, la dimisión a su dictadura. Alentados los presentes por el ejemplo del Padre Camilo, recordaron su propósito, volvió la reflexión y arrostraron con valentía las consecuencias del acto que habían promovido. Sus esfuerzos recibieron el premio deseado, O’Higgins tras las puertas del Consulado dimitió al mando.

    El Padre Camilo Enríquez dedicó todos sus momentos disponibles al desarrollo y progreso de toda idea importante, de todo progreso nacional, actuando siempre desinteresado, siempre con abnegación. No obstante este hombre notable pasó casi desapercibido entre sus contemporáneos, y entre nosotros casi olvidado. Si tenemos de él un retrato a carboncillo, que aparece en el libro Galería de hombres célebres, es debido a una casualidad.

    El doctor en medicina, don Antonio Torres, casado con una sobrina del padre Camilo, fue llamado a asistir a una enferma en la Pampilla de Santiago⁵. La habitación era de un rancho pobrísimo, y la enferma era una zamba anciana, que el doctor principió por examinar. Pero antes de terminar su examen le llamó la atención el retrato del Padre Camilo que se encontraba colgado en una de las paredes de esa habitación. Torres conoció personalmente a Enríquez, así es que fue tan grande la alegría que le ocasionó el hallazgo que interrumpió su examen para indagar sobre la procedencia del retrato y concertar su compra. La zamba le indicó que habiendo sido esclava del Padre, le tocó asistirlo hasta su último momento antes de morir, recibiendo de él ese obsequio y su libertad. Torres finalmente pagó a la zamba un cuarto de onza por el retrato, la asistió gratuitamente y se fue contentísimo con tan valiosa adquisición.

    Vuelvo atrás, repitiendo que las hijas de don José Lopetegui llamaban la atención de los jóvenes, o como hoy decimos: ¡Hacían furor! Efectivamente, aún no había transcurrido un año del casamiento de doña María, cuando también fue pedida la mano de doña Juana María por don Bernardino Antonio Barrena.

    Este sujeto era de origen español, vasco nacido en Villa Bermeo. Valiéndome de mi buen amigo Antonio Acharán, que lo conoció poco después de llegar a Lima, mi padre era entonces «un joven de unos veinticinco años, alto, bien formado, morrudo, blanco, rubio, buen mozo, en fin alegre, buen guitarrista y excelente jugador de pelota, como buen español de entonces». Por otros informes supe también que era bien educado y muy entretenido en el dibujo, principalmente en acuarela, con cuyos ensayos o entretenimientos ganaba admiración. Se ocupaba en el comercio, protegido por un acaudalado y empezaba a formar un pequeño capital.

    Doña Juana María apenas contaba con diecisiete años de edad, era bien parecida y simpática sin ser hermosa, de carácter dulce y un tanto sentimental. Modesta y recatada, esmerada en el aseo de su persona y afecta a la vida devota, se ganaba el afecto de cuantos la trataban y la distinguían de las demás con el nombre de «La Beatita».

    Todos estaban gustosos con ese desenlace. La boda se llevó a efecto el 21 de junio de 1819 y de esa unión tuvo origen mi existencia. Vivieron felices los nuevos desposados, embriagados por el arrullo amoroso del más profundo y recíproco cariño. Tanta confianza tenían en el porvenir, como tranquilos y dichosos eran los días por los que atravesaban. No obstante los acontecimientos iban a ser de otra manera y cual otra «Espada de Damocles» pendía sobre sus cabezas una funesta sentencia, cuya ejecución la verían pronto realizada.

    Las pequeñas contrariedades que surgieron entre mis progenitores provinieron del genio violento de mi padre, o como decimos hoy, de su temperamento nervioso. Pero eso sucedió rara vez y mi madre lo recordaba. Por ejemplo, poniéndose una camisa limpia la encontró con un botón menos y la rompió hasta inutilizarla. Pero satisfechos esos desahogos, inmediatamente volvía la calma, reflexionaba juiciosamente e indemnizaba a mi madre de ese mal momento con sus caricias. Fuera de esas genialidades mi padre fue muy cumplido en la vida doméstica, lo mismo en su trato con otras personas. Yo disimulo aquellas faltas, porque habiéndomelas legado por herencia, las he manifestado muchas veces, sin poder sobreponer a ellas la razón con la que chocan.

    Aunque Chile estaba envuelto en una verdadera conflagración en la época a que me refiero, el pueblo de Valdivia era un tanto apartado del trato comercial con el resto del país, ya que conservaba relaciones con Lima. Además no tomaba parte en los acontecimientos políticos que se desarrollaban en la Metrópoli. Por eso, los sucesos ya prósperos o adversos llegaban a ser noticia con mucho atraso, pero siempre de preferencia los que eran favorables a la causa del Rey.

    Por lo demás, había allí una guarnición de tropas españolas que en número de mil hombres, más o menos, hacía el servicio y tenía a su cargo la defensa de cinco fortalezas, perfectamente artilladas y pertrechadas. De esta manera la población de Valdivia, que era en su mayor parte española o adicta a esa causa, vivía bastante tranquila, descansando según ellos en los elementos de defensa que los amparaba. Es decir, se trataba de gentes de algún valer, ya que habían tantas personas que entonces no tenían idea de la causa por la que se luchaba. Pero toda esta calma y bienestar se convirtió en una pesadilla, en desaliento y en terror pánico, al saberse que Lord Cochrane, marino inglés arrojado hasta la temeridad, al mando de una escuadrilla chilena, se proponía realizar un desembarco en aquellas playas.

    Contribuía a aumentar los temores de aquella población un resultado desgraciado en los encuentros de armas que se esperaba y la conciencia que tenían los españoles de indignos procedimientos que se realizaban con los «insurgentes», como se llamaba a los patriotas, siempre que se les vencía en los campos de batalla o cuando se les declaraba sospechosos a la causa del Rey. En tales casos no sólo se perseguía, encarcelaba y expatriaba a los más afortunados, es decir a aquellos que no se sorprendía con armas en la mano, sino que en muchos casos había insurgentes que sufrían toda clase de vejámenes en sus personas y en sus familias, incluso el secuestro de los bienes de que eran dueños.

    Esta cruel conducta despertó naturalmente un encono profundo y retempló el patriotismo en los chilenos que, valientes sin tan poderoso estímulo, se convirtieron en fieras que no se ensañaban en obstáculos sino en el fin que coronaba sus victorias, y así heridos hasta en las fibras más sensibles del corazón, se hicieron crueles como sus adversarios.

    Esto motivó la inmigración de muchos españoles de Valdivia. Entre ellos uno fue mi padre, cuyo espíritu se amilanó tanto que no bastó, para cambiar su determinación, ni la confianza que mi abuelo se empeñaba en difundirle como patriota decidido, ni el extremo cariño que a mi madre le tenía. Y tanto más, cuando su joven fantasía era halagada por el conocimiento que tenía de que luego haría gala del respetable título de padre. Pero nada fue bastante para desimpresionarlo del temor que abrigaba y para no sufrir menoscabo en sus intereses, vendió su negocio y se embarcó para Lima, donde estableció otro negocio en sociedad con un chileno de apellido Aguayo.

    Indecible fue el desconsuelo de mi pobre madre, separada inesperadamente de su querido esposo. Se creía débil y desamparada, faltándole su apoyo de inapreciable valor para ella, que su corazón le anunciaba que iba a perder para siempre. Aunque tan joven, con el tiempo buscó consuelo en su resignación y se entregó a la memoria de aquel, cuyo recuerdo sentía vivir en sus entrañas. Sus padres que tanto la amaban, la llevaron a su lado durante la ausencia de su esposo, que se creía de corta duración. Hacían materialmente lo posible por distraer su pesar, el cual debía ser intenso, como poco comunicativo y concentrado era su carácter.

    Muchas veces me tocó el ser testigo de pesares que escondió en su pecho y que se relevaban nada más que a personas que la conocían íntimamente, al sorprender en sus simpáticas y agradables facciones síntomas de una tristeza que se esforzaba en ocultar. Pero no se dejaron esperar los acontecimientos que tenían preocupados a los vecinos de Valdivia.

    2. La toma de Valdivia y los primeros tiempos posteriores

    El 2 de febrero de 1820, Lord Cochrane al mando de una escuadrilla de tres buques arribó a la costa de Valdivia y ordenó el desembarcó de las tropas que conducía. Eran trescientos hombres, entre infantes y soldados de marina, los primeros mandados por el mayor don Jorge Beauchef y los otros por el mayor don William Miller. Estos jefes impuestos del plan acordado emprendieron su marcha por cerros escabrosos y difíciles senderos, para dar asalto a la primera fortaleza, mientras Cochrane en su buque observaba desde el río.

    Ninguno de esos jefes desconocía la magnitud de la empresa. Iban a atacar a fuerzas más numerosas, mejor disciplinadas y defendidas por fortalezas de primer orden, y aún no sabían el lado vulnerable y ventajoso por donde asaltarlas. Sin embargo, confiaban en su propio valor nunca desmentido y los alentaba la brillantez del triunfo inaudito. Con tanta fe en la justicia de la causa que defendían, tanta abnegación y patriotismo, hubieron de alcanzar el más espléndido triunfo que coronara a los más

    atrevidos guerreros.

    Efectivamente, hacia el anochecer atacaron y se hicieron

    dueños de los fuertes Del Inglés y de San Carlos. Los defensores huyeron despavoridos para refugiarse en las próximas fortalezas, pero fueron seguidos de cerca y se tomaron los fuertes y baterías de la Avanzada, Barro, Amargos y Chorocamayo, hasta llegar al Castillo de Corral, entrando en este último casi a la vez. Así en orden sucesivo mataron, aprisionaron y se encontraron al día siguiente en posesión de todas las fortificaciones y de la plaza de Valdivia.

    Así fue que, decidiendo aprovechar sin demora el triunfo obtenido en la noche anterior, Cochrane entró en el río con la Montezuma y el Intrépido. Al amanecer del día 4 la Montezuma pasó por delante de los fuertes de Niebla y Mancera, y junto al bergantín Intrépido fondearon bajo los fuegos de Corral, sin experimentar más daño que dos balas que tocaron el bergantín. Inmediatamente se embarcaron las tropas en esos dos buques con el objeto de entrar al río y tomar posesión del cuartel general del enemigo en la Batería del Piojo, pero apenas se había tesado vela cuando apareció la fragata O’Higgins frente al Morro Gonzalo, en la boca de la bahía, y al verla la guarnición abandonó sus obras, huyendo precipitadamente.

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    Sobre este hecho de armas, dice Lord Cochrane en el parte que pasó al Gobierno con fecha 10 de febrero de 1820:

    El éxito de la empresa sobre Valdivia ha sido completo, como yo lo prometía. Las formidables fortalezas y baterías que habrían desafiado el ataque descubierto del más poderoso armamento naval han caído. El golpe fue repentino e inesperado porque se ejecutó con tanta rapidez por cuanto había sido secreta su concepción.

    Aunque modesto, Cochrane revela en su informe la importancia de aquel acontecimiento. A lo mismo Vicuña Mackenna hace una narración en estos términos:

    La captura de los castillos de Valdivia es uno de los acontecimientos más memorables de nuestra historia, porque no sólo fue un hecho de armas tan atrevido como feliz, sino porque fue más que eso, fue un hecho de genio. Aquellas montañas inaccesibles, aquellos senderos impracticables, aquellas murallas obra de siglos de labor, protegidas por centenares de cañones y soldados, aquella gigantesca cadena de granito y bronce con que la celosa España había pretendido cerrar para siempre la entrada del Pacífico a las potencias marítimas de Europa, todo iba a ceder, no a influjos de un puñado de bayonetas insuficientes en casos ordinarios para guarnecer o atacar el más pequeño de aquellos reductos, sino delante del genio de un hombre…

    Es de suponer el trastorno que ocasionó este suceso tan repentino e inesperado. La población casi en masa huyó de Valdivia para ocultarse en las montañas, temiendo el desenfreno de una soldadesca victoriosa. Don José Lopetegui hizo los mayores esfuerzos para contener la gente, tratando de persuadirla de que nada tenían que temer, pero su voz fue impotente y hasta su propia familia siguió aquella corriente impetuosa. Don José, sin embargo, fue uno de los pocos que permanecieron tranquilos. Lleno de regocijo esperaba en la puerta de su casa la entrada de sus compatriotas, para celebrar el éxito con ellos y felicitarlos por el triunfo de la causa a la cual era muy adicto. Pero estaba decretado en los arcanos del destino que las cosas sucedieran de otra manera.

    Unos cuantos soldados patriotas, deseosos de hacer su botín abandonaron las filas y entraron los primeros en la Plaza. Don José Lopetegui los vio, los llamó y entró en conversación con ellos tomando algunos informes, pero desgraciadamente usaba un anillo con un diamante el cual al ser visto por uno de esos soldados despertó sus perversos instintos, entrando en deseos de poseer aquella alhaja. No tardó tanto en concebir la idea como en ejecutarla. Preparó su fusil y le disparó un balazo en el pecho derribándolo muerto instantáneamente y se abalanzó sobre el anillo. Pero como no pudiera sacarlo porque parecía estrecho, tal vez por alguna contracción nerviosa, cortó el dedo y se hizo dueño del anillo, abandonando el lugar.

    Este fue el fin trágico de mi abuelo, el mejor vecino del pueblo y el patriota más decidido. Confió demasiado en sus cualidades y su natural bondad no le permitió siquiera sospechar el más ligero ultraje que pudieran inferirle. Esta muerte trajo por consecuencia bastantes desgracias a la familia, la que quedó abandonada y sin recursos, ya que la casa fue saqueada como muchas otras por los vencedores y aún por gente del lugar.

    Una vez que Beauchef entró al pueblo, puso orden con su tropa, se hizo cargo de la Gobernación y lamentando las desgracias ocurridas volvió la calma a su estado normal. Las familias abandonaron los bosques en que se refugiaron durante las horas aciagas y todas ellas tuvieron que llorar pérdidas de más o menos consideración. Cochrane visitó a mi abuela, doña Francisca Mena y le manifestó su pesar por la muerte de su esposo, ofreciéndose para solicitar del Gobierno una pensión, la que efectivamente alcanzó, gozándola durante el resto de su vida.

    Si los acontecimientos referidos fueron un desastre para mi familia, para mi madre fueron motivo de un profundo dolor. Antes lloraba la separación del esposo amado, abrigando la esperanza de volver a verlo, ahora tenía que agregar a su infortunio el verse huérfana de su padre, quien se esmeraba por consolarla de su aflicción y por lo tanto quedaba destituida de recurso, con la pérdida del protector de quien todo lo esperaba. Todo se agolpaba en su imaginación en tan angustiosos momentos, atormentando su espíritu por otra parte con los sufrimientos físicos ocasionados durante el refugio que buscaron en la montaña, temiéndolo todo. Y tanto más sufrió ella en la situación avanzada de su embarazo, casi próxima a ser madre.

    Beauchef supo calmar los espíritus intranquilos de aquellos habitantes, poniendo orden general y dándoles la seguridad de que la guerra no volvería a tomar asiento en esa región, puesto que los españoles eran batidos en toda la República. En confirmación a este aserto, el 3 de mayo de 1820, ocurrió el triunfo chileno en la «Acción de Foro».

    Los españoles que habían logrado escapar en la Toma de Valdivia se organizaron en buen número poco después en el pueblo de Osorno, aumentaron sus filas con los adictos a la causa y se proponían recuperar las posiciones perdidas. Pero los patriotas en conocimiento de aquella determinación fueron a su encuentro, aunque eran muy inferiores en el número de sus fuerzas. Entonces los atacaron y lograron obtener su derrota, asegurando definitivamente la posesión de Valdivia.

    El tiempo, que generalmente cura las heridas más profundas del alma cicatrizaba poco a poco las que tenía mi madre, contribuyendo más todavía una carta de mi padre, en que reiterándole su acendrado cariño, la alentaba en la

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