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Italiana
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Libro electrónico337 páginas5 horas

Italiana

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Italia, 1848. Maria Oliverio, de familia campesina calabresa, creció en medio de una pobreza que la relegaba a la violencia y a la miseria de una vida sin futuro. Profundamente decepcionada por las promesas de unificación del país, la joven se convertirá en la temida Ciccilla, una bandida, una brigantessa en busca desesperada de justicia y libertad, cuyo nombre, más allá del valle, pronto resonará por toda Italia.

Italiana se basa en un personaje real y, utilizando documentos oficiales e históricos, cuenta su historia, la de la lucha de una heroína inolvidable por la libertad y la de la traición que dio origen a la nación italiana. Catozzella desarrolla una trama sobrecogedora y emocional: su infancia pobre, su amor apasionado y doloroso por el rebelde Pietro, su relación ferozmente hostil con su hermana Teresa, su lucha por la libertad como mujer y como parte de la clase explotada.

Casi ciento sesenta años después, la historia de Ciccilla se convierte en la historia universal de cualquiera que luchó contra siglos de opresión, en una época en la que aún no existía la libertad personal. Una asombrosa novela que funde realidad y ficción, literatura e historia, escritura y vida.
IdiomaEspañol
EditorialArmaenia
Fecha de lanzamiento25 oct 2023
ISBN9788418994432
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    Italiana - Giuseppe Catozzella

    9788418994432.jpg

    Italiana

    Italiana

    Giuseppe Catozzella

    traducción de Natalia Zarco

    Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita

    de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial

    o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento

    informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

    Título original: Italiana

    Edición original: Mondadori Libri S.p.A., Milano, 2021

    Primera edición ebook: octubre 2023

    Ilustración de cubierta: Episodio de los Cinco Días de Milán en Piazza Sant'Alessandro,

    por Carlo Stragliati, 1925

    Fotografía de solapa: © Vito Maria Grattacaso, 2021

    Copyright © 2021 Mondadori Libri S.p.A., Milano

    Published by special arrangement with Giuseppe Catozzella in conjunction with their duly appointed agent MalaTesta Lit. Ag. and co-agent The Ella Sher Literary Agency

    Copyright de la traducción © Natalia Zarco, 2023

    Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L. 2023

    Armaenia Editorial, s. l.

    www.armaeniaeditorial.com

    Diseño: Joaquín Gallego

    Impresión: Gráficas Cofás, s. a.

    isbn: 978-84-18994-43-2

    Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid

    A Chiara, siempre.

    A Giulia.

    Cuánto coraje hace falta para actuar a lo largo de los siglos

    como actúan los barrancos, como actúa el río.

    Boris Pasternak

    Es necesario conceder algo a aquellos que están abajo, a los presentes, a aquellos que sudan su pan, a los miserables. Por eso, démosles de beber las leyendas, las quimeras, el alma, la inmortalidad, el paraíso, las estrellas.

    Victor Hugo, Los miserables

    La historia que se cuenta en esta novela está basada en documentos verídicos y ocurrió realmente. Tanto los hechos como los personajes han de entenderse como reales y no como fruto de la fantasía del autor.

    Cada suceso y momento histórico está documentado con diversas fuentes. Las referencias citadas (telegramas, sentencias, carteles, conversaciones, cartas) no son ficticias.

    Los acontecimientos públicos y privados de la vida de Maria Oliverio y de Pietro Monaco están registrados en las actas de los procesos depositadas en el Archivio Central dello Stato di Roma, el Archivio dello Stato Maggiore dell'Esercito di Roma y el Archivio di Stato di Cosenza.

    Tribunal Militar Especial de Catanzaro

    16 de febrero de 1864

    «Se hace constar que comparece vestida de hombre, con un chaleco de paño de color, chaqueta y pantalones de paño negro y la cabeza cubierta con un pañuelo».

    «Soy Maria Oliverio, antes Biaggio, de edad veintidós. Nacida y domiciliada en Casole, Cosenza, sin prole, de Pietro Monaco. Tejedora, católica, analfabeta».

    En realidad, analfabeta no soy, a leer y escribir me enseñaron cuatro años de escuela y los libros que a escondidas le robaba a Pietro, mi marido. Aunque para la ley solo sea una tejedora, es mejor fingirse idiota.

    Acabé delante del juez militar como si fuera carnaval, el pelo corto de hombre, la cara sucia y marcada por dos años en las montañas, las uñas astilladas. Me encontraron escondida en una cueva, en el bosque de Caccuri, en la Sila¹; por debajo de mí, el valle soleado y profundo, y de frente, para darme aliento, el monte Carlomagno y el monte Scuro. Llevaba allí encerrada semanas, como un oso.

    La cueva era profunda y húmeda, casa de lombrices y topos, la entrada era poco más que un agujero, pero dentro se ensanchaba y, a pesar de no haber luz, cuando encendía el fuego no estaba tan mal. Me quedaba una caja de cerillas buenas, de día ponía la leña a secar al sol y por la noche encendía una buena fogata. Había montado una yacija con ramas y pinaza y un pequeño altar, con una cruz hecha a la buena de Dios, que me hacía compañía. A Dios empecé a buscarlo en el bosque; de primeras, para él solo tenía las oraciones justas y necesarias para mantener a raya el miedo cada vez que aparecía. Fuera, los troncos de los alerces amortiguaban el graznido de los milanos negros, el chillido de los halcones peregrinos, los vuelos en picado de las águilas culebreras. Durante días y noches interminables mi pensamiento volvía a mamá y a papá, a mis hermanos Vincenza, Salvo, Angelo y Raffaele y al demonio de mi marido, Pietro, a quien habíamos dejado allí arriba, muerto, incinerado, en aquel desesperado nido de águila.

    Antes del crepúsculo salía a recorrer el monte en busca de comida. La escopeta de dos cañones no podía utilizarla por el estruendo, pero había aprendido a cazar animalillos con las manos desnudas o con una honda —pequeños pájaros, lirones— y a pescar alguna carpa de río con un sedal. Los rostía en una lasca de piedra negra y plana, junto con castañas, amanitas y colmenillas; esperaba la oscuridad para disimular el humo y comía como una fiera sin presa desde hace días. Recogía el agua de lluvia y dejaba que el tiempo siguiera su curso.

    Por la tarde, o de noche, con la luna, bajaba hasta el arroyo, sumergía la cabeza hasta los hombros en la corriente gélida y saciaba mi sed, agachada, como Bacca, la loba que había estado con nosotros hasta que olió la traición. De día me desnudaba y entraba en el agua, flotaba de espaldas dejándome llevar por la corriente, me abstraía mirando las nubes deslizarse por el cielo y en aquellos momentos todo se detenía, el pasado y el futuro volvían llenos de vida; después me quedaba escondida en la fronda tomando un poco de sol. Volvía al refugio bañada y feliz. Era febrero, el agua del Neto estaba congelada, nada me daba miedo.

    A la vuelta cerraba bien la abertura, amontonando piedras, pero dejaba un agujero por donde espiaba lo que ocurría fuera: soñaba con alcanzar las cimas, los abetos blancos y los castaños como el azor que se posaba en aquellas ramas antes de arrojarse en picado para llevarle un gazapo a sus polluelos.

    Pero solo era cuestión de tiempo. Ya nos habían traicionado una vez, seguramente me estaban buscando por toda la Sila. Si fuera solo por los soldados del Norte podía estar tranquila, aunque detrás de ellos venían los Cazadores de los Alpes, montaraces que habían liberado sus tierras y ahora iban a dar caza a quienes querían la libertad para el Sur; a algunos lugares, nuestros bosques y nuestros montes, no conseguirían llegar, no podían conocer los senderos bautizados por nuestros abuelos, los caminos abiertos por nuestros antepasados. Pero habían empezado a hacerse guiar por los vaqueros, carboneros y leñadores, lo cual me quitaba el sueño. Me sentía perseguida.

    Con la primavera, decidí que huiría por el valle, hacia el mar. Robaría una barca y navegaría hacia el norte. Antes de llegar a Scalea remontaría el río Argentino, desembarcaría en Orsomarso y desde allí treparía de nuevo a la Sila; en muchos sitios, durante el trayecto, se habrían unido personas, conseguiría reunir un nutrido grupo, escalaríamos el monte Curcio y los pillaríamos por detrás: y esa sería la batalla final.

    Pero luego llegó el día.

    Me rodearon y, antes de que pudiera mirarlo a los ojos, se habían llevado al judas que les había indicado el camino. Se liaron a disparar, intensamente, de noche, y yo respondí al fuego como enloquecida. Resistí un día entero, pero ¿luego qué? No podía salir a cazar, se me había acabado la reserva de agua, eran muchísimos. No había elección.

    Quien me capturó, el subteniente Giacomo Ferraris, en los cabellos cortos y las ropas oscuras vio un hombre. Les llevó un tiempo a los idiotas de los soldados entender que yo era una mujer, la única jefa de bandoleros de esta nuestra Italia recién hecha con sangre; estaba ya maniatada, con la cara aplastada contra la tierra oscura. Uno de ellos me pegó un tirón para darme la vuelta y con el cañón de la escopeta me rajó la camisa.

    —¡Tiene tetas! —Reía con los otros, con aquel ridículo acento piamontés—. ¡Tiene tetas!

    Los compañeros no dejaban de mirarme, inclinaban la cabeza y me observaban, vete a saber qué esperaban ver en mi cara, o quizá no habían visto nunca un par de melones. Después comprendieron por fin y empezaron a saltar de alegría; se felicitaban, se abrazaban, bailaban como cretinos: habían capturado a Ciccilla, la famosa Ciccilla, la terrible Ciccilla. El único que miraba sin hablar era el subteniente, parecía asustado con solo acercarse; los otros me pateaban con la punta de las botas y con la culata de las escopetas. Hasta que Ferraris les ordenó parar.

    Cierto que era yo, y que no era un hombre, por nada del mundo habría querido serlo. Desde hacía dos años me parecía más a Bacca que a un hombre, y no hay nada más alejado de un hombre que una loba.

    Pero una cosa debe quedar clara: si usé el cuchillo para cortarme el pelo y me vestí de hombre no fue para ser como uno de ellos. Si lo hice fue porque de lo contrario no habría podido liberarme nunca. De lo contrario, habría seguido siendo Maria.

    Primera parte

    EN EL PUEBLO

    1

    De pequeña se me metió en la cabeza ir en busca de mi hermana mayor, que no había estado nunca en nuestra casa. Éramos seis hermanos, pero el único rastro de nuestra hermana Teresa eran los cinco guiones bajo una T escrita a lápiz en la pared de la chimenea, donde papá, cada año, en el cumpleaños de cada uno, nos medía para ver cuánto habíamos crecido.

    En casa estaba prohibido hablar de ella, mamá y papá rara vez la nombraban, solo los domingos o en las fiestas de guardar, cuando en la mesa había un poco de vino o cuando alguno del pueblo destilaba aguardiente y les llevaba un cuartillo.

    Raffaele no creía que existiera esa hermana mayor; Salvo, el mediano, sí. Papá la mencionaba, achispado y soñador, por las noches, a la luz trémula de la lámpara de petróleo y luego negaba, y mamá decía: «Cállate, chitón, estate callado». Se le humedecían los ojos, cosa que no le sucedía nunca, empezaba a mirar al techo y luego sin darse cuenta buscaba el perfil de las montañas al otro lado de la ventana y sonreía, sola. «Chitón, ni una palabra, que luego los chavales hablan y en el pueblo pareceremos unos gorrones. Y desde luego la pinta la tenemos», le decía a papá.

    Que aquella hermana existía solo lo sabía yo, mamá me lo había dicho un domingo, una noche de lluvia furiosa, llevándome aparte y besándome en la cabeza, y haciéndome jurar que no lo diría a nadie, ni siquiera a mis hermanos. «Marí, pronto te irás —me dijo con los ojos brillantes—. Quizá tú también tendrás todo lo que ella tiene».

    Aquella frase me intranquilizó. Desde entonces vivía en dos mundos separados. Por una parte, estaba esa vida nueva, misteriosa y aterradora, que me imaginaba llena de riquezas, junto a mi hermana desconocida; por la otra, mi familia, el pueblo y la casa en la que había vivido hasta aquel momento. Pero yo fingía que nada de aquello era verdad, que las palabras de mamá eran una invención, que todo seguiría para siempre tal como estaba.

    Vincenzina, que tenía tres años menos que yo, después de cada fiesta se metía en mi cama, al lado de la suya, en la misma habitación donde cocinábamos y comíamos. El olor de la menestra impregnaba la ropa, las almohadas, el cabello. El agua que se evaporaba de la olla sobre el fogón había manchado el techo, goteaba, Raffaele y Salvo jugaban a ver quién pillaba las gotas al vuelo. Al otro lado, cerca de la chimenea, pegados a la pared, estaban los colchones de los hermanos; Angelino, que solo tenía un año, dormía con papá y mamá en el dormitorio.

    Vivíamos en la casa de Vico I dei Bruzi, en Casole, en la colina de la Presila, a los pies de los montes; una casa construida en torno a una chimenea, con grandes piedras angulares que nos protegían. Era la casa del padre de nuestro abuelo, la puerta tenía forma de arco y a mí me parecía la casa más bonita del mundo. Al principio había sido una única estancia, la que se abría detrás era todavía el establo de los animales, luego el abuelo Biaggio, de quien papá había heredado su nombre, se deshizo de las pocas vacas y las cabras, que habían enfermado todas, y entre él y sus hijos varones transformaron el establo en un dormitorio. Desde entonces, la familia se dedicó al campo y empezó a trabajar para los Morelli.

    Así fue como nos convertimos en jornaleros, dependientes de los caprichos de los cappelli²; la falta de espacio era el último de los problemas. Solo cuando a final de mes no había nada que comer, el hambre se hacía oír, sobre todo la de Raffaele, el mayor. Pero no lo pensábamos, ninguno de nosotros pensaba en eso para evitar volvernos locos. No pensábamos que bregábamos día y noche, no pensábamos que los cappelli lo cercaban todo con alambre de púas —campos, bosques y pastos públicos— y ponían de guardia a perros ferocísimos, impidiendo así a los jornaleros recoger un poco de leña o algunas espigas después de la cosecha, o coger un puñado de níscalos y de castañas, cazar una codorniz en el bosque o pescar un espinocho en el río. No lo pensábamos. Digeríamos nuestra propia hambre y por la mañana nos levantábamos recordando que la dignidad —«¡La dignidad!», repetía papá— no podíamos permitir que nadie nos la arrebatara.

    Vincenza saltaba a mi colchón de lana de cabra, se echaba a un lado y se ponía cabeza con cabeza conmigo, le gustaba jugar a las pestañas que se tocan.

    —Marí, ¿tú crees que tenemos esa hermana mayor?

    —Sí —le respondía.

    —También yo lo creo… ¿Y tiene tantas riquezas?

    —Es superrica.

    —¿Y por qué se fue?

    —Porque es muy rica y esta casa le da asco.

    —¿Y por qué le da asco?

    Cada vez me inventaba algo diferente. «Porque su casa tiene baño y nosotros todavía usamos palanganas». Y señalaba el cubo de metal al lado del dormitorio. Vincenza por la noche no lo usaba, tenía cuatro años pero de vez en cuando todavía se orinaba encima, y si no se ponía el pañal de lino sujeto con el imperdible mojaba la cama. «A ella le gusta apoyar las posaderas cuando tiene que orinar ¡y que su marido no la vea así!», le susurraba al oído. Habíamos escuchado a mamá contar que un joven muy rico la había pedido en matrimonio y desde ese día habíamos empezado a fantasear con aquello. Vincenzina entonces se reía fuerte, se tapaba la boca con las manos y dejábamos de hablar, yo me dormía con su aliento mezclado con el mío.

    Una mañana de marzo llegó un telegrama.

    Pocas palabras que incluso mamá, sola, consiguió leer. Por la tarde, después de la escuela, me llevó aparte y señalando con el dedo tembloroso me susurró al oído:

    «Preparad niña. Telegrafiaremos para acordar el envío a Nápoles en diligencia. Nosotros salimos ahora, listos para adopción. Conde Tomasso y esposa».

    Mamá me miró con una luz encantada en los ojos: —Tendrás padres nuevos. Ricos —dijo—. Y estarás con tu hermana.

    Vincenzina se dio cuenta de que estaba pasando algo raro y, escondida en un rincón en penumbra, nos observaba. En su mirada estaba el terror de quedarse sola. De repente estornudó, por el frío de la pared. Entonces me solté de mi madre y salí corriendo a abrazarla. Temblaba. No la habría abandonado, nunca, por nada del mundo: —Estaré siempre contigo —prometí abrazándola—. Tú y yo, siempre.

    Ella, desde abajo, me miraba con ojos enormes e hinchados: —Bueno, vale —decía mientras asentía con la cabeza y lloriqueaba.

    En los días sucesivos, las palabras de aquel telegrama continuaron resonándome en la cabeza. Adopción. Nuevos padres. Sería rica. Conocería a la hermana misteriosa. Vería Nápoles, la capital. Eran todas cosas que quería, pero al mismo tiempo me aterrorizaban.

    Aquel año, principio de 1848, increíblemente, no cayó ni un copo de nieve y así, como por el mismo prodigio, parecía que todas las cosas debían cambiar: que de Milán a Nápoles, a Palermo, llegarían revueltas que nos liberarían a todos, empezando por mí.

    Incluso papá, que cada noche volvía con la espalda rota y delante de la sopa de col y achicoria dejaba caer la cabeza —«La fática è a rarici i morta», el cansancio es la raíz de la muerte, decía—, también a él le había cambiado el humor, y por primera vez era optimista. Miraba la hornacina con el incienso y Santa Marina de Bitinia y parecía creer en una vida sin el trote del mulo, el resoplar de las bestias, los excrementos, los bufidos y el batir rítmico de las cadenas contra la albarda; o al menos una vida en la que todo eso pudiera ser, finalmente, suyo.

    Yo miré afuera, por la ventana.

    En la lejanía estaba la montaña. Más allá, el bosque de Colla della Vacca. Me escaparía allí, solo allí estaba la salvación. Si no pudieran encontrarme durante un tiempo, no podrían entregarme a otros padres. Así, empujada por la locura, salí de casa y me aventuré por el sendero que subía monte arriba. Me llamaban la atención las ruinas que seguían en pie en los bosques, me parecía que, con los muros de piedra todavía erguidos y las ventanas y el techo derrumbados, mostraban mejor la idea de protección de la que habían nacido. Varias horas de camino después llegué a una casa derruida. Había visto aquella ruina tres veces a lo sumo, pasábamos por allí cuando mamá, en caminatas eternas por trochas y senderillos cada vez más empinados, me llevaba a ver a la abuela Tinuzza a la aldea de leñadores y cazadores de su infancia, por encima de Lorica, en el monte Botte Donato. Allí la miseria era todavía más negra que en el pueblo.

    —Pero ¡no tenemos capataces! —gritaba la abuela, menuda y renegrida como una larva de polilla. Tenía razón: los capataces no llegaban al monte, y la pobreza se vivía con el corazón más ligero.

    Empezaba a oscurecer. Poco después empezó a chispear y enseguida a llover fuerte, los relámpagos rasgaban el cielo, las tinieblas avanzaban.

    Entonces me invadió un terror desconocido. Me había metido en algo más grande que yo, el bosque ahora era un monstruo gigantesco que me envolvía por todas partes con su manto negro, me había equivocado escapándome y no sabía cómo arreglarlo. ¿Cuánto tiempo resistiría allí sola sin mamá y papá? ¿Adónde creía que iba? El miedo me paralizaba las piernas.

    —¡Ayuda! —grité en un calvero. Solamente un milano recogió las alas y se posó en una rama no lejos de mí—. ¡Papá, ayuda!

    Pero papá no podía oírme.

    Fuera de la vieja casa había un horno de piedra intacto. Me armé de valor, me subí, me metí dentro y poco después me quedé dormida.

    Por la mañana, al alba, el bosque brillaba con una luz plateada y viva, como una enorme serpiente de metal. Tenía hambre y sed. Miré a mi alrededor y fui en busca de algo que comer, pero no encontré nada. No sabía qué hacer, el cielo estaba negro y amenazaba lluvia. Si me quedaba en el bosque, moriría. Solo podía volver por donde había venido y admitir mi error.

    Cuando llegué a casa, antes de la hora de comer, papá se puso a gritar.

    —¿Dónde has estado, eh? He perdido una mañana entera de trabajo, te hemos buscado por todo el valle. Si el capataz me pilla será culpa tuya.

    —Estaba en el bosque.

    —¿En el bosque? —Me miró como se mira a un loco—. Esta ha nacido rebelde —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Está mal de la cabeza. —Luego se volvió hacia mamá—. Ha salido a ti, esta hija rara.

    Cuando decía esas cosas miraba la hornacina votiva, que contenía la estatuilla de la patrona de Casole, santa Marina Virgen de Bitinia, una monja que se cortó el pelo y vivió toda su vida en un convento masculino, fingiéndose un hombre, hasta que murió, acusada de un crimen que no había cometido. Para la gente de Casole, santa Marina era la imagen del sacrificio que las mujeres debían hacer por sus hombres. Para ellos, santa Marina debía ser madre. Debía ser yo. Pero yo no tenía la intención de sacrificarme por nada ni por nadie, y la verdad era que mientras estuviera en esa casa no iba a ser libre ni siquiera de decidir mi destino porque era pobre. Igual que ellos.

    —No he salido a mamá —contesté—. He salido a la abuela Tinuzza.

    Papá me pegó. La libertad en nuestra casa no existía, era cosa de señores o de locos. Pero yo apreté el trasero, estornudé aposta para hacerle entender que la humedad me hacía más daño que sus azotes e hice como si no hubiera pasado nada. Entonces mamá me llamó con una media sonrisa y se quedó mirando mi ropa manchada de tierra.

    —Ven aquí, que la lavamos —dijo.

    Papá y mamá en esas cosas eran muy diferentes.

    Papá había nacido para trabajar la tierra, tenía las manos grandes, encallecidas y los músculos enjutos de las tierras bajas, el rostro quemado por treinta años de sol feroz y agrietado como la arcilla del bosque. «Spàgnati du riccu impovirutu e du poveri arricutu», no te fíes ni del rico empobrecido ni del pobre enriquecido, decía siempre: para él todo tenía que seguir como era, aunque así como era diese asco. Era un gran trabajador, había soportado treinta años de mesadas sin pagar, de golpes y amenazas, treinta años de contrato «por meses» y, al final de cada mes, las mismas oraciones, las mismas fiebres, las mismas discusiones con mamá, las mismas tragedias; pero lo superaba todo y volvía a trabajar más que antes, dos, tres días seguidos sin parar un momento. Su capataz, el cappello Donato Morelli, lo llamaba «el Mulo».

    Mamá era todo lo contrario, estaba hecha para el bosque y la Sila, donde había vivido hasta que se casó. «Cu pecura si faci, u lupu s'a mangia», quien se hace oveja el lobo se la come, decía, aunque fue precisamente en sus ojos resignados ante las crinolinas y las faldas de muselina india de la condesa Gullo, su jefa, donde yo aprendí la rebeldía. Para ella, el orden y el mundo eran solo cosas que el bosque dejaba fuera: todo tenía un corazón misterioso que se arrugaba al sol como una uva pasa. En Dios creía como recompensa para los buenos, después de la muerte, y era silenciosa. Cuando jugábamos a elegir los árboles favoritos, ella escogía siempre el abeto blanco, un árbol que en su vida jamás veía la luz, con una corteza suave y húmeda que no servía para dar calor en invierno.

    Papá en cambio prefería los alerces duros con los que se fabrican las casas, las cosas que al tiempo le cuesta trabajo destruir, como la finca de los Morelli. Para él, las palabras tenían que ser muchas, era lo único que obtenía de esa vida de riqueza que envidiaba a los señores. «El acero», decía papá, saboreando el sonido en la boca. Yo lo observaba a escondidas y trataba de entender el secreto de aquella palabra que le hacía entrecerrar los ojos de placer. Soñaba con ver la vía férrea entre Nápoles y Portici, que llamaban «ferrocarril» y que un día, juraba, llegaría hasta Reggio Calabria, las fábricas de Nápoles, las industrias de la seda, la metalurgia de Mongiana y Ferdinandea. Todas las cosas disfrazaban la decadencia del Reino. «El acero». Así, cada noche, papá se dormía soñando con riquezas que no tendría jamás.

    2

    Mamá estaba siempre en casa hilando y yo pasé los días de aquella primavera deseando que no llegaran más telegramas de Nápoles para la adopción y observando sus dedos fusiformes que se agarrotaban mientras tejían para la hilandería de los Gullo. Los brazos se quedaban quietos, las que se movían, velocísimas, eran las manos y las muñecas que rotaban.

    Los tejidos de los Gullo eran famosos en el Reino, no solo en Calabria, sino también en casa de los ricos napolitanos, y se decía que Maria Teresa en persona —«Tetella», como llamaban a aquella buena reina austriaca, mientras que a la primera mujer saboyana del rey la habían odiado—, en el palacio de Caserta, custodiaba los más bellos, seguramente sin imaginar las espaldas que se encorvaban, los dedos que se bloqueaban, los ojos que enceguecían. Mientras mamá trabajaba, yo imaginaba a mi futura madre —alta y rubia, bellísima— vestida con las telas espléndidas sobre las que ella estaba inclinada.

    —Ven aquí y aprende —me decía— en vez de estar ahí embobada.

    Pero yo huía. Me gustaba cuando me llevaba a caminar al monte, me gustaba cómo se transformaba en la aldea donde había nacido, donde reía con los leñadores y los pastores; pero no me gustaba cuando estaba encerrada en casa, silenciosa, encorvada. Sus ojos se cansaban por la poca luz, se volvían malvados, me miraban carentes de vida y me daban miedo.

    Los dibujos que bordaba llegaban ya trazados y doblados en cajas bajas de cartón beige que llevaban escrito «Gullo» en dorado y en relieve, y Vincenza y yo después las usábamos para meter nuestros tesoros —botones sueltos, piedrecitas redondas con las que jugábamos a las tabas, cintas de colores— o nuestros secretos. Y nuestro hermano Raffaele, cuando mamá completaba un encargo, con aquellos papeles de seda hacía globos aerostáticos. Cortaba las grandes hojas por los pliegues y obtenía varios cuadrados y luego silbaba con

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