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Historia de la revolución española: 1808 - 1874 Volúmen 2
Historia de la revolución española: 1808 - 1874 Volúmen 2
Historia de la revolución española: 1808 - 1874 Volúmen 2
Libro electrónico1491 páginas23 horas

Historia de la revolución española: 1808 - 1874 Volúmen 2

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Historia de la Revolución Española es un libro de ensayo histórico de Vicente Blasco Ibáñez. Como su nombre indica, relata de forma ficcionada los sucesos más relevantes a nivel político y social que abarcan desde la Guerra de la Independencia a la Restauración en Sagunto. El presente es su segundo volumen de tres.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento11 feb 2022
ISBN9788726509557
Historia de la revolución española: 1808 - 1874 Volúmen 2
Autor

Vicente Blasco Ibáñez

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) was a Spanish novelist, journalist, and political activist. Born in Valencia, he studied law at university, graduating in 1888. As a young man, he founded the newspaper El Pueblo and gained a reputation as a militant Republican. After a series of court cases over his controversial publication, he was arrested in 1896 and spent several months in prison. A staunch opponent of the Spanish monarchy, he worked as a proofreader for Filipino nationalist José Rizal’s groundbreaking novel Noli Me Tangere (1887). Blasco Ibáñez’s first novel, The Black Spider (1892), was a pointed critique of the Jesuit order and its influence on Spanish life, but his first major work, Airs and Graces (1894), came two years later. For the next decade, his novels showed the influence of Émile Zola and other leading naturalist writers, whose attention to environment and social conditions produced work that explored the struggles of working-class individuals. His late career, characterized by romance and adventure, proved more successful by far. Blood and Sand (1908), The Four Horsemen of the Apocalypse (1916), and Mare Nostrum (1918) were all adapted into successful feature length films by such directors as Fred Niblo and Rex Ingram.

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    Historia de la revolución española - Vicente Blasco Ibáñez

    Historia de la revolución española: 1808 - 1874 Volúmen 2

    Copyright © 1890, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726509557

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    CAPITULO PRIMERO

    1820

    La columna expedicionaria de Riego.—Su marcha por Andalucía.—Entrada de Riego en Málaga.—Mal estado de sus tropas.—Su entrada en Córdoba.—Completa dispersión de la columna.—Apurada situación de Quiroga.—Inesperada sublevación de La Coruña.—Exito de los revolucionarios.—Impresión que produce en toda España.—Pavor que se apodera del gobierno.—Se subleva Aragón á favor de la libertad.—La revolución en Cataluña.—Triunfo de la libertad en todo el principado.—Entra Mina en Navarra.—Llamamiento que hace á sus antiguos soldados.—Su entrada triunfal en Pamplona.—Sucesos de Cádiz.—Los generales Freire y Villavicencio.— Comisión que envía Quiroga á Cádiz.—Atropellos y asesinatos que cometen las tropas realistas.—Crítica situación de Fernando y su gobierno.—Estuerzos que hace por detener la revolución. —Sublevación del conde de La Bisbal en Ocaña.—Agitación del pueblo de Madrid.—Vagas promesas de Fernando.—Crece la agitación revolucionaria.—Reconoce Fernando la Constitución de 1812.—Humillación que el pueblo hace sufrir al rey. —La revolución de 1820 y la revolución francesa.—Comisionados populares.—Nombramiento por aclamación del Ayuntamiento de Madrid.—Jura en sus manos el rey fidelidad á la Constitución.—Escena entre Fernando y el pueblo.—El hijo del general Lacy. —La Junta consultiva ó sea el gobierno provisional.—Sus primeros actos.—Célebre manitiesto de Fernando.—Famosa alocución del infante D. Carlos.—Las juntas revolucionarias y la tendencia federal de las provincias españolas.—La revolución en Valencia.—El condede Almodóvar.—Miedo de Elio.—Queda éste prisionero en la cindadela.— Disposiciones del gobierno provisional.—Acierto que demuestra en ellas.—Presenta al rey un ministerio definitivo.

    A principios del mes de Febrero, una columna de tropas no muy numerosa recorria Andalucía por su parte baja y conmovía las poblaciones por donde pasaba con sus vivas á la libertad y una canción entonces completamente desconocida, pero que por el tiempo había de convertirse en el verdadero himno nacional.

    Era una columna expedicionaria del ejército sublevado, que entonando el himno de Riego marchaba denodadamente á través de un país hostil, propagando con su valor los sublimes ideales á cuyo servicio había puesto sus armas.

    La acogida que aquellos soldados de la libertad alcanzaban en los lugares por ellos visitados, era diversa según el carácter de sus habitantes; en unas partes recibían delirantes ovaciones, en otras simples demostraciones de respeto; pero en todas notaban que no había quien protestara en nombre del absolutismo y con las armas en la mano intentara repelerles.

    Seis años de régimen despóticos habían afligido de tal modo al país, que hasta los más indiferentes se interesaban porque pronto cayera para siempre el gobierno tiránico y desmoralizado de la reacción.

    La columna revolucionaria marchaba sin oposición por el país; pero nadie se unía á ella y tenía que contar unicamente con los recursos que pudiera proporcionarse, lo que aumentaba el mérito de aquellos soldados que con sus pisadas hacían que se bamboleara el trono del rey absoluto.

    Riego, comprendiendo que para que la revolución no se perdiera era necesario salir pronto de la inacción en que Quiroga tenía al ejército sublevado, después de hacer algunas pequeñas é infructuosas expediciones por los alrededores de San Fernando, determinó efectuar otra más importante, propagando con ella la insurrección en las ciudades de Andalucía y las tropas en ellas acantonadas, y el 19 de Enero salió de la Isla al frente de una columna que contaba aproximadamente mil quinientos hombres y en la que figuraba el comandante don Evaristo San Miguel.

    Dirigióse Riego primeramente á Algeciras, donde fué recibido con aplausos tan entusiastas como infructuosos, y en dicho punto permaneció hasta el 7 de Febrero, sin lograr otro resultado que algunos recursos que le proporcionaron desde Gibraltar los emigrados liberales y los ingleses que se interesaban por nuestra regeneración política.

    Cuando Riego salió de Algeciras vió que era ya imposible volver á San Fernando, pues el general Freire, enviado por el gobierno, se había interpuesto entre él y Quiroga, teniendo bloqueada la Isla por la parte de San Fernando.

    Era, pues, forzoso á la columna revolucionaria seguir adelante en su expedición y denodadamente internóse en el país enemigo, dirigiéndose á Málaga, de donde huyó, al anunciarse la proximidad de Riego, el general Caro, que podía haberle opuesto una seria resistencia.

    No encontraron en Málaga los sublevados la acogida favorable que esperaban. El vecindario no se mostró hostil, pero tampoco entusiasta; y á las pocas horas de permanecer los insurrectos en la ciudad, tuvieron que abandonarla, no sin antes batirse en las calles con las tropas de D. José Odonell, hermano del conde de La Bisbal, que venía persiguiendo á Riego.

    Al salir de Málaga, dirigióse éste á Córdoba, sosteniendo en Morón un encuentro con las tropas realistas, del que salió victorioso; pero este triunfo no reanimó á sus abatidas tropas, ni pudo impedir que el estado de la columna fuera cada vez más triste.

    Fatigados por las continuas marchas y la incesante zozobra y viendo que nadie respondía al grito insurreccional del ejército, los soldados de la columna abandonaban á Riego y desertaban de las banderas de la libertad que con tanto entusiasmo habían abrazado, contribuyendo á ello las sugestiones de los reaccionarios de los pueblos por donde pasaban, los cuales aconsejábanles la fuga y el que fiasen en la bondad de Fernando que les perdonaría su delito.

    Cuando llegó la columna á las inmediaciones de Córdoba no tenía más allá de trescientos soldados, fatigados, poseídos del desaliento y más propensos á huir que á entrar en combate; pero á pesar de esto, el valeroso Riego, cuya esperanza jamás decaía y que nunca consideraba necesario retroceder, metióse con el carácter de vencedor, al frente de tan exiguo puñado de hombres, en una ciudad de cuarenta mil habitantes que fácilmente podía hacerle prisionero.

    A pesar del triste aspecto que presentaban los sublevados, la ciudad no intentó oponerles resistencia ni profirió el menor grito de enemistad, antes al contrario, les proporcionó víveres y dejó que Riego y los suyos con completa tranquilidad se alojaran en el convento de San Pablo, que imprimieran proclamas y repartieran por la ciudad la letra del Himno de Riego que había compuesto D. Evaristo San Miguel, el cual marchaba en la expedición como jefe de Estado mayor.

    El vecindario de Córdoba si no hizo oposición á los sublevados tampoco les demostró la menor simpatía, y al fin Riego, viendo que pronto iban á caer sobre él fuerzas superiores y que de aquella ciudad nada podía esperar, salió de ella sin rumbo fijo ni tener dónde dirigirse.

    El desaliento había llegado ya á posesionarse del corazón animoso del caudillo y los soldados, viendo reflejadas en su rostro las sombras que oscurecían su alma, diéronse á la deserción de tal modo, que el 11 de Marzo Riego encontró que su columna sólo contaba ya cuarenta y cinco hombres, de los cuales, la mayor parte eran oficiales ó patriotas de los más comprometidos.

    Aquel exiguo grupo de sublevados pudo llegar, tenazmente perseguido, á los montes que separan Andalucía de Extremadura, y allí Riego para que todos pudieran salvarse, ordenó la dispersión, quedando él completamente solo.

    Entretanto no era más risueña la situación en San Fernando de Quirotoga y su ejército. Ocupado el general de los sublevados en impedir la deserción de sus tropas, no podía dedicarse á ninguna empresa que le sacara de tan indeciso estado y al mismo tiempo los pueblos cada vez más desilusionados en vista de que transcurría tanto tiempo sin que nadie secundara la iniciativa revolucionaria, se negaban á auxiliar como antes al ejército.

    Unos cuantos días más de tal situación hubieran bastado para que la revolución iniciada en las Cabezas con tantas probabilidades de éxito, tuviera un fin triste como las conjuraciones abortadas en los años anteriores.

    Sin que el gobierno tuviera que hacer grandes esfuerzos para destruir el movimiento revolucionario, éste iba á morir por consunción, pues había agotado ya todas sus fuerzas.

    Afortunadamente para la libertad y la patria, una nueva explosión revolucionaria reanimó el ya casi moribundo ejército de la Isla.

    El 21 de Febrero en el extremo de la península más opuesto á Cádiz, enarbolóse el pendón revolucionario. En la Coruña, donde algún tiempo antes tan trágicamente había terminado la sublevación del ilustre Porlier, rebeláronse los liberales con mejor fortuna y más inmediato éxito. El coronel D. Félix Acevedo, secundado por toda la guarnición y por el pueblo, proclamó la Constitución y arrestó á las autoridades absolutistas, incluso el capitán general D. Francisco Venegas.

    Extendióse con esto el fuego revolucionario por las regiones inmediatas, y el 23 sublevóse el Ferrol, siguiéndole Vigo y otras poblaciones de menos importancia.

    El conde de San Román que desempeñaba la comandancia militar de Santiago, atemorizóse ante el incremento que tomaba la sublevación y con las fuerzas de que disponía replegóse á Orense; pero la Junta revolucionaria que los insurrectos habían formado en la Coruña, no tardó en dirigir contra él algunas tropas mandadas por Acevedo.

    Estaba dicha Junta compuesta por personas de prestigio é ilustración, muy conocidas por su entusiasmo político y á su frente figuraba el ilustre marino D. Pedro Agar, regente que fué de España durante el primer período constitucional y muy perseguido á raiz del golpe de Estado dado por la reacción en 1814.

    El conde de San Román, aturdido ante las superiores fuerzas que la Junta de la Coruña enviaba contra él, abandonó precipitadamente á Orense dirigiéndose á Castilla; pero por una de esas fatalidades propias de las guerras, una de las pocas balas que en las cercanías de la ciudad se cruzaron entre los fugitivos realistas y los sublevados, dió muerte al intrépido coronel D. Félix Acevedo, cortando un fin tan oscuro la serie de glorias que estaban reservadas al decidido soldado de la libertad, tan digno como Riego y sus compañeros de la estimación de la patria, pues si éstos iniciaron la revolución, él impidió que sucumbiera y la dió nueva y verdadera vida casi al borde del sepulcro.

    El caudillo realista al huir á Castilla, dejó toda Galicia en poder de los revolucionarios y esta victoria produjo honda resonancia en España entera.

    Al ver que una región tan importante se decidía en masa por la revolución, el desalentado ejército de la Isla cobró nueva confianza y el gobierno mostróse atolondrado y confuso no sabiendo qué partido tomar.

    El sanguinario y fanático Elío, al conocer la sublevación de Riego en las Cabezas, había salido en posta de Valencia á Madrid con objeto de ofrecerse á Fernando para mandar el ejército que marchaba contra los sublevados de Andalucía, ó cuando menos servir en él como soldado; pero fué tal la alarma del gobierno absolutista al saber lo ocurrido en Galicia, que temiendo sirviera de alboroto en la corto la presencia de tan impopular y odiado personaje, y creyendo que la ciudad que había presenciado el año anterior el suplicio de Vidal y sus compañeros aprovecharía la ocasión de vengarse, le ordenó volver inme i diatamente á su capitanía general.

    Aquella alarma en que vivían Fernando y los suyos, resultaba justificada, pues su conciencia les acusaba de los graves daños que habían causado á la nación y comprendían que era ya tarde para evitar que todas las provincias de España siguieran el ejemplo de la Isla gaditana y Galicia.

    Aragón fué la provincia que primeramente siguió á estas el movimiento revolucionario.

    El 5 de Marzo, reunidos como por instinto y sin previa convocatoria en la plaza de Zaragoza, el pueblo, el ayuntamiento, la guarnición y hasta el mismo capitán general, todos unánimemente proclamaron la Constitución de 1812, y firmaron solemnemente un acta por la que quedaba nombrada una Junta superior gubernativa del reino de Aragón, presidida por el capitán general marqués de Lazán y en la que figuraban como vocales personajes como el ex-ministro de Hacienda D. Martín Garay y otros de gran arraigo en el país.

    Una vez extendida la revolución por Aragón, no podía menos de comunicar su fuego á Cataluña, y apenas en 10 de Marzo se supo en Barcelona lo ocurrido en Zaragoza, el pueblo llevando á su frente la oficialidad de la guarnición, se agolpó á las puertas del palacio del capitán general pidiendo que inmediatamente se proclamara la Constitución.

    El general Castaños, para ganar tiempo, contestó que podría ceder ante el pueblo, pero nunca ante insurrecciones militares, por cuya declaración la oficialidad se retiró á los cuarteles. Pero como transcurriera el tiempo y Castaños no se mostrara dispuesto á cumplir los populares deseos, el motín volvió á arreciar y entonces las autoridades viendo que era imposible sostenerse por más tiempo y que no podían contar con la fuerza armada decidida en favor de la libertad, procedieron á proclamar la Constitución.

    Castaños quedó destituido por la soberana voluntad del pueblo, y para reemplazarle fué aclamado el honrado D. Pedro Villacampa que estaba en Arenys de Mar.

    Así que Villacampa tomó posesión de la capitanía general, hizo que la guarnición saliera formada de sus cuarteles para jurar el Código político de 1812, y como el pueblo comenzaba á pedir el arresto de Castaños y eran muchos los que recordaban su vil conducta con el desgraciado Lacy, aquel manifestó al general absolutista la conveniencia de que saliera pronto de Cataluña y lo envió á Castilla con una fuerte escolla. Tarragona, Gerona, Mataró y otras poblaciones del Principado no tardaron en seguir el ejemplo de la capital, y pronto estuvo toda Cataluña sublevada á favor de la Constitución.

    También en los mismos días pronunciábase Navarra á favor de la libertad. El intrépido Espoz y Mina que desde París tramaba conspiraciones contra el absolutismo, al saber el levantamiento de Riego en las Cabezas, dirigióse á la frontera que logró trasmontar después de grandes riesgos, pues la policía francesa noticiosa de su marcha puso en juego su vigilancia para prenderle. Apenas pisó el suelo español el heróico caudillo, dirigió un llamamiento á todos sus antiguos soldados y pronto tuvo reunidos en Santisteban, donde estableció su cuartel general, más de mil aguerridos veteranos.

    De todos los jefes que en aquella memorable época desenvainaron su espada para derribar el absolutismo, Mina fué quien demostró mejor sentido político, debiéndose tal vez esto á que la emigración y el conocimiento de extranjeros países habían ilustrado su natural talento haciéndole adquirir ideas muy avanzadas al espíritu de aquel tiempo. Todos los que se habían alzado en armas para derribar el absolutismo contentábanse con aclamar la Constitución sin decir nada sobre la conducta de Fernando; pero Mina, viendo más claro ó estando más exento de preocupaciones, no se detuvo ante el ridículo respeto á un soberano que era la principal causa y apoyo de la reacción y en la proclama que dirigió á sus soldados para que acudieran á defender la bandera de la libertad, dijo así en uno de los párrafos:

    «Que las heridas recibidas en el campo de batalla en defensa de la patria recuerden á los soldados la obligación en que están de afianzarla y y consolidarla por medio de leyes sabias y una racional libertad; bases en que debe fundarse el edificio del nuevo gobierno español, desconocidas y atropelladas por el más ingrato de los principes. Su gobierno efímero é impotente desaparecerá á nuestra vista, porque están de nuestra parte la razón y la justicia y porque todos aquellos que se hallan animados del sagrado fuego del amor de la patria se asociarán á tan honrosa empresa.»

    Cuando esta proclama se reprodujo en Madrid después del triunfo de la revolución, los hombres que desde el gobierno daban á éste el carácter del moderantismo, suprimieron muchas expresiones y la palabra ingrato tan justamente aplicada á Fernando, la reemplazaron por la de engañado, pues tenían empeño en que el miserable monarca quedara á cubierto de toda responsabilidad por sus anteriores crímenes.

    Si todos los hombres de la revolución hubieran pensado como Mina, otra habría sido la marcha de ésta, pues el insigne caudillo navarro era tan avanzado en ideas que el pueblo le tenia por republicano, opinión política estupenda para aquella época y que todavía era mirada con cierto horror por la muchedumbre ignorante y fanatizada.

    Mina, puesto al frente de sus antiguos subordinados, dirigióse á Pamplona, pero antes de llegar supo que la guarnición se había sublevado á favor de la libertad y obligado al virey de Navarra, conde de Ezpeleta, á jurar la Constitución. Encontrábase preso en la ciudadela de Pamplona desde 1815 el gran Quintana y como en su encierro se reunían atraídos por la luz de su genio muchos oficiales de la guarnición, el ilustre poeta supo decidirlos á que secundaran el grito insurreccional de Riego.

    Mina fué recibido en la sublevada Pamplona con una delirante ovación y así que se constituyó la Junta revolucionaria quedó nombrado virey en sustitución de Ezpeleta.

    Como se ve la revolución iba extendiéndose por toda España sin derramamiento de sangre á causa de que el gobierno no podía oponer ningún obstáculo á la voluntad nacional; pero en Cádiz no ocurrieron las cosas del mismo modo, pues los realistas quisieron cerrar el período de la primera reacción con un hecho miserable y feroz, propio solamente de salvajes.

    El general Freire que había sido designado por Fernando para encargarse de batir á los insurrectos, entró en Cádiz el 9 de Marzo, conociendo lo inútil que era asediar en San Fernando al ejército de Quiroga.

    No se sabe en qué motivo fundó el pueblo gaditano su creencia de que el general llegaba dispuesto á proclamar la Constitución; pero lo cierto es que no tardó en circular por la ciudad tan fausta noticia y que también se dijo iba á seguir idéntica conducta el capitán general de Marina D. Juan María Villavicencio que siempre se había mostrado con los liberales muy atento y benévolo.

    En el alojamiento de Freire celebraron éste y Villavicencio una larga conferencia, y el pueblo, creyendo que en ella se trataba de la proclamación de la Constitución, agrupóse en la plaza en actitud inquieta y espectante. Asomóse Freire al balcón y apenas fué visto por la multitud, prorumpió ésta en vivas á la libertad, y no parándose á escuchar lo que intentaba decir el general, fuese en busca de la antigua lápida de la Constitución y la colocó en el sitio que primitivamente ocupaba en la plaza, saludándola con entusiastas aclamaciones y derramándose después de este acto por las calles de la ciudad, entonando alegres cantos y obsequiando á cuantos soldados encontraba al paso.

    Por la noche el entusiasmado vecindario iluminó la ciudad y volteó las campanas, llegando hasta los sublevados de San Fernando los ecos de aquellas demostraciones de alegría.

    Aquella misma noche tres oficiales de marina pasaron á San Fernando para dar cuenta á Quiroga y los suyos de lo ocurrido en Cádiz, siendo recibidas sus noticias con el aplauso que era de esperar. Dichos emisarios propusieron que pasara á Cádiz una comisión del ejército para afirmar las relaciones entre las autoridades de aquélla y los sublevados, y Quiroga designó con dicho objeto á los coroneles Arco-Agüero y López Baños, y en representación del elemento civil á don Antonio Alcalá Galiano, á quien recomendaba la circunstancia de ser sobrino carnal del general Villavicencio.

    En las primeras horas de la mañana del siguiente día 10 de Marzo, llegaron los comisionados á Cádiz, donde el vecindario los recibió con las mayores muestras de alegría y ostentando escarapelas verdes que eran entonces el emblema de los liberales.

    Los soldados que figuraban confundidos entre el gentío no se mostraban tan expansivos, pues, antes al contrario, miraban á los comisionados con torvo ceño como disgustados por tales agasajos, y las autoridades tampoco resultaban más bien dispuestas.

    No parecían fijarse los entusiastas gaditanos en tan siniestras actitudes y con gran júbilo y algazara fueron agolpándose en la plaza de San Antonio, donde habia sido elevado un vistoso tablado para proceder inmediatamente á la ceremonia de jurar la Constitución.

    A los pocos instantes de entrar los comisionados en el alojamiento de Freire y cuando el pueblo creía que iba á procederse inmediatamente á la celebración de la esperada ceremonia, aparecieron de repente en la plaza los batallones de Guias y de la Lealtad, el primero de los cuales guardaba profundo rencor á los sublevados porque Riego, al sorprender el cuartel general de Los Arcos, había sostenido un corto combate, en el que murieron tres individuos del citado batallón, y el segundo estaba formado con los desertores del ejército de la Isla, gente que temía el triunfo de la revolución.

    Sin que mediara intimación ni orden de ninguna clase, aquellos soldados indisciplinados y poseídos del furor de la venganza, hicieron fuego sobre la confiada multitud, para la cual fueron las balas el primer aviso de la presencia de los batallones. Hombres y mujeres, ancianos y muchachos y hasta niños de pechos fueron las víctimas de aquellos feroces esbirros que después de disparar sus fusiles arrojáronse á la bayoneta sobre la fugitiva y asombrada multitud.

    Despavoridos corrieron los gaditanos á ampararse del sagrado de sus hogares; pero ni aun así se vieron seguros, pues la soldadesca desmandada derramóse en grupos por las calles, para continuar la matanza y penetró en las casas cometiendo los más brutales atropellos.

    El robo, el asesinato y la violación fué el complemento de la feroz fiesta de aquellos caníbales que acompañaban sus crímenes (algunos de los cuales no permite la decencia nombrar) con vivas á Fernando VII, digno soberano de tales hombres.

    Todo el día duró en Cádiz aquella espantosa escena acompañada de los lamentos de los heridos y del llanto de las mujeres que sufrían en sus cuerpos los más brutales atropellos, y solo al llegar la noche el miserable Freire dictó algunas disposiciones débiles para que la tropa se retirara á los cuarteles y los oficiales patrullaran por las calles para guardar el orden. Pero á la mañana siguiente con pretexto de un tiro que los mismos soldados dispararon, éstos en estado de embriaguez abandonaron nuevamente los cuarteles y reprodujeron los horrores de la víspera, sumiendo otra vez á Cádiz en la mayor consternación.

    Los generales que tenían autoridad sobre tales energúmenos nada hicieron por impedir sus desmanes, pues antes al contrario (y vergüenza causa el decirlo), Freire en su parte al gobierno decía al día siguiente: «Sólo al anochecer fué posible contener el celo de los leales soldados»y el general Campana dió las gracias en nombre del rey «á todos los oficiales é individuos de la guarnición por su brillante conducta militar.»

    Los generales absolutistas estaban en su verdadero carácter dando en nombre de Fernando las gracias á una turba de bandidos que deshonraban el uniforme del soldado español con una conducta tan brillante como asesinar á un pueblo inocente é indefenso.

    Arco-Agüero, López Baños y Alcalá Galiano, los tres comisionados del ejército nacional, pudieron salvar sus vidas milagrosamente de aquel asesinato en masa, refugiándose donde la casualidad les permitió; pero como al dia siguiente en nombre de las leyes de la guerra reclamaron á Freire la seguridad de sus personas, este militar indigno por toda contestación los hizo prender y encerrar en el castillo de San Sebastián, de donde seguramente hubieran salido para ser fusilados á no sobrevenir inmediatamente el triunfo de la revolución.

    Mientras tan trágicos y repugnantes sucesos se desarrollaban en Cádiz, otros más favorables á la libertad ocurrían en el resto de la península.

    Poseídos Fernando y su gobierno de gran pavor al ver como Galicia respondía al grito de los sublevados en Andalucía y conociendo por la pública excitación que no tardarían otras provincias en seguir igual conducta, (lo que á aquellas horas ya habían realizado), adoptaron una conducta ambigua en vista de lo imposible que les era desbaratar la insurrección, é intentaron desarmar ésta con concesionesridículas por lo mezquinas de las que nadie hizo caso. En 3 de Marzo publicó Fernando un decreto que un hombre político de aquella época calificó de «verdadero sermón,» en el que manifestaba que oídos los consejos de una Junta presidida por su hermano don Carlos, reconocía los graves males de que adolecía la administración pública en todos sus ramos y se proponía remediarlos haciendoal mismo tiempo, muy vagamente, la promesa de reunir en breve la representación nacional por estamentos.

    Estas promesas que en época normal no hubieran bastadoá impedir las conspiraciones de los liberales, mal podían evitar que la revolución ya triunfante continuara su curso.

    A raíz de la publicación de tan inútil decreto, el gobierno confió al conde de La Bisbal el mando del ejército que se formaba en la Mancha para batir á los insurrectos; pero don Enrique Odonell, tornadizo y fluctuante en sus ideas según su costumbre, propúsose seguir la bandera de aquella misma revolución que meses antes había deshecho en Puerto de Santa María.

    Al llegar La Bisbal á Ocaña, encontróse con el célebre regimiento Imperial Alejandro que mandaba su hermano D. Alejandro Odonell, y puesto á su frente, proclamó la Constitución de 1812 y la hizo jurar á oficiales y soldados.

    Este suceso causó inmensa sorpresa á Fernando y los suyos, que acababan de demostrar gran ineptitud fiándose de un personaje tan estrafalario como La Bisbal, que igualmente hacia traición á los liberales como á los absolutistas.

    La rebelión de un general tan importante casi á las puertas de Madrid, acabó de asustar al gobierno, y Fernando, atolondrado ante la revolución que estallaba á la vez por cien partes distintas, no intentó resistir, y atendiendo únicamente á la conservación de su corona, publicó por Gaceta extraordinaria en 1.° de Marzo el siguiente decreto, que por lo inesperado asombró lo mismo á los liberales que á los reaccionarios:

    «Habiéndome consultado mis Consejos Real y de Estado lo conveniente que seria al bien de la monarquía la celebración de Cortes; conformándome con su dictamen por ser por arreglo á las leyes fundamentales que tengo juradas, quiero que inmediatamente se celebren cortes, á cuyo fin el Consejo dictará las providencias que estime oportunas para que se realice mi deseo y sean oídos los representantes legítimos de los pueblos, asistidos con arreglo á aquellas de las facultades necerias; de cuyo modo se acordará todo lo que exige al bien general, seguros de que me hallarán pronto á cuanto pida el interés del Estado y la felicidad de unos pueblos que tantas pruebas me han dado de su lealtad, para cuyo logro me consultará el Consejo cuantas dudas le ocurran á fin de que no haya la menor dificultad ni entorpecimiento en su ejecución. Tendreislo entendido y dispondréis lo correspondiente á su puntual cumplimiento. Dado en Palacio, etc., etc.—Fernando.»

    Esta concesión que hacia el monarca cambiando radicalmente de parecer y encareciendo la necesidad de implantar los mismos principios cuya defensa conducía meses antes á los ciudadanos á la cárcel ó á la horca, como manifestaba el pavor que dominaba á la Corte, embravecía cada vez más á los liberales envalentonados por el suceso de Ocaña. Como en el decreto no se nombraba la Constitución de 1812 ni se prometía su restablecimiento, no causaron ningún efecto en el pueblo las concesiones del rey, y el vecindario de Madrid, instintivamente é impulsado por la corriente revolucionaria que en aquel entonces se esparcía por toda la nación, fué concentrándose en la Puerta del Sol en actitud poco pacífica.

    La agitación popular llegó pronto hasta el regio palacio, y tanto el monarca como sus cortesanos mostráronse asombrados y confusos no sabiendo en su atolondramiento encontrar medida alguna para impedir la tormenta que iba á caer sobre ellos.

    La mayor confusión reinaba entre la gente dorada que pululaba por los salones del palacio, y hay que hacer constar que todavía no se tenía noticia del levantamiento de las otras provincias que imitaron el ejemplo de Galicia.

    Mientras la zozobra, la indecisión y el temor dominaban de tal modo á los que algún tiempo antes tan arrogantes y activos se mostraban al sentenciar á los conspiradores, la agitación popular crecía, y los grupos, encontrando estrecha la Puerta del Sol, extendíanse por las gradas de San Felipe y llegaban hasta la plaza de Oriente frente al Palacio real.

    Fernando, en vista de la inminencia del peligro, sólo pensó en llamar al general Ballesteros y le encargó explorase el ánimo de las fuerzas de la guarnición para saber si el gobierno podía contar con ellas y repeler á los revolucionarios; pero el general excusó tal comisión, manifestando que no podía confiarse en las tropas, pues todas miraban con simpatía el movimiento, y por tanto, éste no tenía remedio. Además, añadió Ballesteros, que según sus noticias la guarnición en masa, sin exceptuar la guardia real, tenía el propósito de apoderarse aquella misma noche del Retiro, fortificarse en él y enviar comisionados á Fernando, amenazándole si no juraba inmediatamente la Constitución.

    Aquella noticia acabó de dar en el suelo con el ya escaso valor del rey que reconoció, aunque tarde, ante un movimiento tan unánime de todo el pueblo español, que no se juega impunemente con una nación, aunque permanezca por mucho tiempo sujeta á los caprichos de un hombre.

    Aterrorizáronse los viles cortesanos, mostró el mayor pavor la reina Amalia, mujer tan tímida como fanática, y Fernando, ya muy avanzada la noche, queriendo conjurar cuanto antes la popular tormenta, firmó el siguiente decreto, que fué publicado acto seguido:

    «Para evitar las dilaciones que pudieran tener lugar por las dudas que al Consejo ocurriesen en la ejecución de mi decreto de ayer, para la inmediata convocación de Cortes, y siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido á jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año de 1812. Tendreislo entendido y dispondréis su pronta publicación.—Fernando.—Palacio, 7 de Marzo de 1820.»

    En aquella misma noche este decreto de tan gran resonancia no fué conocido de muchos, pero á la mañana siguiente produjo en la población de Madrid el más loco entusiasmo.

    El vecindario entregóse á las demostraciones de alegría, y algunos grupos formados por los más exaltados liberales, llevaron procesionalmente á la Plaza Mayor una lápida de la Constitución cincelada á toda prisa, y la colocaron provisionalmente en la fachada de la Casa Consistorial.

    Por la noche recorrió las calles una numerosa manifestación con hachas encendidas, llevando en triunfo un ejemplar de la Constitución, ante cuyo libro se detenían los transeuntes y prestaban su juramento de fidelidad después de besarlo. Los manifestantes detuviéronse frente al antiguo edificio de la Inquisición, y derribando sus puertas, rompieron todos los horribles instrumentos de tortura y dieron libertad á sus presos, que, en honor de la verdad, debe decirse eran pocos en número, pues el Santo Oficio á pesar de la protección que le dispensaba el rey, no extremaba sus persecuciones y procuraba dar escasas señales de existencia, comprendiendo su incompatibilidad con el espíritu de la época. El archivo del odioso tribunal, repugnante depósito de procesos horripilantes y ridículos, fué destrozado por los revolucionarios que en su afán de aniquilar hasta el último átomo de aquella deshonrosa institución, hicieron desaparecer la mejor prueba de lo que era el tétrico engendro del fanatismo y de la tendencia avasalladora de la Iglesia, ¹

    Estos actos del pueblo de Madrid, que cada vez se mostraba más entusiasmado y revolucionario, alarmaron aun más á Fernando, que para captarse las simpatías populares mandó poner inmediatamente en libertad á los presos políticos, aunque al mismo tiempo ordenó á Ballesteros reorganizara á toda prisa el disperso ejército del Centro para guardar su persona y sostener incólume la autoridad real.

    No impidió esto que al día siguiente 9 de Marzo, Fernando sufriera una humillación por parte de los vencedores liberales que durante tanto tiempo él había escarnecido.

    Receloso el pueblo de la fidelidad del rey en punto á cumplir la promesa de restablecer la Constitución, y queriendo obligarle á que no se detuviera en el camino revolucionario, dirigióse en actitud tumultuosa al Palacio, dando vivas á la libertad y dirigiendo á Fernando numerosos insultos, con los que desahogaba la indignación que seis años de persecuciones, de vejaciones y tiranías habían ido acumulando en su alma.

    La guardia del regio alcázar presenció con la mayor tranquilidad el suceso, como alentando á los amotinados á que insultasen á aquel soberano que tan justamente merecía el mayor escarnio por su conducta anterior.

    No encontrando el pueblo obstáculos de ningún género que se opusiera á su marcha, penetró en la planta baja del edificio y comenzó á invadir las escaleras; pero las exhortaciones de algunos personajes lo detuvieron, y más todavía la promesa de que el rey recibiría inmediatamente una comisión de los manifestantes.

    Aquella escena tenía gran parecido con las que se desarrollaron al principio de la gran revolución francesa. En la España de 1820, como en la Francia del pasado siglo, el pueblo tenia muchos agravios de que pedir cuenta á su rey, y lo que es todavía más importante, Fernando VII resultaba mucho más criminal y digno de castigo por su tiranía que Luis XVI.

    El 9 de Marzo es sin disputa la fecha de nuestra historia más decisiva para el porvenir de la patria. Completamente abandonado el repugnante tiranuelo que tanto había de deshonrar nuestra patria y mirado con odio por toda la nación, el pueblo de Madrid, invadiendo el palacio y en completa posesión de su soberanía, hubiera podido arrestar á Fernando y proclamar un gobierno democrático que borrara para siempre del porvenir el peligro del despotismo.

    ¿Por qué no obró así el pueblo y contenióse con hacer una inocente manifestación impropia del poderío que gozaba? Fácil es la contestación. El pueblo se dejaba arrastrar por la corriente revolucionaria, pero la revolución no había penetrado en el interior de ninguno de sus individuos. Entre los que componían la inmensa muchedumbre que en aquel día invadió la regia morada, sólo escaso número de hombres, por sus profesiones ó su educación literaria, comprendían lo que tal acto significaba y la necesidad que había, para sostener la libertad, de derribar el trono de Fernando; pero el resto, ó sea la gran masa popular, ignorante y sin instinto revolucionario, creía que los pueblos no podían subsistir sin sus reyes, y como ni por un instante pensaban en la posibilidad de abolir la monarquía, apelaban por toda venganza á llamar al rey:—¡Narizotas, cara de pastel! y otros insultos chuscos, después de los cuales se retiraban creyendo ya haber salvado la patria y consolidado la Constitución.

    Para que la España de 1820 realizara una verdadera revolución, faltábanle muchas cosas. Necesitaba tener, como la Francia de 1792, un Dantón que la llevara al combate y un Camilo Desmoulins que la enardeciera con sus escritos, y de esta clase de hombres carecía por completo, pues todos sus corifeos revolucionarios no pasaban de ser bullangueros monárquicoconstitucionales, y más todavía, le faltaba lo que con tanta abundancia tuvo la vecina nación: el período de los enciclopedistas que educaron al pueblo y le fueron despojando de sus tradicionales preocupaciones.

    La revolución de 1820 nació muerta por culpa de aquel pueblo que, invadiendo el palacio real, se detuvo ante la persona del miserable monarca, principal cimiento de la reacción. Si el pueblo, el 9 de Marzo, hubiera derribado la monarquía, otro sería hoy el presente de España y muy diversa la historia de la revolución.

    No hay que culpar por esto al pueblo de aquella época. Entusiasta, puro, desinteresado y valiente como aquellas masas que derriban la corona y la cabeza de Luis XVI, sólo le faltaban dos cosas para asombrar al mundo con otra epopeya revolucionaria: hombres que lo guiaran y sentimientos republicanos. De ambas condiciones carecía, no por su culpa, sino por la ignorancia en que hasta entonces había vivido, y por tanto no era responsable de la ceguedad que le arrastraba á respetar la monarquía, sobre todo creyendo que sin ésta era imposible la vida nacional.

    Detenido el pueblo por estas consideraciones y las palabras de ciertos personajes en las escaleras del palacio, nombró por aclamación una comisión de seis individuos para que avistándose con el rey le expusieran sus deseos.

    Formaban dicha comisión D. José Quintanilla, D. Rafael Figueras, don Lorenzo Moreno, D. Miguel Irazogui, D. Juan Nepomuzeno González y D. Isidro Pérez, los cuales, llegados á la presencia del rey, expusieron los deseos del pueblo, que se limitaban á que inmediatamente fuera repuesto el Ayuntamiento constitucional que existía en 1814.

    Accedió el rey á tal pretensión y ordenó al marqués de las Hormazas, que había sido alcalde de Madrid en 1814, y al de Miraflores, que lo había sido en 1813, que en unión del pueblo pasaran á la Casa Consistorial para restablecer el primitivo Ayuntamiento.

    Solo el marqués de Miraflores acompañó al pueblo, pues el de las Hormazas fué recusado unánimemente á causa de lo mucho que se había distinguido en los últimos seis años como realista y de ser tío del sanguinario general Elío.

    Así que el pueblo llegó á la plaza Mayor los comisionados populares enviaron llamamientos á los individuos que habían sido concejales en 1814, y para cubrir las vacantes ocurridas durante los seis años apelóse á la aclamación.

    El poeta D. Manuel Eduardo Gorostiza, que era el primer autor dramático de la época, salió á uno de los balcones de la Casa Municipal y leyó una lista de candidatos, cuyos nombres aprobaba ó rechazaba el pueblo con aplausos y murmullos.

    Por este medio popular, «trasunto del antiguo foro romano ó ateniense,» fueron nombrados los individuos que faltaban, siendo aclamado alcalde de Madrid D. Pedro Sáinz de Baranda, que tan buenos servicios había prestado á la población durante la guerra de Independencia, y segundo alcalde don Rodrigo Aranda.

    Los concejales de 1814 fueron acudiendo, y al poco rato quedó constituido el Ayuntamiento constitucional.

    Los seis comisionados de pueblo antes de abandonar sus poderes, propusieron al Ayuntamiento que aquel misino día prestara el rey en sus manos juramento de fidelidad á la Constitución, y la corporación popular así lo acordó.

    El marqués de Miraflores, que había sido recusado como alcalde por haber desempeñado ya dicho cargo en 1813, pero más todavía por su origen aristocrático, adelantóse á manifestar al rey el acuerdo tomado por el Ayuntamiento y tras él llegaron á Palacio los concejales y los seis comisionados del pueblo, que fueron recibidos en el salón de Embajadores.

    Puesto Fernando bajo el dosel del trono, juró fidelidad sin restricción de ninguna especie á la Constitución promulgada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812, y acto seguido dió orden al general Ballesteros para que la jurara también el ejército.

    Durante el acto de la jura una inmensa muchedumbre ocupaba los alrededores de Palacio y las músicas militares poblaban el espacio de armonías.

    Al terminar la ceremonia, el rey, acompañado de su familia y los principales cortesanos, asomóse al balcón principal, y aprovechando el silencio que su presencia produjo en el pueblo, dijo así:—Ya estáis satisfechos; acabo de jurar la Constitución y sabré cumplirla.

    Estas palabras produjeron gran entusiasmo en las masas, tan cándidamente liberales como monárquicas, que prorumpioron en vivas al rey y á la Constitución.

    Después de esto el pueblo comenzó á expresar con clamoreos cuales eran sus aspiraciones.

    —Señor, ¡qué haya iluminaciones y repique de campanas!

    —¡Que se publique la Constitución!

    —¡Que se ponga en libertad á los presos políticos!

    —¡Que se cante el Te–Deum!

    —¡Que se suprima la Inquisición!

    —Bien, bien está,—contestó Fernando á todos.—Todo eso se hará inmediatamente; ahora retiraos á vuestras casas y procurad conservar el orden.

    Cuando terminaron estas inocentes manifestaciones, semejante á la voz de la venganza, óyese la vibrante de un hombre del pueblo que levantaba en sus brazos un niño de corta edad.

    —¡Ciudadanos!—gritó:—Este es el hijo del general Lacy, victima del despotismo.

    Aquel hombre desconocido era el único revolucionario de sentido práctico que contenía tan inmensa multitud. Sus palabras produjeron honda impresión en el pueblo, que quedó silencioso, recordando el triste pasado y como arrepentido de su reciente é injustificado entusiasmo. Muchos miles de ojos fijáronse en el rey con expresión rencorosa y comenzó á notarse una terrible reacción en los ánimos; pero entre las masas figuraban algunos liberales influyentes interesados en que la revolución tomara un tinte moderado, los cuales arrojáronse sobre el hombre audaz, y arrancándole el hijo de Lacy lo metieron en un carruaje, conduciéndole inmediatamente á la casa de su madre, la infortunada viuda del célebre caudillo, á la que por la noche el pueblo obsequió con una serenata.

    Así terminó el 9 de Marzo, cuyos sucesos tanto hubieran podido influir en el porvenir de España.

    Otra de las peticiones que formularon los comisionados del pueblo y á la que accedió Fernando, fué el nombramiento de una Junta consultiva provisional que tuviera el carácter de gobierno en tanto se reuniesen las Cortes.

    Para formar dicha Junta fueron nombrados el cardenal de Borbón, arzobispo de Toledo y tío del rey, con el carácter de presidente; el general don Francisco Ballesteros; el obispo de Mechoacán, D. Manuel Abad y Queipo; D. Manuel Lardizábal; D. Mateo Valdemoros; el brigadier D. Vicente Sancho; el conde de Taboada, don Francisco Crespo de Tejada; D. Bernardo Tarrius y D. Ignacio Pezuela, personas todas de gran honradez y afectas á la Constitución, aunque muy moderadas en ideas.

    Viendo el rey la opinión de dicha Junta, dió inmediatamente un decreto aboliendo para siempre el odioso tribunal de la Inquisición que él había restablecido al volver de Francia y ordenando que acto seguido fueran puestos en libertad los que por opiniones políticas ó religiosas estuvieran presos en las cárceles que el Santo Oficio tenía en toda la nación.

    Al día siguiente, 10 de Marzo, Fernando publicó su célebre «Manifiesto del rey á la nación española,» documento aunque en diverso sentido, tan miserable y plagado de absurdos como el que firmó en Valencia el 4 de Mayo de 1814 para justificar la reacción.

    En tan famoso manifiesto, Fernando para hacerse simpático á la nación y ponerse á cubierto de las iras revolucionarias, insertaba las declaraciones siguientes: «Cuando yo meditaba las variaciones de nuestro régimen fundamental que parecían más adoptables al carácter nacional y al estado presente de las diversas porciones de la monarquía española, así como más análogas á la organización de los pueblos ilustrados, me habéis hecho entender vuestro anhelo de que se restableciese aquella Constitución que entre el estruendo de las armas hostiles fué promulgada en Cádiz el año 1812, al propio tiempo que con asombro del mundo combatiais por la libertad de la patria. He oído vuestros votos y cual tierno padre he condescendido á lo que mis hijos reputan conducente á su felicidad. He jurado esa Constitución por la cual suspirabais y seré siempre su más firme apoyo. Ya he tomado las medidas oportunas para la pronta convocación de las Cortes. En ellas, reunido á vuestros representantes, me gozaré de concurrir á la grande obra de la prosperidad nacional.»

    El documento terminaba con las palabras que tan célebres se hicieron por el posterior comportamiento de Fernando y que demostraron hasta dónde llegaba la falsía de aquel miserable soberano. «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional.»

    Causan risa é indignación á un tiempo, la solicitud de aquel tierno padre que se enteraba de las aspiraciones de sus hijos después de haber ahorcado á unos cuantos y enviado á presidio á muchos más y el que se ocupara de restablecer unas instituciones que su voluntad únicamente había derribado durante los tiempos en que más extremaba su persecución contra los liberales.

    En aquel mismo día juraron las tropas de la guarnición fidelidad á la Constitución, y el infante don Carlos, acordándose de que por obra y gracia de su hermano era generalísimo de los ejércitos y jefe de la brigada de carabineros reales, no queriendo quedar oscurecido en tan fausta época publicó una alocución dirigida á los soldados, en la que decía: «Fernando VII, nuestro rey benéfico, el fundador de la libertad de España, el padre de la patria, será el más feliz como el más poderoso de los reyes, pues que funda su alta autoridad sobre la base indestructible del amor y veneración de los pueblos,» y terminaba así: «Militares de todas clases; que no haya más que una voz entre los españoles así como existe un sentimiento; y que en cualquier peligro, en cualquiera circunstancia nos reuna alrededor del trono el generoso grito de ¡Viva el rey! ¡Viva la nación! ¡Viva la Constitución!—Madrid 14 de Marzo de 1820.—Carlos.»

    El principe que así hablaba y que además dirigía un mensaje á su hermano felicitándolo por su «resolución magnánima de restablecer el santuario de las leyes fundamentales que abarca la sabia Constitución,» era el mismo que algunos años después había de levantar en los montes vascos la negra bandera del absolutismo y la teocracia.

    Tan tremenda inconsecuencia no era de extrañar, pues el fanático infante era digno hermano de aquel rey miserable que mentía á cada momento y cuya única política consistía según sus palabras en engañar á los liberales.

    La Junta consultiva encargada provisionalmente del gobierno, restableció por decreto publicado el 10 de Marzo la libertad de imprenta, y con arreglo á lo preceptuado en la Constitución, rehabilitó el Supremo Tribunal de justicia, suprimiendo los antiguos Consejos tan perjudiciales á la nación.

    El día 12 fué consagrado á la colocación solemne de la lápida de la Constitución, ceremonia que se verificó con gran solemnidad é inmenso regocijo popular.

    El radical cambio político verificado en Madrid, era acogido con el mayor entusiasmo en todos los puntos de España, y la Junta consultiva recibía sin cesar calurosas felicitaciones y muestras de adhesión de todas las provincias.

    Esta cordialidad de relaciones entre las provincias y el poder central creado por el pueblo de Madrid, sólo fué entibiada un tanto por ese fenómeno que se presenta y se presentará siempre en todas nuestras revoluciones y que demuestra con que fuerza late en el seno de España el espíritu autonómico y federal que el unitarismo monárquico no ha logrado borrar en largos siglos ni lo conseguirá nunca.

    En la revolución de 1820 como en el levantamiento popular de 1808 y en todas las revueltas políticas que más adelante tendremos ocasión de narrar, las provincias al rebelarse contra el gobierno formaron sus Juntas soberanas que en los primeros instantes cumplieron todas las funciones propias de la autoridad y que resistieron las órdenes de disolución que les dirigió el poder central.

    Aquellos gobiernos populares nacidos en las provincias al soplo de la revolución, comprendían instintivamente que al mismo tiempo que se derribaba el despotismo monárquico debía echarse al suelo la tiranía centralista dejando á las regiones españolas en el uso de su autonomía que al mismo tiempo aseguraba la subsistencia de la libertad política, y por ello se resistieron cuanto les fué posible á obedecer las órdenes del poder central; pero éste había sido creado antes que las juntas alcanzaran su completo desarrollo y tuvieron que sucumbir ante el poderío de la avasalladora institución enemiga.

    A pesar de este triunfo alcanzado por la absorbente uniformidad, la tendencia federal hizo su aparición en las posteriores revoluciones, y en ninguna de éstas dejó de formar el pueblo sus correspondientes juntas que demostrasen la predisposición de las provincias á gozar de su autonomía propia y natural.

    Para satisfacer el deseo unánime del pueblo y lo que exigía la justicia y el orden, la Junta consultiva, mandó formar causa con objeto de averiguar quiénes fueron los instigadores de los horribles asesinatos ejecutados por los soldados del absolutismo en Cádiz, cuando el vecindario confiado é inerme se disponía á jurar la Constitución. La Gaceta publicó las cartas que habían mediado entre las autoridades y las tropas que realizaron tales asesinatos y el gobierno tuvo que órdenar el inmediato embarque de los batallones de Guías y de la Lealtad, que habían realizado tales asesinatos, pues de lo contrario se corría el peligro de que el vecindario de Cádiz, justamente indignado, se vengara, con tremendas represalias.

    En aquella ocasión demostróse una vez más la vileza de Fernando que habiendo dejado se felicitara en su nombre á los autores de tales matanzas, dirigió después del triunfo de la revolución una orden á D. Juan Odonojú nombrado capitán general de Cádiz en sustitución de Freire, que comenzaba así: «El rey, escandalizado de los horrorosos sucesos ocurridos en Cádiz...» y terminaba «Que inmediatamente se forme causa á los autores de aquellos desórdenes.»

    Una de las ciudades donde más profunda impresión causó el triunfo de la libertad fué en Valencia, pues estaba aun fresco en la memoria de sus habitantes el recuerdo del horroroso suplicio de Vidal y sus compañeros, y eran muchos los que ansiaban tomar venganza en la persona del feroz Elio.

    En la mañana del 10 de Marzo, recibió este general el decreto firmado por Fernando el día 7 é inmediatamente lo mandó publicar acompañándolo de una proclama benévola que se ponía muy en contradicción con el bando que había dado algunos días antes, amenazando á todos los que manifestaran la menor simpatía por los sublevados en la Isla gaditana.

    Como Elío se había comprometido tanto en favor del absolutismo y llegado á extremar la tiranía hasta un punto tan inconcebible, al ver que Fernando tan repentina y radicalmente cambiaba su política, creyó necesario retirarse de la vida pública, y reunió inmediatamente á los jefes de la guarnición para manifestarles que no podía seguir al frente de la capitanía general.

    Avisó al Ayuntamiento para que estuviera reunido á las tres de la tarde, hora en que iría á resignar en él su autoridad y además ordenó fueran puestos en libertad los patriotas que estaban presos en la cárcel de la Inquisición.

    Una gran muchedumbre agolpóse á las puertas del tribunal del Santo Oficio y recibió con las mayores demostraciones de entusiasmo á los patriotas puestos en libertad y especialmente al brigadier conde de Almodóvar que gozaba de gran prestigio en las clases populares.

    A las tres de la tarde montó Elío á caballo, y escoltado por algunos jinetes y parejas de miñones dirigióse al Ayuntamiento; pero la gente que transitaba por las calles, al ver al odioso verdugo de Valencia se embraveció con la facilidad propia de los pueblos del Mediodía, y comenzó á tomar una actitud hostil. Dos patriotas bastante populares agarraron las riendas de su caballo y con energía le manifestaron que ya no era capitán general ni tenía autoridad alguna.

    Quiso Elío replicar algunas palabras; pero los grupos aunque desarmados fueron tomando una actitud imponente, y el general atemorizado retrocedió á su palacio acosado por la gente á la que con grandes esfuerzos lograba contener la escolla.

    Al entrar Elío en su palacio, las puertas de éste se cerraron inmediatamente y la guardia púsose sobre las armas.

    La retirada de Elío alentó aún más á los liberales y la efervescencia popular creció de tal modo, que pronto casi todo el vecindario fué afluyendo á la plaza de la Capitanía General donde por aclamación nombróse á Almodóvar para suceder en el mando al general absolutista.

    Puesto Almodóvar al frente de la revolución y deseoso de avistarse con Elío, llamó á las puertas del palacio, abrióle la guardia, y el general, que estaba aturdido ante la imponente actitud del pueblo, recibió á su antigua víctima con un estrecho abrazo poniéndose bajo su protección.

    Mientras ambos generales conferenciaban, en la plaza iba creciendo el popular tumulto hasta el punto de que Elío temeroso de que los amotinados forzando las puertas penetraran en el palacio ansiosos de venganza, rogó á Almodóvar se asomara al balcón y procurara aquietar los ánimos.

    Hizolo así el conde rogando á la multitud se tranquilizase ya que Elío resignaba el mando; pero muchos desde abajo gritaban que se asomara también el general realista, pues corría el rumor de que acababa de fugarse.

    Tuvo Elío que dejarse ver al lado de Almodóvar, y como amparándose de un disparo tras el cuerpo de éste; pero ante la presencia de un hombre tan odiado, volvió á arreciar la popular tempestad y si la muchedumbre se detuvo y no asaltó el palacio, fué por la promesa que hizo el conde de responder de la persona de aquél é impedir que se fugara.

    Tras esta tumultuosa escena que daba á entender hasta donde llegaba la sed de venganza de un pueblo tan espantosamente tiranizado durante seis años, el de Almodóvar hizo, apenas anocheció, que Elio fuera conducido á la cindadela como punto de más seguridad para su persona.

    Aquel día decidió el fanático general su destino. En los primeros instan tes de la revolución podía haberse fugado tal como le aconsejaba su familia, pero no conociendo lo que es un pueblo sublevado, creyó posible permanecer sin peligro en una altiva actitud, y esto fué lo que le perdió y condujo al triste fin que algún tiempo después había de alcanzar.

    Además, aquel esbirro del absolutismo confiaba mucho en Fernando y abrigaba infundadamente la seguridad de que aunque las circunstancias fueran desfavorables, se encargaría de salvarle el soberano en cuyo servicio había él cometido tan odiosos crímenes. ¡Mal conocía Elio á aquél escéptico de la peor índole que se valía de los hombres como instrumentos inanimados, y engañaba por igual á amigos y enemigos!

    Como la revolución en tan pocos días se extendió por todas las provincias españolas, el gobierno provisional, sin otros cuidados que los de su cargo, dedicóse á realizar las reformas que exigía el cambio político experimentado por la nación.

    Uno de sus primeros y más importantes actos fué la convocatoria para las Cortes ordinarias á 1820 y 21, en cuyo artículo segundo se ordenaba la elección de diputados en la forma prescrita por la Constitución, los cuales debían reunirse el día 9 del próximo mes de Julio para dar principio á las sesiones.

    Como por la premura del plazo no era posible la llegada de diputados de Ultramar, acordóse hacer uso del mismo recurso que en las Cortes de Cádiz y nombrar suplentes que desempeñaran tal representación mientras se elegían los legítimos en aquellas apartadas regiones.

    La Junta consultiva, si bien muy amiga de la moderación y de las medidas suaves, hay que reconocer que supo obrar con energía y actividad, interpretando las aspiraciones políticas del país.

    Su norma de gobierno fué restablecer la vida pública tal como era antes de la reacción de 1814, y esto lo logró en muy poco tiempo.

    Por sus indicaciones fueron restablecidas audiencias y ayuntamientos en la primitiva forma constitucional, y se formó la milicia nacional alendiendo al reglamento dado por las Cortes de Cádiz.

    El Consejo de Estado quedó restablecido con arreglo á la Constitución y en él entraron personas tan conocidas y respetadas cómo los ex-regentes don Joaquín Blake, que á la caída de Napoleón había quedado libre del cautiverio que sufría en Francia, y los ilustres marinos D. Gabriel Ciscar y don Pedro Agar.

    Otras medidas de menos importancia, pero exigidas por la conveniencia política del momento, tomó aquella corporación, siendo las más notables el procesamiento de los diputados absolutistas llamados Persas por su traición en 1814 al régimen constitucional, y la reposición de todos los empleados que en dicho año habían sido separados de sus cargos por Fernanda, á causa de sus opiniones constitucionales.

    Los populares generales Espoz y Mina y Villacampa fueron confirmados en los mandos de Navarra y Cataluña que la revolución espontáneamente les había conferido.

    Las benéficas consecuencias del triunfo de la libertad, llegaron á experimentarlas hasta los desgraciados españoles que por afectos á los invasores en la pasada guerra sufrían cruel proscripción, pues la Junta, apiadándose de su largo destierro, les libró de él, permitiendo que volvieran á la patria y devolviéndoles sus bienes.

    La disposición que mejor demostró los buenos deseos que animaban á la Junta por sostener la libertad, fué el ordenar que se dieran lecciones públicas de doctrina constitucional en todas las escuelas, colegios y universidades de España, para que la nación entera tuviese exacto conocimiento de la ley política fundamental.

    La Junta decía, además, en el decreto que establecía dicha costumbre, que en los seminarios, en los conventos y en las feligresías debía igualmente enseñarse la doctrina constitucional, pues los curas debían estar en adelante obligados á «rebatir las acusaciones calumniosas con que la ignorancia y la malignidad intentaban desacreditar la Constitución.

    El organismo nacido de la revolución tomaba tal medida con el noble deseo de que la clerecía, que era dónde más amigos contaba el absolutismo, tuviera que instruirse y conociera á fondo aquello mismo que tanto había atacado; pero las gentes de la iglesia tomaron tal disposición como un reto y aumentó en ellas el furor que les había producido el triunfo de la libertad.

    En una revolución como la de 1820, cuyo triunfo resultó fácil y libro de trastornos, era forzoso terminar cuanto antes el período provisional y normalizar la marcha del gobierno.

    La Junta consultiva comprendió la urgencia de establecer cuanto antes una autoridad estable y propuso al rey un ministerio compuesto de los hombres más ilustres del partido liberal.

    Fernando recibió la nueva legalidad con un agrado que era aparente, pues en su interior estaba lejos de aceptar las personas y las cosas traídas por la revolución.

    _______________

    CAPITULO II

    1820

    Estado de ánimo de Fernando.—Sus adulaciones à . los liberales.—Ministerio que elige.—Declaración que Fernando hace á Argüelles.—Ultimos actos de la Junta Consultiva.—Los ayudantes del rey.—Disidencias en el seno del partido liberal.—Lamentables desatenciones del gobierno. —Las sociedades patrióticas.—El club de Lorencini y La Fontana de Oro—.El marqués de las Amarillas.—Conspiraciones de los absolutistas.—Alboroto en Zaragoza.—Llegada de Quiroga á Madrid.—Ostentoso recibimiento que le hacen los liberales.—Trabajos preparatorios de las Cortes.—Conspiración fracasada de los realistas.—Sublevación de los Guardias de Corps la víspera de la apertura de las Cortes.—Su mal éxito.—Complicidad de Fernando.—Manejos subversivos del clero.—Medidas que toma el gobierno.—Apertura de las Cortes.—Entusiasmo del pueblo.—Juramento y discurso de Fernando.—Manifiesto de la Junta Consultiva.—Entusiasmo que la actitud de Fernando produce en los constitucionales.—Carencia de fundamento para ello.—Gran fuerza que alcanzan los exaltados en el Congreso.—Composición del parlamento.—Los partidos moderado y exaltado.—Los diputados americanos.—Primeros actos de las Cortes.—Entusiasmo monárquico.—Excesivo presupuesto de la cesa real.—Otros acuerdos del Congreso.—El proceso de los Persas.—Guerra que la Iglesia declara á la libertad.—Conducta del Papa.—Sus manejos para introducir en España la guerra civil.—Reformas en la instrucción pública—Decreto sobre los afrancesados.—Descripción que hace el gobierno del estado de la nación.—Memorias de los ministros de Hacienda, Gobernación y Guerra.—Intenta el gobierno disolver el ejército de la Isla.—Protestas que produce esta orden.—Medida indirecta áque apela el gobierno.—Riego es nombrado capitán general de Galicia.—Su popularidad.—El compositor Gomis.—El Himno de Riego.

    Fernando estaba atemorizado por carácter revolucionario que tenia el movimiento constitucional.

    Abandonado por aquellos furibundos reaccionarios tan feroces en la época de triunfo, y abora medrosos y fugitivos ante el triunfo de las reformas, velase rodeado por los liberales y obligado á apoyarse en ellos para librarse del odio del pueblo que recordando el pasado mostrábase muchas veces irrespetuoso, y dispuesto á ir más allá de lo que deseaban los constitucionales de prestigio.

    Esta necesidad que experimentaba el rey de ponerse bajo el amparo de los vencedores, le hacia ser adulador con ellos, y mostrarse entusiasmado y hasta fanático con la Constitución, sentimientos que estaba muy lejos de abrigar, pero que ostentaba con ingenuidad aparente, pues su carácter prestábase á toda clase de engaños y falsías.

    Cuando la Junta Consultiva le hizo ver la necesidad de nombrar un gobierno sin carácter provisional, Fernando escogió las personas que habían de desempeñar los ministerios, justamente entre aquellas que más habían sufrido los rigores de su persecución por ser las eminencias del partido liberal. Don Evaristo Pérez de Castro, fué nombrado ministro de Estado; D. Manuel García Herreros, de Gracia y Justicia; don José Canga Argüelles, de Hacienda: D. Agustín Argüelles, de Gobernación; el marqués de las Amarillas, de Guerra: D. Juan Jabat, de Marina: y D.

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