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MOMENTOS EN EL SUR DE CALIFORNIA
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Libro electrónico297 páginas4 horas

MOMENTOS EN EL SUR DE CALIFORNIA

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Información de este libro electrónico

Creo que mis cuentos se asemejan a una postal, a un daguerrotipo, o a un soneto, en el sentido de que tratan de captar un momento o una emoción en el tiempo. Están ambientados en el sur de California por mi deseo de acercarme a la realidad, pero también por una cuestión de principios estilísticos, de ser fiel a lo que mejor conozco en estos momentos. Creo también que la unidad temática me ayuda con la unidad estilística. Otro aspecto importante para mí es situarlos todos en una misma época, la contemporánea. Soy consciente de que la evasión puede ser atractiva para captar la atención del lector, pero yo necesito sentir la realidad cerca de mí, por eso escribo sobre temas recientes.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento4 dic 2023
ISBN9781506551944
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    MOMENTOS EN EL SUR DE CALIFORNIA - Benito Gómez Madrid

    Copyright © 2023 por Benito Gómez Madrid.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Diseño de página a cargo de Ellie Zenhari y los siguientes estudiantes de CSUDH: Joseph Mejia, Bradlee Peckhem, José Castorena, Imani McEwan, Caitlin Chanco, Gustavo Ayala y Kimberly Reyes.

    Fecha de revisión: 28/11/2023

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    856496

    ÍNDICE

    1     La última nota

    2     La abuela

    3     La carta

    4     El cobarde4

    5     El suspiro

    6     La recaída

    7     Es mi vida

    8     Mentira

    9     Kenya

    10   De hoy no pasa

    11   La segunda vez

    12   Improbable

    13   El peaje

    14   Madre soltera

    15   La cajera

    16   El modelo

    17   Mi mayor deseo

    18   La premonición

    19   Carta a mi madre

    20   No en martes

    21   Los buenos y los malos

    22   Mi querida hija

    23   La petición

    24   Sin vuelta atrás

    25   Dos mujeres y un camino

    26   Doble vida

    27   El precio del éxito

    28   Americano

    29   Bella

    30   El silencio

    31   Sufrir o morir

    32   Epifanía

    33   Perder

    34   El Valle de San Pornando

    35   Tequila y narcocorridos

    36   La caza

    37   Esperanza

    38   Hermosa Beach

    39   Violencia estética

    40   Juntos para siempre

    41   El tren

    42   Pesadilla

    43   Amigos

    44   El aficionado

    45   Violencia

    A modo de epílogo: Teoría, estrategias y producción de cuentos

    1

    LA ÚLTIMA NOTA

    El día que Eduardo me comentó mientras desayunábamos que quería donar todos sus libros, no me impactó. Noté que me miraba fijamente escudriñando mi reacción, pero no me inmuté. Después de cincuenta y cinco años juntos, no hacían falta muchas palabras para comunicarnos, por eso, cuando me di cuenta de que me estaba mordiendo los labios traté de disimular y actuar con naturalidad. No levanté la mirada, pero era demasiado tarde. Aunque no quise demostrárselo, había percibido el gesto y lo había traducido eficazmente a desasosiego. Mi esposo era un hombre de escasas y escogidas palabras, por eso, cuando enunciaba con su tono enfático, dotaba a su voz de un efecto categórico.

    Hacíamos buena pareja. Nos entendíamos y, lo más importante, éramos conscientes de que hubiera sido difícil para cualquiera de los dos encontrar a cualquier otro ser humano que soportara nuestras idiosincrasias. Lo que me había atraído de él no fueron sus palabras. Dios sabe que, si no hubiera sido por mí, nunca nos habríamos hecho novios. Dicen que lo único que necesita un hombre para conquistar el corazón de una mujer es valor y palabras. Desafortunadamente, Eduardo no era atrevido y, para ser profesor de literatura, cuando intentaba conversar con una chica de temas sentimentales, su locuacidad se transformaba instantáneamente en circunspección. Cuando estábamos en clase notaba cómo le miraban todas las chicas embelesadas. Hubieran dado lo que fuera por una cita con él. No fue mi caso. No puedo explicar por qué, pero lo que me atrajo de él fueron sus expresivos ojos grandes de vaca que parece ser consciente que es conducida al matadero. Me apiadé de él. Lo reconozco. Lo adopté como si fuera un cachorro de mastín abandonado en una perrera municipal. Y acerté. Me lo correspondió toda la vida con una lealtad intachable. Sus estudiantes, solo le agradecían sus esfuerzos años después de graduarse, porque antes no se atrevían. Bromeaban conmigo a menudo en las reuniones que hacíamos en casa al finalizar el año escolar preguntándome cómo le había hecho todo este tiempo para vivir con alguien tan huraño y gruñón como él. Les comentaba jocosamente que lo había ido perfeccionado como a una de mis pinturas a lo largo de los años. A menudo utilizaba una respuesta fija que me satisfacía personalmente y a la vez parecía saciar su curiosidad: Yo pinto, él escribe, y ninguno nos metemos en lo que hace el otro.

    Hacía tiempo que había notado su declive físico, pero con Eduardo no se podía hablar de su salud. Iba al médico, se tomaba sus medicinas para el corazón, pero nunca me contaba lo que le habían dicho. No me quería preocupar ni ser un obstáculo para mí. Yo misma me había contagiado de ese comportamiento y lo había incorporado a mi relación con él, de modo que nuestras conversaciones se convertían a menudo en un intercambio de miradas y gestos que solo nosotros podíamos interpretar. Por eso, aquella mañana que me dijo que quería donar los libros supe que se moría. Él también percibió que lo había adivinado, pero no dijo nada. No era necesario.

    Después del desayuno, lavamos las tazas y los platos sin mediar palabra hasta que me dijo que iba a llamar a la universidad. Media hora después me vino a buscar a mi estudio. Estaba hundido. Al parecer la universidad no estaba interesada en esos libros. Vivimos en la era de la digitalización, le habían dicho. Se habían disculpado con él aludiendo razones prácticas. Para Eduardo, que monetizaran y redujeran con una aproximación utilitaria los sentimientos que había vertido y extraído de aquellos volúmenes, tuvo un efecto devastador, pero se armó de paciencia y llamó a uno de sus estudiantes favoritos, Bruno Spitz, un chico que, además de mediana inteligencia, poseía ese don de gentes que antiguamente atesoraban los vendedores de enciclopedias, los cuales podían convencerte de gastarte un dinero que no tenías en algo que nunca ibas a utilizar. Bruno era buena persona y buen profesor, muy querido por sus estudiantes. Sin embargo, me sorprendió que lo escogiera a él. No era el mismo tipo de maestro que Eduardo, pero su bondad y profundo respeto por su viejo profesor, hizo que aceptara de buen grado unos libros que probablemente nunca abriría porque no eran de su especialidad. Bruno era mejor maestro que investigador, pero no era por eso por lo que lo había escogido. Al final de la vida de Eduardo, noté que, cada vez más, el corazón se iba apoderando de la cabeza y su brusquedad se iba suavizando hasta el punto de ocurrírsele atenciones conmigo que nunca había tenido y, por lo mismo, lograban enternecerme con una efusividad que resultaba difícil de controlar, pero a las que poco a poco había ido acostumbrándome y hasta había recibido con ilusión y anticipación.

    Sin embargo, estas inesperadas y sorpresivas pequeñas sensiblerías, como cortarme una rosa de nuestro jardín y traérmela al estudio para que la descubriera al lado de mi paleta en una botella de cristal, o dejarme un poema escrito con su cada vez más temblorosa mano en la mesilla para que lo viera cuando me levantara, también me alteraron profundamente. Años de experiencia escrutando sus ademanes y sus actos me habían entrenado eficientemente a percibir sus alteraciones emocionales. Por eso, la mañana que Bruno vino a llevarse los libros me resultó muy difícil. Cuando el joven profesor salió del garaje de nuestra casa de Palos Verdes en su Prius despidiéndose con la mano de nosotros, Eduardo me abrazó. Dejar el puesto universitario fue duro, pero ahora se había desprendido de sus amados libros, y yo supe que se preparaba para dejar este mundo en cualquier momento. Puede que hubiera llorado antes, pero yo, nunca jamás había visto una lágrima en su mejilla hasta ese día.

    Una semana después lo encontré, aparentemente dormido, en el sillón de la sala con un libro de poemas de Vicente Aleixandre entre sus piernas. Miraba por la ventana la puesta del sol en el océano con ojos extasiados, como si la idea que evocaba el poema le hubiera cortocircuitado su cerebro o bloqueado una vena vital del corazón. Probablemente las últimas estrofas que leyó fueron estas:

    Quiero besar el marfil de la mudez penúltima,

    cuando el mar se retira apresurándose,

    cuando sobre la arena quedan sólo unas conchas,

    unas frías escamas de unos peces amándose.

    Muerte como el puñado de arena,

    como el agua que en el hoyo queda solitaria,

    como la gaviota que en medio de la noche

    tiene un color de sangre sobre el mar que no existe.

    En el margen, Eduardo había esbozado torpemente con lápiz al final de la página una nota críptica que parecía empezar enérgicamente para progresivamente irse embrollando hasta apagarse como una vela con un garabato final como si hubiera echado una firma a su existencia: quizá algún día yo me atreva…

    2

    LA ABUELA

    Mi abuela Magdalena es una mujer hermosa. Aunque ya tiene ochenta años se mueve con elegancia y se comporta con una distinción y seguridad en sí misma que, no sé, desconcierta. En las pocas fotos que tenemos de ella en blanco y negro, se le adivina una belleza deslumbrante. Tiene la tez blanca y unos ojos negros enormes que te intimidan cuando se clavan en los tuyos si te mira fijamente. Es una mujer con una presencia conmovedora. La verdad, a veces da un poco de miedo. Parece tranquila, pero su mirada es inquietante. Siempre camina con la frente erguida y cuando habla, lo hace pausado y con un semblante pensativo, entornando tantito los ojos, como si, más que platicar, estuviera haciendo un anuncio. Me gusta escucharla porque por su modo, parece que cualquier cosa que diga, aunque te esté dando una receta o hablando del tiempo, sea de máxima importancia. Casi nunca la he visto perder la paciencia, pero ¡híjole!, se enoja de cualquier cosa y siempre anda regañando a todos. Es bien chingona mi abuela, la mera verdad. La admiro mucho. Me encanta cuando me platica de cuando era chica e iba a la escuela descalza y de cómo le castigaban los maestros poniéndole orejas de burro y cómo se peleaba con muchachas mayores que ella que le buscaban pleito y según ella, nunca le ganaban. Solo fue tres años a la escuelita en el rancho. Hacía falta en la casa para ayudar a criar a todos los chiquillos que tenía su madre, así que casi apenas tuvo infancia.

    Yo diría que mi abuelito Ramiro tiene la personalidad opuesta. Aunque me haya contado historias tristísimas, la mera verdad, nunca le oí quejarse. Mi abuelito habla con la resignación de quien está absolutamente seguro de que hay cosas más importantes que hacer que lamentarse.

    Su vida, en realidad, no fue muy diferente de la de mi abuela. Eran primos segundos y crecieron en el mismo humilde pueblito de Guanajuato. Puro trabajar como animales, que diría él. No le gustaba hablar de cuando era morrito. Le traía malos recuerdos. Solo me acuerdo de una historia que me contó cuando estaba yo tomando clases de natación en la Y. Me animó porque yo tenía miedo y como me resistía a ir, me relató la historia de Mauro, el cuervo. Un chiquillo más malo que el diablo, según él. Me dijo que iba todos los días al río a acarrear agua en cubetas para los caballos y las vacas, y también que Mauro era consciente de que no sabía nadar, pero que, de todos modos, aunque eran amigos, le empujó y se le quedó mirando cómo luchaba por sobrevivir muerto de miedo. Con toda su parsimonia, mientras yo me sentía mi cara enrojecer de furor, mi abuelito prosiguió relatándome cómo no más se le quedó viendo embobado con la cabeza inclinada como disfrutando de verlo batallar sin mover un dedo por ayudarlo.

    -Hay gente muy mala en este mundo -me dijo- y usted se tiene que cuidar solita.

    Mi abuelo se salvó porque un señor los vio de lejos y vino corriendo y se aventó al agua. Si no, hoy yo no estaría aquí. Después de contarme esa historia, le dije a mi mamá que me llevara al día siguiente otra vez a las clases.

    Mi abuelito es una persona tierna, entrañable, de esos viejitos que quieres abrazar fuerte y apapachar. La verdad es que no le pega nada mi abuelita. Él no es ningún galán, ni intentaría parecerlo. Es muy tímido y nunca le rechista a mi abuelita, que tiene un carácter bien fuerte. A veces le pregunto a ella que qué le vio al abuelo y ella siempre dice que no sabe, porque es bien aburrido y desabrido. Le encanta decir eso y lo repite siempre que le preguntamos. Se enfurece y se le queda viendo furiosa, pero todos sabemos que le quiere mucho, porque cuando él no está delante le pone por las nubes. A todos nosotros nos encanta preguntarle cómo se conocieron. La versión siempre cambia dependiendo de si él está allí. Si no está presente, es un romance de telenovela; si está delante, la engañó porque era una tonta.

    La última vez que sacamos el tema de su historia de amor fue en la boda de mi hermana Marisela, que es su favorita porque es tremenda como ella y no tiene pelos en la lengua. Es la única que se atreve a preguntarle cosas picantes. Esta vez, aprovechando que todos estaban hasta arriba de tequila y bromeando con que si se había casado ya embarazada, Marisela saltó con que:

    -¡Ay, no! Yo no soy como la abuela. ¿Verdad, Doña Magda? Y eso que no le aguanta al abuelo…

    -¡Cállate! ¡Condenada chiquilla! ¿Quién aguanta a tu abuelo?

    -Ah, bueno. ¿Y cómo es que tuvo trece chiquillos, pues?

    Todos nos quedamos callados y volteamos a ver a la abuela. Sabíamos que se venía uno de sus anuncios. Entonces, muy ceremoniosa ella, como siempre, agarró la botella de Don Julio y dijo:

    -Den gracias al tequila, cabrones. Si no, ninguno de ustedes estaría aquí, ni medio México.

    3

    LA CARTA

    -Rosario, todo el mundo dice que te quiero.

    -Ah, bueno. Puede ser.

    La primera vez que la vi fue a la salida de una heladería en La Quinta. Mis padres habían comprado una casa allí como inversión y la alquilaban por temporada a una familia de Chicago que se venían a pasar el invierno desde octubre hasta finales de abril. En cuanto terminaba el Coachella y el Stagecoach Festival, se regresaban al Midwest y nos dejaban la casa para nosotros. A mis padres les gustaba echarle un repasito a la propiedad todos los fines de semana y, como decían ellos, espantar a los ladrones.

    Como iba desde pequeño, había hecho unos cuantos amigos. Josh y Adam eran dos chicos judíos hijos de familias de abogados muy conocidos en Los Ángeles. A sus madres les gustaba jugar al tenis por el día y apostar en los casinos por las noches, así que se venían juntos los cuatros. Sus esposos tenían mucho trabajo para venir cada fin de semana y solo se acercaban una semana en el verano o a lo mucho dos. Y luego estaba Paulino, el hijo del cuidador de nuestra alberca. Era un güerito que tenía un jewfro, por lo que Josh y Adam sentían una especial inclinación por él, aunque su familia no fuera de descendencia Ashkenazi, como la suya, sino de Durango, tierra de a-a-a-a-la-craaaa-nes.

    Paulino era tímido, o quizás no lo fuera, sino que su tartamudez le había obligado a desarrollar un sentimiento de contención verbal que se había extendido no solo a su habla, sino también a su trabajo escolar. Sabíamos esto porque todos los veranos lo teníamos que ayudar con tareas especiales que le dejaban en la escuela. Sus padres no residían en La Quinta. Vivían a las afueras de Indio, con los padres de la madre en una casa de aspecto desaliñado. Paulino venía a La Quinta High con permiso y si no mantenía cierto nivel académico le amenazaban con retirárselo. Paulino no era tonto. En matemáticas tenía un nivel aceptable, pero en lo referente a la escritura, no tenía arreglo. Era como si lo hiciera a propósito y escribiera una de cada cuatro palabras. Probablemente tuviera que ver con su dificultad para hablar. ¿Qué se yo?

    Adam, Josh y yo íbamos a una escuela privada de Los Ángeles y aspirábamos a asistir a una Ivy League, pero jamás le hicimos sentir de menos a Paulino, que era nuestro guía para hacer travesuras por todo el valle de Coachella. Con nosotros, visitantes temporales, él se sentía protagonista porque podía llevar la voz cantante en nuestras fechorías. Y travieso, era un rato. Josh y Adam me venían a buscar en cuanto llegaban a su casa. Como la nuestra estaba cerca de downtown La Quinta, caminábamos y dábamos una vuelta en busca de chicas. Así conocimos a la bella Rosario. En realidad, se llamaba Guadalupe, pero como se parecía a Rosario Dawson, entre nosotros la pusimos ese mote. Cuando la conocimos y se lo contamos, no se molestó. Nos dijo que le gustaba porque estaba harta de que todos le llamaran Lupita.

    Rosario Era una muchacha hermosa, con un pelo castaño claro ondulado y brillante que la llegaba casi a las caderas. Tenía unos ojos grandes y muy expresivos que te miraban como diciendo que ya sabía lo que estabas pensando. Siempre nos decía: Cuando ustedes vienen, yo ha he vuelto. Y era verdad. Era una chica con gran facilidad de palabra y agudo sentido del humor. Nunca había conocido una chica que se sintiera tan cómoda rodeada de chicos. Tenía tres hermanos y un millón de primos. Estaba sobradamente acostumbrada a socializar con gente de su edad de ambos sexos y cuando algún chico la entraba con alguna frase supuestamente ocurrente, ella replicaba a una velocidad vertiginosa con una respuesta tan ingeniosa que te dejaba boquiabierto y completamente desarmado. Solo tenía una debilidad: estaba enamorada de mí.

    No sabría explicar bien por qué, pero siempre me buscaban los de mi pandilla. Es verdad que soy bromista y divertido y me gusta llevarme bien con todo el mundo, pero lo que les atraía de mí es que las chicas me encontraran atractivo. No me podía quedar con todas, me solían decir. Yo no me considero guapo, pero por la razón que sea, allá a donde vaya, me siguen las chicas; y mis amigos, que no son tontos, ni malos matemáticos, hacían las cuentas y se regocijaban con la posibilidad de quedarse con las que yo no escogiera. La verdad es que he tenido suerte. Cuando entré a la Middle School, me puse lentillas y me dejé crecer el pelo porque admiraba a Leif Garrett. Los resultados fueron dramáticos. Tenía una nariz enorme, pero noté que el pelo realizaba una especie de efecto mágico y parecía desviar la atención de la prominente y desproporcionada trompa heredada de mis antepasados semitas. El caso es que, con el tiempo, mi confianza fue creciendo y, a diferencia de mis amigos, que andaban siempre desesperados y se ponían nerviosísimos en la presencia de las chicas, yo, que me había habituado a mis elitistas compañeras de clase en Harvard-Westlake, me había forjado una coraza sentimental luchando mil batallas para conquistar los corazones de las malcriadas niñas de papá del West Side. Para mí, ligar en La Quinta me resultaba casi aburrido. De todas formas, debo reconocer que Rosario me intrigaba. Me di cuenta enseguida que detrás de su lenguaraz coraza de chica dura y maldicionenta se escondía un corazón sensible. Me encantaba hablar con ella. A pesar de su belleza, no era insípida ni engreída y admiraba su naturalidad para alternar en su socialización con chicos o chicas. Rosario me caía bien, muy bien. Por eso, nunca me perdonaré lo que le hice.

    Yo estaba acostumbrado a liderar el proceso de conquista. Normalmente, cuando observaba que una chica me miraba empezaba a prestarla atención con naturalidad, pero de forma persistente e implacable. Comenzaba a

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