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Griten que ya partí
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Libro electrónico381 páginas6 horas

Griten que ya partí

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Tres historias intercaladas que crean una trama de emoción y suspenso: un hombre que, aun inconsciente, es capaz de oír y reflexionar; sus hijos que sin razón aparente se aferran a mantenerlo con vida pese a la decisión en contra de la pareja de su padre y; una novela que ésta le lee en el hospital como un recurso para conectarse con él, porque narra un episodio señero de sus vidas.
Como en su anterior novela La inoportuna muerte del presidente, Alfredo Acle Tomasini logra plantear en forma ingeniosa, entretenida y apegada a la mejor tradición de las obras de suspenso, el desarrollo de escenarios paralelos y en apariencia distintos, hasta que sus sendos desenlaces develan el vínculo que los une.
Griten que ya partí es una obra que expone con crudeza como las situaciones extremas evidencian los verdaderos valores de quienes las viven. Ni el traidor puede evadirse, ni el leal eludir la prueba. Tampoco cuenta el pasado y menos los lazos sanguíneos. Ante el peso de las circunstancias, ya no hay manera de ocultar lo que cada quién es en verdad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2023
ISBN9798215454916
Griten que ya partí
Autor

Alfredo Acle Tomasini

Después de dedicarse a lo largo de su carrera como escritor y articulista a desarrollar obras relacionadas con la administración pública, la gestión empresarial y la planeación nacional, a partir de 2011 Alfredo Acle Tomasini incursiona en el terreno de la narrativa.La inoportuna muerte del presidente, Grijalbo 2011 fue su primera novela. Un thriller político cuyo punto de partida es el repentino fallecimiento del presidente de la República, justo en la noche del día que hace una suerte de frontera entre las dos opciones previstas por la Constitución para remplazarlo que, con base en la hora y día preciso del deceso, serían diametralmente opuestas. ¿Será el pueblo quién escoja en las urnas al sustituto o corresponderá al Congreso General designarlo?En 2014 publica Griten que ya partí. Esta novela es una continuación de la anterior. Pero su trama ocurre entrelazándose con dos historias paralelas que concluyen en un solo final. Así, se combina el suspenso de la intriga política con temas controversiales que están presentes en el debate público como es el derecho de cada persona a decidir el momento de fallecer.En 2017 publica Las Sombras del Azar. Esta obra consiste en tres relatos cuyas tramas son independientes entre sí, pero que están vinculadas por una urna funeraria. Esta inicia su recorrido en una familia de la Colonia Polanco venida a menos cuando, al morir la madre, los hijos y una nuera esperan con la herencia resolver su situación económica. Más adelante, la urna atestigua la compleja y ambivalente relación entre dos familias cohesionadas por la complicidad para burlar la ley. Finalmente, aparece en la vida de una mujer mayor, que resuelve su soledad y los vacíos personales a través de las redes sociales, hasta que el azar la coloca en un escenario inesperado y atemorizante.En 2023 publica Sucedió en Palacio. Un gato lo conto.es una colección de seis relatos que entretejen realidad y ficción. Hechos ciertos y situaciones imaginarias sirven para elaborar una suerte de placas radiográficas, que dejan al desnudo la condición humana de quienes a diario actúan en tan singular escenario como es el Palacio Nacional de MéxicoComo ensayista sus obras son: La Empresa Pública; Desde Dentro, Desde Fuera (Limusa 1986). Obra reconocida con el Premio de Administración Pública. Planeación Estratégica y Control Total de la Calidad: un caso real hecho en México (Grijalbo1990). Retos y Riesgos de la Calidad Total (Grijalbo 1994). El porvenir comienza hoy: plan de un México presente (Océano 2000).Durante más de veinte años fue articulista de El Financiero.Alfredo Acle Tomasini publica con regularidad artículos de fondo en su blog www.acletomasini.wordpress.com

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    Griten que ya partí - Alfredo Acle Tomasini

    Griten

    que ya partí

    Alfredo Acle Tomasini

    Griten que ya partí

    D.R. © Copyright 2014 Alfredo Acle Tomasini

    www.acletomasini.com.mx

    Comentarios sobre esta obra pueden dirigirse a:

    www.acletomasini.wordpress.com

    alfredo@acletomasini.com.mx

    Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del titular del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos en la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de esta mediante alquiler o préstamo públicos.

    A la memoria de Renward García Medrano

    Amigo es aquel

    que a lo largo del río de la vida

    nos mantiene siempre su mano extendida.

    Capítulo I

    Como era habitual, el lujoso y largo automóvil negro se detuvo justo enfrente del portón de madera adornado con incrustaciones de hierro forjado. Pero esta vez no lo flanqueaban los inseparables coches escolta con guardaespaldas asomando la cara en actitud intimidante, porque para evitar que se supiera adonde se dirigía, el empresario Ramiro Castillo les pidió que no lo siguieran. Jacinto, su chofer, era el único acompañante; le tenía una absoluta confianza producto de una lealtad que había cultivado a lo largo de muchos años con favores para él y su prole. Asumía que su incondicionalidad estaba asegurada.

    La inesperada visita tomó por sorpresa a los guardias de la residencia, por lo que no abrieron el portón como solían hacerlo tan pronto reconocían el automóvil, para que éste aguardara afuera lo menos posible e ingresara de inmediato.

    Esta dilación inusual turbó a Castillo, porque consciente de su vulnerabilidad esperar en la calle lo hacía sentir en extremo inseguro.

    Jacinto abrió la ventanilla a la espera de que alguien le hablara a través del interfono que estaba al lado. Pasaron unos instantes hasta que se escuchó una voz que provenía de la caseta de vigilancia cuyos vidrios, al estar cubiertos por una película reflejante que los transformaba en espejos, impedían ver quién hablaba y cuántos estaban dentro.

    —¿Qué se le ofrece? —dijo una voz aguda que no se oía con claridad porque se mezclaba con otros ruidos que dificultaban la escucha.

    —Perdón, no le oí bien —respondió el chofer.

    —¿Qué se le ofrece? —repitió la misma voz aguda en un tono más alto, lo que evidenció un acento del norte de México.

    —Indícale que vengo a una reunión con el doctor Monterrubio —le dijo Castillo al chofer.

    —Don Ramiro Castillo viene a una reunión con el doctor Monterrubio.

    Los ruidos de la bocina cesaron indicando que se había apagado el interfono. Después transcurrió un minuto sin que pasara nada. Castillo dudó si aguardar un poco más, o de plano apresurar la retirada para buscar refugiarse en otra parte.

    Para su tranquilidad se abrió una pequeña puerta que estaba insertada en el portón y de la cual salieron dos guardias de seguridad que ya había visto en otras ocasiones. Ambos con el pelo casi a rape, vestidos de civil con corbatas y trajes fuera de moda, que además estaban demasiado ajustados a sus tallas, haciendo sobresalir de manera ostensible las pistolas que portaban en la cintura.

    Uno, el más alto y delgado, permaneció en el portón y el otro, corto de estatura, pero con una evidente musculatura producto de muchas horas en el gimnasio, se dirigió a la puerta del chofer y se acercó a éste, más con la intención de ver al interior del vehículo que de hacerse escuchar.

    —No tenemos programada ninguna reunión y además el doctor no está —le dijo a Jacinto el guardia, a quien pertenecía la misma voz chillona con acento norteño que antes había escuchado en el altavoz.

    Castillo esperó unos segundos antes de tomar la iniciativa. Bajó el vidrio blindado para hacerse ver por el guardia, lo que para su alivio provocó el efecto esperado, porque tan pronto éste reconoció el rostro del acaudalado y todavía poderoso empresario, su actitud pasó de una desconfianza adusta a mostrar una cortesía más bien sumisa.

    —Disculpe Don Ramiro, nadie nos advirtió que usted vendría, además que nos pareció raro ver llegar su auto solo, sin escoltas. La verdad es que con el asunto del presidente estamos apendejados.

    —No se apure —respondió Castillo al guardia con una amabilidad fingida— es explicable que todos estemos alterados y que no le hayan avisado de esta reunión que apenas concerté con el doctor Monterrubio —le dijo mostrándole su celular para darle a entender que recién había hablado con el dueño de la mansión.

    Convencido de que hacía lo correcto, el guardia de seguridad activó el mecanismo que abría el portón y empezó a caminar junto al automóvil hasta que se detuvo en el lugar indicado para las visitas. Le abrió la portezuela a Castillo, quien descendió un poco más relajado al sentirse resguardado una vez dentro de la residencia.

    —Don Ramiro, le voy a conducir a la biblioteca para que ahí espere mientras llega el doctor —dijo el guardia señalándole con el brazo la puerta principal.

    —¿Se sabe algo además de la muerte del presidente? —preguntó Castillo con el ánimo de indagar, si el guardia también estaba enterado de la orden de captura que pesaba en su contra y que se anunció en los medios poco después de la noticia del fallecimiento del mandatario.

    —La verdad no sé mucho Don Ramiro. A mí me envió un mensaje mi mujer diciéndome que se había muerto; sólo eso. Además, no estamos autorizados a utilizar nuestros celulares, ni a enviar mensajes y menos a escuchar la radio o ver la televisión. El teléfono de la caseta nada más se utiliza en caso de emergencia o cuando nos llaman para darnos alguna orden.

    —¿Eso cómo lo pueden controlar? —cuestionó Castillo.

    —Hay cámaras en la caseta que nos están grabando las veinticuatro horas —le respondió el guardia mientras ambos caminaban por un largo pasillo que conducía a una puerta de caoba que daba acceso a la biblioteca.

    El guardia se adelantó unos pasos para abrir el picaporte y con un gesto servil invitó a pasar al inesperado visitante. Esperó a que Castillo tomara asiento para ofrecerle algo de beber, a lo que éste respondió negativamente.

    —Entonces, aquí lo dejo Don Ramiro, el doctor no debe tardar en llegar.

    §§§§

    Magda leía en voz alta, pero tuvo que detenerse cuando advirtió que Jazmín, la enfermera del turno matutino, la escuchaba de pie junto a la puerta de la habitación.

    —Pasa Jazmín no te quedes ahí.

    —Disculpe señora, no la quería interrumpir —respondió la enfermera que tan pronto entró al cuarto empezó a realizar los chequeos y anotaciones de rutina. En tanto Magda, se levantó para cambiar de postura y porque le dieron ganas de acercarse a la cama y acariciar a Sebastián. Necesitaba de su contacto físico.

    —¿Por qué siempre le lee esa novela, señora? —preguntó Jazmín, sin dejar de revisar en forma minuciosa y metódica: las sondas, los cátodos, las soluciones, los goteros, la mascarilla de oxígeno y las conexiones a los aparatos donde se registraban los signos vitales.

    —Yo también me he hecho la misma pregunta —dijo Magda ahondando la curiosidad de la muchacha.

    —¿Usted cree que él la escucha? —preguntó la enfermera con candidez. Pero, al percibir que quizá había sido imprudente, trató de explicarse—. Perdóneme si me meto en lo que no me importa, es que yo y varias de mis compañeras pensamos eso.

    —No te preocupes —contestó Magda, que gustaba de la vivacidad y profesionalismo de la muchacha, a quien el tono amable de la respuesta le dio a ésta la confianza para continuar con sus comentarios.

    —La verdad señora es que usted lee retebonito —dijo la enfermera acercándose al sillón descanso donde Magda se había vuelto a sentar—. Cuando la escucho me quedo enganchada con lo que está leyendo; no sé si es por la entonación de su voz, pero me gustaría quedarme con usted para saber cómo avanza el relato. Nada más le digo, que ya le encargué a mi hermana que en la próxima quincena me compre la novela en una librería que está debajo del lugar donde ella trabaja.

    La enfermera, que esperaba ansiosa una respuesta que le resolviera sus dudas, debió conformarse con el silencio de Magda que, abstraída en sus pensamientos, mantenía una mirada melancólica en el rostro de Sebastián, con quién había compartido la vida durante los últimos veinte años sin más formalismo que la voluntad de estar juntos. Ni siquiera, cuando supieron que él perdería la consciencia, pensaron en casarse.

    El alargado silencio hizo que Jazmín pensara que lo más prudente era retirarse, pero justo cuando se disponía a hacerlo, Magda volteó hacia ella.

    —Para serte sincera, no sé si él me escucha cuando leo. ¿Por qué, pese a mis dudas, continuó leyéndole esta novela en lugar de platicarle sobre algún tema que a él le gustaba o ponerle su música preferida? No lo tengo claro. Quizá sea mi imaginación o una corazonada que me hace percibir que al leérsela nos conectamos y esto es algo que deseo seguir sintiendo mientras él tenga vida.

    La enfermera, al advertir como en el rostro de Magda se dibujaba un gesto de profunda tristeza, se puso en cuclillas frente a ella y la tomó de ambas manos. No podía ocultar que ahora estaba más intrigada que antes cuando empezó a preguntar.

    —¿Por qué tiene esa sensación con esta novela en particular?; ¿era su favorita? —No, Jazmín —le respondió en voz baja y con afabilidad— de ninguna manera era su favorita. Lo que ocurre es desde que la leímos por primera vez, revivimos situaciones donde se mezclaron muchos sentimientos. Esto nos vinculó a ella de una manera extraña, porque como obra nunca terminó de gustarnos, pero, aun así, releíamos algunas partes para volver a hablar de ellas.

    —No la entiendo señora —comentó Jazmín perpleja, porque las respuestas le habían creado nuevas interrogantes que la confundían.

    —¿Cuántos años tienes, Jazmín? —preguntó Magda. —Cumpliré veintiséis ahora en enero —dijo la enfermera con un gesto pícaro. —Imagínate, podrías ser mi hija. Bueno, lo que importa es que tú estabas muy pequeña cuando todo ocurrió y de seguro no recuerdas nada, a menos que tus padres te lo hayan contado.

    —Eso no pudo ser señora porque desde muy pequeña quedé huérfana; los perdí a ambos en un accidente de carretera. A mí y a mis hermanos nos criaron unos tíos que vivían en un pequeño pueblo de San Luis Potosí donde tenían una tienda de abarrotes. Ya después, me vine con otra tía aquí a la Ciudad de México, donde estudié enfermería. Pero ¿Qué es lo que debería recordar, señora? —preguntó la muchacha con curiosidad.

    —Nada, quizá no tenga importancia que te platique sobre esto ahora. —Dígamelo señora —insistía la enfermera un tanto frustrada por la falta de respuestas. Sin embargo, Magda miraba pensativa hacia a la cama sin el menor ánimo de continuar la conversación.

    —Jazmín —le dijo poniéndose de pie— yo creo que es hora de voltearlo para masajearle la espalda; ¿si quieres, yo te puedo ayudar?

    §§§§

    Al sentarse encorvado hacia delante con la cabeza reclinada y las piernas recogidas, Ramiro Castillo parecía de menor estatura de lo que en realidad era. Pequeñez que en ese entorno se acentuaba por la abrumadora dimensión de la biblioteca que albergaba más de cinco mil volúmenes repartidos en dos niveles que rodeaban todo el perímetro, y que se comunicaban mediante pasos de gato con barandales y escalerillas de caoba pulida, que hacían resaltar la brillantez del candil de bronce que colgaba de una larga cadena justo en el centro de esa habitación enorme, lo que permitía iluminar las estanterías y a la vez proyectar una luz cálida, que se extendía en un amplio círculo dentro del cual estaban colocados simétricamente el sofá dónde él se encontraba y dos sillones de orejas. Muebles que arropaban una mesa de madera labrada, que en otros tiempos había sido una puerta, y sobre la cual descansaba entre adornos de plata y vidrio, un atril que sostenía un original cerrado de la primera de edición de El origen de las especies que Darwin publicó en 1859.

    Curiosamente, éste era el único libro que había a nivel de piso porque en las cuatro paredes estaban distribuidas con la prolijidad propia de un museo, aunque de mal gusto: mesas empotradas, repisas y cuadros que contenían fotos con presidentes y monarcas de otros países y de varios gabinetes presidenciales, diplomas que acreditaban nombramientos como funcionario de distintas dependencias y embajador de México en Brasil, condecoraciones otorgadas por varios gobiernos, diplomas de universidades y obsequios recibidos con motivo de visitas oficiales.

    El amplio pasillo que separaba a las paredes del centro de la biblioteca, donde se encontraban los sillones, permitía a los visitantes, ya fueran asiduos u ocasionales, utilizar el insalvable lapso de espera antes de ser recibidos, para caminar y examinar con detalle esa singular galería, que expresaba un ego descarado que apabullaba a quienes valoraban ese tipo de escenografías, creadas al amparo de efímeras investiduras y no de verdaderos méritos individuales.

    En un lugar destacado de esa prolija egoteca estaba un diploma de una universidad estadounidense poco conocida, donde se acreditaba que el señor Marcos Monterrubio había obtenido el Doctorado en Políticas Públicas; grado académico que él consideraba como una etiqueta que lo hacía sobresalir de los demás. Por ello, una vez alcanzado, exigía que se dirigieran a él llamándole doctor.

    Refugiarse en la casa de Marcos Monterrubio fue lo primero que en su aturdimiento se le ocurrió a Ramiro Castillo. Aún temblaba. Ese día todo había sucedido demasiado rápido. En apenas unos cuantos minutos su estado de ánimo pasó de una euforia plena a una profunda frustración. Por un instante estuvo seguro de que lo había logrado cuando se enteró del fallecimiento del presidente. Eliminado este obstáculo podía continuar el plan que tenía previsto para recuperar la capacidad de maniobra que le permitiría seguir influyendo para que las cosas se hicieran a su conveniencia. Objetivo que justificaba de sobra los riesgos que había tenido que asumir.

    Pero justo cuando la certeza de la misión cumplida empezaba a relajarlo, sobrevino inesperadamente el desencanto al saber que el objetivo final se había logrado a medias. En una fracción de segundo la satisfacción se transformó en ira, a tal grado, que perdió los cabales, más aún porque intuyó que quizá esto había sido el resultado de una traición. Sin embargo, ni siquiera pudo descargar su rabia porque enseguida se enteró, al mismo tiempo que lo hizo todo el mundo, que se le buscaba por fraude y lavado de dinero. No tuvo más remedio que echarse a correr atolondrado en busca de un refugio que le permitiera tomar respiro, asimilar las cosas y pensar con más calma lo que debería hacer.

    Su poderío económico que llevaba aparejado el político, le había hecho olvidar lo que era sentirse inseguro, y que cuando ese sentimiento se prolongaba por algún período, caía en una profunda depresión que agudizaba la desconfianza que solía sentir hacia los demás y que no era exagerado calificar como paranoia.

    Ya antes el destino lo había arrinconado varias veces, sobre todo al inicio de su carrera empresarial cuando era más impulsivo, menos cerebral y no conocía a fondo las reglas no escritas del sistema. Sin embargo, por difíciles que fueran las circunstancias que debió enfrentar, pudo levantarse y empezar de nuevo. Estos logros eran algo que lo enorgullecían, aunque los celebraba en la intimidad más absoluta; sólo con él mismo, porque nunca le confesaría a nadie el abatimiento y la desolación que sintió en las horas más bajas y cómo varias veces estuvo muerto de miedo, al saber que su destino podía depender de otros con los que se equivocó, o no supo tratar como debería y menos ponerlos de su lado.

    Si algo aprendió Ramiro Castillo de los fracasos, fue la importancia de crear redes a través de las cuales compartiera intereses, riesgos y, en especial, los beneficios que galvanizaran las complicidades, para lo cual consideró indispensable contar con información sólida sobre todos aquellos con los que se asociaba o sobre los que pudieran serle útiles e incluso, representarle algún obstáculo.

    Con esa finalidad, decidió invertir tiempo y dinero para integrar lo que denominó: Archivos Vitales. Tarea que al inicio realizó en forma rudimentaria y que fue mejorando en la medida que el éxito en los negocios le permitió contratar a varias empresas especializadas en la investigación de personas, para que le hicieran algunos trabajos puntuales. Más adelante, por razones de confidencialidad, decidió trabajar sólo con aquella que le pareció la mejor, porque creía que sus consultores, como se autodenominaban, sabían combinar las técnicas más refinadas en su campo con una carencia absoluta de escrúpulos, lo que les permitía, como se ufanaban en privado, conocer todo de casi todos, porque entre serio y broma, y quizá como una medida para su propia seguridad, hacían hincapié que no metían las narices en asuntos vinculados al narcotráfico. Ésta era una liga donde ellos no jugaban, porque conocían que husmear en esos confines podría llevarlos a callejones de donde casi nunca se salía.

    Cada uno de los expedientes personales que los consultores le entregaban a Castillo en forma electrónica se integraban por varias secciones: reporte individual, biografía, carrera profesional, círculos de amistades clasificados según la cercanía, posición financiera, relación matrimonial, patrimonio inmobiliario, perfil psicológico, estado de salud, situación de los miembros de familia, actividad en las redes sociales, archivos fotográficos, análisis de obras y discursos.

    Aunque los encabezados de cada sección hacían suponer que el contenido se limitaba a un mero listado de datos y referencias, la lectura detallada de la primera sección, denominada: Reporte individual, dejaba claro que aquellos sólo servían de apoyo para realizar sofisticados procesos de análisis, a través de los cuales se profundizaba en todos los aspectos de cada persona.

    La elaboración de los expedientes era un proceso que llevaba tiempo porque dependía de la disponibilidad de la información. En algunos casos era sencilla obtenerla, en otros se conseguía a cuentagotas, porque se requería buscarla a través de procedimientos más complejos que tomaban tiempo. Sin embargo, Castillo tenía claro que debería tener la misma paciencia del recolector de resina, que raja la corteza del árbol, fija el bote y espera a que ella escurra. En su momento, ya decidía él con cuánto y con qué se conformaba antes de dar el siguiente paso.

    Él se jactaba de que el poder que otorga la información se potenciaba cuando ésta se refería a las personas, porque eso permitía predecir comportamientos y, llegado el momento, influir sobre sus decisiones atacando los puntos más vulnerables, lo que equivalía a disponer de su voluntad, al menos por un momento. Más aún, si ya habían recibido algo de parte suya. Por ello, en estos casos, él agregaba a los expedientes que le entregaban los consultores, una sección que llamó Cuenta personal donde registraba por fecha: el monto entregado ya fuera en efectivo o especie, su objeto y la forma cómo se habían hecho llegar los recursos.

    De esa manera, en ese singular libro contable se podían encontrar desde lo que Castillo denominaba atenciones, como podía ser el pago de una cirugía estética de una senadora o la colegiatura del hijo de un magistrado en una universidad de Estados Unidos, hasta el depósito de recursos en paraísos fiscales para conseguir contratos, concesiones, votos en el Congreso, fallos judiciales a su favor o para comprar algo que vendiera el gobierno y que a él le interesara. Además, los expedientes también incluían los nombres de algunos ejecutivos que laboraban en empresas competidoras y que le informaban sobre los planes de éstas, lo que él después utilizaba para combatirlas en el mercado y, en algunos casos, para facilitar que las comprara.

    Esas cuentas personales era en esencia una contabilidad perversa, porque los cargos y abonos no se referían a transacciones económicas sino a favores dados y recibidos, y cuyo saldo, a juicio de Castillo, siempre le era favorable y podía hacerlo valer cuando así más le conviniera. Razón, entre otras, por la que decidió refugiarse en la casa de Marcos Monterrubio, su socio principal.

    §§§§

    El diagnóstico de Sebastián respecto a su estado de inconsciencia no fue conclusivo, porque el primer médico que lo atendió no quiso comprometerse a definirlo con precisión sin contar con estudios más detallados de la actividad cerebral. Además de que no los recomendó, aduciendo que la pérdida de consciencia no era más que el efecto de la enfermedad terminal que padecía y que lo más probable era que ese síntoma se acentuara en la medida que ésta progresara.

    La realidad era que, hasta ese momento, aun inconsciente, Sebastián sí podía escuchar lo que pasaba a alrededor, aunque no siempre, ni todo. A veces oía con claridad las voces, otras, le eran apenas audibles; no sabía si venían de muy lejos o, si deliberadamente, quienes hablaban lo hacían a susurros para que él no pudiera enterarse de nada. Pese a esto, ellas eran el único vínculo con su entorno, porque era incapaz de abrir los ojos y casi había perdido la sensibilidad de su cuerpo, no obstante, sí distinguía, aun de manera torpe, cuando lo tocaban y manipulaban.

    Tenía todavía la capacidad de recordar y pensar, aunque no siempre lo hacía con la misma coherencia, porque su mente oscilaba entre una inconsciencia total y lapsos durante los cuales estaba más lúcido. Este vaivén, además de tenerlo exhausto, lo consideraba un destino cruel, porque cada vez que percibía el inicio del desvanecimiento, que solía terminar en una sensación de vértigo como si cayera en un pozo profundo, pensaba que ése sería el último aliento y que por fin descansaría. Por ello, cuando se recuperaba y se daba cuenta de que seguía vivo, no se alegraba, porque significaba el regreso a un cuerpo que tenía a su espíritu encarcelado y la seguridad de que la caída a ese precipicio imaginario volvería a ocurrir de nuevo, sin que tuviera claro si ésa, sí sería, en verdad, la última vez.

    Ya basta ¿por qué no me dejan ir? No es mi vida la que prolongan sino mi agonía. Si para mí, ellos eran cosa del pasado ¿por qué regresan ahora? Maldita la hora cuando Magda les llamó. No sé lo que quieren, ni lo que esperan lograr con todo esto. Quizá piensen que es una manera de redimirse. Pero si así fuera, esto lo están haciendo a costa de mi dolor. Ordenan, dirigen y pagan, porque eso sí, tienen mucho dinero para costearlo todo; análisis, estudios, doctores, enfermeras, medicinas y máquinas malditas que no me dejan morir. Ellas son las que están viviendo por mí.

    En dónde está escrito que cuando una persona pierde la conciencia su vida deja de pertenecerle y que otros pueden disponer de ella como les plazca, alargándola al extremo de la indignidad y de un sufrimiento que ellos no experimentan pero que, paradójicamente, los hace sentir aliviados al creer que de esa forma se exculpan de sus actos y omisiones. ¡Vaya forma de lavar sus conciencias! ¿Por qué no invertimos los papeles? Hipócritas. O ¿qué buscan éstos? No entiendo.

    Tiene razón Magda. La novela me despabila, incluso recupero algo de energía cuando la escucho, aunque no sé cómo ella puede notarlo porque no tengo el control de mi cuerpo. Posiblemente, hay partes de él que responden a estímulos que pasan desapercibidos para mí. Quizá sean mis párpados, mis dedos o algún gesto, si es que en mi cara todavía puede delinearse alguna expresión, pese a estos malditos tubos que me lastiman la garganta y a esta mascarilla que quisiera arrancarme porque me cala la sensación del plástico sobre la piel.

    No entiendo por qué ocurre esto. Me sé de memoria la novela porque la leí varias veces, y porque en infinidad de ocasiones me plantearon las mismas preguntas sobre ella, que en su mayoría no tenían nada que ver con la realidad, sino que respondían más a la imaginación de quienes me las hacían, como si esperaran que mis respuestas transformarían sus fantasías en hechos que, en verdad, ocurrieron. Piense lo que usted quiera, les contestaba, o recurría a la ambigüedad como un escudo para evitar la polémica o revelar cosas que son nada más mías porque soy el único que sabe de ellas. Yo conozco las entrelíneas, los hechos no relatados y los diálogos que en verdad se dijeron, lo cual no siempre corresponde a las escenas y a las oraciones pulidas, que escribió la autora con el ánimo de aupar a los lectores, para que sin pausa devoraran las páginas hasta llegar al final.

    Nunca quise hablar con Amanda Toro pese a que lo intentó en reiteradas ocasiones. Empezó por enviarme correos casi a diario. Después, aprovechando que yo participaría en un Congreso que se llevó a cabo en Querétaro, me abordó de manera personal, aunque pude zafarme de su insistencia para que nos reuniéramos en privado. Más adelante, cuando se percató que mi negativa era rotunda, procuró cambiar mi parecer a través de amigos cercanos, incluso alguna vez aprovechando su condición de mujer, hizo la lucha con Magda con quien se reunió so pretexto de conversar respecto al proyecto de un libro sobre los huérfanos de la guerra del narcotráfico. Pero al darse cuenta de la trampa, reaccionó en forma negativa y no le prestó oídos. A los dos nos quedó claro que el mayor riesgo de hablar con ella era que podría utilizar el encuentro para legitimar la obra ante los demás, una vez que se publicara, sin ni siquiera habernos dado la oportunidad de leer un borrador antes de que la enviara a impresión, porque estoy seguro de que eso jamás lo habría aceptado.

    Resultaba obvio que al platicar conmigo, Amanda trataría de atar los cabos sueltos y buscar los nudos ocultos de sucesos que se fueron haciendo del dominio público a cuentagotas y siempre de manera parcial, lo que creó un rompecabezas donde se mezclaron: la verdad, los comentarios mal intencionados e imprecisos, las explicaciones sesgadas de varios de los involucrados o de parientes que buscaban limpiar su memoria, las confidencias que empezaron siendo de dos y terminaron en el oído de todos, a lo que habría que sumar la transformación que cualquier hecho político sufre al transitar a través del imaginario popular, proceso que, aderezado por el amarillismo de los medios, suele convertir a lo nimio en relevante, mientras que lo trascendente queda oculto en la pirotecnia del morbo, hasta que muchos años después los historiadores remueven las capas acumuladas de verborrea y ficción para tratar de entender y explicar lo que, según ellos, en realidad sucedió.

    ¿Qué si he sido egoísta al reservarme muchas cosas para mí? ¡Claro! Porque yo las viví de cerca y porque en carne propia resentí la virulencia de los acontecimientos. Eso me da el derecho a ser el primero que las diga. Pero desde que empecé a pensar en publicarlas cuando sentí que el vendaval había amainado, me di cuenta de que antes de escribir la primera línea, tenía que dejar pasar un tiempo para que la distancia enfriara mi ánimo y el paso de los años cribara los recuerdos que en verdad valía conservar. Más adelante, cuando muchos años después terminé el manuscrito de mis memorias, Magda y yo decidimos que se publicaran de manera póstuma, porque consideré que mi participación en ese episodio concluyó para siempre, cuando en el último párrafo de mi libro tecleé el punto final.

    Quizá por todo esto, cuando oigo a Magda leer la novela de Amanda me energizo y angustio; imagino que aun como estoy, mi cuerpo debe segregar algo de adrenalina al recordar esos días que marcaron mi vida, no sólo por la intensidad de los sucesos que viví y en los que participé, sino porque ya finiquitados terminaron persiguiéndome, sospecho, hasta el día de hoy.

    Qué ironía de la vida que al decidir el carácter póstumo que debería tener mí obra, esto coincidiera con el principio de mi final como me vine a enterar poco después.

    §§§§

    El sonido de un portazo puso a Ramiro Castillo en alerta y lo sustrajo abruptamente de sus cavilaciones. Empezó a oír pasos y voces que se acercaban a través del pasillo que comunicaba el vestíbulo de la entrada con la biblioteca. Pese a la gordura se paró con relativa agilidad. Caminó hacia un espejo que estaba contiguo a la puerta de entrada para acicalarse. Se miró la cara, reparó en la amargura de su gesto y por vez primera en muchos años se sintió un perdedor. Con ánimo de recomponerse y no dar muestras de derrota, se acomodó la corbata y arregló con las manos su escaso cabello, mientras aguardaba con impaciencia que se moviera la manija y entrara quién debería ayudarlo.

    Pero de repente, cesó por completo el golpeteo de los tacones contra el piso. Esto hizo más nítidas unas voces que se podían escuchar con tal claridad que, aun dentro de la biblioteca, era factible entender de qué se estaba hablando, pese a que de manera deliberada el diálogo transcurría a voz muy baja.

    —Carajo ¿por qué antes de dejarlo entrar no me llamaron? Si tienen instrucciones precisas de qué si ocurre algo anormal deben comunicarse conmigo —reclamó alterado Monterrubio.

    —Perdone doctor, pero él dijo que acababa de hablar con usted y que habían acordado reunirse aquí. Incluso me mostró el celular —respondió el guardia buscando justificarse.

    —¿Tiene idea si alguien lo vio entrar?, ¿en dónde están sus escoltas? Afuera no hay nadie.

    —Llegó solo. Nadie lo acompañaba. No vi a los batos con los que siempre viene. Eso hizo que me confundiera porque desde la caseta yo sólo podía ver al chofer, hasta que salí y Don Ramiro bajó el vidrio para decirme que había hablado con usted.

    —¿Sabe qué carajos ha sucedido en las últimas horas en el País? —preguntó Monterrubio con evidente enojo.

    —Pos claro, el presidente se murió hoy por la mañana.

    —¿Esa es de la única noticia de la que está usted enterado?

    —Sí sólo de esa; no sé nada más —respondió el guardia sorprendido de que pudieran haber pasado otras cosas graves y él no supiera nada.

    —No entiendo, apenas Genaro los deja solos un momento, ustedes hacen un desmadre.

    —Disculpe doctor, no volverá

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