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La paradoja de las políticas públicas: El arte de la toma de decisiones políticas
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Libro electrónico734 páginas10 horas

La paradoja de las políticas públicas: El arte de la toma de decisiones políticas

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Este libro ofrece un acercamiento a las políticas
públicas no desde los modelos formales, los cálculos estadísticos y las
premisas del análisis económico, sino desde la política, reconociendo que
resolver problemas públicos desde el Estado es un proceso político, en el que
intervienen actores con intereses contrapuest
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2022
La paradoja de las políticas públicas: El arte de la toma de decisiones políticas
Autor

Deborah Stone

Deborah Stone es profesora emérita de Heller School for Social Policy and Management de la Universidad Bran-deis. Se graduó en la Universidad de Michigan y tiene un doctorado en Ciencia Política por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Es autora de The Samaritan’s Dilemma: Should Government Help Your Neighbor? (2008), The Disabled State (1984) y The Limits of Pro-fe-ssional Power: National Health Care in the Federal Re-pu-blic of Germany (1980). Además de ser autora de numerosos artículos en revistas internacionales y de capítulos de libros, forma parte de los comités editoriales de Women, Politics and Public Policy, Critical Policy Studies y Journal of Health Politics, Policy and Law (de la cual es también fundadora). Ha sido profesora en las universidades de Yale, Duke, MIT y Aarhus (Dinamarca). Se especializa en el análisis de formulación de políticas públicas tanto en países desarrollados como en desarrollo. Sus líneas de investigación se enfocan en políticas de salud, discapacidad, cuidados y altruismo, y políticas sociales, pero su trabajo se extiende también hacia la sociología, la filosofía y el derecho.

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    La paradoja de las políticas públicas - Deborah Stone

    ESTUDIO INTRODUCTORIO

    Guillermo M. Cejudo*

    Cuando inicio mi curso sobre análisis de políticas públicas en la maestría en administración y políticas públicas del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) —donde desde hace más de quince años, cada otoño, recibo al nuevo grupo de estudiantes de primer semestre—, suelo preguntarles las razones por las que han decidido estudiar ese posgrado. Invariablemente predomina la respuesta para conocer cómo se deben hacer las políticas públicas. Es decir, un grupo de brillantes jóvenes piensa que a) existe una forma correcta de hacer las políticas públicas, b) esa forma correcta se conoce y puede compartir en un semestre y c) su profesor posee ese conocimiento y es capaz de transmitirlo. El desencanto es inmediato: explico que enseñar a pensar como analistas de políticas públicas (para seguir la frase de Iris Geva May en Thinking Like a Policy Analyst [2005]) no significa seguir un recetario o un manual de buenas prácticas. No hay una forma correcta de hacer las políticas públicas, ni puede enseñarse a partir de un prontuario de pasos, modelos o guías.

    En efecto, más que adoptar premisas o dejarse guiar por modelos, el primer deber del analista de políticas públicas es cuestionar los supuestos, problematizar la realidad, probar hipótesis, asumir la complejidad y la incertidumbre y, pese a ello, imaginar formas de contribuir a construir un mundo mejor. En La paradoja de las políticas públicas, Deborah Stone nos propone precisamente esto: entender las políticas públicas no desde los modelos formales, los cálculos estadísticos y las premisas del análisis económico, sino desde la política, reconociendo que resolver problemas públicos desde el Estado es un proceso político, con actores con intereses contrapuestos, valores en choque y paradojas. Frente a un modelo de mercado, ordenado y predecible, en el que actores racionales, guiados por cálculos costo-efectivos, buscan la eficiencia mediante el intercambio, Stone propone el modelo de la polis. En este no es el individuo, sino la comunidad, el centro de atención; existe la competencia pero también la cooperación, la información es ambigua e incompleta y las soluciones nunca son definitivas, ni aceptadas por todos. Este libro es, a un tiempo, una crítica severa a la simplificación economicista del campo de las políticas públicas y una invitación a asumir una visión más rica —llena de contradicciones, ambigüedades y matices— del papel del analista de políticas públicas, de la lógica de los tomadores de decisión y, en general, de la vida en comunidad.

    El proyecto de la racionalidad y sus límites

    La gran promesa del campo de las políticas públicas ha sido, desde su origen con Harold Lasswell (1992), utilizar el conocimiento especializado para orientar las decisiones del gobierno con el fin de resolver los grandes problemas de la humanidad. La fórmula parecía simple: aprovechar la inteligencia de científicos y especialistas, desplegar las técnicas apropiadas para analizar la información y entender los problemas públicos y construir soluciones. Esto permitiría orientar los recursos de los gobiernos —autoridad, presupuestos, personal, comunicación— a la implementación de esas soluciones y asegurar el cumplimiento de las instrucciones y la modificación de los comportamientos esperados. Los gobiernos democráticos podrían, usando la técnica, resolver los problemas de las sociedades.

    Inspirados en esa lógica, gobiernos en todo el mundo han desplegado sus mejores instrumentos para tratar de mejorar la salud de las personas, asegurar una educación de calidad a niñas y niños, proteger el medio ambiente y cuidar nuestra seguridad. Bajo la premisa de que los procesos democráticos definen líderes y prioridades de política y luego se toman decisiones técnicas, con base en evidencia, para tratar de resolver problemas, parecía que el método estaba ganado: se trataba solo de diagnosticar los problemas, identificar las soluciones e implementarlas. Desde esta formulación simplista, los problemas públicos y sus soluciones son siempre decisiones técnicas, que pueden ser construidas mediante un método racional.

    Esta formulación fue cuestionada pronto. El canon de autores clásicos en la disciplina fue desmontando, uno a uno, los supuestos. Herbert Simon (1972) alertó sobre nuestra racionalidad limitada, que nos impide tomar decisiones eficientes desde el punto de vista económico; Charles Lindblom, sobre el carácter incremental de la toma de decisiones, por la multiplicidad de actores involucrados, con el cual puso en entredicho la factibilidad del método racional en la hechura de políticas. Giandomenico Majone (1997) explicó que el análisis de políticas es más que datos y cálculos, pues las políticas están hechas de palabras y que, junto con la evidencia, importa la argumentación. Sobre todo, estuvo el recordatorio de Aaron Wildavsky (2018) de que el análisis de políticas es un arte y un oficio, no una ciencia, y que el proceso de hechura de las políticas tiene más de interacción social que de fría planeación.

    Con todo, la simplificación de que la técnica es suficiente seguía siendo atractiva. A ciertos gobernantes les gusta desechar las críticas afirmando que se trata de decisiones técnicas y que la evidencia está de su lado, por lo que la discusión sobre su conveniencia o idoneidad es innecesaria. Muchas escuelas de política pública se especializaron en enseñar técnicas (sin problematizarlas ni ponerlas en contexto), por lo que llegó a parecer que aprender a hacer políticas públicas era equivalente a utilizar el marco de elección racional (para modelar cómo se comportan los individuos) y a ser usuario sofisticado de técnicas estadísticas y metodologías para el análisis costo-beneficio (para calcular los efectos esperados de las intervenciones gubernamentales o evaluar su impacto).

    Desde la práctica, esta supuesta primacía de la técnica fue reforzada, paradójicamente, por la reacción neoliberal ante el creciente intervencionismo estatal. Ganó terreno la idea de que los gobiernos no siempre tienen las soluciones y que el mercado y la eficiencia deben ser liberados de los obstáculos de la burocracia (posición resumida en la frase de Ronald Reagan según la cual el gobierno no es la solución, sino parte del problema). Desde la lógica del mercado, parecía que lo importante era que el gobierno encontrara la forma de permitir que individuos y mercados negociaran y encontraran equilibrios, y el Estado intervendría solo cuando el mercado, por sí mismo, no alcanzara la eficiencia.¹

    ¿Son las políticas públicas decisiones técnicas que pueden despegarse de la política? ¿O son decisiones políticas, donde la técnica tiene siempre un papel secundario? Estas preguntas, que pueden parecer divertimentos académicos, están en realidad en el centro de los debates públicos sobre cómo los ciudadanos y los gobiernos resolvemos los problemas comunes. Mientras escribo estas líneas, el mundo enfrenta un conjunto de problemas cuya escala y complejidad tienen pocos precedentes. En la primavera de 2021, la pandemia por covid-19 sigue causando estragos tras más de un año de haber sido declarada una emergencia global por la Organización Mundial de la Salud. Hay un problema grave de salud pública: decenas de millones de personas contagiadas, millones de fallecidos, hospitales rebasados en países ricos y pobres, personal médico exhausto y estrategias de vacunación lentas, en la mayor parte de los casos. Pero las consecuencias de la pandemia no acaban ahí: la economía ha sido fuertemente golpeada por el confinamiento, que ha llevado a cerrar negocios, perder empleos y reducir los ingresos de los hogares; los sistemas educativos están apenas valorando el efecto de haber cerrado durante varios meses las escuelas; los sistemas de transporte público en las grandes ciudades están al borde de la quiebra y todo esto ocurre mientras movimientos sociales que exigen equidad racial, igualdad de género y mejor representación política retan a los gobiernos de casi todos los países (el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, las movilizaciones feministas en México y Argentina o las protestas contra los gobiernos en Chile, Colombia y Perú). Se trata de problemas extremadamente complejos, cuya atención ha requerido grandes dosis de técnica (conocimiento de especialistas en salud pública para saber cómo prevenir los contagios o de científicos que desarrollan vacunas, complejos operativos logísticos para vacunar a las personas, uso de registros administrativos para hacer llegar transferencias monetarias a los beneficiarios, desarrollo apresurado de materiales docentes para la enseñanza remota), pero también de política, para usar la autoridad pública ya sea para obligar a las personas a permanecer en sus casas, para decidir las prioridades de vacunación o para utilizar recursos públicos para apoyar a los ciudadanos o empresas que han tenido reducciones en sus ingresos.

    Las respuestas que han dado los gobiernos a estos problemas han sido variadas en su diseño, su operación y sus resultados. Hay gobiernos, como Nueva Zelanda o Corea del Sur, que fueron eficaces en contener pronto los contagios, mientras que en otros países sus gobernantes dudaban en promover el uso del cubrebocas, perseguían la inmunidad de rebaño o incluso cuestionaban la severidad de la enfermedad. Hay países que, por un lado, no lograron contener adecuadamente los contagios, pero que, por otro, desplegaron estrategias de vacunación exitosas, como Estados Unidos o el Reino Unido. Otros, como Brasil, tienen un récord terrible en su respuesta de salud pública, pero son reconocidos por lo ambicioso de sus respuestas en protección social para contener los efectos de la pandemia en los ingresos de los hogares. En todos los casos las decisiones han sido políticas: los gobernantes han debido escoger qué problemas atender, con qué medidas, por cuánto tiempo y a qué costo. Y cada una de estas decisiones ha sido tomada en medio de incertidumbre, con información incompleta y presiones de grupos (empresarios que piden exenciones fiscales, sindicatos de maestros que no quieren regresar a clases sin estar vacunados) y, desde luego, preferencias y valores encontrados.

    Ningún curso de econometría o manual del proceso de las políticas públicas nos ayudaría a entender cómo han decidido los gobiernos sus políticas públicas. Para hacerlo, necesitamos entender cómo las decisiones se toman en una mezcla de técnica y política, con valores enfrentados, con intereses en juego y con información imprecisa. En este libro, Deborah Stone no encuentra en la incertidumbre, el conflicto o la ambigüedad una anomalía de las políticas públicas, sino una condición insalvable, inevitable en una democracia donde los valores y los intereses chocan. Como plantea en la introducción, la autora se propone construir un modelo de análisis de políticas públicas que reconozca el lado oscuro y egoísta del conflicto político, pero que también vea la política como un proceso creativo valioso para la armonía social.

    El mercado y la polis

    La paradoja de las políticas públicas es un libro introductorio, pero no es una introducción al estudio de las políticas públicas (como Cairney, 2019; Peters, 2015, o Merino, 2012) ni una guía para analizarlas (Bardach, 1998; Weimer y Vining, 2017), o un manual para diseñarlas (Howlett, 2019). Tampoco es un estudio sobre la disciplina de las políticas públicas (Aguilar Villanueva, 1992, 2003; Méndez, 2020; Maldonado y Pérez Yarahuán, 2015, 2018; Pardo, Dussauge y Cejudo, 2018), o sobre los enfoques para su análisis (Weible y Sabatier, 2017; Cejudo y Merino, 2010; Del Castillo y Dussauge, 2020). Es un texto que acompaña a quienes lo leen en el descubrimiento de la lógica política de las políticas públicas. El libro comienza con el contraste entre el modelo de mercado que está detrás de la visión racionalista de las políticas públicas y el modelo de la polis que reconoce la pluralidad de intereses, el conflicto, la ambigüedad y la importancia de los símbolos.

    Para Stone, el proyecto racional de políticas públicas descansa en tres pilares: a) un modelo de razonamiento basado en pasos simples, que se suceden uno a otro y que tienen una lógica evidente, b) un modelo de sociedad centrado en el mercado y en el que la sociedad es una colección de individuos autónomos, racionales, que no tienen vida en comunidad y c) un modelo de hechura de políticas que es un proceso racional, por etapas, como una línea de ensamblaje. En contraposición, la autora propone un modelo alternativo, basado en a) un modelo de razonamiento que funciona a partir de metáforas, analogías y creación de categorías, en un proceso no ordenado ni lineal, b) un modelo de sociedad que parte de la idea de comunidad y de la interacción política y c) un modelo de hechura de políticas que supone la disputa entre ideas y valores en competencia.

    Este contraste, desde luego, parte de una premisa crucial: existe el interés público y este es distinto de la mera agregación de intereses privados (Cochran, 1974). La propuesta de Stone supone, en otras palabras, la existencia de un ámbito distinto a la esfera privada o a lo estrictamente individual, que no lo reemplaza ni sustituye (Rabotnikof, 2005). Y esto nos lleva a reconocer que la mera definición de lo público es también motivo de disputa: se trata de una definición cambiante, que responde a entornos distintos, a posiciones filosóficas diferentes y, ante todo, a diversas formas de entender el mundo. Así, aunque hay una tensión permanente entre las diversas formas de entender lo público —estas determinan en buena medida la forma en que esperamos que el gobierno actúe—, y las metas que exigimos que trate de alcanzar y los estándares con los que vamos a evaluar la actividad gubernamental.

    Hay una segunda premisa —menos explícita— que para un lector no anglosajón o más familiarizado con la tradición continental de políticas públicas resultará menos sorprendente: las políticas públicas son una forma de acción estatal. Por lo tanto, cada nueva política pública supone una nueva conceptualización del Estado y de su papel en la sociedad (Meny y Thoenig, 1992). Cada vez que un actor político, un movimiento social o un grupo de interés busca situar un tema en la agenda pública está, al mismo tiempo, tratando de redefinir la frontera entre lo público y lo privado y, también, los límites de la acción estatal. Cuando se pide que el Estado intervenga en los contenidos nutricionales de las comidas escolares (por ejemplo, prohibiendo la venta de bebidas azucaradas en las escuelas), se está moviendo la demarcación entre lo público y lo privado (¿quién decide qué debe comer una niña en el recreo? ¿sus padres o el gobierno?) y se está ampliando la esfera de acción estatal (que tendrá que desplegar nuevos instrumentos para hacer realidad la prohibición: reglas, campañas de comunicación, inspecciones, sanciones), y al hacerlo se enfrentarán posiciones encontradas: para algunos significará una deseable intervención en favor de la salud pública y el combate a la obesidad y para otros una inaceptable intervención en la libertad de las empresas para comerciar y de las personas para alimentarse como prefieran. Cada política pública, entonces, es una decisión técnica que busca —mediante instrumentos específicos— modificar comportamientos de las personas, pero al hacerlo es también una decisión ética, que privilegia unos valores por encima de otros, y una decisión política, con ganadores y perdedores, que redefine los límites de la acción estatal.

    Así, la segunda parte del libro presenta un conjunto de valores que justifican la intervención del Estado: equidad, eficiencia, bienestar, libertad y seguridad. Con cada uno, la autora desglosa sus distintas concepciones, la forma en que pueden ser esgrimidos para defender posiciones opuestas y sus inevitables paradojas. Como explica Stone:

    Un postulado del proyecto de racionalidad es que hay estándares de evaluación objetivos y neutrales que se pueden aplicar a la política y que están libres de los intereses de jugadores políticos. El tema de la parte II es que, detrás de cada asunto de política pública se esconde una lucha por concepciones opuestas, aunque igual de plausibles, sobre el mismo objetivo o valor abstracto. Las abstracciones son aspiraciones para una comunidad, dentro de la cual la gente lee interpretaciones contradictorias. Quizá no sea posible lograr que todos estén de acuerdo sobre la misma interpretación, pero la primera tarea del analista político es revelar y aclarar las disputas de valor subyacentes para que la gente pueda ver en dónde difieren y se acerquen a un acuerdo.

    En la tercera parte, explica la forma de entender los problemas, no como el cálculo estricto de costos y beneficios, causas y efectos, sino como la combinación de símbolos, cifras, causas, intereses y decisiones. Y en la última parte analiza los instrumentos con los que los gobiernos pueden construir soluciones: incentivos para premiar o castigar comportamientos, reglas para moldearlos, datos sobre hechos para informar las decisiones de las personas, y derechos y poderes para modificar las relaciones entre las personas y entre ellas y el Estado.

    Un libro para los futuros analistas de políticas públicas

    Deborah Stone ha enseñado políticas públicas durante décadas en la Universidad de Brandeis, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y otras universidades en todo el mundo. Aunque este libro está pensado desde y para Estados Unidos, lo cierto es que en ediciones recientes ha incorporado ejemplos y casos de otros países. Sobre todo, el mensaje central sobre la interacción entre el análisis razonado y la lógica política es pertinente en cualquier momento y lugar (no en vano tiene varias ediciones y traducciones). Como explica en la conclusión: El análisis razonado es necesariamente político. La razón no comienza con un pizarrón en blanco donde nuestro cerebro grabe sus observaciones puras. La razón procede de la elección de percibir ciertas cosas y no otras, de incluir algo y excluir otra cosa, y de ver el mundo de cierta forma mientras que hay otras visiones posibles. Siempre es pertinente reconocerlo, pero más en un momento en el que el conocimiento técnico se desdeña y el expertise de funcionarios y científicos se menosprecia. Por interés, ignorancia o estrategia política, se ha vuelto frecuente la descalificación del conocimiento, los especialistas y la actividad científica, como se hizo evidente con las respuestas de los presidentes Trump y Bolsonaro a la pandemia del covid-19.

    La reacción frente a ese embate no puede ser el desprecio hacia los legos o la defensa de una supuesta pureza anclada en la racionalidad; en su libro más reciente, Stone (2020) recupera la noción de paradojas —incluso en el uso de algo tan aparentemente neutro como las cifras—. En efecto, Deborah Stone nos pide también escepticismo frente al propio discurso de quienes hacemos análisis de políticas públicas. En una entrevista publicada en 2015, advierte: la palabra de moda ya no es ‘racionalidad’ sino ‘ciencia’. Hacedores de política y académicos piden políticas ‘basadas en evidencia’, como si el análisis de política significara encontrar evidencia objetiva que arroja las respuestas correctas y la mejor manera (Van Ostaijen y Jhagroe, 2015).

    Por el contrario, el papel de un analista de políticas públicas es reconocer el componente político de las decisiones técnicas, hacer visibles las paradojas de la acción estatal y, en general, promover el sano escepticismo frente a los discursos de la autoridad y a los modelos de racionalidad, no para fomentar la inacción sino para construir mejores políticas públicas. No se trata de descartar la evidencia, la ciencia y la técnica, sino de entenderlas en un marco más amplio, sobre todo cuando se trata de comunicarlas al público y a quienes toman decisiones. Como explica Myriam Cardozo (2021) en un texto reciente: las políticas públicas pueden nutrirse de ‘evidencias’ como datos, información, pruebas; pero para ser efectivas requieren un lenguaje adecuado, que comunique y persuada de su conveniencia.

    Quienes hacen análisis de políticas públicas requieren entrenamiento técnico y sofisticación analítica (nadie debe tomar a Stone como pretexto posmoderno para alejarse del rigor y escudarse en la consigna política), pero también requieren humildad para reconocer la multiplicidad de motivaciones del comportamiento humano, empatía para entender cómo viven las personas los problemas públicos y una visión de lo público que reconozca la vida en comunidad (más allá de la suma de meros electores o consumidores). En otras palabras, no podemos —ni deberíamos querer— eliminar la técnica de las políticas públicas, pero tampoco podemos permitir que se pretenda extirpar la política como método de interacción social ni la noción de seres humanos como criaturas sociales, que buscamos —mediante las políticas públicas—preservar y mejorar nuestra vida en común.

    Nueva York, mayo de 2021

    Referencias

    Aguilar Villanueva, Luis F. 1992. La hechura de las políticas. Ciudad de México: Miguel Ángel Porrúa.

    Aguilar Villanueva, Luis F. 2003. Antología I: El estudio de las políticas públicas. Ciudad de México: M.A.Porrúa.

    Bardach, Eugene. 1998. Los ocho pasos para el análisis de políticas públicas. Ciudad de México: Miguel Ángel Porrúa/cide.

    Cairney, Paul. 2019. Understanding Public Policy. Londres: Macmillan.

    Cardozo, Myriam. 2021. Evidencia: conceptos y usos en la evaluación de políticas y programas públicos, Iztapalapa: Revista de ciencias sociales y humanidades, vol. 42, núm. 90, pp. 205-232.

    Cejudo, Guillermo y Mauricio Merino (eds.). 2010. Problemas, decisiones y soluciones. Ciudad de México: cide/fce.

    Cochran, Clarke E. 1974. Political Science and the Public Interest, The Journal of Politics, vol. 36, núm. 2, pp. 327-355.

    Del Castillo, Gloria y Mauricio Dussauge (eds.). 2020. Enfoques teóricos de políticas públicas. Ciudad de México: Flacso.

    Easterly, William. 2014. The Tyranny of Experts: Economists, Dictators, and the Forgotten Rights of the Poor. Nueva York: Basic Books.

    Howlett, Michael. 2019. The Policy Design Primer. Londres: Routledge.

    Lasswell, Harold. 1992. La orientación hacia las políticas, en Luis. F. Aguilar Villanueva (comp.), El estudio de las políticas públicas. Ciudad de México: Miguel Ángel Porrúa, pp. 79-103.

    Majone, Giandomenico. 1997. Evidencia, argumentación y persuasión en la formulación de políticas. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

    May, Iris Geva. 2005. Thinking Like a Policy Analyst. Londres: Palgrave.

    Méndez, José Luis. 2020. Políticas públicas. Enfoque estratégico para América Latina. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

    Meny, Yves y Jean-Claude Thoenig. 1992. Políticas públicas y teoría del Estado, en Las políticas públicas, Francisco Morata (trad.). Barcelona: Ariel.

    Merino, Mauricio. 2012. Políticas públicas. Ciudad de México: cide.

    Pardo, María del Carmen, Mauricio Dussauge y Guillermo M. Cejudo (eds.). 2018. Implementación de políticas públicas. Ciudad de México: cide.

    Pérez Yarahuán, Gabriela y Claudia Maldonado (eds.). 2015. Antología sobre evaluación. La construcción de una disciplina. Ciudad de México: cide/clear lac.

    Pérez Yarahuán, Gabriela y Claudia Maldonado (eds.). 2018. Segunda antología sobre evaluacion. Evaluación de impacto. Ciudad de México: cide/clear lac.

    Peters, Guy. 2015. Advanced Introduction to Public Policy. Cheltenham: Edward Elgar.

    Rabotnikof, Nora. 2005. En busca de un lugar común. El espacio público en la teoría política contemporánea. Ciudad de México: iif-unam.

    Simon, Herbert. 1972. El comportamiento administrativo. Amando Lázaro Ros (trad.). Madrid: Aguilar.

    Stone, Deborah. 2020. Counting: How We Use Numbers to Decide What Matters. Nueva York: Liveright.

    Van Ostaijen, Mark y Shivant Jhagroe. 2015. ’Get those Voices at the Table!’: Interview with Deborah Stone, Policy Sciences, núm. 48, pp. 127-133.

    Weible, Christopher y Paul Sabatier (eds.). 2017. Theories of the Policy Process. Londres: Routledge.

    Weimer, David y Aidan Vining. 2017. Policy Analysis. Londres: Routledge.

    Wildavsky, Aaron. 2018. The Art and Craft of Policy Analysis. B. Guy Peters (introd.). Londres: Palgrave.

    * División de Administración Pública,

    CIDE

    .

    ¹ Hay que reconocer, sin embargo, que a esa posición de escepticismo frente a la acción pública (cultivada y reiterada por políticos en todo el mundo) se ha sumado en los últimos años un elemento adicional: el desprecio por la técnica. En países desarrollados y no, se ha vuelto lugar común cuestionar el saber científico, dudar de los expertos y acusar a los funcionarios especializados de tecnócratas alejados de la realidad. Parecía, de repente, que había que escoger entre la tiranía de los expertos, para usar el título del libro de William Easterly (2014), o las posiciones voluntaristas de políticos que, como el presidente Bolsonaro de Brasil, desprecian el conocimiento y prefieren confiar en sus instintos.

    INTRODUCCIÓN: ¿POR QUÉ EL LIBRO?

    En algún momento entre la segunda y la tercera semana del primer grado de secundaria, tuvimos el primer simulacro de incendio. El simulacro era un conjunto más de reglas que había que aprenderse en una escuela nueva con rutinas nuevas: un mundo más adulto de salones, profesores distintos para cada materia, periodos de clases, calendarios rígidos y timbres que regulaban todo. Cuando se apagó la alarma de incendio, caminamos hacia afuera en una sola fila y nuestros maestros nos indicaron exactamente cómo y dónde alinearnos sobre el asfalto.

    Yo estaba parada junto a Adele, mi amiga en esa forma frágil en que los niños empiezan a conocerse y a caerse bien. Teníamos varias clases juntas y siempre que ella hablaba en clase, me parecía muy inteligente, muy tímida y muy amable. Tenía la piel oscura, café oscuro, y resaltaba. Era la única estudiante negra de la escuela. Aunque no era la primera persona negra a la que conocía, era la primera de mi edad. Sentí que su reticencia tenía que ver con siempre resaltar tanto, porque yo era penosamente tímida y odiaba sobresalir. Pensaba que debía ser insoportable ser tan visible todo el tiempo y me impresionaba la gracia con la que llevaba su situación.

    Justo cuando la larga fila se detuvo, un niño salió de su garaje en su bicicleta. Zigzagueaba despreocupado a lo largo de nuestra fila y parecía regodearse por no estar en la escuela ese día, y nosotros sí. Se acercó a la fila justo donde estábamos Adele y yo, y en el punto más cercano a nosotras, le dijo burlonamente: Deberías irte a tu casa a bañar. Estás sucia.

    Sentí lo mordaz de su comentario. Quería proteger a Adele, para escudarla de cierta forma, pero él ya lo había dicho y yo no podía hacer que desapareciera. Quería decirle algo a Adele para quitarle el aguijón, pero no sabía qué decir. Quería molerlo a palos, pero ya estaba muy lejos y, además, yo era chiquita, no era aguerrida, y sabía que no podía moler a palos a nadie. Finalmente, pensé que le podía decir a la maestra. El niño había sido lo suficientemente listo como para hacer su comentario cuando la maestra no podía oírlo, pero si le decía, seguro que lo castigaría y haría algo para ayudar a Adele.

    Todos los maestros se pavoneaban imponiendo orden, exigiendo silencio e indicándonos cómo enumerarnos no diciendo absolutamente nada más que nuestros nombres, uno por uno, siguiendo el orden de la fila. Ante esa lección estricta, con decoro y formas adultas, gritarle a mi maestra para decirle lo que había pasado habría significado romper las reglas diciendo algo más que las palabras que teníamos permitido pronunciar. Con miedo de sobresalir yo misma y con ánimos solo de ser buena, no hice nada.

    Cuento esta historia porque fue la primera vez que me enfrenté a una paradoja de políticas públicas, aunque en ese momento no lo vi de esa forma. (Lo vi como mi propia cobardía moral.) Estaba en marcha una práctica social —el simulacro contra incendios— cuyo propósito era mantenernos seguros. Y aun así, con el supuesto control que los profesores tenían sobre el mundo, no pudieron detener un acto de violencia contra una de nosotras y ni siquiera se enteraron de que habían dañado a alguien.

    Ahí estaba el conjunto de reglas que parecía perfectamente justo en la superficie. Eran como las reglas de tránsito; reglas para asegurarse de que las cosas fluyeran sin contratiempos, no el tipo de reglas que claramente dan ventajas a un grupo sobre otro. Sin embargo, si siguiéramos solo esas reglas, los abusones se impondrían y sus víctimas saldrían heridas. Las reglas ordinarias —me percaté— no podían detener a los abusones ni ayudar a las víctimas.

    Ahí estaba el conjunto de reglas que encarnaba la rectitud y el bien. (Sigue instrucciones. No hables. Haz exactamente lo que te digan.) Los buenos ciudadanos siguen esas reglas. Sin embargo, en mis adentros, sentía que había otro conjunto de reglas que sabía que también eran correctas. (No dañes a la gente. Detén a la gente que dañe a otros. Ayuda a quien esté herido. Defiende a tus amigos.) No podía ser buena bajo ambos conjuntos de reglas a la vez. Esa mañana, parada sobre el asfalto, tuve un indicio de que, incluso las políticas más claras, simples, las menos ambiguas, podían ser en realidad sumamente ambiguas. Sentí la corazonada de que, como ciudadana, iba a necesitar aprender a vivir con ambigüedad y paradoja.

    Las paradojas no son sino problemas. Violan el principio más elemental de la lógica: algo no puede ser dos cosas distintas al mismo tiempo. Dos interpretaciones contradictorias no pueden ser ciertas. Una paradoja es tal situación imposible; la vida política está llena de paradojas. A continuación presento unas cuantas.

    Ganar es perder y perder es ganar

    El presidente Obama logró que se aprobaran tres grandes programas gubernamentales en sus primeros 17 meses en el cargo: un programa de estímulos, una gran reforma sanitaria y una transformación regulatoria para la industria financiera. Pero sus victorias legislativas pronto se convirtieron en un lastre político. Cada legislación dio armas a los conservadores para pintarlo como la cabeza socialista del gobierno (Stoltenberg, 2010).

    Conforme se acercaban las elecciones de 2010, las victorias de Obama se convertían en un lastre para los demócratas e, irónicamente, parecía como si su proeza legislativa pronto fuera a poner en peligro su poder como presidente. Sin embargo, justo antes de las elecciones intermedias, cuando era segura una derrota demócrata, los analistas políticos consideraron que la derrota electoral era una victoria para Obama. La realidad de la política presidencial es que tener un enemigo ayuda, escribió alguien. Si los demócratas controlan la Casa Blanca y el Congreso, asumen la responsabilidad de los problemas del país. Pero si los republicanos capturan el Congreso, el señor Obama finalmente tendrá una espada que desenvainar con miras a su propia reelección en 2012 (Stoltenberg, 2010).

    ¿Qué querían decir los analistas con que una derrota electoral podía ser una victoria? Los políticos siempre tienen por lo menos dos objetivos. El primero es de políticas públicas: cualquier programa o propuesta que les gustaría ver lograda o vencida, o el problema que quieren ver resuelto. Pero quizás es incluso más importante el objetivo político. Los políticos siempre quieren conservar su poder, o ganar el poder suficiente para lograr su objetivo de política pública. Lograr un objetivo de política pública a veces puede frustrar las ganancias políticas, o viceversa.

    Manifestaciones: ¿debate o agresión?

    La Iglesia bautista de Westboro se manifiesta en los funerales de los soldados con letreros que dicen Tropas de maricas, Gracias a Dios por los soldados muertos, Se van a ir al infierno, Sacerdotes violadores y Estados Unidos está maldito. La Iglesia cree que el 11 de septiembre fue el castigo de Dios por la tolerancia del país a la homosexualidad, y que está haciendo un bien público al publicar sus amenazas. El grupo se manifestó en el funeral de Matthew Snyder, un marino de 22 años que murió en Iraq. Snyder no era gay. Su papá demandó al grupo por angustia emocional y por invasión de la privacidad.

    La Suprema Corte decidió ocho votos contra uno en favor de la Iglesia. Según el presidente de la Suprema Corte, Roberts, quien habló por la mayoría, las protestas subrayaban asuntos de interés público, como la conducta política y moral de Estados Unidos y de sus ciudadanos, el destino de la nación, la homosexualidad en el ejército y escándalos que involucraban al clero de la Iglesia católica. Por más agresivo o impopular que sea el mensaje del grupo, contribuye al debate público. Según el juez Samuel Alito, el único en contra, el grupo explota a gente vulnerable para ganar publicidad. Alito dijo que los asuntos públicos podían debatirse vigorosamente sin permitir la deshumanización de víctimas inocentes (Snyder v. Phelps, 2011).

    ¿Acaso la manifestación del funeral fue una contribución para el debate democrático, o fue una agresión violenta?

    ¿A favor o en contra de la ayuda gubernamental? Proporción de estadounidenses que cree que la gente pobre se ha vuelto muy dependiente de los programas de asistencia gubernamental: 69 por ciento.

    Proporción de estadounidenses que cree que el gobierno debería garantizarle a cada ciudadano comida suficiente y un lugar para dormir: 69 por ciento.

    Proporción de estadounidenses que cree que los individuos tienen mucho control sobre su vida y que rechaza la idea de que el éxito en la vida está bastante determinado por fuerzas fuera de nuestro control: 62 por ciento.

    Proporción de estadounidenses que cree que el gobierno tiene la responsabilidad de cuidar a la gente que no se puede cuidar sola: 69 por ciento (Todas las cifras son de la encuesta de 2007: PRC, 2017).

    ¿Aliados o enemigos?

    Durante décadas, las industrias manufactureras se quejaron de la regulación gubernamental. La regulación, decían, imponía costos innecesarios a los productores y consumidores y reprimía la innovación. Era mejor dejar que los productores usaran sus propios estándares. La relación entre la industria y los organismos regulatorios era claramente antagónica. Pero tras años de desregulación desde el periodo presidencial de Ronald Reagan, sucedió algo chistoso en Washington: los productores de juguetes y coches, comida y cigarros, muebles y focos, y de muchos otros productos, empezaron a presionar al gobierno para que emitiera regulaciones de calidad, seguridad y ambientales. ¿Por qué ese cambio tan drástico?

    Los productores estadounidenses empezaron a perder una porción del mercado ante importaciones extranjeras más baratas, cuyos productores no tenían que cumplir los estándares de la industria estadounidense. Los estándares gubernamentales obligatorios podían nivelar el terreno de juego. Los estándares obligatorios elevarían la credibilidad y la reputación de los productores. En ciertas industrias, los consumidores y los trabajadores empezaron a demandar a los productores por defectos y daños, y los productores perdían. Si el gobierno emitía regulaciones y las presentaba junto con exenciones de responsabilidad, los productores (y quizá también los consumidores) saldrían ganando. Además, a falta de regulación federal, los trabajadores y consumidores enojados buscaron regulaciones a nivel estatal. Los productores preferían regulaciones federales uniformes que tener que cumplir diferentes requerimientos en cada estado. Así, la industria se benefició de muchas formas con la regulación impuesta por el gobierno (Lipton y Harris, 2007).

    ¿Qué fue primero, el problema o la solución?

    Al principio, la invasión de Estados Unidos a Iraq se presentó al Congreso y al pueblo estadounidense como la solución contra ataques terroristas como el del 11 de septiembre. Sadam Husein supuestamente tenía un pacto con Osama bin Laden y daba asilo a terroristas de Al Qaeda. Poco después, Sadam Husein mismo fue señalado como una amenaza para Estados Unidos: guardaba armas de destrucción masiva que una invasión podría eliminar. Luego, la ocupación estadounidense se describió como la solución a la economía devastada de Iraq, como una fuerza necesaria para contrarrestar la insurgencia violenta y como medio para construir un Estado democrático. Algunos dicen que la guerra fue la solución de un problema muy distinto: la necesidad psíquica de George W. Bush de redimir la incapacidad de su padre de derrocar a Sadam Husein en la Guerra del Golfo. Otra postura sostiene que la guerra fue la solución ante la necesidad estadounidense de petróleo y para la necesidad de las compañías petroleras de ganancias.

    ¿Acaso se trataba de varios problemas para los que la guerra contra Iraq casualmente fue la solución? ¿O acaso la guerra contra Iraq fue una solución constante que se fue adaptando a problemas cambiantes?

    ¿Los precios bajos son buenos o malos?

    Las importaciones iraníes baratas que entraron al Iraq destruido por la guerra —cosas como ladrillos, arroz y camiones— proveyeron a los iraquíes de bienes esenciales que de otra forma no podían costear. Pero esas ayudas para los consumidores también minaron la industria iraquí. Algunos productores locales tuvieron que despedir trabajadores, y algunos negocios potenciales nunca pudieron arrancar frente a la competencia de importaciones baratas (Chon, 2009). ¿Se beneficiaron o salieron dañados los iraquíes con los bienes a precios bajos?

    Wal-Mart enfrentó otra paradoja de precios bajos. Los bajísimos precios que hicieron de Wal-Mart un éxito comercial representaron un obstáculo para la compañía cuando trató de vender mercancía de lujo como electrónicos, decoración para el hogar, moda y medicinas con receta. Nuestros precios bajos en realidad indican baja calidad, explicó un reporte interno (Barbaro, 2007). Los precios son precios —les dicen a los consumidores cuánto dinero deben pagar para adquirir cierto producto— pero también son símbolos; indican rasgos intangibles como calidad y prestigio.

    ¿Qué hay en un montón de escombros?

    Tras el huracán Katrina, las autoridades de Nueva Orleans querían quitar los escombros de las calles, pero los dueños demandaron a la ciudad para que frenara la demolición de sus casas antes de haber podido tratar de recuperar sus posesiones. No estamos demoliendo casas, dijo un abogado de la ciudad, se están removiendo restos de ciertas calles. Un asesor de la ciudad dio más explicaciones: [Los edificios] se desplazaron de su lugar […] Están en el paso, y crean problemas de seguridad pública. Si algo ya es un montón de escombros, no estamos demoliendo nada. El abogado de un grupo comunitario planteó las cosas de otra forma: No son escombros. Son los restos de las casas de la gente […] Hay trofeos ahí, equipo deportivo de los niños, juguetes (Nossiter, 2005).

    Los montones tenían significados sumamente distintos para cada lado.

    Cerrar Guantánamo

    Los funcionarios estadounidenses idearon la cárcel de Guantánamo para que aumentara la seguridad estadounidense al encerrar a supuestos terroristas e interrogarlos. Cerrar las instalaciones podría aumentar la cantidad de terroristas peligrosos sueltos, sobre todo si los gobiernos adonde serían transferidos los prisioneros los dejaban libres. Sin embargo, cuando surgieron las fotos e historias de Guantánamo, la cárcel se convirtió en un maravilloso lugar de reclutamiento para islamistas extremistas, en palabras de un historiador. Mantener la cárcel abierta también aumentaba el riesgo de ataques terroristas a Estados Unidos (Shane, 2006).

    ¿Guantánamo ayuda o daña la seguridad estadounidense?

    Multiculturalismo: ¿bueno o malo para la libertad humana? En Nueva York, un chino-estadounidense mató a su esposa a palos porque, según él, ella le había sido infiel. En la corte, su abogado hizo una defensa cultural diciendo que la costumbre china permitía que los esposos disiparan su vergüenza de esa forma. La corte aceptó la defensa cultural y lo condenó por homicidio imprudencial (un cargo mucho menor) y no por homicidio doloso.

    Ante la decisión, la directora del Fondo Asiático-Estadounidense de Defensa Legal y Educación se encontró en ambos lados del dilema. De inicio, criticó a la corte por no darles a las mujeres chinas libertades estadounidenses: No importen valores culturales [de migrantes] a nuestro sistema judicial […] No queremos mujeres victimizadas por costumbres retrógradas. Sin embargo, después alabó el uso que la corte hizo de la defensa cultural y su protección de una cultura minoritaria. Bloquear la defensa cultural, dijo, habría promovido la idea de que cuando la gente viene a Estados Unidos, tiene que sacrificar sus formas de hacer las cosas. Es una idea que no podemos apoyar (Coleman, 1996: 1095-1096).

    Las chitas: ¿igualadoras o ventajosas?

    ¿En qué condiciones la gente con discapacidades debería poder competir con atletas no discapacitados? Oscar Pistorius, un sudafricano con dos miembros amputados, corre con unas prótesis llamadas chitas, diseñadas con base en estudios de los tendones de las patas traseras de las chitas. La Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo descubrió que el artefacto daba a los corredores una ventaja injusta, y determinó que nadie podía usarlos en las competencias de no discapacitados. Una Corte de Arbitraje para el Deporte de más alto rango revirtió la decisión.

    ¿Es cierto que las chitas le dan ventaja al corredor? El inventor de las prótesis chita, Van Phillips, dijo que el aparato podía ser más ventajoso que el pie humano porque sus materiales son más eficientes en el uso de energía. Pero sería difícil separar y medir todos los factores que afectan el desempeño de un atleta que use las chitas, incluida la forma en que el pie se adhiere a la extremidad del atleta, qué tanta flexión tiene el atleta en la rodilla y cómo sale el corredor de la plataforma de salida. Esas diferencias son difíciles si no es que imposibles de medir. Quizá no haya una respuesta (Pogash, 2008).

    ¿Qué sentido podemos darle a un mundo donde abundan tales paradojas para las que podría no haber respuestas? En una era en la que el ser humano domina los ámbitos más internos y externos, ¿cómo vamos a lidiar con situaciones que no observen las reglas elementales del decoro científico? ¿Podemos lograr que la política pública se comporte?

    Rajiv Shah aparentemente se hizo esa pregunta cuando pasó de ser un cerebrito en física de 37 años con poca experiencia gubernamental a jefe de la Agencia de Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID, por sus siglas en inglés). Ya había trabajado en pro del desarrollo en la Fundación Bill y Melinda Gates, y se dio cuenta de que los retos de presidir un organismo público eran enormes. En las últimas tres décadas, el presupuesto y el personal de USAID habían menguado, pues el gobierno canalizaba la mayor parte de su ayuda extranjera a través de contratistas privados, y ahí estaba él, lidiando con el terremoto de Haití, las inundaciones en Pakistán y una ola de trabajadores estadounidenses de ayuda internacional que debían ganarse los corazones y las mentes de los afganos. Shah se sintió privilegiado e inspirado por su oportunidad de trabajar en la administración de Obama, pero, al mismo tiempo, un poco nostálgico por las cosas tan emocionantes que se pueden hacer en el sector privado: Puedes decir, ‘ok, mi objetivo es curar el sida y descifrar cómo curarías el sida de forma analítica’. No te tienes que preocupar por la política (Landler, 2010).

    El proyecto de racionalidad

    Los campos de la ciencia política, la administración pública, el derecho y la economía tienen la misión común de rescatar a las políticas públicas de las irracionalidades e indignidades de la política. Aspiran a hacer políticas con métodos racionales, analíticos y científicos. A esta empresa la llamo el proyecto de racionalidad, y ha estado en el núcleo de la cultura política estadounidense desde el principio. El proyecto comenzó con la intención de James Madison de curar los daños de las facciones con un diseño constitucional adecuado (The Federalist, núm. 10). En la década de 1870, el decano de la Escuela de Derecho de Harvard (con el maravilloso nombre de Christopher Columbus Langdell, que en español sería Cristóbal Colón Langdell) se aventuró a sacar la política del derecho al reformar la educación legal. El derecho es una ciencia, proclamó, que debe estudiarse examinando las decisiones de las cortes de apelación y destilando su esencia común en un sistema de principios. A principios del siglo XX, los reformistas progresistas trataron de que las políticas públicas fueran más científicas y menos políticas al quitarles a los órganos de elección popular su autoridad para formular políticas públicas y transferirla a comisiones de expertos y administradores municipales profesionales. La búsqueda de una ciencia gubernamental apolítica continuó durante el siglo XX con el llamado de Herbert Simon a hacer una ciencia de la administración, el sueño de Harold Lasswell de una ciencia de la formación y ejecución de políticas públicas, y el desarrollo de programas universitarios y de posgrado en políticas públicas. Para inicios del siglo XXI, el proyecto de racionalidad estaba en su apogeo en la ciencia política y la economía bajo la bandera de la elección racional.

    Cuando empecé a dar clases en uno de los primeros programas de política pública, en el Instituto de Políticas Públicas de la Universidad de Duke, me impresionó que el nuevo campo de estudio se arraigara en su propia paradoja. La ciencia de la política pública se abocaba con fervor a mejorar la gobernanza, aunque el campo se fundara en una profunda aversión por las ambigüedades y paradojas de la política. En general, la nueva ciencia desestimaba a la política por ser un obstáculo desafortunado para analistas racionales de mente clara y para la buena política pública. Mi trabajo era dar el curso central de ciencia política para aquellos que se estaban especializando en políticas públicas y, de cierta forma, convertir a la ciencia política en una herramienta analítica racional que arrojara respuestas definitivas sobre la mejor forma de atacar cualquier problema. Constantemente me preguntaba qué quedaría exactamente si extirpabas la política de la gobernanza. Este libro surgió de mi lucha con ese enigma.

    Este libro tiene tres objetivos. Primero, afirmo que el proyecto de racionalidad no entiende la política. Desde dentro del proyecto de racionalidad, la política parece desastrosa, tonta, errática e inexplicable. Los sucesos políticos parecen quedar fuera de las categorías de la lógica y la racionalidad. En el mundo real, por lo general nos vemos forzados a considerar la paradoja, y podemos vivir con ella porque las paradojas son paradójicas solo a partir de una visión del mundo. La política es una forma de ayudarnos a ver desde diferentes perspectivas. Si podemos salirnos de cierta visión del mundo, podemos vivir mejor juntos y resolver problemas comunes. Así, pretendo construir un modelo de análisis de políticas públicas que reconozca el lado oscuro y egoísta del conflicto político, pero que también vea a la política como un proceso creativo valioso para la armonía social.

    Segundo, el proyecto de racionalidad venera la objetividad y busca modelos de análisis que lleven a los mejores resultados objetivos para la sociedad. Se supone que las categorías de análisis están por encima de la política o fuera de ella. La racionalidad pretende ofrecer un punto de vista adecuado desde el cual juzgar la bondad del mundo real. Yo en cambio afirmo que las meras categorías que subyacen al análisis racional se definen desde la lucha política. Pretendo construir un modelo de análisis de política pública que reconozca conceptos analíticos, definición de problemas e instrumentos de políticas públicas como las propias reivindicaciones políticas, en lugar de otorgarle el estatus privilegiado de verdades universales. Al mismo tiempo, aunque —o quizá porque— no haya un estándar de oro de igualdad, eficiencia, medición social, causalidad, efectividad o cualquier otra herramienta analítica, los valores sí importan. En cada capítulo trato de demostrar por qué los analistas de políticas públicas y los que toman las decisiones deben manifestar sus propios valores.

    Tercero, el campo de la política pública está dominado por la economía y su modelo de sociedad es un mercado. Un mercado es un conjunto de individuos que no tienen vida comunitaria. Sus relaciones consisten solamente en comerciar con otros para maximizar su bienestar individual. Como muchos científicos sociales, no creo que el mercado modele una descripción convincente del mundo que conozco o, para tal caso, ningún mundo en el que quisiera vivir. En cambio, parto de un modelo de comunidad donde los individuos viven en una densa red de relaciones, dependencias y lealtades; donde se preocupan profundamente al menos por algunas otras personas además de sí mismos; donde influyen en los deseos y objetivos de los demás, y donde vislumbran y luchan por un interés público, así como por sus intereses individuales.

    El proyecto de lograr que la política pública sea racional reposa en tres pilares: un modelo de razonamiento, un modelo de sociedad y un modelo de formulación de políticas públicas. El modelo de razonamiento es la toma de decisiones racional. En este modelo, las decisiones se toman o deberían tomarse en una serie de pasos bien definidos:

    1. Identificar objetivos.

    2. Identificar vías de acción alternativas para lograr objetivos.

    3. Predecir las posibles consecuencias de cada alternativa.

    4. Evaluar las posibles consecuencias de cada alternativa.

    5. Elegir la alternativa que maximice el logro de objetivos.

    Este modelo está tan generalizado que no falta en las revistas de las cajas registradoras, en los libros de autoayuda ni en los manuales para educar niños. A pesar de todo su atractivo intuitivo, el modelo de toma de decisiones racionales no logra decir qué debió haber hecho Obama en temas sanitarios para maximizar sus objetivos, porque él, su personal, su partido y sus electores tenían múltiples objetivos, a veces encontrados. Si tuvo éxito ya sea en sus metas de seguridad sanitaria o en sus metas políticas partidistas dependió en gran parte de cómo logró representar la reforma sanitaria ante el pueblo estadounidense, no se trataba solo de vendérsela, sino de convencerlo hasta el tuétano de que sería más benéfica que dañina, y que encajaría con su visión del buen gobierno. Y si pudo convencer al pueblo de tales cosas dependió mucho más de cómo lo logró emocionalmente —conectar con el pueblo a un nivel humano— que de los cálculos de sus asesores sobre los costos y beneficios en dólares, o incluso de su fineza para revolver los números.

    El modelo de toma de decisiones racionales ignora nuestros sentimientos e intuiciones morales, poderosas motivaciones humanas y partes preciosas de nuestra experiencia de vida. El modelo racional no ayuda a la jefa chino-estadounidense a saber si los intereses de su comunidad de inmigrantes quedarán más satisfechos al imponerles normas liberales estadounidenses a sus miembros o si se les permite mantener su cultura. El modelo racional debería ayudarnos a empezar a evaluar los riesgos de seguridad de Estados Unidos de cerrar Guantánamo versus mantenerlo abierto, pero no nos ayuda a juzgar si nuestra política antiterrorista es moralmente correcta, ni a entender cómo afectan nuestras políticas públicas a la mente y a las motivaciones de los no estadounidenses.

    A lo largo de este libro, desarrollo un modelo de razonamiento político bastante distinto del modelo de toma de decisiones racionales. El razonamiento político es razonamiento por metáfora y analogía. Es tratar de conseguir que los demás vean una situación como una cosa y no como otra. Los escombros se pueden ver como un peligro para la seguridad pública o como un refugio emocional para una familia. Una protesta se puede ver como un foro para el debate público o como una agresión emocional contra gente vulnerable. Cada visión construye una lucha política distinta, e invoca un conjunto de reglas distinto para resolver el conflicto. El razonamiento político involucra la creación de metáforas y de categorías, pero no solo en aras de la belleza o del entendimiento. Es una representación estratégica de persuasión y, finalmente, tiene fines políticos.

    El modelo de sociedad que subyace al proyecto de racionalidad contemporáneo es el mercado. En este modelo, la sociedad es un conjunto de tomadores de decisiones racionales y autónomos que se relacionan solo cuando quieren hacer un intercambio. Cada uno tiene objetivos y preferencias, cada uno compara formas alternativas que le den la mayor satisfacción. Maximizan su interés propio mediante el cálculo racional. El modelo de mercado y el modelo de toma de decisiones racionales están estrechamente relacionados.

    En el modelo de mercado, los individuos saben lo que quieren. Tienen preferencias independientes y relativamente fijas por bienes, servicios y políticas públicas. En sociedades reales, donde la gente depende psicológica y materialmente de otros, donde están conectados por lazos emocionales, tradiciones y grupos sociales, sus preferencias se basan en lealtades e imágenes. Cómo definen sus preferencias depende en gran medida de cómo se les presentan las opciones y quién se las presenta, y no siempre son consistentes. Creen que los pobres dependen demasiado de la asistencia pública, pero también creen que el gobierno debería ayudarlos de todas formas. Quieren un mayor gasto en bienestar cuando se le llama ayuda a niños pobres, pero no cuando se le llama bienestar. Quieren menores precios en los bienes que compran, pero no en los bienes ni en la mano de obra que venden. Podrían querer que su gobierno entrara en guerra si alguien les mostrara razones de seguridad convincentes o si los inspirara a luchar en el bando de los ángeles, pero podrían cambiar drásticamente de opinión de repente si se les presentaran posturas distintas de lo que está pasando allá.

    Así, el punto de partida del análisis político debería ser una comunidad política, no un mercado. En el capítulo 1 desarrollo un modelo de comunidad política, y lo uso como base para pensar sobre cualquier aspecto del análisis y la formulación de políticas públicas.

    El modelo de formulación de políticas públicas en el proyecto de racionalidad es un modelo de producción, donde la política pública se crea, o debería crearse, en una secuencia de etapas ordenada, casi como en una cadena de ensamblaje. Se pone un asunto en la agenda, y se define un problema. Se mueve a través de las ramas legislativa y ejecutiva de gobierno, donde se proponen, analizan, redefinen, legitiman y por último se eligen soluciones alternativas. Los órganos ejecutivos implementan una solución y los actores interesados la cuestionan y revisan constantemente, por lo general a través de los medios de comunicación y de la rama judicial. Y finalmente, si el proceso de formulación es administrativamente sofisticado, ofrece un mecanismo para evaluar y revisar sus propias políticas. Idealmente, como dijo Rajiv Shah sobre trabajar para una fundación privada, los formuladores de políticas públicas podrían resolver cada problema de forma

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