Entre dos pulgares
Por Gilberto Pérez
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Narradas con un pulso delicado, las historias de Pérez nos sacuden y desdoblan hacia universos que laten entre luces y sombras. Sus personajes deambulan entre lo diáfano y lo nebuloso, porque solo ahí, en la ambigüedad de lo que se ha dicho, la sutileza del silencio, de las imágenes esculpidas y el vacío, es donde podemos reconocernos y aceptar que las categorías a las que nos hemos adscrito no son más que círculos dibujados en la arena, siempre a punto de desaparecer. Lissete Juárez
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Entre dos pulgares - Gilberto Pérez
El abuelo
La Parroquia de San José de Cupertino se llenó una hora antes de empezar la ceremonia. Habiéndose fundado como capilla de hacienda, le fue quedando chica al pueblo. Para los que no alcanzaban a entrar y tenían que permanecer afuera, habían conseguido con ayuda del presidente municipal unos altoparlantes que le confiscaron, por ruidoso, a un húngaro que vendía pociones mágicas.
Dentro del templo las múltiples imágenes de Cristos sangrientos, despeinados, espinados y en taparrabos, contrastaban con los rígidos vestidos de tul de las mujeres, que agitaban agobiadas sus abanicos chinos. Los hombres, poco acostumbrados a usar traje y corbata, se secaban el sudor con sus pañuelos.
Bien paraditos en sus puestos, no les fueran a ganar su lugar, acomodados del lado izquierdo, estaban los parientes e invitados de Consuelo, mi prometida. Los míos, al otro lado del pasillo. Cada uno debía acomodarse de acuerdo a un caprichoso orden jerárquico con códigos establecido desde la creación. A quien tuviera el infortunio, la torpeza o la osadía de elegir un lugar, que a juicio de los feligreses no le correspondía, la mirada incisiva de la multitud silenciosa no le dejaría en paz hasta que ocupara su lugar correcto. Era el pasatiempo favorito de los invitados y solo sería interrumpido por las notas del ta-ta-ta-tán de Mendelssohn anunciando el inicio de la entrada del cortejo.
Del lado derecho, en la primera fila, se sentarían la abuela con su gesto adusto, sus hermanas y los maridos de éstas, pensando de seguro que estarían mejor en cualquier otro lado.
Al abuelo no le gustaban las iglesias, no había boda, bautizo o funeral que lo hiciera entrar. Aquí me quedo afuera, fumando
, decía siempre, hace calor adentro y el olor de ese polvo que echan como humito me pica la nariz
.
La plaza principal, más bien la única, era rectangular y árboles de sombra adornaban su contorno. Tenía la iglesia en un extremo, y la concha acústica, donde la banda del pueblo ya afinaba sus instrumentos alistándose para la fiesta, en el extremo opuesto. De un lado estaban el viejo palacio municipal, una cantina y un pequeño hotel. Del otro lado, la tienda de abarrotes de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares y la casa de mis abuelos. El pueblo entero se había volcado hacia la plaza. Los ancianos, sentados en las bancas alineadas en el perímetro, alimentaban a las palomas mientras los adolescentes, vestidos con sus mejores galas, caminaban en círculo. Los hombres para un lado y las mujeres para el otro en un colorido ritual de apareamiento. Los niños se divertían molestando a los beodos, quienes a su vez, para el regocijo de los mirones, los correteaban tambaleándose y balbuceando incoherencias. Había globos de colores, carritos de paletas, de churros y vendedores de algodón de azúcar del color del cielo. Las madres paseaban a sus bebés en carriolas. La fiesta era para el pueblo entero.
Justo a las puertas de la iglesia, en una pequeña explanada formábamos dos filas. Yo llevaba media hora del brazo de mi madre que se aferraba a mí como si me fuera a perder para siempre. Sudaba, nervioso, dudando acerca del paso que estaba a punto de dar. Mi padre, a quien le tocaba ir del brazo de mi futura suegra, permanecía callado, inmóvil y derechito. Estoico. Damas, pajes, padrinos de arras, de anillos y de lazo completaban el cortejo, y todos esperábamos acalorados la aparición de la protagonista de la añeja ceremonia que me convertiría, por obra y gracia de nuestro Señor, en el poseedor