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Verdad, justicia y memoria: derechos humanos y justicia transicional en México
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Libro electrónico672 páginas9 horas

Verdad, justicia y memoria: derechos humanos y justicia transicional en México

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México se encuentra inmerso en una espiral de violencias criminal, política y social sin precedentes. Sería un error reducir esta sombría realidad al lucrativo negocio de las drogas, pero sería igualmente equivocado ignorar el papel que las cadenas internacionales de éstas, y las políticas que han buscado sujetarlas, han desempeñado como motores y
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2024
ISBN9786075645711
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    Verdad, justicia y memoria - Juan Espindola

    VERDAD, JUSTICIA Y MEMORIA.

    MÉXICO EN CONTEXTOS

    DE VIOLENCIA CRIMINAL

    MÓNICA SERRANO

    Con diferentes expresiones e intensidades la violencia ha estado en el centro de la historia reciente de México. El hecho de la violencia, de las violencias, ha marcado las últimas décadas postrando a sucesivos gobiernos y dejando a su paso una larga estela de tragedia y dolor. Son muchos los vínculos entre la violencia estatal, la violencia política y la violencia criminal. Para poder entender esta violencia habría que empezar por desenlazar y descifrar estos nexos, pero de lo que no hay ya duda es de que la violencia se ha convertido en algo habitual, casi permanente en la sociedad mexicana. En las notas diarias sobre masacres, asesinatos e incansables búsquedas de desaparecidos nos topamos con el carácter endémico de estas violencias; su realidad empírica ha quedado asentada en las cifras globales que dan cuenta de los desplazados internos, los homicidios, las personas desaparecidas o la multiplicación de fosas clandestinas. El conjunto de dichas cifras muestra gráficamente la enormidad de las realidades que están detrás de las expectativas de verdad, justicia y memoria. En las últimas décadas las dinámicas y la complejidad de estas violencias han ido cambiando, pero lo que a nadie se le escapa es su incesante tendencia a sumar víctimas.

    A 15 años de que el entonces presidente Calderón relanzara, de forma indiscriminada, la guerra contra las drogas los 121 613 homicidios acumulados en su administración se han multiplicado. Con 157 158 muertes violentas contabilizadas durante la administración Peña Nieto y los 90 406 homicidios de los primeros dos años y medio del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, en sólo 15 años, suman ya cerca de 370 000 vidas perdidas a manos de la violencia.¹ En su última actualización la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) reportó que entre 2006 y mediados de 2021 se había registrado un total de 87 855 desaparecidos. Ciertamente, el compromiso y el mayor cuidado observado en el registro de desapariciones durante la administración de López Obrador explica en parte el aumento vertiginoso en los registros de cerca de 40 000, en 2019, a un total de 98 190 personas desaparecidas o no localizadas en febrero de 2022. Cinco entidades —Jalisco, Ciudad de México, Michoacán, Nuevo León y Tamaulipas— concentran casi el 50% de los registros de desapariciones.² Pero estas cifras no sólo omiten detalles en torno a quienes fueron hallados con o sin vida (dado el déficit de investigaciones de las fiscalías estatales), sino que también excluyen un enorme subregistro de desaparecidos. A todo lo anterior habría que agregar la perseverancia de más de 120 colectivos de familiares de víctimas —más de 70, de 22 estados organizados ya en el Movimiento por Nuestros Desaparecidos— que con sus estoicas búsquedas han ubicado más de 4 000 fosas clandestinas y delineado los mapas de esa otra cara de nuestra geografía.

    Durante los primeros 13 meses del gobierno de López Obrador, entre el 1º de diciembre de 2018 y el 31 de diciembre de 2019, fueron ubicadas e identificadas 899 fosas clandestinas de las que fueron exhumados 1 393 cuerpos. De estos, 395 fueron debidamente identificados y 243 entregados a sus familiares.³ En 2020 fueron localizadas otras 676 fosas en las que se hallaron 1 240 cuerpos. La mayoría de estos hallazgos, 40% del total, ocurrió en un solo estado, Jalisco, que hasta no hace mucho había permanecido prácticamente fuera de estos registros. Entre el 1º de enero y el 30 de junio de 2021 fueron localizadas otras 174 fosas clandestinas en las que fueron recuperados 393 cuerpos.

    A primera vista estos últimos registros parecieran sugerir un descenso en los lúgubres hallazgos. Sin embargo, la disminución en las cifras no necesariamente indica que los hechos macabros detrás de estos entierros clandestinos hayan desaparecido, más bien sugiere que, a medida que las autoridades mexicanas incursionan por primera vez en esta realidad y avanzan en su rastreo y documentación, el volumen del registro reduce. A poco más de dos años y medio de iniciado el gobierno de López Obrador la Comisión Nacional de Búsqueda reportaba la ubicación de un total de 1 749 fosas clandestinas, en las que se habían exhumado 3 025 cuerpos, pero menos de la mitad, 1 153, habían sido identificados. Tras 1 758 jornadas de búsqueda realizadas entre febrero de 2019 y junio de 2021 en 28 entidades federativas las autoridades entregaron a los familiares los restos de 822 personas.

    Estos y otros registros violentos nos permiten visualizar una radiografía fúnebre pero en aparente movimiento. Si entre diciembre de 2018 y finales de junio de 2021 Jalisco, Colima, Sinaloa, Guanajuato y Sonora sobresalieron por el número de cuerpos exhumados, en el mapa de fosas clandestinas no sólo Colima, Sinaloa, Guanajuato y Sonora presentaron el mayor número de entierros, sino también Veracruz.

    No deja de llamar la atención que Jalisco como Colima y Guanajuato, o Zacatecas más recientemente, aparecieran de pronto en el centro de las estadísticas y de la geografía de la violencia. Entre diciembre de 2018 y el 30 de junio de 2021 cuatro municipios de Jalisco —Tlajomulco, El Salto, Zapopan y San Pedro Tlaquepaque—, dos municipios en Guanajuato —Salvatierra y Acámbaro— y Tecomán en Colima concentraron poco más del 35% del total de cuerpos exhumados en fosas clandestinas (24, 5 y 6%, respectivamente). En el mapa de fosas clandestinas, Tecomán y Manzanillo en Colima concentraron casi el 9% de los entierros clandestinos identificados en ese periodo, mientras que en dos municipios de Guanajuato se ubicó cerca del 6% de estas tumbas. En un municipio de Sonora, Puerto Peñasco, la Comisión Nacional de Búsqueda ha encontrado cerca del 2% de las fosas clandestinas y de los cuerpos recuperados en este mismo periodo.⁶ La presencia repentina de estos estados y municipios en esta radiografía fúnebre sugiere que la fluidez de estas violencias es acaso uno de sus rasgos más característicos.

    En las pasadas administraciones los homicidios en México, con excepción de cambios perceptibles a la baja en el periodo 2013-2015, han mantenido una tendencia ascendente. Y si miramos más de cerca nos topamos con un dato importante: aunque en términos absolutos los homicidios han tendido a concentrarse en una docena de entidades federativas, su distribución geográfica no ha sido en lo absoluto estática. Durante las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto entidades como Chihuahua, Baja California, el Estado de México, Guerrero y Sinaloa encabezaron la lista por número total de homicidios (y Chihuahua, Sinaloa, Guerrero y Tamaulipas por homicidios relacionados con el narcotráfico), sin embargo, para finales del sexenio de Peña Nieto tres estados que prácticamente no habían figurado, Guanajuato, Jalisco y Colima, ocuparon las primeras posiciones en la lista de homicidios. En Guanajuato los homicidios aumentaron de manera exponencial, de 970 en 2015 a 2 285 en 2017 y a 5 370 en 2020, un incremento letal de 553%. En Colima los asesinatos violentos casi se triplicaron, al aumentar de 227 en 2015 a 613 en 2016. La tendencia en Colima se mantuvo en los últimos años para alcanzar 694 homicidios en 2020. En 2018 vemos además un vuelco violento en las cifras: cinco entidades —Guanajuato, Estado de México, Chihuahua, Jalisco y Baja California— se acercaban o rebasaban los 3 000 homicidios anuales. Tres años atrás, en 2015, sólo seis estados habían rebasado el umbral de los 1 000 homicidios.

    En la primera mitad del gobierno de López Obrador la inercia elevada de los homicidios se mantuvo en al menos cinco estados —Estado de México, Jalisco, Michoacán, Chihuahua y Baja California—. Tal como en el periodo 2007-2010, escaladas de asesinatos violentos en Tijuana y Ciudad Juárez llevarían a Baja California y Chihuahua a figurar de nuevo entre los estados con mayor número de homicidios. Entre 2015 y 2020 los homicidios en Tijuana y Ciudad Juárez aumentaron 300 y 500% al pasar de 612 a 1 865 y de 269 a 1 446, respectivamente. Estas tendencias se reflejarían de nuevo en tasas de homicidios que rondaron o rebasaron los 100 homicidios por 100 000 habitantes. En cinco años, en Tijuana y Ciudad Juárez, la tasa de homicidios pasaría de 36.9 y 19.0 a 104.2 y 98.7 por 100 000 habitantes.

    En contraste, entre 2018 y 2020 en Guerrero, Tamaulipas y Veracruz, entidades consideradas tradicionalmente violentas, el descenso en el total de homicidios fue notorio (de 2 367 a 1507 en Guerrero, de 1 437 a 800 en Tamaulipas y de 1 493 a 1 179 en Veracruz). Mientras que en Sonora y Zacatecas, dos entidades que hasta 2017 habían permanecido en relativa calma, los homicidios se dispararon al pasar de 936 a 1 582 y de 709 a 1 244, respectivamente. La tendencia al alza también fue evidente en Puebla, San Luis Potosí y Quintana Roo. Entre 2015 y 2020 los asesinatos violentos en Puebla prácticamente se duplicaron, al aumentar de 568 a 1 031; en San Luis Potosí se triplicaron al pasar de 266 a 803 en el mismo periodo, mientras que en Quintana Roo, en un lapso de tres años se quintuplicaron al aumentar de 125 en 2015, a 841 en 2018 para descender ligeramente a 628 en 2020. En Guanajuato, en cambio, los homicidios continuaron aumentado a un ritmo vertiginoso, de 4 019 en 2019 a 5 370 en 2020 lo que representó un incremento de casi 34 por ciento.

    Algo similar ha ocurrido respecto a otros fenómenos que tanto en Colombia como en México han estado asociados a la violencia criminal y a su tránsito por el territorio. En nuestro país no existe aún un registro oficial de desplazamiento forzado de personas, o un diagnóstico que permita empezar a dimensionar la magnitud del problema. No obstante, las sacudidas violentas con frecuencia han estado acompañadas de éxodos, y el desplazamiento forzado es ya otro rostro de la realidad mexicana. Gracias a reportes oficiales y estimaciones de organizaciones de la sociedad civil podemos aproximarnos a una realidad que está también íntimamente vinculada a la violencia. En 2016, en su Informe Especial sobre Desplazamiento Forzado Interno en México, la Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó que entre 2013 y 2015 al menos 37 062 personas habían sido víctimas de desplazamiento interno forzado. En 2018 la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) reportó que entre 2017 y 2018 más de un millón de personas, 1 133 041 para ser exactos, había decidido cambiar de domicilio para protegerse de la delincuencia. Los estudios cuantitativos y cualitativos de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) dan una idea más precisa de la dimensión nacional de este desafío. Según sus estimaciones, que a su vez alimentan el registro del Centro de Monitoreo del Desplazamiento Interno a nivel global, entre 2006 y 2020 al menos 357 000 personas habrían sido desplazadas internamente por la violencia y sólo en 2020 cerca de 10 000 personas habrían sido expulsadas de sus comunidades.¹⁰

    En noviembre de 2021, en su primera visita a México, los expertos del Comité Contra las Desapariciones Forzadas de la ONU fueron recibidos con una demanda urgente: la creación del Mecanismo Extraordinario de Identificación Forense. Al presentar su demanda familiares y representantes del Movimiento por Nuestros Desaparecidos se refirieron a las principales causas de la crisis forense: la falta de capacidades institucionales y el aumento incesante de la violencia y las desapariciones. El déficit institucional —evidente en reportes incompletos, no consecutivos, o en la falta de fiscalías y procuradurías estatales— permite explicar que más de 50 000 personas fallecidas permanezcan sin identificar. Pero el tamaño descomunal de la crisis forense que afecta hoy a México difícilmente se podría explicar sin considerar un hecho indiscutible: el ímpetu de la violencia criminal no ha cedido.¹¹

    Es común explicar la justicia transicional como el resultado de los esfuerzos encaminados a atender los problemas asociados a un pasado de violaciones masivas de derechos humanos. Pero la justicia transicional también se explica mediante argumentos que aluden a transformaciones políticas de gran calado. De ahí que la visión tradicional de la justicia de transición tienda a asumir su relevancia en contextos políticos, ya sea de transición de regímenes autoritarios a gobiernos democráticos, o de pacificación al término de conflictos armados. Sin embargo, como varios de los autores reunidos en este volumen nos hacen ver, el horizonte normativo de la justicia transicional se ha extendido considerablemente para abarcar otros contextos, desde realidades postransicionales hasta escenarios de violencia masiva y criminal en marcha como la que hoy afecta a México.

    En la práctica estos contextos plantean diversos desafíos, así como diferentes dilemas políticos, morales y legales. Sin embargo, en uno y otro, la lógica de la justicia transicional supone la activación aleatoria de una serie de mecanismos de verdad, de justicia y de reforma institucional que, al reforzar el compromiso con los derechos humanos y abatir la impunidad, deberán contribuir a apuntalar la estabilidad e impedir la repetición de las violaciones. Se espera, pues, que mediante la rendición de cuentas la puesta en marcha de los mecanismos de justicia de transición abone al reforzamiento de la democracia y del Estado de derecho. La selección que presentamos en este volumen reúne un amplio espectro de perspectivas sobre justicia transicional. Los textos no sólo reflejan la diversidad de perspectivas, sino los puntos de encuentro y desencuentro en la reflexión contemporánea sobre derechos humanos y justicia de transición.

    Pensar la justicia transicional en algunos de estos contextos, y desde luego el que predomina hoy en México, exige atender la lógica tradicional que identifica al Estado como principal responsable, así como dinámicas más complejas en las que múltiples actores y perpetradores intervienen y se relacionan. En otras palabras, exige explorar tanto las violaciones que ocurren en uno y otro escenario como los posibles vínculos y tensiones que existen entre ellos. Uno de los propósitos de este libro es justamente poner sobre la mesa estas complejidades. Por razones obvias, al teorizar la justicia transicional hemos tendido a atribuir al Estado responsabilidades. En teoría la responsabilidad del Estado es incontrovertible, pero en la práctica no siempre es fácil discernir entre omisión e impotencia. Es claro que donde la carga probatoria de violaciones de derechos humanos recae sobre las fuerzas federales la responsabilidad del Estado resulta indiscutible. Es igualmente claro que al cometer violaciones serias de derechos humanos las fuerzas de seguridad estatales y locales configuran formalmente la responsabilidad del Estado. Pero las dificultades empiezan con la colusión o captura de estos cuerpos y desde luego con las atrocidades perpetradas por delincuentes organizados. No parece, pues, trivial que ante estas complejidades una parte importante de la comunidad nacional e internacional de derechos humanos no haya podido ajustarse ni responder a todas las dimensiones del narcotráfico y la delincuencia organizada. La violencia y las atrocidades que tienen lugar en México difícilmente podrían explicarse sin tomar en cuenta estas realidades y hacen patente la urgente necesidad de un diálogo entre expertos en derechos humanos, en narcotráfico y en crimen organizado.¹²

    No ofrecemos aquí una historia de lo que ha acontecido año con año o década con década en México, sino una genealogía de las ideas y argumentos, de las justificaciones así como de las muchas complicaciones que están en la base de las propuestas de verdad, justicia y memoria de la violencia. Lejos de sugerir una fórmula o una ruta promisoria a la justicia transicional, los textos aquí reunidos permiten al lector acercarse a la primera discusión seria y comprometida sobre este tema. Una asignatura pendiente en México.

    Al introducir y discutir la justicia transicional en México partimos de una misma premisa: las transformaciones que pueden acercarnos a una sociedad más justa y pacífica pasan, necesariamente, por el reconocimiento pleno de estas violencias, pero también por soluciones que deberán ser concebidas y discutidas en un entorno democrático. Entre los muchos temas y problemáticas que deberán atenderse está el de la justicia transicional en dos grandes contextos: el de las violaciones del pasado del régimen priista, y el de las violaciones que han tenido y siguen teniendo lugar en medio de violencias cruzadas, muchas de ellas de naturaleza criminal. Mientras que las primeras ocurrieron prácticamente a manos del Estado, en las más recientes ha confluido una diversidad de actores, estatales y no estatales. Un segundo tema tiene que ver con los esfuerzos para empujar la justicia de transición en medio de violencias criminales. Es cierto que las investigaciones sobre justicia de transición, más concretamente sobre juicios, en contextos posautoritarios han dejado ver resultados positivos en el ámbito de los derechos humanos y la vida democrática; sin embargo, los escenarios más turbios de la violencia criminal plantean preguntas ineludibles sobre la capacidad del derecho internacional de los derechos humanos y de los instrumentos de la justicia transicional para poner freno a estas violencias y sus atrocidades. Aunque en estos contextos inhumanos la promoción de una cultura de derechos humanos se perfila como un horizonte distante, quizá inaccesible en el corto plazo, como los capítulos reunidos en este libro hacen patente, la urgencia de acceder a la verdad, dejar registro de los hechos e hilar las voces de las víctimas es una demanda que no cesa.

    El libro está organizado en torno a estas tres grandes temáticas. En la primera parte Daniel Vázquez, Ezequiel González Ocantos; María Paula Saffon y Pablo Gómez Pinilla; y Diana Güiza y Rodrigo Uprimny atienden el pasado y el presente de la justicia transicional en México. En un segundo apartado, dedicado al desafío de la justicia de transición en contextos de violencia criminal, Karina Ansolabehere y Leigh Payne escudriñan las lógicas de la desaparición; Carlos Pérez Ricart profundiza en los efectos de la actuación de la DEA, y de las políticas antinarcóticas que esta agencia encabeza, en la violencia e incidencia de violaciones graves de derechos humanos. El caso paradigmático de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa es analizado por Claudio Frausto. La sección cierra con sendos estudios de Luis Alfonso Herrera y José María Ramos sobre la dinámica de la violencia criminal y su impacto en Ciudad Juárez y Tijuana. El libro concluye con los textos de María de Vecchi, Juan Espíndola; y Benjamin Nienass y Alexandra Délano, dedicados a las realidades detrás de las desapariciones y sus implicaciones para las perspectivas de justicia transicional, los alcances y límites de la verdad forense y los procesos contenciosos en torno a la memoria de la violencia y sus víctimas.

    En Violaciones a derechos humanos e impunidad en México: la historia de justicia transicional que no fue, Daniel Vázquez analiza la mutación de las violaciones sistemáticas, planificadas desde la cúpula del Estado, en violaciones masivas y generalizadas que tienen lugar ante la impotencia o captura del Estado. Si las primeras acontecieron en contextos autoritarios, las segundas tienen lugar en democracias comprometidas por la presencia de redes de macrocriminalidad. Como subraya el autor, bajo el priismo viejas prácticas como el clientelismo, la corrupción y la consecuente impunidad paralizaron los mecanismos de responsabilidad y rendición de cuentas propios de la democracia. Pero sin la presencia de una delincuencia que en sus dimensiones y articulación en redes políticas, económicas y coercitivas rebasó al crimen común, propagando a su paso una impunidad crónica, sería difícil explicar la crisis humanitaria que vive México. Tal como señala Vázquez, la impunidad que esta macrocriminalidad garantiza a sus miembros permite explicar la escandalosa ausencia de investigación y castigo a las violaciones generalizadas de derechos humanos en nuestro país. Con más de 90 000 desapariciones y más de 9 000 averiguaciones previas por tortura (2006-2016 a nivel estatal y federal), las apenas 13 sentencias condenatorias por este delito reportadas en 2015 ante el Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas, y las escasas 20 sentencias por tortura para el periodo 1991-2016 dejan ver el tamaño de la impunidad que rodea a las violaciones graves a los derechos humanos en México. Como explica Daniel Vázquez, si durante las largas décadas de la hegemonía priista un manto de impunidad ofreció protección a esa clase política priista, el pacto fraguado entre el PAN y el PRI a la vuelta del siglo extendió el radio de impunidad a los gobiernos de la alternancia. A lo largo de 18 años este pacto no sólo impediría la rendición de cuentas del pasado, sino que contribuiría a la parálisis del Estado ante el tropel de violaciones a los derechos humanos y el creciente clamor de verdad y justicia. En un último apartado Daniel Vázquez relata el derrumbe de las expectativas de justicia y verdad ante la decisión de AMLO de optar por el perdón, el acotamiento del compromiso con la verdad a Ayotzinapa y la apuesta a favor de la búsqueda e identificación de personas desaparecidas. Si la llegada de AMLO a la presidencia había suscitado expectativas, su fallo a favor de la militarización con la creación de la Guardia Nacional las disiparía. Para Vázquez la renuencia del presidente a reunirse con Julián LeBarón y Javier Sicilia, apenas unas semanas después de la masacre de miembros de la familia LeBarón en Bavispe, sería el símbolo de la claudicación de AMLO a la apuesta a favor de la justicia de transición.

    El contexto de violencias incesantes y de altos umbrales es también reconocido por Ezequiel González Ocantos como un obstáculo importante en el horizonte de la justicia transicional en México. A partir de tres posibles caminos a ella —equilibrio de fuerzas a favor y en contra, el efecto cascada y el institucionalismo— González Ocantos analiza las perspectivas de verdad, justicia y reparación en el México de hoy. En opinión del autor los altos umbrales de violencia así como el retraimiento internacional de la administración AMLO no auguran grandes avances para la justicia transicional. Reconoce, pues, que la justicia de transición difícilmente se abrirá paso desde arriba, pero tampoco descarta la posibilidad de un avance paulatino y sigiloso desde abajo, impulsado, de manera más aleatoria que organizada, por una serie de actores políticos comprometidos con esta causa. La suma de estas acciones graduales pero decididas, nos dice González Ocantos, podría eventualmente sentar las bases para el surgimiento de un conjunto de capacidades técnicas, es decir, una infraestructura que en algún momento podría arrojar al menos un poco de luz a la demanda de verdad y justicia en nuestro país.

    Los innumerables esfuerzos de búsqueda encabezados por madres y colectivos parecerían justamente sugerir un proceso como el que González Ocantos nos describe. En sus alianzas y en las brigadas de búsqueda podemos ya percibir la presencia de importantes habilidades y conocimientos técnicos y, en su exigencia de capacidades forenses, también los visos de una incipiente infraestructura. Pero la extrema vulnerabilidad en la que tienen lugar estos esfuerzos nos obliga también a reconocer sus límites.

    Las protestas de familiares para exigir justicia como las que tuvieron lugar en Creel, Chihuahua, en agosto de 2008 con frecuencia han sido acalladas con amenazas temibles. En esa ocasión no sólo los padres de los 13 jóvenes masacrados por un convoy de hombres armados fueron amenazados, sino que quienes decidieron no desistir y exigir justicia —como Daniel Alejandro Porras Urías, padre de uno de los jóvenes de Creel, o Nepomunceno Moreno Núñez, padre de otro joven desaparecido en 2011 por policías y delincuentes en Sonora— fueron enmudecidos con la muerte.¹³ Los casos de buscadoras y buscadores asesinados se multiplican. Desde el asesinato de Marisela Escobedo —perpetrado frente al palacio municipal de Chihuahua en 2010 cuando exigía justicia y el esclarecimiento del feminicidio de su hija— al menos 12 personas entregadas a la búsqueda de sus familiares han sido asesinadas.¹⁴

    Las búsquedas tienen lugar en territorios donde la violencia permanece latente o activa, a veces bajo el dominio de organizaciones criminales. Estas realidades se hicieron visibles en el verano de 2021 cuando, en un hecho inédito, el colectivo de madres buscadoras de Tamaulipas solicitó a Los ciclones, una célula del cartel del Golfo, autorización para realizar búsquedas en el ejido La Bartolina, en Tamaulipas.¹⁵

    La posibilidad de desarrollar capacidades desde abajo también parece amenazada por los constantes peligros que acechan al periodismo, fuente imprescindible de información sobre las violencias y las desapariciones. En regiones del país el hostigamiento, la captura y los asesinatos constantes de periodistas han levantado muros de silencio en ocasiones insondables. La frecuencia y la saña de estos episodios han sido equiparadas por Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración de la Secretaría de Gobernación, con una nueva guerra sucia.¹⁶ Con 30 periodistas asesinados entre diciembre de 2018 y febrero de 2022, la organización Artículo 19 —que sólo documenta casos en los que se presume que el asesinato de comunicadores deriva de su labor periodística— ha calificado los primeros 39 meses de la administración López Obrador como los tiempos más violentos en la historia de la prensa. La cifra oficial es, de hecho, más elevada y consigna a otros 22 periodistas asesinados en la primera mitad de la administración López Obrador, es decir, 52.¹⁷

    Las estadísticas oficiales coinciden con el diagnóstico de Artículo 19 al estimar que la gran mayoría de las agresiones tiene una dimensión local. En efecto, prácticamente la mitad de las agresiones, 40-50%, se atribuye a autoridades locales y 30% al crimen organizado. Aunque en principio estas cifras distinguen entre ambos actores, en la práctica los vínculos que los unen suelen ser estrechos. En otras palabras, la compenetración entre crimen organizado y gobierno es ya una realidad innegable en muchos rincones del país, muchos de ellos remotos y conflictivos en donde, como también subraya Artículo 19, los asesinatos recurrentes de periodistas no son investigados debido a la colusión y la falta de independencia de las instituciones de justicia.¹⁸ Con sólo cinco sentencias bajo la administración López Obrador, la tasa de impunidad por estos asesinatos permanece en cerca de 90 por ciento.¹⁹

    En "¿Por qué no ha pegado la justicia transicional en México? María Paula Saffon y Pablo Gómez Pinilla analizan la relación paradójica entre una creciente demanda de justicia, verdad y reparación del daño y la ausencia de una política integral de justicia transicional. Al adentrarse en el análisis de este desfase los autores no dudan de la relevancia de la justicia de transición para cualquier contexto de violencia, con o sin transición. Al definir el objetivo de la justicia de transición en términos de la eliminación o disminución significativa de una violencia generalizada presente" y no sólo como la superación de un pasado de atrocidades, los autores elevan las expectativas en torno a esta justicia, pero también la llevan a territorios poco explorados. Reconocen que en ausencia de una verdadera transición política es difícil pensar que la justicia transicional pueda revertir las lógicas de complicidad e impunidad que alimentan la violencia, o detonar grandes transformaciones que la puedan contener y reducir, pero aun así no dudan de su potencial para identificar y explicar los principales generadores de violencia y, de este modo, atajarla. La segunda parte del capítulo analiza el vuelco violento de la transición democrática en México, la multiplicación de violaciones graves de derechos humanos y el consecuente aumento del caudal de demandas de verdad y justicia. Al recorrer tres grandes periodos que, a grandes rasgos van de la antesala de la alternancia a la administración López Obrador, los autores identifican hitos significativos que les proporcionan pistas para explicar el desfase entre la demanda de verdad y justicia y la realidad de la justicia de transición. El primer momento del desfase se ubica en el periodo 1988-2006 cuando a la transición política —impulsada por el pluralismo político, la competencia y la alternancia— correspondió un claro déficit de justicia. Este primer desfase resulta más sorprendente si consideramos el florecimiento de la sociedad civil, la adhesión de México a numerosos instrumentos de derechos humanos y la explosión de organizaciones de derechos humanos que tuvieron lugar en esos años. Aunque todo ello parecía auspiciar tiempos de justicia transicional, Gómez Pinilla y Saffon coinciden con otros expertos en que la creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP) significó la renuncia del gobierno de Vicente Fox a saldar las cuentas del pasado. El análisis de la escalada de la violencia, la multiplicación de atrocidades y lo que los autores consideran su principal motor, la estrategia de militarización de la administración Calderón, ofrece el trasfondo para situar el auge de las demandas de verdad y justicia en el periodo 2006-2012 y su cristalización en el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y en organizaciones como Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos (FUUNDEC). Como los autores indican, con base en señalamientos de omisión, encubrimiento o participación directa en los hechos, la demanda exponencial de justicia asignaría la responsabilidad última al Estado. Gracias a una creciente y vigorosa movilización, activistas y organizaciones de derechos humanos aseguraron importantes logros —sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Ley General de Víctimas de 2013, el Plan Nacional de Derechos Humanos, la creación de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y la Fiscalía Especializada de Búsqueda de Personas Desaparecidas— que, sin embargo, no conseguirían abrir cauce a un programa creíble de justicia de transición. Para explicar el desfase entre demandas de justicia y justicia de transición en este periodo los autores no sólo aluden a la renuencia del Estado, sino también a los diferentes y contradictorios objetivos que familiares de víctimas y activistas perseguían. La creciente distancia entre las prioridades de víctimas y activistas, propiciaría divisiones, pero más importante aún, impediría la articulación de una verdadera agenda común, algo en lo que también coinciden Ansolabehere, Peigh y Espíndola.

    Entre familiares de víctimas la prioridad inmediata es la búsqueda y localización de sus seres queridos, mientras que entre activistas y organizaciones de derechos humanos los objetivos han variado en un espectro que contempla desde litigios de casos emblemáticos y reformas institucionales hasta transformaciones de mayor calado. De ahí que estos últimos vieran en el efecto Ayotzinapa una oportunidad única para empujar la agenda de transformación institucional mediante propuestas de mecanismos extraordinarios, incluido un mecanismo internacional contra la impunidad y una comisión de la verdad. En efecto, aunque la desaparición de los 43 estudiantes a manos de policías cooptados por organizaciones criminales no representa en modo alguno un caso aislado en el contexto de la violencia criminal que ha imperado en México, como Claudio Frausto nos revela, adquiriría una resonancia inusitada. Es decir, desataría una cadena sin fin de brigadas de búsqueda y ayudaría a catalizar el surgimiento del Movimiento por Nuestros Desaparecidos, pero también ofrecería a activistas, expertos y organizaciones de derechos humanos una oportunidad única para asentar el carácter generalizado y sistemático de las violaciones que estaban ocurriendo y siguen ocurriendo en México. Como caso emblemático, Ayotzinapa permitiría configurar la incidencia de crímenes de lesa humanidad en México y, dada su gravedad y jerarquía en el derecho internacional de derechos humanos y en el derecho penal internacional, justificar la necesidad de mecanismos extraordinarios.²⁰

    Si bien Gómez Pinilla y Saffon reconocen que los derechos humanos y ciertos aspectos de la justicia transicional han tenido mejor acogida con el gobierno de AMLO, coinciden con Vázquez en ver en este periodo un eclipse de las expectativas en torno a los mismos. Pero los autores insisten en que las decisiones u omisiones de AMLO —sus reiteradas declaraciones a favor del perdón, los nombramientos en el sistema de justicia y la creación de la Guardia Nacional— son sólo una parte de la explicación del desfase entre demandas y justicia de transición en el gobierno de la Cuarta Transformación. Tan importante como la voluntad o la capacidad del gobierno lo ha sido la creciente división entre víctimas y activistas, y la consecuente incapacidad para articular sus demandas en una plataforma común.

    Con esta lógica los autores atribuyen la atención del gobierno y la intervención federal en los casos de Ayotzinapa y Bavispe, en Sonora, a la capacidad de movilización y de ejercer presión de las víctimas. Sin embargo, como el capítulo de Claudio Frausto sobre Ayotzinapa muestra, la posibilidad de generar movilizaciones de ese calibre depende de circunstancias extraordinarias, difíciles de replicar en la inmensa mayoría de los casos. Y algo similar puede decirse del caso de la familia LeBarón en Bavispe y las condiciones que hicieron posible la movilización y resonancia internacional de esta tragedia. En otras palabras, la movilización y la presión son condiciones indispensables, pero quizá no suficientes para obligar a las autoridades a abrir paso a la justicia. La realidad es que la mayoría de las investigaciones permanecen en manos de autoridades locales y estatales, en donde las enrevesadas y desafiantes realidades de la violencia criminal incluyen, por un lado, pujantes economías, ilícitas y legales, y por otro lado el asedio o la captura institucional. En estas circunstancias el asunto de la impunidad adquiere otra dimensión y va mucho más allá de la discusión sobre la existencia o no de una voluntad y capacidad de las autoridades para sancionar el delito y los homicidios. De ahí que sea razonable suponer que las complejas realidades detrás de la violencia criminal hayan pesado en la ambivalencia que el gobierno de López Obrador ha mostrado hacia la justicia transicional. No sólo eso, quizá también han influido en la configuración de objetivos contrapuestos y en la consecuente distancia entre víctimas y activistas. Es posible, como dicen los autores, que con sus diferentes esfuerzos quienes mantienen el dedo en el renglón de la justicia transicional —víctimas, un pequeño grupo de expertos y organizaciones de la sociedad civil— lograrán tarde o temprano arrojar luz sobre los generadores de atrocidades. Lo que no está claro es si estos esfuerzos serán suficientes para contener y reducir significativamente la violencia criminal.

    Estas son justamente las interrogantes que Diana Güiza y Rodrigo Uprimny atienden tomando como trasfondo la experiencia colombiana. En México, como en Colombia, la presencia de actores armados, violencias cruzadas y atrocidades crónicas catalizó una demanda ávida de verdad, justicia, reparación y no repetición y, desde luego, también un creciente interés en la justicia transicional. Aunque en ambos países las preguntas sobre la relevancia última de la justicia transicional en contextos de violencia criminal o político-criminal permanecen abiertas, el recorrido de la experiencia colombiana permite identificar algunas pistas relevantes para las perspectivas de justicia en México. Para empezar, los autores encuentran lazos entre las principales etapas históricas que han marcado las demandas de justicia en Colombia y momentos de transición y cambios políticos de mayor envergadura. Sin embargo, nos advierten que la atmósfera y el lenguaje de la justicia de transición sólo cobrarían fuerza en Colombia en la última fase, es decir, hacia finales del siglo pasado. En un primer ciclo, bajo el gobierno de Álvaro Uribe y en medio del conflicto armado, el uso de la noción de justicia transicional resultaría altamente controvertido. Sin embargo, el giro inesperado que tomaría la desmovilización de los paramilitares daría aliento a expectativas de justicia transicional.

    Si en un inicio la desmovilización iniciada por el presidente Uribe en 2002-2003 contemplaba el canje de beneficios penales y participación política a cambio de la entrega de armas y concesiones mínimas de verdad y reparación, gracias a la tenacidad de las víctimas y el capital político acumulado durante décadas de movilización contra la impunidad, los términos de la desmovilización fueron revisados. Bajo el efecto conjunto de la presión ejercida por víctimas, organizaciones de derechos humanos y la Corte Constitucional, la administración Uribe se vio obligada a modificar su propuesta original y promulgar la Ley de Justicia y Paz (ley 975 de 2005) ajustándola a estándares internacionales. De este modo, las nuevas condiciones para la desmovilización sentaron las bases para un ejercicio más cercano a la justicia transicional, aun en ausencia de una transición política.²¹

    A esta experiencia se sumarían posteriormente la jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre desplazados internos y la decisión del presidente Juan Manuel Santos, con base en la apuesta de reparación integral de las víctimas del conflicto interno, de dar inicio a un proceso de paz y reconciliación nacional. Todo ello allanaría el camino a un segundo ciclo de justicia transicional ya en el marco de un proceso de paz. Mediante una fórmula mixta, con elementos de justicia restaurativa y retributiva y un sistema integrado por tres órganos judiciales y extrajudiciales, las negociaciones políticas entre el gobierno de Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) buscaron entonces atender la demanda de las víctimas.

    Los resultados de estas experiencias y las fallas que acompañaron a estos procesos de justicia o justicia transicional llevan a los autores a aconsejar su uso acotado y alertar sobre dos grandes problemáticas, ambas de especial relevancia para el caso mexicano. Subrayan, por un lado, el efecto de la vigencia de las normas de extradición y compromisos con Washington en la continuada extradición de jefes paramilitares, en el marco de lógicas antinarcóticos, en claro perjuicio de procesos judiciales por atrocidades y delitos de lesa humanidad. Pero al evaluar la desmovilización de los paramilitares coinciden con quienes han caracterizado al proceso de Justicia y Paz como un fracaso. En su opinión, los resultados de los procesos judiciales han sido tibios, la verdad permanece oculta, las estructuras de poder económico y político de estos grupos se mantienen en pie y, dada la renuencia de los desmovilizados a ceder bienes, la reparación permanece en un limbo. No sólo eso, los logros incipientes de estos esfuerzos han sido puestos en jaque por plebiscitos y procesos electorales que además de erosionar las promesas de cambio han apuntalado a actores que, como las fuerzas armadas, permanecen reacios a una rendición general e imparcial de cuentas.

    Estos resultados, conjuntamente con los tres argumentos que suelen ser esgrimidos para considerar y justificar beneficios penales —desmovilización de actores armados que no han sido derrotados y permanecen activos como importantes generadores de violencia; contribución a los derechos de las víctimas mediante el acceso a la verdad y beneficios significativos derivados de una transición— llevan a los autores a proponer un uso prudente y limitado de la justicia transicional. Si bien reconocen que, ante el carácter masivo de las atrocidades y la limitada capacidad estatal, las herramientas de la justicia transicional pueden ayudar a garantizar los derechos de las víctimas, no pierden de vista los riesgos que entraña la interacción con grupos del narcotráfico y el crimen organizado.

    En Colombia como en México las bases de la economía ilícita de las drogas permanecen activas y vigorosas. Mientras la norma internacional de la prohibición se encarga de elevar exponencialmente los precios y, por consiguiente, el grueso de las utilidades de la venta de estas sustancias, el dinamismo del mercado de consumo de drogas ilícitas en Estados Unidos (y cada vez más en los mercados de consumo latinoamericanos) ofrece poderosos incentivos para participar en estos mercados. En 2016 —sin considerar el fentanilo, sustancia que hoy tiene el mayor margen de rédito—, la Rand Corporation estimó en más de 150 000 millones de dólares (con base en el dólar de 2018) el valor del mercado estadounidense de consumo de drogas ilícitas.²² Esto permite explicar que décadas de constantes y costosísimas campañas antinarcóticos no hayan podido reducir significativamente la producción y el tráfico de drogas. En 2019, luego de esfuerzos y recursos invertidos en el Plan Colombia y otros programas, con un total de 212 000 hectáreas el área cultivada en Colombia prácticamente duplicó las 122 500 hectáreas estimadas en 1999.²³ Tanto en México como en Colombia diversos factores, entre los que destacan el asedio y la presión de las políticas antinarcóticas, crearon las condiciones para la escalada de la violencia criminal, pero también, con diferentes lógicas y modalidades, para la mutación de las organizaciones de tráfico de drogas en sistemas violentos de gobernanza criminal más cercanos a eso que llamamos crimen organizado.²⁴ En ese proceso las organizaciones del narcotráfico incursionaron en muchas otras actividades ilícitas —la extorsión, el robo organizado en carreteras, la prostitución, la minería ilegal— y mediante el asedio, la amenaza y la corrupción han logrado apoderarse de instituciones y recursos públicos además de reclamar también un dominio territorial. Con mayor o menor intensidad de violencia, son estas las condiciones que han hecho posible la comisión de atrocidades y violaciones graves de derechos humanos a manos de actores criminales, de actores estatales y criminales o de autoridades públicas.

    Como nos recuerdan Güiza y Uprimny, a diferencia de una negociación política que, a través de cambios profundos en las estructuras políticas, económicas y militares puede apostar a favor de una reducción en la violencia, la negociación con grupos del crimen organizado debe ante todo aspirar a su sometimiento a la justicia. De ahí que, más que medidas de justicia transicional propongan estrategias de sometimiento a la justicia y herramientas como las utilizadas por Washington en la negociación de penas con beneficios penales. Toda posible negociación con este tipo de actores, nos dicen, deberá condicionarse a medidas como la entrega de armas, el desmantelamiento de los negocios ilegales, la rendición estricta de cuentas por violaciones de derechos humanos, así como compromisos para el esclarecimiento de la verdad, la reparación y la no repetición. De ser así, algunas herramientas de la justicia de transición podrían ayudar a reducir la violencia y apuntalar la rendición de cuentas. Proponen, pues, un uso cauteloso y desprovisto de ingenuidad con la participación directa y activa de las víctimas.

    Los capítulos de Karina Ansolabehere y Leigh A. Payne; Carlos Pérez Ricart, Claudio Frausto, Luis Alfonso Herrera y José María Ramos ahondan en el análisis de los contextos, muchos de ellos criminales, que han propiciado la multiplicación de las atrocidades en las últimas décadas e identifican algunos de los principales obstáculos en el camino de la justicia y de la justicia transicional en México.

    El análisis de las lógicas de desaparición que plantean Karina Ansolabehere y Leigh Payne no descarta que estas pueden ocurrir en sistemas democráticos o en situaciones de conflicto o de paz. En México, como sabemos, ni la transición democrática ni la instauración de normas internacionales de derechos humanos lograron poner fin a las violaciones a estos. En el curso de más de dos décadas México había transitado por las cuatro etapas contempladas en el modelo de la espiral de derechos humanos —represión, negación, concesiones tácticas, adopción de normas y obligaciones de derechos humanos— anunciando así su probable vigencia. Además, dado el aparente entusiasmo del gobierno de la alternancia hacia los derechos humanos, lo lógico era esperar que la quinta y última etapa, es decir, el cierre de la brecha entre compromisos y cumplimiento ocurriera en México sin sobresaltos. Sin embargo, como también subraya Claudio Frausto, tanto Ayotzinapa como la cadena de atrocidades que le antecedieron y le siguieron confirman que la brecha no sólo no se cerraba, sino que se ensanchaba a pasos acelerados. Dicho de otro modo, la espiral de violencia criminal y el aumento vertiginoso de las violaciones graves a los derechos humanos coincidieron con la vigencia de las instituciones democráticas y la activación de normas de derechos humanos.

    Inspiradas en la literatura sobre desapariciones las autoras distinguen tres lógicas que en diferentes tiempos y espacios han incitado a la práctica de la desaparición y en cuyas pautas buscan descifrar las desapariciones que desde 2006 tienen lugar en México. Entre las desapariciones que marcaron el pasado autoritario latinoamericano, incluido México, y las que ocurren hoy en día en Argentina, El Salvador, Guatemala o México las autoras encuentran registros de un repertorio que les permite apuntar la continuidad de dichas lógicas. Tres prácticas de este repertorio —ocultamiento, construcción de desechables y pérdida ambigua— las lleva a conjeturar la existencia de un legado duradero que no desaparece con el arribo de la democracia. De hecho, en su opinión, las condiciones de mayor escrutinio y responsabilidad de la democracia podrían, de hecho, reforzar la lógica del ocultamiento. Esto las lleva a concluir que mientras otras lógicas de desaparición estén presentes no será descabellado esperar que las democracias las cometan o toleren, incluso sugerir que las democracias son más propensas a las desapariciones por causa de la presión, tanto interna como externa, para responsabilizarse de los abusos a los derechos humanos. Al revisar el caso mexicano las autoras ven en este repertorio conexiones entre las desapariciones que ocurrieron a manos de las fuerzas armadas en la década de los setenta y las más recientes. Desde esta perspectiva las desapariciones de hoy no son expresión de nuevas prácticas, sino la mera puesta en escena de lógicas previas. En otras palabras, para las autoras, sin esta reactivación del repertorio alentada por una larga impunidad y cobijada por pactos de silencio (en los que también pesan intereses económicos) sería imposible explicar las desapariciones que desde 2006 han tenido lugar en México.

    Si la lógica del ocultamiento ha sido relevante en contextos autoritarios y democráticos, lo mismo ha ocurrido con el segundo registro de este repertorio: la deshumanización de las víctimas y la tendencia a relativizar el carácter absoluto de la pérdida. Como mencionan Ansolabehere y Payne, la construcción de identidades de ciudadanos desechables —enemigos, subversivos o criminales— y conductas sociales pasivas o cómplices no son exclusivas de contextos autoritarios. En las dictaduras de la Guerra Fría, como en las guerras contra las drogas de hoy, la sospecha de asociación o colaboración, con frecuencia es condición suficiente para responsabilizar a la víctima de su propia desaparición y despojarla del derecho a ser buscada y de acceder a la justicia. Esta construcción de identidades ha arrebatado a la víctima sus derechos ciudadanos, mientras que la incertidumbre que rodea a la pérdida tiende, a su vez, a desactivar y paralizar los instintos de resistencia en uno y otro contexto. En efecto, las autoras encuentran rastros de esta tercera pauta en contextos tanto autoritarios como democráticos. En ambos la desaparición se convierte en fuente de ambigüedades complejas. En tanto las dudas en torno a la desaparición dificultan la respuesta de los sobrevivientes, su efecto de múltiple victimización entre familiares y sobrevivientes tiende a propagar el miedo y la impotencia. La parálisis, ya sea en las experiencias de la Alemania nazi, del terror de Estado en Argentina o de las violencias del narcotráfico en México, es la expresión última del poder y el control social que los perpetradores ejercen mediante las mismas desapariciones.

    Tal como las propias autoras admiten, a diferencia de las desapariciones que tuvieron lugar en centros de exterminio a cargo del Estado, las que hoy ocurren en México se presentan enrevesadas, perpetradas a veces por agentes estatales, en ocasiones por actores criminales y con frecuencia en actos de colusión político-criminal. Tienen razón al apuntar que en unas y otras la lógica del control social no ha sido en absoluto ajena y ha desempeñado un papel importante. Sin embargo, en ausencia de un dictador o gobierno militar a quien adjudicarle la responsabilidad última, las realidades complejas que rodean a las desapariciones se hacen patentes y con ellas los límites de los instrumentos tradicionales de derechos humanos que exigen cuentas a los estados y buscan presionarlos sobre la base de leyes que ellos mismos han adoptado y firmado, o de leyes morales (derecho natural) que han reivindicado.²⁵ En este sentido, las autoras encuentran otro paralelo importante en las respuestas de gobiernos autoritarios y democráticos a cuestionamientos sobre el trato otorgado a sus ciudadanos (más específicamente a su integridad física) y, por consiguiente, a sus obligaciones internacionales de derechos humanos. Como ellas mismas señalan, los contextos institucionales y legales que reconocen la desaparición como un delito no han impedido el despliegue de tácticas evasivas y equívocas por parte de agentes del Estado, y la consecuente erosión de la capacidad de movilización de las víctimas, una herramienta esencial para la reparación legal. Sin embargo, en las prácticas escurridizas con que las autoridades minimizan, relativizan o insisten en el carácter aislado de los hechos no sólo encontramos los rastros de negación que suelen caracterizar a gobiernos autoritarios, sino también síntomas de debilidad o impotencia institucional ante un panorama imparable de violencias y violaciones a los derechos humanos. Mientras que entre la denuncia constante de las víctimas apuntando al Estado —fue el Estado— y las respuestas torcidas o maliciosas con las que el Estado ha buscado evadir, minimizar o negar sus responsabilidades topamos también con las realidades, equívocas, de las violencias criminales.

    Desde luego que las autoras aciertan al advertirnos que la desaparición, sus procesos y sus lógicas no se acabaron con el fin de los conflictos armados o regímenes autoritarios a los cuales, por consiguiente, los sistemas democráticos no son en absoluto inmunes. Y pueden acertar al apuntar similitudes y paralelos o aventurar la presencia de ciertos vínculos y continuidades entre las desapariciones del pasado autoritario y las que tienen lugar en contextos posautoritarios o democráticos. Pero lo que también es claro es que estas similitudes y continuidades no son suficientes para asentar o establecer plenamente la responsabilidad del Estado.

    En Ayotzinapa como en Tierra Blanca, Veracruz, en 2016, o tras el secuestro y asesinato macabro, en marzo de 2018, de tres estudiantes de cine en Guadalajara y en tantos casos más el Estado es señalado como responsable y destinatario de la demanda de justicia. El involucramiento de funcionarios y policías, la colusión entre policías y organizaciones criminales no exime al Estado de responsabilidad, al menos no en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos. Al asignar la responsabilidad al Estado por violaciones graves al derecho internacional y a los derechos humanos, la jurisprudencia internacional

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