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La carta del suicida
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Libro electrónico133 páginas2 horas

La carta del suicida

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La vida de Jesús es un remolino de infortunios. Un agobio perenne lo lleva a planear su propio desenlace. Sin embargo, un hecho metafísico, una intervención de la ciencia y la presencia arrolladora del amor juegan un rol inesperado en su destino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2024
ISBN9789874852670
La carta del suicida

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    La carta del suicida - Anibal Hall

    Imagen de portada

    La carta del suicida

    La carta del suicida

    Hall, Aníbal

    Índice de contenido

    Portadilla

    Legales

    La carta del suicida

    Editado en 2022 por Ediciones Libella -

    Editora Natalia Alterman

    www.libellaediciones.com.ar

    Diseño de tapa e interiores: Leonardo Solari

    Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito el autor.

    Digitalización: Proyecto451

    "La vida no es igual para todos,

    Solo la muerte es igual para todos"

    Johan Liebheart

    CAPÍTULO I

    Finalmente, tomé la fatal decisión de matarlo. Siempre me aterró la idea de matar a alguien, ya sea de modo intencional o en un simple accidente. Sería vivir agobiado con el peso de la culpa, pensar en cuántas formas se podría haber evitado; sin embargo, tomé la decisión de matar a mi peor enemigo y lo haré premeditadamente y sin ningún remordimiento. No me resulta fácil explicarlo, intento encontrar palabras que normalmente nadie se atreve a pronunciar.

    En mi caso, con más cortas o más largas agonías, he muerto muchas veces en mi vida y a todas sobreviví como castigo. Sé que la muerte verdadera es el olvido, que algunos personajes públicos nunca mueren, porque el recuerdo permanente los inhuma para traerlos vivos al presente, lo mismo que a los familiares queridos. Bueno, eso conmigo no pasará, porque tan pronto mate a ese implacable enemigo que soy yo mismo, el olvido borrará mis pasos por este mundo y nadie recordará ni mi nombre. La vida que me tocó vivir no merece ser vivida. Es mi voluntad, tengo derecho sobre mi cuerpo, yo elijo.

    Por eso estoy aquí, dirigiendo esta carta al único juez capaz de ponderar con objetividad y darles el justo valor a las acciones y decisiones que he tomado a lo largo de mi existencia. Ese juez es mi propia alma y el fiscal será mi conciencia. Ellos tienen revelados todos los secretos, los traumas, los dolores, las ocultas vergüenzas, los arrepentimientos, los delirios, las locuras, las creencias disfrazadas de fe y tantas otras formas que adquieren los silenciosos fantasmas con los que compartí mis heridas. Que no se culpe a nadie de mi muerte: yo soy el único culpable de que mi desaparición física arrastre también a la muerte a millones de células sanas, aunque también espero que se rescate algún órgano que se pueda trasplantar, para que curiosamente termine siendo de utilidad a alguien, cosa que no logré conmigo mismo mientras estuve vivo. Si en verdad existe un Dios, le ruego que me redima de todo y me declare inocente, aunque creo que Dios nunca perdona de verdad, pues ha sido implacable conmigo, nunca sentí su presencia y, como no se ve, yo lo busqué imitando a esos a los que les resultaba fácil creer. Los que buscan la seguridad en la fe que profesan, que Dios se haga cargo de ellos, porque son buenos y creen en Él y la culpa y miedo al castigo los pone en la comodidad de que es mejor creer que saber. Yo he tratado de encontrar una forma de verlo, para discutir con Él. ¿Dónde está? ¿Seré el único que piensa así? ¿Estoy loco? Buscándolo a Él, siempre me encontré al Demonio. Dios nunca me dio nada y no le debo ni me debe nada, que me purifique si existe y no me odia, para llegar limpio a reencarnarme en otra forma de vida nueva, porque este final no es más que el cruce de un portal hacia otra dimensión y esta presunción me da el coraje para la decisión más difícil que una persona en su sano juicio pueda tomar. Para un creyente, mi decisión es una herejía, una injuria a Dios, pero yo no coincido ni con esta opinión ni con ese Dios al que imploré mil veces y mil veces me ignoró; hoy soy un apóstata que no profesa ninguna religión y, si comparo, compruebo que en nombre de distintas religiones e ideologías, algunos se inmolan como bonzos, otros son terroristas suicidas o kamikazes japoneses y en tales casos son suicidios tan honorables como el del que se precipita a una muerte segura para defender a su patria o el del soldado que se arroja sobre una granada a punto de estallar para salvar a sus compañeros. Pero en mi caso, solo pretendo someterme a una autoeutanasia para poner fin a las interminables muertes cotidianas que eslabonan los días de mi existencia, de mi irremediable destino de error y peripecia. Me asumo huérfano de fe y desheredado por la suerte.

    Yo, que viví dejando un cabo suelto a cada paso, un desencuentro perpetuo donde constaté que siempre se puede fracasar mejor, espero no fallar esta vez. Arréglense sin mí, total no hago falta, me voy como vine a esta vida irreparable, desnuda de afectos, en silencio y sin el consuelo de un grito que di tantas veces y nadie nunca escuchó, soy alguien que murió de mala suerte muchas veces y esta será la última.

    Venimos a la vida con un cuenco de cristal entre las manos, que es transparente para que se vea lo que guardamos allí. Muchos lo muestran llenos de cosas buenas y a otros se nos cayó, se hizo trizas, porque consciente o inconscientemente sabemos que no tenemos nada bueno que mostrar; somos aquellos para quienes la existencia fue algo así como una larga enfermedad, un ejercicio del dolor, por eso, morir lo asumo como parte obligatoria en mi vida, como el deseo de no haber nacido, el deseo de estar muerto para sentirme libre de mí mismo.

    Firmo esta carta, aclaro mi nombre Jesús María Valls, la meto en un sobre que cierro mojando con la lengua el pegamento de la solapa y la dejo sobre la mesa. Para esta última cena que no tendrán oportunidad de cobrarme, ordené que me trajeran mi menú preferido: un bife de carne jugoso, papas y huevos fritos, acompañados con una botella de vino tinto, la que fui bebiendo despacio y con la mente en silencio. Luego, como autocondenado, me acurruco en la cama intentando dormir. El vino ayuda, ya que la ejecución quiero hacerla a la luz del día, quiero ser yo quien me apague la luz, en mi última y definitiva mudanza.

    Un letargo espeso me hace larga la noche entre sueño y vigilia, me levanto varias veces a mirar por la ventana y escuchar los ruidos de la naturaleza, incluso el de mi orina al chocar contra el agua del inodoro en el baño, el carraspeo ronco de mi garganta o la exhalación de un bostezo, esos sonidos que son latidos de vida, yo callaré y mis oídos dejarán de escuchar, cuando la alborada rompa su placenta para parir un sol dorado y luminoso. Y mientras el mundo celebre esa luz, yo iré en pos de la oscuridad.

    El éxtasis místico que me posee me ayuda a subir a la mesa para pasar la soga por el tirante del techo, del que también cuelga un cable con una lámpara de luz fría muy blanca. Estoy en una cabaña para turistas en el delta, a orillas del río, que alquilé por tres días para disimular, porque con uno solo me alcanza. He dispuesto todo lo que pude, la ropa con que me vestí, la camisa a cuadros beige y verde, el jean azul, estrené calzoncillos y medias y me puse las mejores zapatillas que tengo: unas negras con motivos grises. Me afeité y peiné con cuidado, ya que voy a la cita más importante de todas las citas. Me miro en el espejo del baño, reviso mis ojos, mi nariz, mi mentón y mi boca, es la última vez que veré esa cara, que es la cara del fracaso y esta vez en vez de odiarla como tantas veces, me compadezco de esa mirada de perro apaleado, que me mira desde el fondo de un abismo de dolor.

    Dejo sobre una cómoda mi billetera con unos pocos pesos –toda mi fortuna–, una foto de mi madre joven y mis documentos para que me identifiquen rápidamente. Esa foto en mi documento de identidad es la única que tengo y fue obligatoria, después nunca tuve un retrato ni de la infancia, adolescencia ni de grande; alguna vez intenté una selfie y como no me gustó lo que vi, la eliminé. Pero lo que dejo es suficiente para que no queden dudas de que soy yo quien terminó con esta vida que viví al margen de mí mismo, voy a hacerlo sin ayuda de nadie, para que quede claro que lo planee y ejecuté obteniendo el resultado esperado por primera y última vez en mi existencia.

    Considero detalles que a otro en mi lugar le resultarían ridículos, porque dispuse sobre el piso un toallón de baño, por si al colgarme saliera algún fluido de mi cuerpo que manchara el suelo; sería lamentable que una arcada fuera mi último suspiro. Quiero irme causando las menores molestias posibles, ya que no puedo evitar que, cuando descubran mi cuerpo, vengan policías, fiscales y curiosos a saciar el morbo que producen estos casos y conjeturar sobre los motivos del suicida: si dejó una señal o una nota y el contenido de la misma, como es mi caso.

    Miro por la ventana cómo un viento suave mece las hojas muy verdes de una acacia y observo una pequeña mariposa amarilla posada en el vidrio de la ventana: son los últimos símbolos de cosas vivas y tangibles que veo. Cuando ajusto a mi cuello la cuerda, dispuesto a cruzar el umbral, estoy completamente vivo y en un segundo estaré completamente muerto por propia voluntad. Sé que ya no escucharé la música que tanto me gusta, ya no sentiré el olor de un perfume de mujer o el de una salsa de tomates con pollo, ya no veré las estrellas en la noche ni el color de otros ojos ni soñaré con las caricias que no recibí de mi madre, embarazada de mí sin desearlo. Creo que ella debió interrumpir ese embarazo, así yo hoy no tendría que interrumpir mi vida. Me iré con la misma dignidad al paraíso o al infierno, aunque estoy convencido de que dejar este mundo será el ingreso a uno mejor, aquí nadie va a extrañarme. Volaré para siempre, como los pájaros pintados en el domo de una iglesia. Inspiro, contengo el aire, saco pecho, levanto los hombros, le sonrío al techo, me persigno en un acto reflejo y salto con los pies juntos y las manos pegadas a las caderas,

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