Cuando el 8 de enero de 1208 fue asesinado el legado papal Pierre de Castelnau cerca de San Gilles, en el actual Languedoc francés, nadie podía suponer las graves consecuencias que ello iba a suponer para las tierras de Occitania. No es que el lugar hubiera sido una balsa de aceite hasta ese momento, todo lo contrario, pero la violencia que se desencadenó a partir de ese momento y que duraría, en diversas fases, hasta marzo de 1229, supondría un antes y después en las guerras entre cristianos en la Europa Occidental.
EL AVISPERO OCCITANO
Las tierras de Occitania, desde mediados del siglo xii, eran un territorio habitado por todo un conjunto de «señores de la guerra» que intentaban medrar en un espacio altamente atomizado. Uno donde el poder de la nobleza laica, poco efectivo en la realidad, peleaba frente a la cada vez más poderosa mano de la Iglesia que ganaba autoridad a toda velocidad. En estas tierras tan meridionales de los antiguos dominios de los Francos fue arraigando, poco a poco, la herejía cátara, existiendo familias donde parte de sus miembros abrazaban la «nueva fe», mientras que otros elementos de los linajes la combatían activamente.
En este avispero occitano convergían un conjunto de intereses muy variados, tanto de los poderes locales como de las monarquías limítrofes, que tendrán un papel directo o indirecto en los años de la cruzada albigense. El principal señor de la zona era Raimundo VI de Tolosa que, desde la ciudad homónima, extendía su poder por todo el condado y la Provenza, entre otros territorios. Vasallo suyo, pero