Nostalgia comunitaria y utopía autoritaria: Populismo en América Latina
Por Ugo Pipitone
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Más allá de las dimensiones globales del populismo, Nostalgia comunitaria y utopía autoritaria presenta una r
Ugo Pipitone
Ugo Pipitone es economista por la Universidad de Roma, profesor-investigador emérito del Centro de Investigación y Docencia Económicas, (CIDE), y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III. En 2007 fue reconocido con título de commendatore de la República italiana. Ha escrito diversos libros, entre los cuales se encuentran: La salida del atraso: Un estudio histórico comparativo (FCE/CIDE, 2020); Un eterno comienzo: La trampa circular del desarrollo mexicano (TAURUS/CIDE, 2017); La esperanza y el delirio: Una historia de la izquierda en América Latina (TAURUS/CIDE, 2015); Modernidad congelada: Un estudio de Oaxaca, Kerala y Sicilia (CIDE,2011), y Ciudadanos, naciones, regiones: Los espacios institucionales de la modernidad (FCE, 2003)
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Nostalgia comunitaria y utopía autoritaria - Ugo Pipitone
1949
Introducción
La incomodidad de estudiosos, políticos y observadores de vario tipo frente al populismo tiene distintos orígenes: la dificultad de definirlo con alguna aceptable precisión analítica, la desconfianza hacia una visión simplista para la cual el pueblo
es considerado como una totalidad homogénea e impoluta y el reparo frente a una recurrente relación líder-masas con el potencial de debilitar a la democracia como sistema abierto de reglas consensuadas. En las propias sociedades occidentales de nuestro tiempo, principios de convivencia democrática que parecían consolidados se tambalean bajo la seducción de líderes populistas que responden al malestar social obteniendo éxitos políticos inesperados. Aunque habrá que reconocer que estos principios han sido y son más vigentes en los papeles constitucionales que en la realidad. Y aquí se abre una cuestión que, en realidad, nunca se cerró: ¿Es compatible la democracia con una marcada segmentación social que impide a millones de individuos la participación en el debate y los acuerdos que conciernen a una colectividad organizada? Esta duda resulta especialmente relevante en América Latina, donde el surco entre lo declaratorio y la realidad es tradicionalmente muy profundo. Y sin embargo, a pesar de la dificultad de convertir los derechos reconocidos formalmente en derechos efectivos, la democracia liberal ha sido una barrera, no siempre infranqueable, frente a tentaciones autoritarias que, bajo diversos signos ideológicos, han producido, en general, retrocesos tanto en el terreno de las libertades como en el del bienestar.
La pulsión de las sociedades a entregar su destino a un jefe carismático supuestamente capaz de dar soluciones simples a problemas complejos es una propensión que se pierde en el tiempo y reaparece siguiendo ciclos históricos fluctuantes. Estamos frente a un fenómeno multiforme que hasta ahora no se ha podido desentrañar salvo en sus rasgos más generales que, por cierto, no se aplican a todos los casos. Por muy inquietante que sea, habrá que reconocer que hay ocasiones en que los ciudadanos están dispuestos a renunciar a parte de sus derechos en nombre de promesas cuya concreción requiere este costo. Como un meteorito de órbita irregular, el populismo —para limitarnos al tiempo a partir del cual el fenómeno adquirió su nombre en la Rusia de la segunda mitad del siglo XIX— aparece en el escenario mundial, tanto en los países desarrollados como en el ancho mundo del subdesarrollo, y cada vez con las características propias de cada país. Pero un dato común es la visión del pueblo como una entidad éticamente uniforme enfrentada a élites corrompidas, a políticos codiciosos, a la prensa y a intelectuales quisquillosos que cuestionan las contraposiciones maniqueas insistiendo en las incómodas complejidades de la realidad. Aunque ni en el populismo ruso ni en el americano del siglo XIX la figura del líder carismático estuviera presente, en las experiencias posteriores, el guía iluminado se asoma a menudo para dirigir al pueblo contra sus enemigos y conducir a la sociedad hacia la equidad y la justicia, aunque sea al costo de forzarla en un lecho de Procusto para las libertades y los derechos individuales y colectivos. Sobre todo en referencia a nuestro tiempo, podría decirse que el populismo es la tentación periódica de prescindir de reglas de conflictividad regulada en nombre de objetivos superiores de justicia para cuya realización normas y garantías democráticas se perciben como obstáculos.
Añadamos en el largo listado de una casuística populista siempre abierta a nuevas entradas, la inexistencia de una ideología, aunque sea someramente estructurada, más allá de una escatología redentora y una variedad de rasgos que dependen de tiempos y lugares y que se presentan en combinaciones variables que pueden ir del ultranacionalismo a la xenofobia, de la demanda de una mayor intervención del Estado en la economía a lo contrario, de visiones apocalípticas que justifican políticas extraordinarias a un espíritu nativista anti-Occidental, anti-islámico, etc. El populismo puede ser de derecha o de izquierda (Trump y Maduro como ejemplos recientes, a pesar de sus radicales diferencias), pero siempre parece asentarse sobre la tríada pueblo-líder-nación. El húngaro Viktor Orbán (y otros) añadiría a esta trinidad la defensa del cristianismo como identidad espiritual amenazada por los flujos migratorios o cualquier valor que parezca amenazar (supuesta o realmente) una identidad cultural de antiguas raíces históricas. En nombre de estos valores, la restricción de libertades y derechos puede percibirse como un costo menor. En este caleidoscopio de formas y colores variables, cuanto mayor sea la precisión analítica con la que se intenta definir el populismo tanto menor será la fidelidad histórica en la comprensión de cada caso concreto.¹
La constante es una retórica en la que el pueblo se asume como una totalidad orgánica (cuya variedad real se anula gracias a frecuentes liturgias de masas que Elías Canetti describió con agudeza) frente a la cual los derechos individuales tienden a verse como una máscara que oculta privilegios que se resisten a ceder. En esta luz, el populismo tiene rasgos comunes con el bonapartismo y con el fascismo, aunque no coincida con ninguno de ellos. Con el primero no coincide porque el bonapartismo, cumplida su trayectoria hacia el trono imperial, ya no necesitó de las entusiastas manifestaciones populares disfrazadas de espontáneas, antes del golpe del 18 brumario, a fin de quebrantar el poder legislativo; con el segundo no coincide porque no necesita abolir los partidos y las elecciones, contentándose con manipular o adulterar los resultados de estas últimas. Las elecciones presidenciales de 2019 en la Bolivia de Evo Morales son un ejemplo paradigmático. En Venezuela no fue necesario cerrar la Asamblea Nacional, fue suficiente anular su poder legislativo creando una Asamblea Nacional Constituyente a la medida de las necesidades del poder ejecutivo.
Aunque no siempre sea así, el populismo tiende a aparecer sobre todo en periodos de incertidumbre, cuando las condiciones de vida de distintos sectores de población se vuelven inseguras y la confianza en la democracia liberal y en los partidos tradicionales se deteriora por su incapacidad de corregir realidades que se han vuelto socialmente irritantes. Una situación entrópica en la que la estructura molecular del Estado, donde se entrecruzan costumbres y comportamientos consolidados, se revela súbitamente frágil y se abre a nuevos equilibrios. Es una trivialidad señalar que en las últimas décadas el mundo ha entrado en una situación de este tipo en varios países a través de distintos y poderosos vectores de cambio que perturban niveles previos de cohesión social (o, más bien, de desigualdad normalizada) y las expectativas de vida de millones de personas, con el resultado de reducir la confianza en la democracia liberal como reguladora de retos sociales imprevistos.² Lo que se refleja en Europa y en Estados Unidos en la fortuna de un populismo de derecha (que acentúa la xenofobia, el rechazo de los migrantes y el renacimiento del nacionalismo conjuntamente con una demanda de reducción de los impuestos) y, en América Latina (sobre todo en la experiencia venezolana, pero no sólo) donde el chivo expiatorio es individuado en el imperialismo
, en la democracia representativa y en el capitalismo mismo como sistema productor de expoliación y desigualdad. En los dos casos, el nacionalismo resurge como respuesta a una globalización vista como un proceso fuera de control que contrae la capacidad de autogobierno y la soberanía popular frente a factores de perturbación social exógenos.
Es tanta la variedad de tonos y colores que lo habitual entre los estudiosos es concluir que el populismo es un fenómeno teóricamente inaprensible debido a su adherencia a culturas, conflictos y expectativas inconstantes. Lo que abre una cuestión no banal, ya que valdría preguntarse qué teoría social, como sistema deductivo, garantiza, una vez aplicado a un caso concreto, llegar a conclusiones infaliblemente ciertas y coherentes con el modelo abstracto postulado. En realidad, el margen de indeterminación está presente siempre, pero podría decirse que en el caso del populismo ese margen es más amplio que en el caso, por ejemplo, de las sociedades democrático-liberales. Estamos frente a un fenómeno proteico que sugiere pensar en el aforismo de Orwell, pero puesto al revés. En su Rebelión en la granja, el escritor inglés dice con sarcasmo: todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros. Acerca del populismo en relación con otros regímenes políticos podemos decir, sin sarcasmo, que todos los sistemas políticos son diversos, pero algunos son más diversos que otros.
Sin embargo, aun en medio de la heterogeneidad, el populismo casi siempre presenta algunos rasgos comunes, como la desconfianza en los políticos, el repudio de la conflictividad social (a partir del ideal de una sociedad bien organizada
), la relación privilegiada entre el líder y las masas (con las excepciones mencionadas previamente) que tiende a anular la autonomía de la sociedad civil, el afán de una armonía social que viene, conscientemente o menos, de una imaginería comunitaria o religiosa, la suspicacia hacia los intelectuales fuente de una independencia crítica incómoda de cara a las pautas establecidas oficialmente por líderes que pretenden encarnar el sentir y las necesidades del pueblo en su conjunto; mismos líderes que no representan pro tempore, sino encarnan al pueblo y, por eso mismo, como su hipostatización, no pueden más que expresar sus verdaderos, auténticos intereses. Pero este universo es móvil y si alguien quisiera, por ejemplo, comparar a Hugo Chávez con Juan Domingo Perón o con Donald Trump tendría que hacer las cuentas con el hecho de que el primero estaba encaminado hacia una plena revolución del sistema social, económico y político de su país mientras el segundo, más allá del corporativismo sindical, estaba sobre todo comprometido a garantizar su poder sin alimentar grandes proyectos de transformación social a pesar de sus cíclicas consignas justicieras. En cuanto a Trump nos encontramos frente a distorsiones de normas consuetudinarias y a estilos de gobierno que, sin embargo, no afectan (¿todavía?) los cimientos fundamentales del sistema constitucional estadounidense.
Pero, llegados a este punto, es oportuno abrir un breve paréntesis. A finales del siglo XIX aparece en Francia una nueva corriente de filósofos-psicólogos —los médecins philosophes— que rechazan la existencia de un alma que, desde tiempos de Sócrates, definiría la personalidad del individuo como una entidad monolítica y permanente. En su lugar, estos pensadores (que ejercerán una fuerte influencia en Nietzsche, Bergson y, en parte, en Freud, para no hablar de la obra literaria de Proust y Pirandello) postulan la personalidad como una confederación de diferentes yo que conviven en una alianza bajo el dominio de un yo hegemónico. Este último puede modificarse en el curso de la vida hasta producir un desarreglo de la personalidad (o sea de la alianza de los yo subordinados) que puede llevar a la locura o a la externalización del yo hegemónico. Y en este último sentido razonará el psicólogo-sociólogo Gustave Le Bon, quien reconoce que ahí donde el yo racional se debilita puede aparecer un meneur des foules (un manipulador de masas) que adquiere una función de yo hegemónico pero exterior a la personalidad individual. Y eso ocurre cuando los valores tradicionales (la religión, la creencia en los sistemas democráticos, etc.) entran en crisis y las masas buscan reconstruir sus certezas, o sus horizontes de vida, a través de un guía que restablece la capacidad de creer convirtiendo la política en un espectáculo público. O sea, frente al debilitamiento de valores y perspectivas previas de existencia, la masa se vuelve maleable en manos de un meneur des foules que establece una sintonía emotiva entre él mismo y grandes sectores de población. Y de esta forma la condición de ciudadanos retrocede hacia la reconstrucción moderna de la condición de súbdito. Este razonamiento tiende a explicar los mecanismos psicosociológicos que sostienen el surgimiento de los regímenes totalitarios (especialmente el nazifascismo) de la primera mitad del siglo XX y, sin embargo, de alguna manera, muestran algunos de los hilos que conforman la trama de varias formas del populismo contemporáneo. Ese yo externo se hace fuerte aprovechando miedos y pasiones elementales que constituyen estratos más profundos y arraigados de la conciencia que aquellos correspondientes a una cultura racional históricamente adquirida.³ Cerremos el paréntesis.
Carlos de la Torre, al describir su país (Ecuador), muestra una cultura política en la que, independientemente del grado de carisma del líder ocasional, su relación con las masas se basa en un intercambio sistemático (instrumentado por un intermediario) entre bienes y servicios (una cama de hospital, una inscripción escolar, una licencia comercial, etc.) a cambio de votos. O sea, un patronazgo procedente del político que requiere votos por una senaduría, un puesto de alcalde u otro cargo público electivo desde el cual ampliar oportunidades de poder o de enriquecimiento. Una forma menor y particular de populismo, que desde hace generaciones prevalece en gran parte del sur de Italia, en la India y en muchas otras partes del mundo, y que está lejos de la idea de Ernesto Laclau, que concibe el populismo como movimiento político a través del cual un líder hace que un pueblo, romanamente denominado plebs (un cuerpo fragmentado en culturas, profesiones y exigencias) se construya a sí mismo como pueblo, o sea como base de un poder antisistema. Lo que para Laclau es un paso adelante en la construcción de la identidad del pueblo parece, en realidad, la afirmación de un patriarcado que reduce la política a un negocio clientelar no muy alejado, por cierto, de las tradiciones políticas de la Roma antigua.
Con el populismo, ¿estamos todavía al interior de la democracia (aunque, por así decirlo, en su margen exterior) o ya hemos sobrepasado sus límites tanto en los ideales como en las reglas y los procedimientos? La respuesta depende de los casos específicos, aunque no puede dejar de subrayarse la niebla que envuelve toda respuesta contundente dada la variabilidad asociada al grado del poder ejecutivo sobre los otros poderes del Estado, a los mecanismos más o menos sutiles de censura, a la forma de estructurarse de las clientelas alrededor del líder, a la extensión de la cooptación del poder ejecutivo hacia distintos sectores de la sociedad civil. Ciertamente, cuando el populismo asume el aspecto que ha asumido en las Filipinas, con un presidente que reconoce públicamente el asesinato extralegal de narcotraficantes y de consumidores de enervantes, o el de Venezuela con bandas armadas que, con el apoyo del ejército, hacen lo mismo sin ninguna intervención del aparato judiciario (como se verá más adelante), seguir hablando de democracia liberal es cuando menos problemático. El populismo asume aquí un rostro más similar al despotismo que a la democracia.
Pero, abandonando estos casos extremos y volviendo al populismo en sus formas más estereotipadas (si es que así puede decirse), una politóloga inglesa indicaba hace algunos años una dimensión velada, o menos evidente, de la democracia: su doble carácter; por un lado, su aspecto redentor (la voluntad del pueblo que, a través del ejercicio de su soberanía, busca mejorar sus derechos y condiciones de vida) y, por el otro, su aspecto formal basado en el respeto de reglas codificadas derivadas de conflictos normalizados en equilibrios institucionales. En la convivencia conflictiva de estos dos aspectos, el populismo puede verse como un desbordamiento que resalta el primer aspecto: la voluntad de devolver al pueblo el derecho de retomar en sus manos su propio destino y mejorar su existencia prescindiendo de actores intermedios y reglas establecidas. En cierto sentido: una irrupción de voluntarismo colectivo que, sin embargo, entra en contradicción consigo misma, encumbrando un líder y aceptando la contracción de las reglas institucionales previamente establecidas que garantizaban lo adquirido en el terreno de los derechos individuales y colectivos. La afirmación de un aspecto latente de la democracia implica así la violación del otro ya establecido. La estudiosa en cuestión para ilustrar su argumento usaba un símil sugerente: sin el elemento voluntarista que busca mejores condiciones de vida —aun sin conocer la ruta de acercamiento a las mismas— la democracia sería una Iglesia sin fe o, si se quiere, un museo que hace del pasado-presente un depósito de piezas inalterables. Siguiendo esta línea podría glosarse: el populismo es la tensión revelada entre estas dos caras de la democracia. Una de las cuales puede esclerotizarse alrededor de sus reglas, mientras la otra las cuestiona afirmando sus aspiraciones a través de un líder que tiende a prescindir de las mismas. Esto último, como ha sido observado —particularmente al centrar la atención en el estrecho vínculo entre el pueblo y su líder—, puede incluso describirse, como hace Finchelstein, acentuando los tonos, como una "prolongación democrática del fascismo". O sea, la adhesión de masas ingentes alrededor de un líder que barre, en nombre del pueblo, las vallas que circunscriben las normas de su soberanía formalizada.
Al no poder definir con precisión y sobriedad especulativa el populismo, no queda más que reconocer el grado de parentesco con otros regímenes o casos notables que nos entrega la historia para visualizar similitudes y de ahí extraer las piezas potencialmente útiles para una teoría in itinere. Pero antes de hacerlo, con un caso particularmente notable, hay un aspecto que merece una atención previa y que ha sido subrayado en muchas ocasiones en la reflexión sobre el recorrido histórico del populismo en América Latina. El argumento es noto: el populismo ha estrechado casi siempre y en distintos grados las libertades individuales y las garantías civiles bajo la exaltación de un imaginado poder taumatúrgico del líder, pero a pesar de lo anterior, ha cumplido una tarea histórica determinante: ha permitido la irrupción de millones de seres humanos en la política de la que estaban anteriormente excluidos por no tener derecho al voto, por las restricciones a la organización sindical, etc. El argumento es cierto, pero lo es también que esta incorporación masiva apenas hizo una contribución a la formación de un Estado de derecho considerando el carácter de regimentación desde arriba y con rasgos de teatralidad unanimista, como si el pueblo fuera algo parecido a un coro griego. Sectores que antes no tenían derecho al voto lo adquirieron, trabajadores que antes no tenían derechos a ver reconocidas sus organizaciones gremiales lo obtuvieron en América Latina tanto en los regímenes de Vargas como en el de Perón, pero estos avances civiles se pagaron al precio de una autonomía contenida y del frágil avance de una sociedad civil capaz de hacer valer sus diferentes razones frente al poder político. Otra vez damos con una ambigüedad que dificulta juicios contundentes.
Pero, decíamos, ante la imposibilidad de establecer un modelo teóricamente coherente y en cierta medida transferible a través del tiempo y la geografía (lo que siempre es cuestión problemática en la reflexión social), no queda más que construir tipos ideales al estilo weberiano. Entre los antecedentes más antiguos en la Edad Contemporánea está ciertamente el bonapartismo. Aquí encontramos varios elementos que regresarán en experiencias populistas posteriores. Karl Marx, en un breve estudio de 1852, describió con lúcida acritud la llegada al poder de Luis Bonaparte, así como las maniobras que lo ayudaron en la empresa. Hay cuando menos dos aspectos en que la aventura bonapartista se asemeja a la variedad de historias populistas que vinieron después, especialmente en América Latina. El primero es la lucha denodada de Bonaparte en contra del poder legislativo para quitar el candado institucional que impedía su reelección presidencial. El segundo es la búsqueda de la empatía (captatio benevolentiae) popular a través de promesas más o menos disparatadas y destinadas a enaltecer su figura de padre benefactor y desprestigiar al mismo tiempo la Asamblea Nacional a los ojos de gran parte de la ciudadanía. Dice Marx:
Bonaparte es un viejo ladino que concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de gobierno y de Estado como una comedia […] Así como los Borbones eran la dinastía de los grandes terratenientes y los Orleans la dinastía del dinero, los Bonapartes son la dinastía de los campesinos, es decir de la masa del pueblo francés [que] no forman una clase […] Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que les envíe desde lo alto la lluvia y el sol […] Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas las clases.⁴
He aquí en síntesis algunos aspectos que volvemos a encontrar (con diferentes modulaciones) incluso en el presente en el oriente de Europa, en Estados Unidos y en América Latina y, como movimientos políticos que (¿aún?) no llegan al gobierno en Europa occidental (especialmente Italia, Francia y Holanda). En sus predicciones económicas Marx se equivocó bastantes más veces de las que acertó, pero en la descripción de un populismo que no tenía entonces el nombre que poco después asumirá acertó holgadamente mostrando la miseria de un poder autocrático que se encumbra gracias al apoyo de gran parte de la población a través de promesas falaces, teatralidad cívica y artimañas políticas. He ahí, si queremos, el año cero, de una embarazosa ambigüedad de la que siguen sin liberarse varios países independientemente de su grado de desarrollo. Y yendo más lejos, a pesar de los avances milenarios (si partimos de la Grecia clásica), aún no nos emancipamos del recurrente encanto del demagogo, al que entregar cíclicamente el destino colectivo.
En contrapunto, es posible mencionar la Magna Carta de hace más de 800 años que limitó los poderes del rey Juan I frente a los barones ingleses coaligados. De acuerdo, eran barones, no era el pueblo
, pero el rey tuvo que doblar la cabeza. Lo que contrasta con las no pocas cabezas que hoy se yerguen, pretendiendo convertirse en reyes plebeyos, con una ambición de poder legitimado por aclamación popular. Evidentemente, algo arcaico persiste, aunque sea en potencia, en los estratos profundos de las sociedades contemporáneas. ¿O de la naturaleza
humana?
En nombre del pueblo —siguiendo una historia de milenios—se han abierto a menudo las puertas del autoritarismo o hasta del totalitarismo. En el primer caso podemos hablar de populismo, en el segundo, el siglo XX nos ha entregado el fascismo y el comunismo en el poder. Por razones que están lejos de ser incomprensibles diversas sociedades en algún momento descubren la necesidad de un patriarca que garantice la unidad, la armonía, y exorcice el conflicto que, sin embargo, es parte ineludible de la democracia. Y así, siguiendo rieles paralelos, ocurren dos cosas: el pueblo se transforma de una entidad viva con diferencias, que conviven cooperando y chocando, en una unidad ética de concordancia simulada que encuentra su cimiento en amenazas, supuestas o reales, del exterior o del interior (comunismo, imperialismo, minorías étnicas, religiosas u otro) y necesita un jefe incuestionable que personifique a la totalidad del pueblo a través de algún valor que anule las diferencias al costo de contraer la democracia representativa como fórmula de regulación de las mismas. Con razón sugiere Nadia Urbinati, en los regímenes populistas las elecciones pueden ser manipuladas sin cargos de conciencia por una razón sencilla: la verdadera mayoría es ética y poco tiene que ver con los números o, cuando menos, las dos cosas no necesariamente coinciden.⁵ La integridad de la causa justifica cosas peores como la historia ilustra con prodigalidad. Los números no pueden refutar la justeza (la sacralidad laica) de los valores que el líder y sus seguidores encarnan en nombre de todo el pueblo. Y entre ellos, dependiendo de las circunstancias, está un revoltijo inestable de patria, pueblo, cristianismo, nación, raza, familia en combinaciones variables y tornadizas. Lo sacro (aquello que está más allá de discusión) se impone a lo profano como un lastre de unanimidad ritualizada sobre el debate cívico.
En el centro de todo casi siempre está él, el líder, que expresa las necesidades de un cuerpo colectivo que se vuelve una representación teatral de sí mismo. La palabra cuerpo
no es accidental dado el organicismo de las visiones populistas. Hugo Chávez, cuyos instrumentos culturales no eran especialmente sofisticados, lo decía de manera transparente: Yo no soy yo, soy el pueblo. Cuatro siglos después de un rey francés que todavía no hablaba de pueblo sino de Estado.
Hay, al final de Masa y poder de Canetti, algunas observaciones que vienen al caso para ilustrar el poder del líder carismático. Canetti usa admirablemente la metáfora del director de orquesta.
El director está de pie. El erguirse del hombre tiene significado incluso como viejo recuerdo de muchas representaciones de poder […] Con un movimiento mínimo, despierta a la vida de pronto esta o aquella voz, y lo que él quiere que enmudezca, enmudece […] Que los oyentes estén sentados en silencio pertenece a la intención del director, como la obediencia de la orquesta. Se constriñe a los auditores a estar inmóviles. Antes de que llegue el director, antes del concierto, conversan y se mueven en desorden. La presencia de los músicos no perturba a nadie, casi no se les presta atención. Aparece el director. Se hace el silencio. Él se pone en posición; carraspea; levanta la batuta; todos enmudecen y se rigidizan. Mientras él dirige no deben moverse. No bien se ha terminado han de aplaudir.⁶
Fuera de la metáfora —que, sin embargo, es de una coincidencia vigorosa con el estilo del populismo—, la consecuencia de lo dicho hasta aquí es que donde una voz se impone a todas las otras, los actores intermedios no pueden más que retroceder bajo un régimen político que apenas los tolera e interpone ante su acción todas las trabas que le resulten factibles para que no entorpezcan el aura de unión sagrada al interior del pueblo y entre éste y su líder. Resulta inevitable recordar que la Ginebra de Rousseau fue precedida por la Ginebra de Calvino, o sea por la de la virtud compulsiva. Partidos, sindicatos independientes, medios de comunicación, intelectuales públicos que cuestionan los diktat más o menos inspirados del detentor del poder, y sus entusiastas seguidores, son expresión incómoda de diferencias que deben ser, si no silenciadas, al menos reducidas en su capacidad de llegar a un pueblo que es mejor que mantenga la confianza en su guía y en la maquinaria personal-institucional convertida en su longa manus. La historia contemporánea del populismo latinoamericano está poblada de racionamiento del papel a los periódicos no alineados, de recisión de las licencias o imposición de multas estratosféricas a estaciones de radio y televisión que se atrevieron a decir una palabra de más, de enjuiciamiento por falta de respeto a las autoridades públicas, de represión a opositores, ocupación indebida de órganos del Estado, elecciones manipuladas. Si el jefe encarna la unidad ética del pueblo, toda voz que pretenda mantener alguna autonomía es apenas tolerada como (dudosamente) legítima por la sospecha de su potencial traición a las causas superiores del pueblo, la patria y demás valores convertidos en iconos de sacralidad laica.
Refrendar la posición adquirida supone para quien esté en la cumbre mantener una posición definitiva, lo cual implica no detener nunca la campaña electoral que lo instala anímica y obsesivamente en la vida de los individuos. En este sentido, vienen a la mente las conferencias en cadena nacional de Rafael Correa y de Hugo Chávez (de las que se hablará más adelante) que duraban horas interminables, los afiches en cada esquina exaltando los logros del régimen. El líder, como una especie de papa laico, reproduce aquello que Orwell ya había imaginado en 1948 en referencia a un totalitarismo pariente del populismo, aunque este último nunca haya llegado a las brutalidades o a las campañas de exterminio o de depuración masiva de los disidentes de los regímenes comunista o nazifascista.
¿Por qué esta permanente campaña electoral ejecutada desde el poder? Quizá puedan reconocerse dos razones mayores. La primera es la necesidad del poder de convencerse a sí mismo de la propia, dudosa, legitimidad. La segunda es que el populismo no representa una ocupación transitoria del gobierno, sino que aspira a su ocupación permanente para sanear de manera definitiva el Estado para hacer resurgir las virtudes inmarcesibles de la nación contra los vicios inculcados por los pasados gobernantes. Se trata de depurar moralmente a la nación (viene la tentación de pensar en el papel de la virtud republicana en el pensamiento y la acción de Robespierre), neutralizar las lacras y corruptelas de burócratas, tecnócratas y demás que oponen su competencia técnica o las complejidades de los procedimientos institucionales a la supuesta simplicidad de la voluntad del pueblo cuando, a través de su líder, se le entrega (simbólicamente) el poder. Y la defensa de la virtud es una tarea sin un punto final. Aunque no sea inútil subrayar que, en cuanto a corrupción, clientelismo y tráfico de influencias, los regímenes populistas —ni en América Latina ni en otra parte del mundo— se han caracterizado por un mejor desempeño en términos de eficiencia y probidad administrativa respecto a los regímenes a los que sustituyeron.⁷ A pesar de lo cual,