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Lídia
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Libro electrónico293 páginas3 horas

Lídia

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Lídia: La antigua Roma del emperador Nerón es el escenario de esta novela que cuenta la historia de Lídia, una joven cristiana que renuncia a su propia felicidad por aquellos a quienes tanto ama. 

Alma iluminada, la protagonista de esta obra ejemplifica el amor verdadero que se extiende por siglos en el contexto de la inmortalidad del

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2023
ISBN9781088076088
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    Lídia - José Surinach

    CAPÍTULO I

    REUNIÓN

    Estaba en una extensión, una plaga donde flotaban diminutas estrellas de distintos colores y distintas formas. Algunas grandes, otras pequeñas; algunas son muy brillantes, otras son tenues; sin embargo, todos igual de hermosos.

    A intervalos, estas pequeñas estrellas dejaban su aspecto anterior para adoptar un aspecto humano. Y eran vagos, pero nos permitían percibir claramente toda la belleza y perfección de sus rasgos. Túnicas blancas flotantes los cubrían,

    Una de ellas, de hermoso rostro, se alejó de las demás, completamente absorta en sus reflejos.

    - ¡Dios mío! - dijo - ¿Quién podrá desentrañar el misterio impenetrable que se esconde en este Cosmos infinito, y que lo obliga a manifestarse en múltiples y variadas formas, en tan numerosas e infinitas combinaciones? ¿Quién podrá encontrar el límite final donde todo termina y más allá de cuya frontera ya no se pueden concebir otros? ¿Quién puede decir: nunca hemos vivido hasta ahora y ahora dejamos de ser y nos confundimos en el gran Todo, pináculo de la perfección, que sintetiza a Dios mismo? ¿Cuándo llegará finalmente el momento decisivo en el que, habiendo alcanzado el Parnaso de la gloria, seamos iguales al mismo Dios? ¡Igualemos a Dios! ¡Vana pretensión que se acerca a la mayor de las iniquidades! El alma que se atreve a concebir tal idea casi comete una profanación. ¡Igualar a Dios! ¡Imposible! Si esto pudiera suceder, si un día pudiéramos alcanzar toda su grandeza y poder, entonces él ya no sería Dios, porque en Él no encontraríamos más gloria, más omnipotencia que la nuestra. ¿Y podrá alguna vez admitirse una idea tan errónea? No, porque nunca abandonaremos la condición de hijos suyos, somos arrojados a las profundidades del Infinito, bajo el impulso de su voluntad y amor; átomos, relativamente, comparándonos con Él. Podremos, a lo largo de los siglos, apoderarnos de la perfección, acercarnos a Él; ¡Debemos hacernos dignos de Él, pero nunca igualarlo! ¡Lo sé, buen Dios! Que nuestra imperfección nos impide valorar adecuadamente toda tu inmensidad y grandeza. Por eso te pido fuerzas, Padre Divino, para que, de progreso en progreso, de perfección en perfección, pueda pagar la gran deuda de amor puro que contraje contigo el día en que, animado por tu aliento vivificante, desperté del triste sueño de aquella profunda y misteriosa noche de la Nada.

    Casi sin darse cuenta, el ser angelical se iba alejando cada vez más de aquella multitud de almas benditas. Ya estaba muy lejos de ese lugar y la atmósfera se había vuelto más compacta, menos pura. Sintiéndose oprimido por la densidad de semejante ambiente, miró a su alrededor y exclamó consternado:

    - ¡Dios mío, qué triste me siento! ¡Ha llegado el momento de conocerlo y la melancolía descorazonadora se apodera de mí! ¿Por qué no iba a poseer la fuerza necesaria para escapar, para escapar de la atracción de la Tierra? ¡Otra existencia inútil! Inútil en absoluto, no; porque algo siempre ha avanzado; sin embargo, es tan poco... ¡Ah! si pudiera volver! No puedo regresar, pero puedo detenerme en el camino... ¡Ah! ¡eso sí! Lo haré para acercarme a él, y así impulsarlo a avanzar, como debe, por el camino de la perfección.

    Así, monologando tristemente, aquella criatura celestial iba descendiendo y acercándose cada vez más a la Tierra.

    La atmósfera era ahora tan densa, tan persistente, que ella, deteniéndose y suspirando, exclamó:

    - ¡Dios mío, qué opresión! ¡No puedo más! ¡Qué atmósferas tan pesadas! Solo sostenido por la fuerza de mi amor por este ser amado puedo permanecer en este ambiente materializado.

    Y luego... tenemos que esperarlo aquí, ya que no puede subir más.

    Alrededor, en aquella vasta inmensidad, centelleaba intensamente un hormiguero de mundos, y las bandas luminosas se desprendían de ellos, cayendo sobre las nieblas etéricas, y, atravesándolas, aquí y allá formaban extrañas y espléndidas radiaciones.

    Muy cerca destacaba la esfera grisácea de la Tierra, acompañada insistentemente por el disco plateado de la Luna.

    Un poco más lejos, irradiaban Marte, Venus, Júpiter, Saturno, Mercurio, Urano, Neptuno y otros planetas, moviéndose alrededor del Sol y constituyendo su brillante comitiva.

    Aun más lejos brillaban las hermosas constelaciones del Cisne, Lira, Osa Mayor, Géminis y Hércules, de las que forman parte espléndidos Soles y que arrastran a su alrededor numerosos sistemas planetarios, entre los que se encuentra nuestro Sol, que, a su vez, mantiene el equilibrio de la Tierra y los planetas de su sistema.

    En un rincón destacaba la cabellera de Berenice, la hermosa Vía Láctea, y esparcidas aquí y allá, miles de nebulosas, las de Andrómeda, las de Centauro, las de Cangrejo, el escudo de Sobiesqui y muchas otras que, al ser inaccesibles a los telescopios, la ciencia humana aun no ha clasificado. Algunas son redondeadas; otros, subiendo en espirales; otros más, adoptando la forma de enormes serpientes; pero, presentando todas las combinaciones extrañas, extrañas, brillando en la vasta inmensidad del Universo.

    Al contemplar tantas maravillas, aquella alma exclamó con entusiasmo:

    - ¡Dios, qué hermosa es tu Creación! ¡Cuánto te adoro!

    Luego, dirigió su mirada hacia la Tierra, cuya pequeña esfera apenas era visible entre aquellos colosos de luz.

    - ¡Oh! - dijo - se acerca el momento. Es necesario ayudarlo.

    Extendió los brazos, de los cuales salió un rayo luminoso, luz que, atravesando las capas atmosféricas, cayó sobre el planeta, mientras murmuraba:

    - En nombre del Todopoderoso, sé libre, mi querido hermanito, y sube a este espacio… ¡Te espero!

    Lentamente, y bajo la influencia de su voluntad, un alma dormida se elevó a través de este nimbo radiante. Cuando llegó a los pies de aquel ángel, se detuvo, dejándose inmovilizar bajo los efectos de un profundo letargo.

    Tenía la forma de un joven apacible, vestido a la moda griega¹.

    Con sus manos se apretó el pecho, como tratando de contener la sangre roja que parecía brotar de una gran herida. Su rostro expresaba los sufrimientos de una dolorosa agonía.

    Ella, reflejando su hermoso rostro de pera profunda, se inclinó hacia él y, tocándole suavemente la frente, le dijo:

    - Despierta, hermanito mío, levántate. Ya has dejado la vida de los sueños y acabas de entrar en la vida real. ¡Abre los ojos y admira conmigo las bellezas y maravillas del Universo!

    El joven se pasó la mano por los párpados y, levantándose, miró asombrado a su alrededor. Al ver a la doncella, cayó de rodillas, dejando escapar un grito de alegría y sorpresa.

    -¡Oh! ¿Eres tú, querida hermanita?

    - ¡Sí! Levántate y ven a mis brazos - exclamó -. Solo debemos arrodillarnos ante la suprema majestad de Dios.

    El joven al notar el aura que rodeaba a aquel ángel de luz, un aura muy pura de la cual reflejos celestiales, se contempló respondiendo, con desánimo:

    - ¡¿En tus brazos?! ¡Ah!... ¡Veo que todavía no soy digno de semejante felicidad! Hay una distancia enorme entre nosotros dos.

    Inclinó la cabeza como avergonzado, las lágrimas corrían por su rostro. Luego, como si hablara consigo mismo, continuó:

    - ¡Esta herida!... Sí, era él... Veo que tenía razón. ¡Traiciona tu pura amistad! ¡Qué débil estaba! Ay... ¡Era tan hermosa...!

    - Cállate hermanito, no pienses más en eso. Todo fue una ilusión. Basta pensar en fracasar una vez más, olvidando los propósitos de la regeneración. ¿Quizás en ti ya no queda el más mínimo recuerdo de ese sentimiento puro que une nuestras almas desde hace siglos?

    - ¡Sí es verdad! Solo a ti a quien amo de verdad. Tu santo amor me salva. Entiendo perfectamente que lo otro era un amor de perdición.

    - ¡No, mi hermanito! El amor es siempre un sentimiento digno y ennoblece a todo aquel que lo siente en lo más profundo de su corazón. No había ningún defecto en concebir un afecto tan gentil. Lo que pasó, hermanito mío, fue que tú lo contaminaste, transformándolo en una pasión material sin sentido.

    - ¡Una existencia perdida! - Exclamó el joven, rompiendo a llorar -. Y ahora, ¿qué debo hacer, hermanita mía?

    - Intenta el experimento nuevamente.

    - ¿Y puedo acercarme a ti?

    - Sí, si puedes ganar; es decir, liberarte por fin de la atracción que aun ejerce sobre ti la Tierra.

    - ¡Oh! ¡Lo lograré si me ayudas!

    - No solo te ayudaré, sino que incluso revisaré el asunto para ver si, estando a tu lado, puedo acelerar tu evolución².

    - ¡Qué buena eres, querida hermanita! Ya me siento emocionado de volver a intentar este arriesgado experimento.

    - ¡¿Arriesgado?!

    - Sí, se puede ver claramente - prosiguió el chico, señalando el planeta - la nube material que rodea la Tierra. El paganismo lo abruma todo. La humanidad se desvía del Dios verdadero hacia las creencias erróneas de dioses ilusorios y fantásticos. El hombre solo piensa en el disfrute, en marearse, en sumergirse en el torbellino de las pasiones humanas, descuidando por completo su alma. ¡Tengo miedo!

    - ¿Miedo, de qué?

    - De volver a caer derrotado.

    - Pero estás convencido que existe un Dios único y verdadero, y que nuestra aspiración absoluta debe ser siempre acercarnos a Él.

    - Si es verdad; sin embargo, ¡todavía estoy tan débil!

    - ¿Y piensas sacar fuerza de la timidez y la inercia? ¡No, jamás! Siempre debemos luchar. La lucha, hermano mío, genera energías que se acumulan en el santuario del alma, acelerando su evolución a través de las paradas del infinito. ¿Cómo quieres superar tus pasiones si no luchas contra ellas? Solo peleando, repito; porque sin lucha no hay victorias. Y, sin ceñirnos la frente con los laureles de estas victorias, que nuestra alma sea capaz de conquistar, nunca podremos expandirnos en aquellas regiones olímpicas, donde la divina majestad de Dios se muestra en todo su sublime esplendor.

    - ¡Qué poder mágico surge de tus palabras! ¡Qué consuelo exudan! ¡Siento todo mi ser temblar ante el impulso de una fuerza desconocida! Ya no quiero nada más que empezar nuevas luchas, y me entusiasma la esperanza de encontrarte en la Tierra. ¡Oh! ¡Si pudiera reconocerte!

    - Tendrás una vaga intuición para esto... Sentirás una fuerte atracción que te impulsará a acercarte a mí. ¿Estás listo, mi hermanito?

    - Sí - respondió el joven, con resolución.

    - ¿Qué lugar eliges?

    - ¡Roma!

    - ¿A pesar que su pueblo vive en las pérfidas sombras del paganismo?

    - ¡Sí! Quiero ver si, finalmente, dejo, en el fondo fangoso de ese caos de ignominia y de inequidades, estas escamas de imperfecciones, que aun se aferran con tanta persistencia a mi pobre alma. Quiero ver si, resucitando, puedo finalmente escalar alturas imponderables, haciéndome digno de Dios y de ti.

    - Muy bien; entonces quiero verte, hermanito; siempre animado por estos nobles deseos. Así que vete, querido; comienza a descender y, un poco más tarde, me reuniré contigo para animarte y darte fuerzas en tus nuevas pruebas y luchas. Y cuando hayamos terminado nuestro viaje, nos reuniremos en este mismo espacio, para contar nuestros avances, expresar nuestras impresiones y adquirir nuevos elementos, nuevas energías. Ven a mis brazos y recuerda siempre que el amor es la fuente divina, cuya linfa, pura y cristalina, atraviesa la corriente salvaje de las pasiones materiales. Cuidemos que ninguna de sus beneficiosas perlas se contamine con el barro de la Tierra. Así que ve, querido hermanito, y que Dios te guíe en el camino.

    El joven se precipitó a los brazos que la doncella le tendió.

    Luego, separándose, comenzó a descender por el nuevo nimbo de luz que irradiaba de sus brazos, mientras ella, alzando los ojos, oraba fervientemente:

    - Oh Dios omnipotente, dígnate mirarlo con bondad, dándole la fuerza necesaria para que finalmente pueda vencer.

    CAPÍTULO II

    ¡LLAMAS, CENIZAS Y LAVA!

    Pompeya, la voluptuosa, dormía plácidamente apoyada en una de las laderas del Vesubio, cuyos temblores plutónicos sacudían periódicamente sus mismos cimientos.

    Las sirenas y nereidas acudieron corriendo a besar sus blancos pies, partiendo inmediatamente a sumergirse felices en el elemento neptuniano, después de haber rendido aquel homenaje de adoración a la reina de los placeres, a la pagana Venus, hija predilecta de los dioses, tan amada siempre por ellos y preferida por los romanos que pasaron una existencia descuidada allí.

    Sin los temores que les ofrecía la Roma imperial, por los peligros a los que los exponía a cada momento la maldad del emperador tirano, allí pasaron su existencia en malicias y placeres, bajo la sombra protectora de Isis, la falsa divinidad pagana, quien, en aquella época había alcanzado gran celebridad, debido a sus augurios y predicciones, que no siempre eran acertadas, pero eran recibidas con fe por quienes la consultaban.

    Esa noche reinaba una profunda calma.

    La Luna, brillando en un cielo despejado, enviaba sus pálidos reflejos a la Tierra, resaltando, entre el color sombrío de las rocas, las casas blancas y sonrientes de la hermosa ciudad.

    Se sentía el mismo calor sofocante que había reinado durante el día, un calor persistente, impropio de aquellos lugares tan favorecidos por el acuoso Neptuno.

    A veces, impetuosas ráfagas de aire caliente, perturbando la atmósfera, descendían del Vesubio hacia el mar.

    En medio de esa aparente calma, Pompeya dormía. Aparente, porque, a cortos intervalos, rumores insólitos corrían por las entrañas de la tierra, extendiéndose en ondas sordas, vagas y confusas que apenas podían ser percibidas por el oído más sensible.

    Y; sin embargo, alguien los escuchó, y por ese alguien, las rápidas variaciones de los vientos que ora descendían del Vesubio, ora subían por las laderas, ora se arremolinaban en un confuso torbellino que, girando vertiginosamente, se elevaba en espirales, no pasaban desapercibidos terminando por perderse, o mejor dicho, fundiéndose en la alta atmósfera. En la plaza, donde el Foro lucía sus columnatas de pórfido, se alzaba también una suntuosa mansión. Las columnas del peristilo, de mármol corintio, brillaban bajo los rayos de la silenciosa Febe.

    Asimismo, estatuas de ninfas y sátiros famosos, que, en profusión, se encontraban repartidas por todo el jardín, entre festones de flores y masas de follaje.

    En la parte correspondiente a la parte trasera del palacio se levantaba una pequeña terraza imitando la forma de un templete³ u obelisco, en cuyo centro se alzaba una magnífica estatua del Júpiter Olímpico, sosteniendo en sus manos los rayos emblemáticos de su terrorífico poder.

    Entre las columnas que sostenían la bóveda del obelisco, había un ser humano que, vestido con una rica y blanca túnica, contemplaba ansiosamente el horizonte por el lado donde se elevaba la oscura elevación granítica del Vesubio.

    Mirando de cerca una nube marrón que se cernía sobre el cono del volcán, murmuró:

    - Sería posible, después de tanto tiempo de calma y silencio... ¡Por Júpiter, vagas premoniciones dicen que Isis no me engañó! ¡Ah! ¡Si así fuera, estaríamos perdidos!

    Y, como tratando de tranquilizarse, continuó:

    - Quizás todo se limite a algún ligero terremoto, que es tan común aquí... Pero no... Este calor asfixiante... Estas ondas de aire caliente, impregnadas de emanaciones de gas... que se detenga cien quemaduras... Todo indica que, esta vez, debe tratarse de algo mucho más grave

    . ¡Oh dioses! - exclamó inmediatamente, asombrado, levantando los brazos por encima de la cabeza, como suplicando protección divina. Y, de repente, apareció un destello lívido que, surgiendo del cráter del Vesubio, rasgó por un momento aquella nube grisácea, desapareciendo inmediatamente.

    ¿Quién era aquel hombre que con tanta asiduidad observaba mientras el resto de los pompeyanos, tumbados en sus suaves triclinios, se sometían a la dulce influencia del taciturno Morfeo? Se trataba de Caio Pompeya, poseedor de una gran fortuna, propietario de varias propiedades situadas en la capital del Imperio y en la encantadora Pompeya, donde nació.

    Algunos de sus bienes fueron adquiridos en el comercio de importación.

    Su residencia habitual estaba en Roma; sin embargo, sus meses de verano los pasaba habitualmente en Pompeya. A menudo permanecía allí durante meses y meses, cediendo amablemente a las exigencias de su familia, especialmente de su esposa, que prefería esconderse en aquel lugar apartado antes que sufrir las exigencias y costumbres licenciosas de la pervertida Roma.

    Caio, en uno de sus viajes a Alejandría, donde iba frecuentemente a abastecerse de sedas, brocados y piedras preciosas, que luego vendía a nobles damas romanas, obteniendo siempre grandes ganancias, se enamoró perdidamente de la bella Fúlvia, la única hija de uno de sus proveedores, comerciante muy rico.

    Fúlvia rara vez salía de casa y, cuando lo hacía, siempre iba acompañada de su anciana madre o de un esclavo. En estas ocasiones despertó la admiración de todos. Y los que pasaban se detenían para contemplarla mejor, ¡tanta era su gracia y su belleza!

    Un día, Caio, que acababa de llegar a Alejandría, se encontró hablando de negocios con el padre de la muchacha, ambos cómodamente sentados en dos sillones, en un rincón de la inmensa residencia. De repente, la cortina que ocultaba la puerta se apartó y entró Fúlvia, feliz, saltando como un pájaro.

    Trajo un enorme ramo de flores frescas y fragantes y, tarareando en voz baja, lo colocó en un gran jarrón de plata sobre la mesita del lado opuesto a donde estaban los dos comerciantes.

    Luego, se dio vuelta, lista para salir de la habitación, cuando su anciano padre la llamó:

    - ¡Fúlvia!

    - ¡Oh! - Exclamó la doncella dejando escapar un pequeño grito de miedo; y, dirigiéndose a los dos caballeros, dijo con una amable sonrisa:

    - No me había dado cuenta, pensé que estabas solo. ¡Por favor discúlpeme, caballero!

    Caio se puso de pie. El anciano, imitándole, dijo dirigiéndose a su hija:

    - Fúlvia, este es el señor Caio Pompeya, ese noble romano del que tantas veces te he hablado - Y volviéndose hacia él, le presentó -. Mi única hija, Fúlvia.

    La doncella tendió su mano derecha al romano, quien la tomó inclinándose ceremoniosamente.

    - Amigo mío - le dijo al anciano -, no sabía que escondías una perla tan hermosa en tu casa.

    Fúlvia se sonrojó y bajó sus atractivos ojos, incapaz de resistir la mirada deslumbrante, aunque rápida, con la que Caio la envolvía mientras hablaba.

    - Muy poca gente lo sabe, ya que casi nunca sale de casa - añadió el anciano.

    - Bueno, es un crimen, amigo mío, tener encerrada aquí a una criatura tan hermosa - La muchacha, para disimular mejor su perturbación, exclamó:

    - Puedes seguir hablando, mientras les ordeno que les traigan unos refrigerios. Y, tras una leve reverencia, salió de la habitación.

    Casi inmediatamente aparecieron dos esclavos blancos que llevaban, en bandejas de plata, exquisitos dulces, vinos espumosos y finos licores.

    Mientras los dos hombres comían y bebían alegremente, Caio, saliendo por el momento del negocio, dijo entusiasmado:

    - ¡Tu hija es hermosa! Para Venus, que no existe, en toda la capital del Imperio, un rostro que pueda igualar su belleza. ¡Qué tipo tan escultural! ¡Ni siquiera la propia Juno tiene tanta corrección en sus líneas, ni tanta majestuosidad en su porte!

    - Y sin embargo - añadió el egipcio - todavía no ha celebrado su 16 cumpleaños.

    - ¡Por las tres gracias! Está, por tanto, bien desarrollada - dijo Caio, a quien la belleza de Fúlvia había causado una gran impresión.

    Algún tiempo después, al encontrarse de nuevo en Roma, no pensó en otra cosa que en regresar a Alejandría para ver de nuevo a la encantadora criatura. Pensó constantemente en ella. Incluso soñó con ella casi todas las noches.

    Intentó distraerse, lanzándose al torbellino de placeres, mareándose en orgías y bacanales: aun así no podía olvidarla.

    Queriendo poner fin a este estado casi mórbido, decidió emprender otro viaje a Alejandría.

    Al llegar a la hermosa ciudad, lo primero que hizo fue visitar al viejo Atarán, declarándole inmediatamente el motivo de su visita.

    Él le dijo que ya no podía resistir la fuerza imperiosa de la pasión que su hija había despertado en él. Vino a pedir la mano de Fúlvia, pues tenía intención de casarse con ella.

    En un principio, el anciano se sorprendió ante aquella inesperada declaración; pero, reflexionando sobre el hecho que ya

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